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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (50 page)

BOOK: El último teorema
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Se dirigía a alguien invisible, aunque la respuesta fue obvia. Sólo tuvo tiempo de decir:

—Señoras y señores, el presidente de…

Entonces, la pantalla volvió a ennegrecerse. Cuando volvió la imagen, fue para mostrar a un grupo de personas de uno y otro sexo de aspecto importante (y también preocupado) arracimado en torno a una mesa sembrada de micrófonos. Ranjit contempló la escena con cierta perplejidad: el lugar en que se hallaban no era ni la Rosaleda de la Casa Blanca ni el Despacho Oval, ni ningún otro de los que solía preferir el dignatario. Cierto es que detrás de los presentes, que se encontraban de pie, podía verse una bandera estadounidense de grandes dimensiones, tal como exigía de un modo punto menos que indefectible el presidente. Sin embargo, en la sala en la que estaban había algunos elementos poco habituales: paredes que carecían de ventanas, y la dura luz de unos focos por toda iluminación; también aparecía un cuerpo de guardia de infantes de la Marina de Estados Unidos en posición de firmes y con los dedos apoyados en los gatillos de sus armas.

—¡Por Dios bendito! —susurró Myra—. ¡Si ése es su refugio nuclear!

Ranjit, no obstante, apenas le prestó atención, pues acababa de descubrir algo más.

—Mira al hombre que hay entre el presidente y el embajador egipcio. ¿No es Orion Bledsoe?

* * *

Sí, era él. Con todo, no tuvieron tiempo de formular comentario alguno al respecto, ya que el dirigente había comenzado a hablar.

—Amigos —dijo—, me apena tener que presentarme ante todos ustedes para informar de que la invasión (la invasión, sí: no existe otro modo de describir lo que acaba de ocurrir) de nuestro planeta por parte de esos seres venidos del espacio ha colmado el vaso de lo tolerable. El Gobierno de la República Árabe de Egipto ha conminado a quienes han cometido este atropello a poner fin a sus preparativos bélicos y abandonar el territorio egipcio, y los agresores no sólo han omitido acatar tal requerimiento, totalmente conforme al derecho internacional, sino que ni siquiera han tenido la cortesía de acusar recibo de la admonición.

»En consecuencia, el Gobierno de nuestra aliada la República Árabe de Egipto está preparando una columna acorazada para cruzar con ella el desierto y expulsar de su suelo a los invasores. Además, su presidente ha hecho un llamamiento a Estados Unidos para que cumpla con lo convenido en virtud de los tratados existentes y apoye la empresa militar destinada a rechazarlos.

»Comprenderán que no tengo más opción que satisfacer dicha solicitud. En consecuencia, he dado órdenes a las fuerzas aéreas sexta, duodécima, decimocuarta y decimoctava de destruir el campamento alienígena. —Dicho esto, se permitió esbozar una sonrisa—. En la mayoría de los casos, ésta sería una decisión altamente secreta; pero estoy convencido de que el despliegue de las fuerzas destinadas a hacerles frente persuadirá a los invasores extraterrestres de la necesidad de abandonar de inmediato sus provocaciones y declarar su intención de desalojar el territorio egipcio que han ocupado.

El presidente volvió la mirada hacia su propia pantalla en el momento mismo en que las de todo el mundo comenzaban a mostrar su promesa hecha realidad: de todas partes surgieron aviones en perfecta formación de cuño listas para convergir en un mismo punto: la depresión de Qatāra. Ranjit reconoció algunos de ellos: alas volantes supersónicas; viejos B-52 de inmenso porte, que aún no habían caído en desuso desde la guerra de Vietnam; diminutos cazabombarderos furtivos… Contó al menos una docena de clases distintas de aeroplano, todas ellas con el mismo punto del mapa por objetivo.

Entonces, de pronto y sin previo aviso, mudaron el rumbo. Ranjit no pudo por menos de pensar en las «cercas invisibles» para perros, consistentes en una instalación eléctrica enterrada que propina una descarga al animal cada vez que trata de rebasar cierto punto. Lo mismo hicieron los aviones: en el instante mismo en que trataron de atravesar el perímetro de una circunferencia que tenía por centro la depresión de Qatāra, las pulcras formaciones de vuelo se desbarataron cuando, uno a uno, fueron perdiendo potencia los aparatos que la conformaban. No hubo explosiones, ni fogonazos, ni indicio alguno de acción hostil. Simplemente, en los propulsores de aquella imponente flota aérea dejó de verse llama alguna. Se habían apagado.

Perdido todo impulso, los pilotos hicieron cuanto estuvo en sus manos, que no fue mucho, por planear hasta el suelo. Pocos minutos después, las pantallas se llenaron de piras funerarias que, en número de quinientas o seiscientas, marcaban cada uno de los puntos en que había dado en tierra un integrante de aquella imponente fuerza aérea y había hecho explosión el combustible que aún tenía en el depósito.

