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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (47 page)

BOOK: El último teorema
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Myra se quedó dormida. No pudo determinar cuánto tiempo estuvo sumida en el sueño, tendida en la tumbona bajo la brillante luz solar. Cuando se despertó, se percató enseguida de que el astro se hallaba mucho más alto, y las dos domésticas se encontraban en la cocina, haciendo tanto ruido que rayaba casi en lo absurdo. Entonces llegó a ella la tenue voz del noticiero que había provocado semejante alboroto. Se trataba de una transmisión que había captado por casualidad uno de los monitores instalados en la órbita terrestre baja, y que procedía de la agrupación errante de veleros espaciales en que se habían convertido los participantes de la primera carrera de vela solar de la historia. La voz era una que conocían muy bien Myra y Ranjit.

—Necesito ayuda —decía—. ¡Que alguien me saque de esta cápsula antes de que se agoten las reservas de oxígeno de emergencia! —Y acababa con un dato que resultaba por demás innecesario para Ranjit y Myra—: Al habla, Natasha de Soyza Subramanian, antigua piloto del velero solar
Diana.
No tengo la menor idea de lo que hago aquí.

CAPÍTULO XL

Galería de retratos

V
einticuatro horas antes, Myra Subramanian habría jurado que sólo había una cosa que necesitase en el mundo: saber que su hija se encontraba sana y salva contra todo pronóstico. Y al fin había recibido la noticia que tanto anhelaba. No sólo eso: pudo conocer también el informe de los servicios de rescate que habían acudido de inmediato a la llamada de socorro de Natasha. Por radio, comunicaron al mundo expectante que la joven perdida no sólo estaba viva y, hasta donde podían determinar ellos, en buen estado de salud, sino que, a esas alturas, también estaba a salvo, por cuanto había embarcado ya en su cohete y se dirigía con ellos a la terminal del Skyhook en la órbita terrestre baja.

A Myra, sin embargo, ya no le bastaba con eso: lo que quería era tener a su hija entre sus brazos, y no a miles de kilómetros de distancia; pero no había posibilidad física alguna de tenerla en casa antes de las semanas que tardaría en llevarla allí el ascensor espacial.

Entonces, aquella noche, mientras examinaba los canales de noticias con la esperanza de dar con algún asunto que no fuese ni atemorizador ni incomprensible, exhaló un grito que hizo a su marido acudir a su lado a la carrera.

—¡Mira! —exclamó mientras señalaba con gesto agitado la imagen que se mostraba en la pantalla.

Ranjit también estuvo a punto de chillar al ver lo que estaba observando ella, que no era otra cosa que su hija, Natasha, y no aquel remedo irreal de su Tashy que había pasado más de cincuenta horas interrogando a todos aquellos miembros de la especie humana.

Sin saber ni importarle siquiera en aquel momento lo que estaba diciendo la recién rescatada, Ranjit se dirigió a su estudio acompañado de Myra, dejando ambos tras de sí la pantalla que transmitía su imagen. No perdió el tiempo tratando de poner una conferencia telefónica con la cápsula del montacargas espacial en que viajaba la Natasha verdadera, la que volvía al fin a casa, pues en calidad de integrante de la junta consultiva del Skyhook gozaba de ciertos privilegios, y no dudó en hacer uso de los canales reservados a los que tenía acceso dada su condición. No había transcurrido un minuto cuando tuvo ante sí a su auténtica hija, que los miraba desde la diminuta litera del compartimiento protegido contra la radiación. Algo más de tiempo necesitó Natasha para convencer por entero a su madre de que aquella joven de cabellos despeinados y con el sujetador manchado, tan diferente de la otra Natasha inmaculada, era la que tanto había ansiado ver ella.

También logró que, al fin, se convencieran de que estaba viva e ilesa, por más que fuese incapaz de explicar cómo había acabado dentro de la cápsula en la que, sin lugar a dudas, no habían hallado rastro alguno suyo durante el registro efectuado tras el accidente.

Aunque todo aquello resultaba maravilloso, no lo era lo suficiente para satisfacer a Myra, quien ya había perdido a su hija en una ocasión, de un modo aterrador y en apariencia irremediable, y no estaba dispuesta a renunciar a aquel contacto. De hecho, habría estado hablando horas enteras con Natasha si no hubiese sido precisamente su hija quien puso fin a la conversación. Alzando la vista de la cámara, primero irritada, sobresaltada a continuación y al fin punto menos que aterrorizada, gritó:

—¡Dios mío! ¿Ésa es la copia de mí misma de la que hablan todos? ¡Mirad las noticias!

* * *

Eso hicieron, y acto seguido regresaron al principio del mensaje que había emitido aquel ser. Sin más introducción que un fogonazo, la figura con forma de Natasha comenzó a hablar, diciendo:

—Hola, sujetos de la especie humana de la Tierra. Tenemos tres asuntos que comunicarles, que son los siguientes:

»En primer lugar, el miembro de los grandes de la galaxia que hasta hace poco se encontraba en los alrededores se ha ausentado de esta área astronómica, con la intención, según suponemos, de reunirse de nuevo con sus iguales. No se sabe cuándo volverá ni lo que hará tras su regreso.

