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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (48 page)

BOOK: El último merovingio
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Clem regresó a la mesa media hora más tarde; llevaba consigo un mapa topográfico del parque. Lo extendieron sobre la mesa y buscaron algún claro donde pudiera encontrarse la casa de Gomelez, pero no encontraron ninguno.

Más tarde, cuando la oficina de correos estaba a punto de cerrar, Dunphy se percató de que la gente que había en la calle volvía la cabeza para mirar algo, y se levantó como un resorte al ver

un Mercedes-Benz conducido por un hombre de cabello oscuro que llevaba traje negro y chalina. Agarró a Clem por la muñeca, arrojó un billete de cien francos sobre la mesa y echó a correr hacia el vehículo que habían alquilado. Se hallaba aparcado a un par de manzanas, y cuando volvieron frente a correos el Mercedes ya salía del pueblo en dirección al este.

Lo siguieron a una distancia prudencial con el mapa desplegado sobre el regazo de Clementine.

—Aquí no figura que haya ninguna carretera en el interior del parque; sólo caminos ecuestres y senderos para excursionistas —lo informó la muchacha—. Así que no sé dónde cree que va ese hombre.

Un río grisáceo discurría junto a la carretera; la corriente rugía y el agua bajaba muy turbia.

Se encontraban ahora en un profundo valle glacial; tenían el sol a la espalda y las sombras se hacían cada vez más alargadas. El río se volvió tortuoso, igual que la carretera, que seguía el curso del agua. Cien metros más adelante, el Mercedes tomó una curva muy cerrada, y al verlo Dunphy pisó el freno. Luego tomó la curva y al salir de la misma se encontraron en una recta. Un letrero situado en el arcén anunciaba: «II Fuorn, 8 km.»

Dunphy empezó a acelerar.

—¿Dónde está el Mercedes? —preguntó Clem.

Dunphy parpadeó. El vehículo había desaparecido. Pisó el freno, se detuvo a un lado de la carretera y luego apagó el motor.

—¿Dónde se habrá metido?

Clem se volvió en el asiento y estiró el cuello. Al cabo de un momento, dijo:

—Mira.

Y señaló hacia atrás, hacia un punto del camino por el que habían pasado. Un puente de piedra ligeramente elevado, no más ancho que un coche y de dudosa resistencia, cruzaba el río justo detrás del lugar en el que la carretera describía la última curva. El puente se encontraba detrás de una loma, a la derecha del coche, y viniendo de donde ellos venían sólo era posible verlo una vez lo hubieran rebasado, por el espejo retrovisor. Para llegar hasta él, el conductor del Mercedes habría tenido que salirse de la carretera y dar marcha atrás.

Dunphy entornó los ojos para ver mejor. Junto al puente había un pequeño letrero: «Privé.»

—Eso no sale en el mapa —indicó Clem, señalando en el mismo el lugar donde se suponía que debería haber estado el puente—. Todo lo demás sí aparece: las torres de vigilancia de incendios, los senderos para excursionistas, las áreas de descanso, las cabañas de los guardas forestales… y los puentes. Muchos puentes. Pero ése no.

—Y el camino tampoco —añadió Dunphy, apuntando con el dedo hacia una pista de tierra que comenzaba al otro lado del puente y desaparecía al adentrarse en el bosque—. Espera aquí —dijo al tiempo que abría la puerta del coche—. Ahora mismo vuelvo…

Pero Clementine ya había bajado del coche y estaba poniéndose el abrigo.

—No pienso esperarte en ninguna parte —replicó—. Y mucho menos en el arcén de esta carretera.

Cruzaron el puente cogidos de la mano. Aunque aparentemente no había nada que temer, Dunphy se sentía más seguro al saber que llevaba la Glock encima. El camino mejoraba a medida que se adentraba más y más en el bosque. Al cabo de un kilómetro más o menos la tosca superficie de tierra se tornó en un camino de grava, y un poco más adelante, en asfalto. Ahora caminaban más de prisa; vieron una luz que parpadeaba a lo lejos y se dirigieron hacia la misma.