Dentro del perímetro del campamento de los invasores, los afanosos pedazos de maquinaria siguieron ejecutando sus enigmáticas labores sin prestar la menor atención a cuanto ocurría a su alrededor.

* * *

Para los unoimedios, la depresión de Qatāra constituía un verdadero paraíso. En particular les encantó el agua de aquel oasis salobreño, más pura que cualquiera de las que hubiesen podido beber en su planeta durante generaciones. Por supuesto que había en su composición algún que otro elemento químico que era necesario depurar; pero apenas poseía contaminantes radiactivos, ¡y no había ni rastro de emisores de positrones!

¡Y el aire…! Pero ¡si casi podía respirarse sin necesidad de filtros! Cierto es que resultaba un tanto cálido, pues rondaba los cuarenta y cinco grados centígrados, o tal vez los ciento diez grados Fahrenheit, conforme a los diversos modos, tan propensos a provocar confusiones, de que se servía la población humana para medir la temperatura. Sin embargo, una vez que acabasen el túnel que iba de aquella depresión al mar, dispondrían de la suficiente cantidad de refrescante agua del Mediterráneo para hacer llevadero aquel clima.

Podría decirse, en efecto, que se hallaban tan felices como cabía pensar de una raza de seres esclavizados y en gran medida ortopédicos, salvo por un detalle enojoso. Como de costumbre, eran los eneápodos los causantes. Éstos habían dado su consentimiento a la destrucción de los aeroplanos atacantes porque tal acción no ponía en peligro la vida de ningún ser racional de la Tierra, pues sabían que todos los aviones de guerra estaban pilotados a distancia. Sin embargo, pese a todo, el ataque había provocado la pérdida de más de una existencia humana, circunstancia que resultaba exasperante. Quiso el azar que, en el lugar en que fue a estrellarse uno de los bombarderos estadounidenses, hubiera trabajando un equipo de expertos en prospección petrolera, y aunque es cierto que sólo habían muerto once personas (menos de un 0,0000001 por ciento de toda la especie humana, algo por lo que apenas cabe pensar que debiera inquietarse ningún ser dotado de una mente racional), los eneápodos habían puesto el grito en el cielo, pues no ignoraban, gracias a las conversaciones relativas a toda actividad humana de relieve, y a un buen número de las secundarias que habían escuchado de modo subrepticio, que los humanos poseían un concepto de la justicia y la compensación muy distinto del suyo. Al final, el consejo de los unoimedios acabó por ceder.

—¿Qué podemos hacer para arreglar la situación? —preguntaron—. Excepto, claro está, abandonar este lugar tan acogedor para regresar a nuestro planeta, cosa que no tenemos intención de hacer.

—Ofrecerles una indemnización —resolvieron de inmediato los expertos eneápodos—. Tenéis que pagarles. Por lo que sabemos por nuestro programa de escuchas, casi todo lo que se tuerce en los asuntos de esos seres humanos puede repararse mediante un resarcimiento en forma de dinero. ¿Estáis dispuestos a hacer algo así?

Los dirigentes de los unoimedios no necesitaron mucho tiempo para contestar:

—¡Claro que sí! ¿Qué es
dinero?

CAPÍTULO XLIV

Desacuerdos internacionales

E
l día siguiente, a una distancia considerable de Qatāra, los Subramanian estaban acabando de desayunar cuando Natasha y Robert, vestidos ya con el traje de baño, se disponían a aguardar el período de treinta minutos de rigor que debía mediar, por imposición materna, entre el final de una comida y el momento en que se les permitía ponerse en marcha en dirección a la playa. Ranjit observaba la pantalla con gesto ceñudo mientras dejaba que se enfriase la taza de té que sostenía en la mano. Las noticias mostraban las imágenes de la ajetreada colonia de los unoimedios que había captado uno de los escasos satélites que aún manejaban los humanos, y Ranjit estuvo un rato con la mirada fija en ellas y la frente arrugada.

Myra se preguntó qué debía de encontrar tan apasionante su marido; pero enseguida volvió a fijar su atención en la variada correspondencia de aquella mañana.

—Los de Harvard quieren saber si estás interesado en hacer otra vez el discurso inaugural. ¡Vaya! También ha escrito Joris. Dice que no han dejado de recibir amenazas, pero que si de veras hay satanistas interesados en atacar el Skyhook, tienen que estar a más de veinte kilómetros de la base. Y… ¿qué pasa?

Al alzar la vista, pudo ver lo que había provocado la exclamación de sobresalto de su esposo y que la había llevado a dejar a medias la frase. La vista aérea había desaparecido después de que los extraterrestres hubiesen vuelto a acaparar el satélite para sus propios fines, y en la pantalla volvía a tomar forma la figura que tanto conocían.

—¡Vaya por Dios! —espetó la hija de ambos—. Otra vez yo.

En efecto, se trataba de aquella Natasha falsa indestructible del rizo que caía sobre la oreja izquierda, la misma que se había aparecido con tanta frecuencia desde que el mundo había comenzado a desmoronarse.