»En segundo lugar, los integrantes del órgano ejecutivo han llegado a la conclusión de que probablemente les resultará más fácil conversar con nosotros si conocen nuestro verdadero aspecto. Por consiguiente, mostraremos imágenes de las cincuenta y cinco razas más activas de cuantas están sometidas a los grandes de la galaxia, para lo cual comenzaremos con la nuestra, la de los eneápodos.

»En tercer y último lugar, a los unoimedios les resulta imposible regresar a su planeta natal en el presente por causa de la escasez de suministros, y dado que los archivados prefieren no partir sin ellos, se ha decidido que ambas especies se instalen en el planeta de ustedes, la Tierra. Las tres especies mencionadas son las únicas a las que se ha encomendado la misión de resolver los problemas que ustedes han generado. Aun así, no tienen por qué alarmarse: los grandes de la galaxia han revocado la orden de esterilizar su planeta. De cualquier modo, cuando lleguen los unoimedios, tienen previsto ocupar zonas que ustedes no usan. Con esto acaba la presente comunicación.

Y así fue. La pareja se miró con aire perplejo.

—¿Qué zonas crees que piensan ocupar? —quiso saber Myra.

Ranjit ni siquiera intentó responder, pues tenía una pregunta más acuciante que formular.

—¿Qué crees que quieren decir cuando hablan de «esterilizar» nuestro planeta?

* * *

Las criaturas que se habían dado a conocer como eneápodos, lejos de limitarse a mostrar, hasta la saciedad y en todas las pantallas del mundo, a cada uno de los seres que habían prometido presentar a los terrícolas, tuvieron a bien añadir sendos comentarios a las imágenes.

—Nosotros recibimos el nombre de eneápodos —anunció la voz— porque, como pueden ver, poseemos nueve extremidades. Las cuatro que tenemos a cada lado se emplean, sobre todo, con fines ambulatorios, en tanto que la trasera nos sirve para todo lo demás.

Todas las pantallas mostraron una imagen de la criatura así descrita.

—¡Parece un escarabajo! —exclamó la cocinera.

Y razón no le faltaba, si bien aquel ser tenía cada uno de los cuatro pares de miembros unido por una faja de brillante tejido metálico. Tal como refería el narrador, disponía de uno más, el noveno, en un extremo del cuerpo. A Myra le pareció similar a la trompa de un elefante, aunque más delgada y lo bastante larga para llegar al extremo delantero, en el que daba la impresión de tener ojos y boca.

Si el aspecto de los eneápodos ya era raro (porque, reconozcámoslo, resultaban extravagantes de veras, se miraran por donde se mirasen), los siguientes en ocupar la pasarela no tenían mucho que envidiarles en este sentido. La segunda de las especies en cuestión hacía pensar en un gazapo desollado que hubiese adoptado una enfermiza coloración cerúlea en lugar de la rosada a que estaban acostumbrados los humanos (el comentario que acompañaba a la imagen se refería a ella como la de los unoimedios, aunque aún habría de pasar un tiempo antes de que ningún humano supiese el porqué). La tercera era, de todas las razas que acababa de conocer la humanidad en cuanto compañeras de galaxia, la que más se asemejaba a su propia especie, aunque el parecido era, de cualquier modo, escaso. Algunas de las que se mostraban a continuación llegaban a poseer una docena de extremidades o aun tentáculos (no era fácil determinarlo) en número mucho mayor; pero los seres de aquella tercera raza, a la que habían asignado la extraña denominación de archivados, tenían dos brazos, dos piernas y una cabeza. No había modo alguno de inferir la escala de las imágenes; así que bien podían tener el tamaño de un tití o el de un gigantón de circo. Con todo, no cabía dudar de que pertenecían a la clase de criaturas con las que nadie querría topar en la oscuridad de la noche. Eran seres espantosos, de hecho, los comentaristas de todo el mundo no fueron capaces de dar con un adjetivo más amable que el de
diabólico
para describirlos.

Los que se mostraron a continuación eran más grotescos aún. Los había de todos los colores concebibles, y a menudo chocaban en su piel colores diversos en manchas semejantes a diseños de camuflaje que hacían daño a la vista. Algunos tenían escamas; otros, un plumaje ralo y desgarbado. También la disposición de sus miembros resultaba variopinta en extremo. Y eso, tomando sólo en consideración las formas cuya estructura se basaba en el carbono, pues había otras especies, comparables quizás a caimanes achaparrados embutidos en trajes de buzo anticuados, que no resultaban tan comprensibles, hasta que se supo que provenían de mundos dotados de una atmósfera tan cruel como la del fondo marino de la Tierra, motivo por el cual su estructura biológica tenía por fluido activo dióxido de carbono supercrítico.

