Read El Umbral del Poder Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
¡No se produjo el resultado que ansiaban!
Las cabezas del óvalo rasgaron el aire con sus clarines, con los vítores destinados a aclamar a su monarca en el desfile de retorno.
Entonces, en una tergiversación de secuencias respecto de las que viviera el hechicero en el otro universo, donde tiempo y espacio se deformaban en una infinita espiral, su sombría figura se materializó junto al conmocionado gemelo. Ataviado de negro, con el cabello ahora cano esparcido sobre sus hombros, Raistlin alzó una mano dorada y, asiendo el bastón, puso sus dedos en la proximidad de los del luchador.
Manó del arcano cayado un torrente de luz plateada, purísima. El espectro multicolor del acceso se enzarzó en una lucha denodada por sobrevivir. Pero aquellos fulgores argénteos encerraban, contenían, la radiante cualidad de la estrella del ocaso cuando parpadea en el claroscuro del cielo.
El Portal se cerró.
Los enardecidos gritos de las cabezas de metal cesaron de manera tan súbita, tan brutal incluso, que el silencio retumbó en los tímpanos de las criaturas presentes en la cámara. En el lado opuesto no había nada, ni movimiento ni quietud, ni oscuridad ni luz. Era, simplemente, el vacío.
El guerrero se detuvo unos minutos frente a aquella negación de la existencia, sujetando el instrumento de su victoria. Los flamígeros resplandores del globo ardieron unos momentos, antes de empezar a oscilar y, casi sin intervalo, extinguirse.
El laboratorio se sumió en una penumbra que a todos se les antojó acogedora, un auténtico descanso para los ojos después de la cegadora batalla. En aquella confortable beatitud, una voz cavernosa susurró:
—Adiós, mi querido hermano.
Después de las batallas
Astinus de Palanthas, sentado en su estudio de la Gran Biblioteca, escribía la historia de Krynn con el trazo negro, ágil y al mismo tiempo delicado con que registrara todos los eventos acaecidos en el mundo desde el primer día en el que los dioses posaran su mirada en el territorio, y seguiría haciéndolo hasta aquel otro, el postrero, cuando se cerrara para siempre el enorme volumen. El cronista se afanaba en su tarea, ajeno al caos que le circundaba o, mejor dicho, obligando —mediante su peculiar presencia— a este caos a prescindir de él.
Habían transcurrido sólo dos días desde que tuvieran lugar los hechos que Astinus reflejó en sus Crónicas y que la vox populi denominaba «La Batalla de Palanthas». La ciudad estaba en ruinas los dos únicos edificios que permanecían en pie eran la Torre de la Alta Hechicería y la Gran Biblioteca, y ésta, aunque no del todo derruida, no había escapado indemne al conflicto.
Si no fue completamente demolida se debió, en gran medida, al heroísmo de los Estetas. Encabezados por Bertrem, cuyo coraje inflamó, según el rumor, un draconiano que osó tocar con su ganchuda mano los libros sagrados, los habitantes del recinto atacaron al enemigo tan celosos de su cometido, tan despreciativos de sus vidas, que pocas criaturas reptilianas pudieron eludir su embate.
No obstante, y al igual que los otros palanthianos, los Estetas pagaron a un alto precio su victoria. Muchos miembros de su Orden perecieron en la liza y recibieron las exequias fúnebres de los demás cofrades, sepultándose sus homenajeadas cenizas entre los volúmenes por cuya protección habían sacrificado sus vidas. El valeroso Bertrem no murió. Tras sufrir leves heridas, vio su nombre anotado en uno de los grandes tomos, junto a los de los principales héroes de Palanthas, y tal distinción constituyó la mejor recompensa a la que jamás aspirara un ser sencillo como él. Nunca pasaba por delante del anaquel donde reposaba este ejemplar concreto sin asirlo sigiloso, revisar la página y recrearse en su gloria.
La que fuera hermosa ciudad, símbolo además de la paz, no era ya sino un recuerdo y el objeto de algunos párrafos descriptivos en los anales de Astinus. Montículos de piedra ennegrecida, castigada por el fuego, delimitaban las tumbas de las mansiones palaciegas, mientras que los ricos almacenes, con sus toneles de añejos vinos y cerveza, sus balas de algodón y de trigo, los baúles repletos de maravillas de los cuatro confines del país, yacían en pilas de ascuas todavía no apagadas. Los cascos de las naves, que también carcomió el fuego, perdieron sus amarras en el próximo fondeadero y flotaban a la deriva en las costas adyacentes. Los comerciantes hurgaban atareados entre los escombros de sus establecimientos, a fin de rescatar el mayor número posible de mercancías las familias contemplaban sus arrasados hogares, fortalecidos en la desgracia y agradeciendo a los dioses la gracia, al menos, de la supervivencia.