Resultó ser una lámpara de gas que colgaba de un poste frente a una cancela de hierro forjado. Las puertas estaban abiertas; medían unos seis metros de altura y abarcaban todo el ancho del camino. Dunphy miró el letrero de hierro cubierto de musgo y líquenes.

Villa Munsalvaesche 1483

Le dirigió una mirada a Clem, cuyos ojos, que normalmente tenían forma de almendra, se veían ahora tan redondos como las bolas de billar.

—¿Quieres que…? —le preguntó en voz baja.

Clementine asintió y juntos franquearon la entrada. Ya se había hecho de noche y resultaba difícil distinguir el entorno, pero un poco más adelante vieron algunas luces que brillaban entre los árboles. Continuaron por el camino durante casi media hora hasta que, de pronto, se hallaron ante una amplia extensión de césped.

A lo lejos se veía «Villa Munsalvaesche» que, semejante a un

castillo, parecía colgada sobre una loma. En lo alto, el cielo estaba salpicado de estrellas y…

—Mira —exclamó Clem, al tiempo que le tiraba de la manga a Dunphy.

Algo más allá había un anciano sentado en una silla de ruedas; su silueta se recortaba contra un estanque negro cuyas aguas resplandecían a la luz de la luna. El viejo tenía una manta sobre las rodillas y se entretenía echándoles migas de pan a los cisnes. Dunphy y Clem no alcanzaban a verle el rostro, pero sí distinguieron una melena de cabello blanco que le llegaba hasta los hombros.

—Es Gomelez —adivinó Dunphy.

Y dio un paso hacia él. Pero se detuvo en seco al oír un gruñido bajo y autoritario. Dunphy y Clem se dieron la vuelta violentamente a poco y se encontraron con un par de rigebacks de Rodesia. Rubios y musculosos, el más bajo de los dos le llegaba a Dunphy por la cintura… De pronto comprendió que los perros habían estado siguiéndolos desde que atravesaron la cancela de hierro.

El viejo echó un puñado de migas de pan a los cisnes y, sin volverse, dijo:

—Bien venido a «Villa Munsalvaesche», señor Dunphy. «Puede usted dejar su habitación cuantas veces quiera, pero nunca logrará salir de aquí.»

29

—¿Es usted fan de los Eagles? —le preguntó Dunphy.

—Sólo me gusta esa canción, Hotel California —repuso Gomelez mientras rociaba una orquídea con un humidificador de cristal—. Tiene mucho significado para mí, ¿sabe?

Dunphy y Clementine se encontraban en el invernadero de la villa junto al anciano, que abonaba las orquídeas. Las flores desprendían una sutil y seductora fragancia, mezcla de cítrico y frambuesa. Gomelez les comentó que llevaba casi cincuenta años cultivándolas.

—Empecé a hacerlo después de la guerra —explicó—. Es una de mis aficiones; tengo muchas aficiones, ¿saben?

Entre ellas, al parecer, figuraba el estudio de las lenguas, de las cuales aseguraba que las hablaba todas. Era evidente que exageraba, pero ni Clem ni Dunphy estaban en posición de decir hasta qué punto hablaba en serio.

Una de las habitaciones más grandes de la villa era la biblioteca, cuyas paredes estaban recubiertas con paneles de madera; una gran sala abovedada con estantes repletos de libros, la mayoría de los cuales sólo podían alcanzarse con la ayuda de una escalera. La mayor parte de los volúmenes estaban escritos en alguna lengua europea, pero había secciones enteras de la biblioteca dedicadas a textos más arcanos sobre cuya identidad lingüística Dunphy sólo podía hacer suposiciones: hebreo, chino, japonés, sánscrito, urdu, hindi, árabe y… ¿euskera?

