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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (42 page)

BOOK: El último teorema
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»No esperaba que le contestase, claro, porque conocía tan bien como yo la respuesta.

—Ajá… —dijo Myra, pues sabía también que oírla habría herido a Surash.

Hacía mucho que había hablado de aquel asunto, y los dos eran del mismo parecer. En aquella ocasión, él había citado a cierto filósofo poco conocido del siglo XX.

—Todas las religiones son un invento del demonio, concebido para negar al hombre la contemplación de Dios.

A lo que ella había respondido:

—La mayor tragedia de toda la historia de la humanidad es quizás el secuestro de la moral por parte de la Iglesia, quien no sabe qué hacer con ella, porque piensa que está definida por la voluntad de un ser inexistente.

Con todo, sabía bien el aprecio que su esposo profesaba a aquel anciano religioso, y ante la falta de ideas que pudiesen resultar satisfactorias, optó por cambiar de tema.

—¿Has visto lo que estaba haciendo Robert para Surash cuando has entrado?

—No —contestó él parpadeando—. Espera: estaba con uno de sus rompecabezas, ¿no?

—Sí, pero con uno de quinientas piezas. Lo ha hecho en la cocina, y ha estado entretenido en algo más.

Al llegar aquí se detuvo sonriente, y Ranjit no dudó en entrar al trapo.

—¿Vas a decirme de qué se trata? —le exigió.

—Mejor te lo enseño. Vamos a su dormitorio —dijo, sin intención de pronunciar una sola palabra más antes de llegar allí.

Cuando entraron, el niño, que se hallaba sentado ante las imágenes de animales que presentaba la pantalla, alzó la mirada con una gran sonrisa dibujada en el rostro.

—Robert, cariño —le pidió su madre—, ¿por qué no le enseñas a papá tus pentominós?

* * *

La noticia de que su hijo estuviese interesado en semejantes figuras geométricas no supuso demasiada conmoción para Ranjit, pues él mismo se había sentido fascinado por ellas con cinco o seis años, y había sido, en consecuencia, uno de los primeros que habían tratado de hacérselos atractivos a la criatura, explicándole con paciencia las formas que podía crear con fichas cuadradas.

—Sabes cómo es un dominó, ¿verdad? Las piezas consisten en dos cuadrados unidos. Por eso, cuando juntamos tres cuadrados, lo llamamos
triominó
, y puede adoptar dos formas diferentes: una semejante a una
I
, y otra, a una L. ¿Lo ves?

Sin embargo, pese a haber observado con gravedad la demostración, Robert no había conseguido comprenderla del todo. Aun así, Ranjit había optado por proseguir su explicación.

—Si utilizamos cuatro cuadrados, obtendremos un tetrominó, que tiene cinco formas. —Y lo ilustró de inmediato—:

»Las rotaciones y reflexiones no cuentan —añadió, tras lo cual aclaró el significado de la frase—. Ninguna de las formas del tetrominó resulta emocionante en particular; pero cuando tomamos cinco cuadrados, la cosa cambia ¡y empiezan a ocurrir cosas interesantes!

Las formas posibles eran, en este caso, doce, que colocadas unas junto a otras daban como resultado una superficie de sesenta cuadrados; lo que suscitaba la pregunta de si era posible revestir un rectángulo de, por ejemplo, cinco por doce o uno más larguirucho de dos por treinta usando los doce pentominós sin que sobrara ni faltase un solo cuadrado.

La respuesta, que había fascinado a Ranjit cuando tenía cinco años, era que no sólo resultaba posible, sino que cabía hacerlo nada menos que de tres mil setecientas diecinueve maneras diferentes, siendo así que los rectángulos de seis por diez permitían dos mil trescientas treinta y nueve soluciones; los de cinco por doce, mil diez, y así sucesivamente.

Lo que no había podido determinar era qué proporción de cuanto había expuesto a Robert había atravesado de veras la máscara de jovial afecto con que lo había estado mirando su hijo. Éste, obediente, había cargado el programa correspondiente en su ordenador didáctico, y se había puesto a crear diversas configuraciones de pentominó: primero, las de cinco por doce; a continuación, las de seis por diez, y así sucesivamente hasta el final.

Al entrar en su dormitorio, Ranjit quedó sobresaltado y encantado a partes iguales al ver que aquel hijo suyo «retrasado» había identificado y representado todas y cada una de las combinaciones, labor a la que él mismo había renunciado hacía muchísimos años.

—Es… Es… ¡Eso es formidable, Robert! —exclamó mientras corría a abrazarlo.

Entonces, se detuvo con los ojos clavados en la pantalla. El ordenador había acabado de mostrar todas las combinaciones posibles de pentominós; pero, en lugar de apagarse como él había esperado, dio un paso más y siguió buscando configuraciones correspondientes a las piezas de hexominó.

