Read El Umbral del Poder Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Se dejó caer en la fantasmal explanada y, situándose cerca de Crysania, acarició su mano. Se alegraba de que ella estuviera en el Abismo, porque la soledad en tales simas debía de ser aterradora y la mera tibieza de su piel le alentaba a perseverar. Sin embargo, se sentía culpable por no salvarla de la zarpa de la muerte.
—¿Qué planes te has trazado respecto al nigromante, Caramon? —indagó la sacerdotisa tras una pausa.
—Impedirle que salga de estos confines —confesó el aludido, con acento desapasionado y una máscara de forzada impasibilidad en el semblante.
La mujer asintió y, lúcida pese a haberse extinguido la luz de su visión, presionando los dedos masculinos, comentó:
—Te matará es un poderoso adversario.
—Sí, pero no antes de hender yo mi filo. También él expirará —declaró Caramon.
Un espasmo de sufrimiento desfiguró las facciones de la Hija Venerable, que, en una cadencia entrecortada, le propuso:
—Te esperaré y, cuando se haya zanjado la pugna, serás mi guía en el camino de tinieblas que he de recorrer. Tú conjurarás la maldad y me pondrás en la senda de Paladine.
Echó hacia atrás la cabeza en busca de un lugar donde reclinarla, con tanta suavidad que parecía haberla hundido en una alta y mullida almohada. El pecho se movía al ritmo de la respiración y, al ponerle los dedos en el cuello, Caramon notó sus latidos, el fluir de la savia vital.
Estaba preparado para afrontar su propia muerte, para ser el justiciero artífice de la de su gemelo. ¡Era simple, puesto que ambos lo merecían! Pero ¿quién era él para segar la existencia de aquella mujer o, lo que es lo mismo, hacerse responsable de su tránsito?
Quizá le quedaba aún tiempo suficiente para posar su cuerpo en el laboratorio, confiarlo a los cuidados de Tanis y retornar al universo de la eternidad. Esperanzado, el guerrero se incorporó y empezó a levantar de nuevo a la liviana Crysania.
Se disponía a hacer la travesía, cuando columbró por el rabillo del ojo una sombra que se movía. Dio media vuelta y se topó con Raistlin.
El espectro enamorado
—Entra, Caballero de la Rosa Negra —repitió Dalamar.
Unos ojos llameantes escrutaron a Tanis, quien se llevó una mano a la empuñadura de la espada en el mismo instante en que unos dedos delgados, nervudos, le tocaban en un brazo y le provocaban un gran sobresalto.
—No te interfieras, amigo mío —le aconsejó el elfo—. Nosotros poco le importamos es otro el propósito de su visita.
La mirada oscilante e hipnotizadora de aquellas ígneas pupilas pasó de largo, apenas se detuvo en el barbudo héroe. Las candelas de la estancia arrancaron destellos de la anticuada armadura. Entre los ricos adornos y debajo de las ennegrecidas manchas de un añejo fuego, entremezcladas con la sangre convertida en polvo tiempo atrás, la armadura todavía exhibía el contorno de la Rosa, símbolo de los Caballeros de Solamnia. Cruzaron la estancia unas botas, que no hacían ruido de ninguna clase, ya que el espectro había hallado a la criatura que perseguía en un oscuro rincón: el cadáver de Kitiara, oculto por la capa de Tanis.
«¡Mantenlo alejado! Siempre te amé, semielfo», resonaron en la mente de éste las postreras palabras de la mandataria.
Soth llegó hasta el inerte cuerpo y se arrodilló. Fue incapaz de rozarlo siquiera, como si una fuerza invisible le coaccionara en su intento, y se puso en pie de nuevo. Ya erguido, dio media vuelta, y sus anaranjadas cuencas oculares centellearon en unas insondables tinieblas que, bajo su yelmo, sustituían a los rasgos de un rostro vivo.
—Entrégamela, Tanis el Semielfo —ordenó con su voz hueca—. Los sentimientos amorosos que compartió contigo la vinculan a este mundo. Debes romper el yugo.
El aludido, impulsivo por naturaleza, avanzó unos pasos con el acero aferrado.
—¡Te matará, Tanis! —le previno Dalamar—. Te aniquilará sin más. Deja que vaya con él. Al fin y al cabo, es el único de nosotros que supo comprenderla.
—Más que eso —replicó el caballero espectral, fulgurante el brillo de su portentosa visión—, yo la admiraba. Ambos nacimos para gobernar, la conquista era nuestro común destino. Aunque debo confesar, y quizá por eso la reverenciaba aún más, que su temple inflexible le confería una cierta superioridad sobre mí. Sí, Kitiara menospreciaba el amor cuando éste amenazaba con encadenarla. De no haber sufrido los acontecimientos un repentino sesgo, se habría proclamado reina de todo Ansalon.
El cavernoso acento del fantasma esparció por el laboratorio notas de pasión, de odio, que asombraron al semielfo.