Dunphy consideró que quizá Gomelez fuera más bibliófilo que lingüista… aunque no creía que fuera así. Había tenido ocasión de ver la correspondencia del anciano y ésta consistía casi por entero en suscripciones a publicaciones médicas y científicas escritas en los idiomas propios de países tan distantes como Dina­marca e Indonesia.

No obstante, cualquiera que fuese el punto de vista desde el que se considerase la biblioteca, se trataba de una sala magnífica. Medía unos treinta metros de longitud y en ella, aparte de los libros, había otros objetos expuestos, como telescopios y astrolabios antiquísimos, cronómetros y violines. Monedas etruscas y vasijas de terracota se disputaban el espacio junto a una tarjeta de béisbol de Honus Wagner y una colección de lámparas de aceite romanas y bizantinas.

Pero, al parecer, la biblioteca no era la estancia preferida de Gomelez, sino un pequeño taller al que se accedía a través de un hueco situado entre dos estanterías de libros. En dicha habitación había un escritorio no demasiado grande sobre el que se extendía un gran despliegue de material electrónico. En la pared situada detrás de la mesa había un cartel en el que se leía: «La vérité est dehors la!»

Dunphy y Clem observaban con curiosidad los objetos que estaban sobre el escritorio. Había dos máquinas conectadas a una impresora de la cual salía una tira de papel continuo sobre la cual un instrumento parecido a un lápiz dibujaba una línea llena de picos y oscilaciones.

—¿Qué es eso? —preguntó Dunphy mientras observaba con los ojos bien abiertos los potenciómetros y los interruptores.

—Es un analizador de espectro conectado a un convertidor de digital a analógico. Y a la impresora, naturalmente —explicó Gomelez.

—Pero ¿para qué sirve? —quiso saber Clem.

—Pues en este preciso momento está analizando señales de radio procedentes del espacio, prestando especial atención a las frecuencias del «agujero de agua» entre el hidrógeno y el hidroxilo —respondió el anciano.

—Ah, ya —dijo Clem. Y al cabo de un momento añadió—: Pero ¿para qué lo hace?

—Bueno, pues porque yo formo parte de un grupo de aficionados que intenta ayudar a los astrónomos a buscar señales de vida inteligente en el espacio exterior —le explicó el viejo con una risita.

—Quiere decir…

—En el tejado hay un radiotelescopio. Es pequeño, pero funciona.

—¿Y a usted le interesa eso? —quiso saber Dunphy.

Gomelez se encogió de hombros.

—Pues, en realidad, no demasiado.

—Entonces ¿por qué…? —empezó a preguntar de nuevo.

Gomelez se llevó un dedo a los labios.

—Ya lo comprenderá más tarde.

Dunphy odiaba alojarse en casa de otra persona, aunque fuera un palacio; se sentía más a gusto en los hoteles. Pero Gomelez tenía las respuestas que él buscaba, y aunque Dunphy lo había apremiado con algunas preguntas («¿Conoció usted a Dulles y a Jung?», «¿Qué era lo que se proponía la Sociedad Magdalena?»), el anciano se tomaba su tiempo a la hora de darle las respuestas. De modo que decidió mostrarse paciente; todo lo paciente que fue capaz.

Después de permanecer una semana en «Villa Munsalvaes-che» llegaron a conocer bastante bien a Gomelez. El viejo —había celebrado su noventa y dos cumpleaños la semana anterior— era el anfitrión perfecto, amable, atento a cualquier necesidad de sus huéspedes, inteligente y bondadoso. Tenía algo, una mezcla de circunspección y dulzura, que le hizo desear a Dunphy que su padre se hubiera parecido un poco a aquel anciano. Por su parte, Clem, estaba como loca por aquel hombre; se pasaba las mañanas con él en el invernadero, y al caer la tarde empujaba su silla de ruedas hasta el lago para que el anciano diera de comer a los cisnes.