La presentación de las cincuenta y cinco razas más avanzadas de la galaxia no se detuvo después de que cada una de ellas hubiese disfrutado de su momento de gloria en las pantallas terrícolas. Una vez concluida esta primera parte, volvía a comenzar la sucesión de especies, de nuevo a partir de los eneápodos. En esta ocasión, sin embargo, se mostraba a cada uno de los especímenes en su contexto, acompañado por su nave con forma de plátano y rodeado por otros elementos de su mundo, en tanto que el comentario explicativo también era diferente.

Todo ello resultaba, por descontado, muy instructivo. Concluida la tercera secuencia, los Subramanian habían llegado a la conclusión de que, puesto en relación con el tamaño de uno de sus vehículos espaciales, el eneápodo medio no debía de medir más de dieciocho o veinte centímetros. En cuanto a los archivados, la información que acompañaba a su segunda imagen hacía pensar que no eran más que lo que daba a entender su nombre. Los cuerpos biológicos que presentaba la pantalla eran sólo un dato histórico, pues en el presente, tales seres sobrevivían almacenados en sistemas electrónicos. Eso fue lo que dijo Myra a Ranjit cuando éste volvió de acostar a Robert, que se había quedado dormido.

—Ajá… —respondió él mientras volvía a instalarse en su sillón preferido—. La verdad es que debe de resultar muy útil: de ese modo, uno puede vivir casi para siempre, ¿no?

—A lo mejor —convino ella—. Voy a prepararme una taza de té; ¿quieres una?

Ranjit asintió. Cuando Myra volvió con las dos tazas, vio en la pantalla a uno de los eneápodos que, tras despojar a otro del tejido que tenía entre dos de las articulaciones de la cadera, le frotaba con la novena extremidad la piel que había quedado expuesta.

—¿Qué está haciendo? —preguntó mientras colocaba la infusión ante su marido—. ¿Lavarlo?

—O cambiarle el aceite —respondió Ranjit—. ¡Vete tú a saber! Escucha, todo esto es una grabación. ¿Por qué no la apagamos y volvemos a ponerla cuando nos apetezca?

—Buena idea —respondió ella, alargando el brazo para hacer lo que su marido había sugerido—. De todos modos, hay algo que quiero preguntarte: ¿qué es lo que no nos han enseñado en todo este desfile?

Ranjit movió la cabeza con gesto de aprobación.

—Te refieres a los seres a los que llaman
grandes de la galaxia
, ¿no?

—Parece que son gente importante, y sin embargo, aún no nos han mostrado cómo son.

CAPÍTULO XLI

La vuelta a casa

E
ra de esperar que cuando Natasha, la verdadera, estuviese descansando, por fin, en su cama de la casa familiar de Colombo, haría ya tiempo que habría concluido la prolija presentación que había ofrecido al mundo la falsa Natasha. Y sí, en parte era eso lo que había ocurrido. Dicho de otro modo, si bien aquel documental de sesenta y dos horas dejó de emitirse después de haberlo repetido tres veces, los eneápodos volvieron a hacer sesiones de recuerdo cada vez que transcurrían unos cuantos días, por razones que sólo ellos podían conocer.

La especie humana no tuvo tal cosa por maná caído del cielo. La voz que acompañaba a las imágenes no sólo se expresaba en inglés, sino que repetía el texto en casi todas las lenguas y dialectos hablados por cualquier grupo demográfico lo bastante nutrido para disponer de un hueco en los canales de transmisión. El número de colectivos así no era escaso; de hecho, era lo bastante extenso para paralizar buena parte de las conexiones vía satélite en detrimento de las comunicaciones humanas.

Por otra parte, aquella circunstancia ofreció a Natasha tiempo de sobra para estudiar cada detalle de aquella réplica de sí misma que mostraba la pantalla, incluidos la escueta camiseta sin mangas ni espalda y el rizo que, inmutable, caía descuidado sobre la oreja izquierda. Tampoco ella disfrutaba con aquel espectáculo.

—Me da escalofríos —reconoció ante sus padres—. Eso de verme ahí, diciendo cosas que sé que nunca he dicho… Sin embargo, ¡soy yo!

—No, no eres tú, cariño —replicó, no sin razón, su madre—. Tuvieron que hacer una copia de tu persona, aunque vete a saber cómo. Supongo que lo que buscaban era un portavoz que no pareciese sacado de una pesadilla.

—Entonces, ¿dónde estaba yo mientras hacían eso? ¡No me acuerdo de nada! Vi a Ron Olsos tratando de privarme del viento solar, y de pronto, sin saber cómo, me encuentro en… ¡En fin, no sé dónde! Como en la nada. Sólo sentía que estaba en un lugar cálido y muy agradable, tan a gusto, supongo, como cuando estaba dentro de ti, mamá.

Myra meneó la cabeza con gesto de desconcierto.

—Robert nos dijo que dormías plácidamente.

—Creo que sí. Lo siguiente que recuerdo es que estaba sentada a los mandos, pidiendo ayuda a gritos y rodeada de los restos del
Diana.

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