—¡Cuánto se degradó! —continuó el etéreo orador—. Tras la vergonzosa derrota de Neraka, quedó atrapada en Sanction como una fiera enjaulada, planeando una nueva guerra que ni siquiera ella abrigaba esperanzas de ganar. Su coraje, su resolución, comenzaron a flaquear, e incluso permitió que la esclavizara un amante hechicero y espía, aquí presente —apostilló, y señaló al acólito con un índice translúcido—. Si la incité al combate fue porque decidí que más le valía perecer en un conflicto armado que consumirse cual la cera de una insignificante vela.
—¡Todo eso son embustes, patrañas! —se indignó Tanis, a la vez que, enajenado, se aprestaba a desenvainar su espada—. No…
Dalamar contuvo su ímpetu, sujetándole la muñeca y aleccionándole con tacto, con suavidad.
—Nunca te quiso de verdad, mi apreciado compañero es fundamental que lo entiendas. Te manipuló como hizo con todos, incluido él. —Miró de soslayo a Soth pero, al advertir que su contertulio se disponía a discutir, reanudó la explicación—. Se burló de ti hasta el final, ¿no te das cuenta? Incluso ahora te tiende sus tentáculos desde el más allá. Ha hecho de tu persona una tabla salvadora a la que agarrarse aun a costa de arruinar tu existencia.
Tanis vaciló ante la rotundidad de tales argumentos. Ardía en su memoria la imagen de la faz femenina arrasada por el terror y, en medio de aquel incendio, surgió otro que se impuso lentamente al anterior, difuminando la efigie. Tras una cortina de fuego, visualizó un castillo que, noble y majestuoso en un tiempo, se desmoronaba hasta reducirse a escombros. Atisbo a una adorable, delicada doncella elfa que sucumbía con un recién nacido en brazos y a guerreros que huían, que morían carbonizados. En el apocalíptico espectáculo, rugió la voz de Soth.
—Preserva el don de la vida, semielfo. Te sobran los motivos para seguir en el mundo, muchos son los mortales que dependen de ti. Tus posibilidades son envidiables. Nadie puede juzgarlo mejor que yo mismo pues, en una era remota, gocé de las venturas que a ti se te ofrecen. Desdeñé mi oportunidad al elegir la senda nocturna en lugar de la luz del sol. ¿Vas a imitarme? ¿Desecharás el privilegio del que ahora disfrutas? ¿Renunciarás a todo cuanto tienes en beneficio de alguien que se adentró desde el principio en los tortuosos caminos de la perversidad? ¡No te malogres! —le exhortó.
«Lo que yo ansiaba poseer, ya lo tengo», se coreó el propio semielfo al recordar su última conversación con la postrada mujer. Y la sonrisa de Laurana invadió sus pensamientos.
Entornó los párpados a fin de contemplar la bella faz de su esposa, la expresión tierna y apacible de la que solía revestirse. Un halo de prístina claridad envolvía su áurea melena, realzaba sus almendrados ojos de elfa. Se intensificó el cerco, radiante cual una estrella, y su pureza inundó los sentidos, la mente de Tanis hasta eclipsar la máscara de muerte en la que se había transformado el otrora sensual rostro de Kit.
Bajo el influjo de esta visión, el héroe de la Lanza envainó la espada y retiró la mano. Soth, mientras tanto, se agachó y alzó los despojos amortajados por la capa, ahora ensangrentada, en sus intangibles brazos.
El caballero formuló un hechizo, consistente en un solo vocablo, y se abrió una sima a sus pies, o así se la describió Tanis a sí mismo. Una oleada de frío capaz de desgajar el alma fluyó a través de la sala, en una feroz arremetida que forzó al semielfo a, estremecido, desviar la cabeza como si hubiera de protegerla de un vendaval.
Cuando pudo examinar lo ocurrido, Tanis constató que en la umbría esquina no había nadie, salvo Dalamar.
—Han partido —informó el aprendiz—. Y Caramon también.
—¿Cómo?
Volviéndose con un ligero bamboleo, tembloroso y empapado el cuerpo en un sudor gélido, Tanis prendió la vista del paisaje desértico que se adivinaba pasado el Portal. Se le encogió el ánimo, tan desolado como aquella planicie infinita, al descubrir que su amigo se había evaporado.
«¿Renunciarás a todo cuanto tienes en beneficio de alguien que se adentró desde el principio en los tortuosos caminos de la perversidad?», le imprecó, una vez más, el desaparecido Caballero de la Muerte.
CÁNTICO DE SOTH
Aparta la luz sepultada
del candil, la antorcha sin raigambre,
y escucha el eco de la noche enlutada
capturado en tu inflamada sangre.
Cuan serena es la medianoche, amor,
cuan tibios los vientos donde el cuervo vuela,
donde el cambiante claro de luna, amor,
palidece en tu ciega retina, se congela.
Tu corazón a gritos me llama, amor,
la oscuridad en tu seno ha abierto una brecha,
por la que corren los ríos de la sangre, amor,
en la que, sugerente, penetra esta endecha.
Amor, el calor que encierra tu piel en agonía,
puro como la sal, como la muerte devastador,
cabalga a lomos de la luna roja, en la lejanía,
desde la fosforescencia de tu aliento, tu estertor.