Ranjit jamás había llegado a hablar de ello al pequeño, pues lo consideraba demasiado complicado para que Robert pudiese llegar a entenderlo. Al cabo, había treinta y cinco formas diferentes, que juntas cubrían una superficie de doscientas diez unidades. Y esta circunstancia había bastado para decepcionar al joven Ranjit durante su infancia, pues cualquier persona racional pensaría que los treinta y cinco hexominós podían cubrir una cantidad de veras astronómica de rectángulos de doscientas diez unidades. Sin embargo, quien tal cosa supusiera erraba de medio a medio, pues no había un solo rectángulo, fuera cual fuere la proporción de sus lados, que pudiese revestirse con tales piezas, colocadas del modo que fuese, sin dejar, cuando menos, cuatro espacios vacíos de manera irreparable.

Era evidente que una cosa así habría resultado demasiado difícil y frustrante para un niño retrasado como el pequeño Robert. Sin embargo, el pequeño Robert no se había dejado desalentar: mientras en la pantalla de su ordenador iban apareciendo, una tras otra, las distintas combinaciones, había resuelto no darse por vencido y comprobarlas todas, hasta el final. Cuando Ranjit lo abrazó, con un ímpetu que casi habría bastado para romperle las costillas, el niño se revolvió rezongando, aunque no sin cierto deleite.

Quienes, supuestamente, habían estado ayudando a Myra y Ranjit a lo largo de los años con «el problema de Robert» habían recurrido siempre al mismo consuelo, que poco tenía de satisfactorio:

—No lo consideren un niño discapacitado, sino un niño «dotado de capacidades diferentes».

Aun así, Ranjit jamás le había visto pies ni cabeza a semejante argumento; hasta aquel día, pues había descubierto algo que sabía hacer mejor que casi nadie que él conociese.

Cuando la familia se dirigió a la planta baja a fin de ocuparse en los quehaceres diarios que habían postergado y adentrarse de nuevo en el mundo real, pudo comprobar que tenía las mejillas húmedas de lágrimas de gozo, y por primera vez en su vida, estuvo a un paso de desear que hubiese un Dios (cualquier género de dios) en el que creer para tener alguien a quien dar las gracias.

* * *

Fue en aquel momento cuando
Bill
, de regreso a casa, se detuvo unos instantes en las inmediaciones de aquel planeta un tanto molesto cuyos habitantes llamaban Tierra, y aunque breve, aquel lapso de tiempo le bastó para quedar expuesto a una avalancha de miles de billones de datos relativos a cuanto estaban haciendo en aquel momento los desdichados habitantes de aquel astro y, lo que resultaba aún más relevante, a la atrocidad que se habían atrevido a perpetrar los eneápodos, representantes de los grandes de la galaxia en aquella región.

En realidad, no es fácil determinar si la acción de los eneápodos era lo bastante grave para inquietar a sus señores. Al fin y al cabo, nada tenían éstos que temer de unos cuantos miles de millones de mamíferos humanos de escaso valor, pertrechados con armas irrisorias como las bombas atómicas que derribaban cuanto se erigía a su alrededor o esos otros ingenios nucleares que generaban impulsos electromagnéticos destinados a interferir de forma destructiva en los del enemigo. Cosas tan rudimentarias carecían de significación para ellos, y les resultaban tan temibles como la maldición de una gitana para un general humano que tuviese a su disposición los mandos de una bomba de hidrógeno.

Así y todo, al dejar que los terrícolas supiesen de su existencia, los eneápodos habían hecho algo que, si bien no les estaba estrictamente prohibido, tampoco se les había permitido de forma explícita. Saltaba a la vista que iban a tener que tomar medidas y adoptar ciertas decisiones.
Bill
se preguntó por vez primera si debía hacerlo en solitario o volver a unirse al resto de los grandes de la galaxia para reflexionar sobre las consecuencias que podían tener dichas resoluciones.

CAPÍTULO XXXV

La utilidad de las vacunas

E
l doctor Dhatusena Bandara renunció, en efecto, al puesto que ocupaba en el consejo de Pax per Fidem a fin de poder presentar su candidatura a la presidencia de Sri Lanka, y Ranjit no pudo por menos de maravillarse al conocer la identidad de quien fue a sustituirlo: Gamini Bandara, su amigo de infancia, quien se convirtió así en parte integrante del equipo que manejaba el Trueno Callado.

Y si aquella noche se fue asombrado a la cama, cuando se despertó lo aguardaba una nueva sorpresa. El olor que le llegó de la cocina no era el del desayuno del que gustaba Myra habitualmente. Más extraño aún le resultó oír, tras salir de la ducha y comenzar a vestirse, a su esposa cantando lo que daba la impresión de ser algún himno aprendido de pequeña en la escuela dominical. Totalmente desconcertado, se puso la camisa y se dirigió con paso decidido a la cocina.