En efecto, fueron incontables los que no gozaron de esta merced. De los Caballeros de Solamnia que guardaban la ciudad apenas había resistido ninguno, pereciendo en su mayoría en el desigual combate contra Soth y sus legiones espectrales. Uno de los primeros en caer fue el ostentoso comandante Markham, quien, fiel al juramento prestado a Tanis, no se enfrentó al fantasmal caudillo, sino que, una vez agrupadas las tropas, inició la carga que había de abatir a los guerreros cadavéricos. Aunque hendieron su cuerpo un sinfín de filos, perseveró aguerrido en conducir a sus ensangrentados y fatigados hombres hasta que, al fin, se desplomó muerto en su caballo.
El bravío proceder de los caballeros permitió que se salvaran centenares de ciudadanos que, de otro modo, habrían sucumbido a los aceros de los muertos errantes. Éstos, así había de propagarlo la leyenda, se desvanecieron por arte de magia en el momento en el que su cabecilla, con un amortajado cadáver en los brazos, se materializó entre sus filas.
Agasajados como héroes, los despojos de los luchadores solámnicos fueron transportados por sus compañeros a la Torre del Sumo Sacerdote. En tan antigua mole, se les enterró en un sepulcro donde se conservaba el cuerpo de Sturm Brightblade, héroe antes que ellos, en la Guerra de la Lanza.
Cuando se abrió el mausoleo, cerrado desde que se inhumara al referido Sturm, fue grande la sorpresa de los soldados al descubrir que el término «conservado» se había cumplido al pie de la letra y que el cuerpo del caballero Brightblade estaba intacto, inmune a los estragos del tiempo. La única explicación con visos de verosimilitud que pudo darse al milagro fue una joya elfa de singular apariencia que refulgía en su pecho. Todos cuantos entraron aquel día en la cripta, como participantes en el duelo y llorando a sus seres queridos, examinaron la esplendorosa alhaja y sintieron que un bálsamo de paz mitigaba el punzante dolor.
No sólo se guardó luto por los combatientes, porque fueron asimismo innumerables los civiles que habían fallecido en la defensa de Palanthas. Los hombres trataron de salvaguardar la urbe y a sus familiares, las mujeres se alzaron en paladines de sus casas y sus hijos. Los moradores del lugar incineraron a sus muertos, como exigía la secular costumbre, para esparcir luego las cenizas sobre el mar, donde, en un luctuoso concierto, habían de mezclarse con las de la ciudad a la que tanto amor profesaran.
Siguiendo un hábito ancestral, Astinus relató tales eventos a medida que ocurrían. Continuó absorto en su quehacer, o así lo comentaron los Estetas, sobrecogidos, incluso mientras Bertrem, sin más defensa que las manos desnudas, propinaba una paliza a un draconiano que se había atrevido a invadir la cámara donde trabajaba su superior. Y, si el cronista cesó en su labor, fue porque el improvisado guardián le bloqueó la luz y no a causa de los zumbidos, resoplidos y boqueadas que se sucedían en la sala.
Alzando la cabeza, el historiador frunció el entrecejo y Bertrem, que no había vacilado frente a su rival, se puso muy pálido y retrocedió de inmediato para dejar que los rayos del sol bañasen la página.
También hoy estaba el escriba concentrado en su narración, cuando penetró en el estudio su leal servidor. Astinus tardó unos momentos en preguntar, sin desatender, por supuesto, su labor:
—¿Qué deseas?
—Caramon Majere y un k… kender solicitan audiencia, Maestro.
De no haber informado que era un demonio del Abismo el que quería ver a Astinus, el Esteta no habría infundido más terror a su voz que al mencionar la palabra «kender».
—Hazles pasar —ordenó el cronista.
—¿A ambos? —quiso cerciorarse el otro, entre escandalizado e incrédulo.
—Confío en que aquel draconiano no dañara tu oído, Bertrem —declaró el historiador, y se abultaron las arrugas de su entrecejo—. ¿No te daría, por ejemplo, un golpe en el cráneo?
—No, Maestro —le aseguró el aludido y, con un ostensible rubor en los pómulos, salió de la estancia no sin antes, en su azoramiento, pisarse el borde de la túnica.
Unos minutos después, regresó el turbado Esteta y, con voz temblorosa, introdujo a los visitantes.
—Caramon Majere y Tassle—f—foot Burr—hoof —susurró en un trabalenguas.
—Tasslehoof Burrfoot —le enmendó el hombrecillo y tendió una mano al escriba, quien la estrechó sin prejuicios—. Y tú eres el renombrado Astinus de Palanthas —prosiguió el recién llegado, saltarín el copete a consecuencia de la excitación—. Lo cierto es que nuestros caminos se han cruzado con anterioridad —aseveró, enigmático— pero no puedes acordarte porque eso es algo que aún está por venir. O, bien pensado, nuestra entrevista pertenece a un futuro que nunca será. ¿Me equivoco, Caramon?
—No, lo que dices es exacto —corroboró éste.
Astinus desvió la vista hacia el guerrero y le sometió a un exhaustivo examen, para dictaminar al rato:
—No te pareces a tu gemelo. Aunque debe tenerse presente que Raistlin tuvo que soportar pruebas que le afectaron tanto en el aspecto físico como en el mental. Si a eso agregamos la indefinible expresión de tus ojos, que te emparenta con él, quizás hallemos más similitudes de las que en principio se adivinan.