Los caminos se separan
Frente a él, el Portal detrás, la Reina. A su espalda, dolor, sufrimiento delante, la victoria.
Apoyado en el Bastón de Mago, tan débil que a duras penas se sostenía, Raistlin invocó en su mente la imagen del acceso y la fijó de manera que no se borrase. Le asaltó la idea falaz de haber caminado, tropezado y hasta gateado a lo largo de un trecho interminable para alcanzarlo. Pero ahora se hallaba cerca y este hecho le recompensaba por las vicisitudes pasadas. Distinguía su llamativo espectro cromático, los colores de la vida: el verde de la hierba, el azul del cielo, el blanco de los cirros nubosos, el negro de la noche y el rojo de la sangre…
Sangre. Se miró las manos, manchadas de su propia savia, y asoció tal visión a sus heridas, demasiado numerosas para contarlas. Golpeado por un mazo, apuñalado por dagas y espadas, socarrado por relámpagos, llagado por el fuego, en su contra se habían aunado las fuerzas de clérigos oscuros, nigromantes, legiones de espíritus carnívoros y demonios, todos ellos al servicio de Su Majestad. La túnica emblemática de su rango caía en torno a los hombros andrajosa, mancillada no exhalaba una vez su aliento sin convulsionarse en una agonía y, en su interminable periplo, había vomitado las últimas gotas de sangre que atesoraba en sus venas. Aunque tosía, tanto que debía interrumpir la marcha durante los ataques e hincar ambas rodillas, al arrojar el esputo nada brotaba, porque nada había en su interior.
Pero, a pesar de tan pavorosos avatares, había conseguido resistir.
Secas de sangre, por sus venas circulaba un febril alborozo. Había aguantado, soportado las arremetidas de sus adversarios. Decir que estaba vivo era casi un eufemismo, pero faltaba el casi. La ira de la soberana atronaba sus oídos cual un timbal inclemente, la tierra y la bóveda celeste latían a su compás. El hechicero había derrotado a sus más poderosos secuaces. Nadie quedaba para desafiarle en un combate decisivo, excepto ella misma.
El Portal resplandecía, con lujuriantes matices, en los relojes de arena que configuraban sus pupilas. Se aproximó sin tregua, atento a la furia de la soberana, que, desatada, la incitaba al descuido, a la demencia, y recapacitó que aquélla era su mejor garantía de éxito en la fuga del Abismo. No era la diosa quien había de interceptarle de modo que se creyó a salvo.
De pronto, una sombra procedente de las alturas le petrificó. Alzó la vista y detectó los dedos de una mano gigantesca que oscurecían el firmamento y cuyas uñas estaban teñidas, como si las hubiesen pintado, de un rojo sanguinolento.
Sonrió y resolvió proseguir. Era lo que en principio pronosticó, una sombra y nada más. La mano que la proyectaba trataba de atraparle en vano. Él estaba en la vecindad del puente que conducía a su mundo y ella, la gran dama, había quedado postergada al confiar en sus esbirros y no intervenir en la contienda. Sus garras prensiles asirían el repulgo de las aterciopeladas, y ahora harapientas, vestiduras en el momento en que traspasara el umbral, una ocasión que el mago aprovecharía para hacer acopio de energías y arrastrarla a la órbita que le interesaba.
Ya al otro lado, ¿quién sería el más fuerte? Raistlin tosió, a despecho de los espasmos, la asfixia y los aguijonazos, ensayó una sonrisa —una mueca— con los finos labios retorcidos y espumeantes. No abrigaba dudas respecto al desenlace.
Cerrada una mano sobre el pecho, la otra sobre la vara arcana, reemprendió la caminata midiendo los jirones de vida que dejaba en cada zancada, las exhalaciones de sus abrasados pulmones, con idéntico afán con el que un mendigo sopesaría una moneda de cobre. La batalla que se avecinaba le proporcionaría la gloria. Sería su turno de convocar las huestes para que se batieran en su nombre. Los dioses responderían a su llamada, porque la aparición de la Reina en el mundo investida de todos sus atributos desencadenaría la cólera de los otros hacedores. Se desprenderían las lunas del manto nocturno, los planetas alterarían sus revoluciones y las estrellas también, mientras los elementos acataban su mandato, los cuatro sumisos frente a tan ineludible autoridad.
Delante del nigromante, en derredor del Portal, las cabezas reptilianas lanzaban bramidos impotentes, sabedor el simbólico animal de que carecía de las facultades precisas para oponerse a sus designios. Un palpito más, una sola inhalación de aire y, con el subsiguiente resoplido, el anhelado objetivo.
Alzó la encapuchada cabeza… e hizo una pausa forzosa. Una figura en la que antes no había reparado, ensombrecida por la bruma del dolor, la sangre y la quintaesencia de la muerte, se silueteaba frente a él, esgrimiendo una reluciente espada. Confundido, perplejo, estudió al intruso sin reconocerle, hasta trocarse su alejamiento en regocijo.
—¡Caramon, eres tú! —exclamó.