Al verlo entrar, Myra, quien, efectivamente, estaba canturreando para sí con aire feliz, se detuvo y, juntando los labios para darle los buenos días con el gesto de un beso, lo invitó a sentarse a la mesa.

—Ve tomándote el zumo —le pidió—. Enseguida te preparo los huevos.

—¿Huevos revueltos? —preguntó él al reconocer lo que estaba removiendo ella—. Salchichas, patatas fritas… ¿Qué te pasa, Myra? ¿Echas de menos California?

—No —respondió ella sonriendo de oreja a oreja—, pero sé que te gusta comer cosas de éstas de vez en cuando, y tengo algo que celebrar. Me he levantado con una idea en la cabeza: ¡sé cómo hacer feliz a Surash sin que se resientan nuestros principios!

Ranjit apuró el zumo y observó complacido a Myra mientras ella disponía en el plato de él la parte más consistente del menú.

—Si eres capaz de hacer una cosa así, voy a decirle a Gamini que te meta en el consejo de Pax per Fidem.

Ella se limitó a sonreír mientras preguntaba:

—¿Podrás comerte cuatro salchichas? Tashy ni las ha tocado, ha dicho que ya comería cualquier cosa en la universidad.

Él le devolvió la sonrisa mientras fruncía el ceño con gesto burlón.

—¡Myra! Deja de hablar de comida y cuéntame cómo vamos a contentar a Surash.

—Bueno —respondió ella, sentándose a su lado y sirviéndose una taza de té—. Hoy tengo que llevar a Robert a que le pongan la dosis de recuerdo de la vacuna, y esta noche he soñado que él estaba en casa, jugando con su ordenador, y tenía el cuerpo lleno de dardos de papel enrollado. Entonces, al arrancarle uno de los que tenía en el hombro, descubrí que lo que había escrito en ellos eran versículos de la Biblia.

Ranjit arrugó aún más el sobrecejo.

—No tiene nada de raro que te preocupe la inmunización de nuestro hijo, ni que todo eso se traduzca en sueños.

—Ya lo sé, cariño —repuso ella en tono afectuoso—; pero dime, ¿contra qué se estaba protegiendo? Cuando vacunamos a los niños contra la viruela, les inoculamos el virus para que creen sus propias defensas y no corran el riesgo de ser atacados por la enfermedad cuando crezcan. Por tanto, si les inoculamos versículos de la Biblia de pequeños… y estoy pensando en el género de escuela dominical a la que iba yo siendo una niña… ¿no estaremos…?

—¿Inmunizándolos contra la religión para cuando crezcan? —exclamó él, y poniéndose en pie, la tomó entre sus brazos—. ¡Eres la mejor esposa que pueda uno imaginar! —sentenció—. ¡Es una idea excelente! —Entonces vaciló—. ¿Tú crees que Natasha va a querer robar tiempo a su apretada agenda para ir a catequesis?

—Ya —reconoció ella—; ya sé que no va a ser fácil. Lo más que podemos hacer es tratar de convencerla.

* * *

Natasha volvió exultante de las instalaciones universitarias en que se entrenaba en el manejo de la vela solar.

—¡Lo tengo! —gritó, agitando un impreso ante el rostro de sus padres—. ¡Me han admitido en la carrera!

Ranjit, que jamás había pensado que pudiese ocurrir lo contrario, se levantó y la alzó del suelo con un gran abrazo. No tardó en soltarla, pues su hija, además de sacarle ya tres centímetros de altura, tenía el cuerpo compuesto principalmente por masa muscular. Myra la felicitó con un beso antes de ponerse a examinar el documento que llevaba el sello oficial del Comité Olímpico Internacional.

—Sois diez los admitidos —observó—. ¿Quién es este R. Olsos, de Brasil? También es piloto de vela solar, y me suena mucho.

Natasha respondió con una risita:

—Es Ron, Ronaldinho Olsos, el corredor de cien metros que os presenté en la Luna.

Su madre la miró con gesto interrogativo.

—¿Y cuándo ha dejado el atletismo para hacerse piloto de vela solar?

—Pues… —respondió ella al descuido— podría ser que yo tuviese algo que ver. Siempre había sentido envidia por lo que estaba haciendo yo. Hemos estado en contacto desde entonces.

—Ya veo —dijo Myra, que no había tenido noticia alguna al respecto. Sin embargo, comoquiera que ella también había sido adolescente, y no había olvidado lo poco que le gustaba que sus padres metieran las narices en las relaciones experimentales que mantenía con los chicos, optó por no seguir indagando. Entonces mandó a la criada a la mejor pastelería de los alrededores para que adquiriese una tarta que, sin ser de cumpleaños, sirviera para celebrar aquella noticia, digna de ser solemnizada por todo lo alto, y tras decorarla con sus manos con un dibujo aproximado de la vela solar que iba a gobernar su hija, convirtió la cena en una verdadera fiesta.

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