Gomelez no vivía solo en la villa. Tenía una docena de empleados, unos externos y otros que vivían allí. Básicamente eran dos jardineros, un chófer, una enfermera, cuatro amas de llaves, un secretario que hacía las veces de ayuda de cámara, dos cocineros y algunos guardas de seguridad que rara vez se dejaban ver y que patrullaban la finca recorriendo el perímetro de la misma en carritos de golf.

—No puedo hablar con ninguno de ellos —se lamentó Gomelez—. Son idiotas.

—No son sólo idiotas —se burló Dunphy—; también son unos vagos. No sé dónde se habrían metido la otra noche, pero la entrada no la vigilaba nadie. Nosotros llegamos tranquilamente por el camino, e igual que lo hicimos nosotros podría haber entrado el ejército ruso.

—Pues claro que entraron tranquilamente. De eso se trataba —señaló Gomelez.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Clem.

—Pues que ellos querían que ustedes entrasen. Y yo también lo deseaba.

—¿Pero por qué?

—Pues porque ellos no eran capaces de encontrarlos a ustedes, pero por lo visto usted sí los encontraba siempre a ellos: primero en Londres, luego en Zug y más tarde en París. Así que, al parecer, a su amigo Matta no le quedó más remedio que devanarse los sesos pensando. Y decidieron dejar que fuera la montaña quien acudiera a Mahoma.

—De modo que estamos atrapados aquí… —dijo Dunphy.

Gomelez se encogió de hombros.

—Nunca ha habido violencia en esta villa, señor Dunphy. Y nunca la habrá.

—¿Y si…? Es decir… ¿y cuando… intentemos marcharnos?

—Los matarán en cuanto crucen los límites.

Dunphy se quedó pensando.

—Antes ha dicho: «Ellos querían que ustedes entrasen. Y yo también lo deseaba». ¿A qué se refería?

—Ah —exclamó Gomelez-—. Ahora ha dado en el clavo. Lo que he querido decir es que yo estoy prisionero aquí igual que ustedes. Y aunque puedo caminar, no consigo ir muy lejos. Soy viejo y la silla de ruedas con motor es una gran ventaja. Pero, como puede imaginar, me sería muy difícil marcharme de aquí sin la ayuda de nadie…

Dunphy comprendió inmediatamente lo que quería decir el anciano.

—Pero usted ha estado pensando en cómo…

Gomelez asintió.

—No he pensado en otra cosa desde que tenía cincuenta años. —Luego miró a Dunphy de pies a cabeza y le preguntó—: ¿Está usted fuerte?

Dunphy se encogió de hombros.

—Sí, supongo que sí. ¿Por qué?

—Sólo quería saberlo. —Y dicho eso, el anciano giró con la silla y les indicó que lo siguieran—. Permitan que les muestre algo.

Pulsó un botón en el brazo de la silla y ésta salió disparada hacia adelante.

Cruzaron la biblioteca y llegaron hasta el gran salón, donde los aguardaba un ascensor de principios de siglo. Dunphy vio que las puertas de hierro forjado del mismo representaban una recreación de la caída de Lucifer y sus ángeles. Las sostuvo abiertas para que entrasen Gomelez y la muchacha y luego pasó él. La puertas traquetearon al cerrarse cuando Gomelez insertó una llave en el panel de control. Poco a poco el ascensor inició el descenso.

Al cabo de unos segundos llegaron al subsótano de la villa. Dunphy esperaba encontrar allí una bodega o tal vez unas mazmorras, pero en cambio vio un pulcro pasillo que conducía a una estancia de despachos ultramodernos. Los teléfonos sonaban sin parar. Los teclados producían su característico ruido. Las fotocopiadoras zumbaban. Hombres y mujeres vestidos de oscuro iban y venían, atareados dirigiendo de vez en cuando una mirada de soslayo a Gomelez.

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