El cronista interrumpió su análisis, confundido al asaltarle la idea de que, como había apuntado, no comprendía lo que destilaban las pupilas de su interlocutor. Nada sobre la faz de Krynn eludía su sagaz percepción y, por lo tanto, le enojaba sobremanera esta contrariedad.
Raras eran las ocasiones en las que Astinus se encolerizaba, una circunstancia afortunada, porque su mera irritación provocaba una marea de pánico entre los pusilánimes Estetas. Ahora, contraviniendo todas las normas, estaba furioso. Crispó las hirsutas cejas, comprimió los labios y su rasgo más elocuente, los ojos, irradiaron unas chispas que impulsaron al kender a preguntarse si no había dejado nada en el vestíbulo que pudiera necesitar ahora mismo, lo que hubiera sido un excelente pretexto para escabullirse.
—¿De qué se trata? —preguntó el historiador de forma brusca, descargando un puñetazo sobre el escritorio que hizo que la pluma saltara por el aire, la tinta se derramara y Bertrem, que aguardaba en el pasillo, emprendiera la fuga a la limitada velocidad que imponían sus piernas y el miedo a dar un traspié con sus inconsistentes sandalias.
Mientras retumbaban aún en los corredores los ecos de las zancadas del asustado Esteta, Astinus reanudó su interrumpida parrafada sin conceder importancia a su reacción.
—Te envuelve un misterio impenetrable, Caramon Majere —increpó al musculoso humano—, y no tolero que se me oculte nada de lo que acontece en el mundo. Conozco los pensamientos más íntimos de todo ente vivo, presencio sus acciones, interpreto los anhelos de sus corazones. Pero, por alguna razón, ignoro cómo he de traspasar el muro que tú interpones entre nosotros y eso me desquicia.
—Tas acaba de revelarte el secreto —replicó el guerrero, impertérrito.
Rebuscó en la mochila que llevaba suspendida del hombro, y que hallara en una casa deshabitada de la Ciudad Nueva, y sacó un enorme volumen encuadernado en piel, que, cuidadoso, dejó en la escribanía, delante del cronista.
—¡Es una de mis obras! —exclamó éste, desfigurado su rostro en una mueca enloquecida—. ¿De dónde ha salido? —interrogó, tan impaciente que gritó, más que pronunciar, la frase—. Ninguno de mis libros se presta a personas del exterior sin que yo esté al corriente y dé de antemano mi consentimiento. Bertrem…
—Fíjate en la fecha —le recomendó Caramon, tajante pero con el aplomo del que se había investido en los últimos tiempos.
Astinus le lanzó un furibundo escrutinio, que acto seguido dedicó también al libro. Consultó la fecha, como le habían indicado, presto a llamar al Esteta. Pero la invocación murió en su garganta con un audible siseo, cuando comprobó la época a la que correspondían aquellas cifras. Dilatadas las pupilas, se hundió en su butaca y volvió a observar, de hito en hito, a Caramon y al tomo.
—Entonces —recapituló— es el futuro al que aludía tu amigo lo que he logrado leer en tus facciones.
—El futuro que encierra este libro —puntualizó Caramon, dirigiendo al volumen una ojeada solemne.
—¡Estuvimos allí! —intervino el kender, alerta a su oportunidad—. Puedo contarte todas nuestras peripecias. Te garantizo que son fascinantes —propuso, desinteresadamente, al cronista—. Verás, regresamos a Solace. Pero va no era el burgo que un día nos albergó sino un lodazal, un paraje desolado. Incluso creí que nos habíamos catapultado a una de las lunas, pues había visualizado un satélite al activar mi compañero el ingenio arcano…
—Calla, Tas —le refrenó el luchador con amable autoridad, a la vez que apoyaba una mano en su brazo y le incitaba a partir.
En el trayecto hacia la puerta, el hombrecillo logró, pese a que Caramon guiaba sus pasos para prevenir imprevistos, volverse y proceder a una cortés despedida.
—Adiós, Astinus. Ha sido un placer departir contigo después de… antes…, bien, será mejor dejar a un lado las cuestiones temporales.
El historiador no lo escuchó, ni siquiera era consciente de que aún se hallaba en el estudio. El día en el que Caramon Majere le entregara el escrito fue el único en todo el devenir de Palanthas en el que no hubo nuevas aportaciones a su escrupulosa plasmación de cuanto allí concedía, salvo una breve nota:
En el día de hoy, Hora Postvigilia subiendo hacia el 14, Caramon Majere me ha traído las Crónicas de Krynn, volumen 2.000, un tomo de mi puño y letra que nunca escribiré.
Para los palanthianos, el funeral de Elistan representó una póstuma ceremonia en alabanza a su admirada ciudad. El sepelio se celebró poco después del alba, como el clérigo pidiera, y asistieron todos los pobladores de la ciudad: viejos, jóvenes, ricos y pobres. Los heridos que no podían valerse fueron llevados en angarillas, las cuales se ordenaron sobre los agostados céspedes que una semana antes tapizaron los aledaños del Templo.