—Ojalá hubieses llevado algo más de ropa —suspiró Myra.

El doble le ahorró la respuesta fulminante de su hija.

—Me dirijo a ustedes —recitó— para hacerles llegar un mensaje procedente de los seres identificados como unoimedios, instalados en el presente en la llamada depresión de Qatāra, sita en el planeta que ustedes denominan Tierra. Su contenido es el siguiente:

Lamentamos de veras la pérdida de vidas humanas a que ha dado lugar la defensa contra el ataque del que nos habían hecho víctimas. Es nuestra intención compensarlo con el pago de mil toneladas métricas de oro puro al 99,99999 por ciento, si bien debemos disponer de noventa días para procesar el metal a partir de agua del mar. Les rogamos que, de aceptar la oferta, se sirvan hacérnoslo saber.

»Y aquí concluye el mensaje.

Dicho esto, desapareció sin más para dar paso, de nuevo, a las brillantes estructuras de la colonia. Ranjit se volvió a fin de clavar la mirada en las de su esposa y sus hijos.

—Supongo —señaló con incredulidad— que deben de tener una copia de Tashy para ofrecer sus comunicados.

Myra esbozó una sonrisa poco confiada.

—No lo sé, pero ¿has oído lo que ha dicho? No me parece del todo mal, ¿no? Si están dispuestos a resarcir a la humanidad por lo ocurrido, es que hay cierta esperanza.

Ranjit asintió con un gesto pensativo.

—¿Sabes? —dijo asombrado—. Hace tanto que no oíamos buenas noticias que no sé cómo celebrarlo. ¿Os apetece una copa?

—Es muy temprano —repuso Natasha como movida por un resorte—. De todos modos, Robert no bebe, y yo, no mucho. Haced lo que queráis, nosotros nos vamos a la playa.

—Yo creo que voy a llamar a la universidad. Me gustaría saber lo que opina Davoodbhoy —concluyó mientras besaba la mano de su esposa.

—¡Ea! —exclamó ella—. Pues marchaos todos. —Tras meditar en silencio unos instantes, exhaló un suspiro y, sirviéndose otro té, se dispuso a disfrutar de lo que parecía querer volver a ser un mundo normal.

Aunque todavía no se habían borrado de su memoria los pensamientos de destrucción y desastre, en aquel momento le parecían tan soportables como la punzada de dolor que sentimos en una muela y nos recuerda que debemos pedir cita con el dentista, no quizá para el mes que viene, aunque sí para el siguiente. En consecuencia, retomó la lectura de los textos recibidos. Había uno firmado por su sobrina Ada Labrooy. En él señalaba que el estado «archivado» del que hablaban las criaturas del espacio parecía asemejarse mucho a la inteligencia artificial en la que llevaba trabajando ella misma lo que parecía ya toda una vida, y preguntaba si no poseía la verdadera Natasha modo alguno de pedirles más detalles. Había, además, una docena de remitentes que, como ella, albergaban la vana esperanza de que su hija tuviese la posibilidad de recibir, de un modo u otro, un mensaje de los alienígenas. Y también un texto preocupante del templo de Trincomali en el que se informaba de que, si bien el anciano monje Surash había salido bien de su última operación, los resultados a largo plazo resultaban, cuando menos, inciertos.

Con los labios fruncidos por la pesadumbre, volvió a leer aquellas palabras alarmantes mientras recordaba que había sido el religioso mismo quien había llamado para anunciarles que iba a someterse a una nueva intervención, que presentó como equivalente a una operación de vegetaciones. Sin embargo, aquel texto hacía pensar en algo mucho más serio. Respirando hondo, pasó al siguiente…

Y en cuanto se puso a leerlo, no pudo evitar arrugar el sobrecejo. El texto, dirigido personalmente a Ranjit, procedía de Orion Bledsoe:

El motivo de la presente —decía— no es sino recordarle las obligaciones que, en virtud de la Ley del Servicio Militar de 2014, tiene contraídas con la nación la ciudadana estadounidense Natasha de Soyza Subramanian, quien deberá apersonarse en cualquiera de las instalaciones del ejército a fin de ser evaluada. De no hacerlo en el plazo de ocho días, se le reclamará la sanción pertinente.

Ya era demasiado tarde para alcanzar a Natasha a fin de ponerla al tanto de aquella nueva propuesta relativa a su carrera profesional. Así que dio una voz a Ranjit, quien tras colgar el teléfono, leyó el texto que ella le entregaba y reaccionó con un:

—Ajá… —A lo que añadió, a fin de dejar fuera de duda el significado de la interjección—: ¡Mierda!

Así fue como la familia Subramanian tuvo algo nuevo e inesperado de lo que preocuparse. Ni Ranjit ni Myra habrían podido imaginar jamás que la circunstancia, meramente geográfica, de que su hija hubiese nacido en suelo estadounidense pudiese dar a la superpotencia derecho alguno a reclutarla. Sólo se les ocurrió un modo de buscar una solución, y no dudaron en servirse de él.

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