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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (38 page)

BOOK: El último merovingio
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«Mierda —pensó Dunphy—. Me la voy a cargar.»

Blémont siguió la mirada de Dunphy y de nuevo puso cara de comprender.

—Ah, bueno, adivino lo que piensas —comentó el corso—. Piensas que, como Luc está passé, ya no hay necesidad de pagarle. —Hizo un mohín con los labios—. Bien pensado. Pero Luc va a ponerse bien, ¿verdad, Luc?

El alsaciano murmuró algo ininteligible.

—¿Qué le ha pasado? —quiso saber Dunphy.

La expresión que puso Blémont fue bastante cómica.

—¡Le has disparado tú!

Dunphy se quedó atónito.

—Justo mientras caías —explicó el Deportista—. Disparaste varias veces; fue cuestión de suerte.

—Se está muriendo —aseguró Dunphy.

—No, se pondrá bien —repuso Blémont.

—Te digo que se está desangrando.

—No, no. Se encuentra la mar de bien. —Blémont acercó los labios al oído de Dunphy y dijo en voz baja—: Vas a conseguir asustarlo.

Era lo más gracioso que Dunphy había oído en todo el día, pero no lo hizo reír.

—Mira, puedo devolverte el dinero.

—Ya lo sé —asintió Blémont con indiferencia.

El Deportista murmuró algo en voz baja y luego arrojó al suelo el puro que estaba fumado. Lo aplastó con la punta de la bota y se volvió hacia Blémont.

—Pourquoi juste ne le détruisons… ?

Dunphy no terminó de comprender la frase. Su francés era, en el mejor de los casos, mediocre. «¿Por qué no lo… algo?» Había algo más que no había entendido.

—Soyez patient —le pidió Blémont al Deportista. Luego se volvió hacia Dunphy y le explicó—: Quiere matarte.

Dunphy le echó una rápida ojeada al Deportista.

—¿Por qué? Ni siquiera lo conozco.

De nuevo Blémont se agachó y le habló al oído.

—Porque cree que has matado a su novio. Y… ¿sabes una cosa? ¿Entre tú y yo? Creo que tal vez tenga razón.

Luego se echó a reír.

Dunphy tardó unos instantes en comprender. El Rubiales y el Deportista no formaban simplemente un equipo, sino que además eran pareja.

—Mira, puedo darte el dinero —dijo intentando mantener la conversación en el terreno de los negocios—. No sólo lo que está en el banco. También el resto.

—¿El resto? ¿Es que te has gastado una parte? ¿Cuánto? —inquirió Blémont.

Dunphy titubeó durante un momento y decidió que era mejor mentir.

—Veinte mil —dijo—. Quizá veintidós mil.

—¿Libras?

—Dólares.

Blémont meneó la cabeza mientras consideraba aquello. Luego habló:

—Dime una cosa.

—¿Qué?

—¿Por qué has tardado tanto?

—¿A qué te refieres?

—En ir a buscar el dinero. Has desaparecido del mapa durante meses.

Dunphy se quedó pensando sin saber qué decir. Finalmente se encogió de hombros.

—Es que me marché a Estados Unidos. No podía salir de allí.

Blémont movió el dedo índice ante Dunphy.

—No me mientas.

—No te miento.

—Andas huyendo de algo —aventuró Blémont—. Quiero decir, aparte de huir de mí, claro está. —Dunphy guardó silencio y Blémont continuó hablando—: Fuimos a tu oficina. Nada. Y luego a tu piso… y lo mismo. Así que imaginé que mi amigo Kerry se había ido y se había llevado el dinero de todo el mundo. Pero no. Fui a ver a Kroll. ¿Te acuerdas de Kroll?

—La agencia de detectives —asintió Dunphy.

—Eso es. Acudí a ellos, que cobran doscientos pavos la hora, y adivina qué. Me dijeron que sólo me habías robado a mí, que nadie más se había quejado. ¿Y eso por qué? Cuéntamelo.

—Sólo cogí lo que necesitaba —le aseguró Dunphy.

—¿Necesitabas medio millón de dólares?

—Sí. Así es.

Blémont le sostuvo la mirada un momento, después sacudió la cabeza como si quisiera aclararse las ideas.

—Vale, necesitabas un montón de pasta. ¿Pero por qué la mía precisamente?

«Porque eres un cerdo», pensó Dunphy.

—Porque… porque el dinero estaba allí, en la cuenta. Era fácil de coger, eso es todo.

—Querrás decir que parecía fácil —lo corrigió Blémont. Y Dunphy asintió—. Y dime una cosa, ¿de quién escapas cuando no huyes de mí? —Dunphy negó con la cabeza, ante lo cual Blémont comentó, meditabundo—: De la policía no. Por lo menos no en Londres. Así que… ¿de quién?

—¿Qué más da eso? Ahora no se trata de mí, sino del dinero que he cogido.

—No, no es sólo el dinero —repuso Blémont con fingida sinceridad. Dunphy le dirigió una mirada escéptica—. Es una cuestión de amistad.

—Eres un cabrón… —empezó a decir.

Pero Blémont lo golpeó con más fuerza de la que nunca nadie

lo había golpeado. De un puñetazo, el corso le rompió la nariz con un crujido; la sangre salió disparada y cayó sobre la pechera de la camisa. Dunphy ahogó un grito y se tambaleó, mientras cerraba los ojos y veía las estrellas. Al cabo de un momento Blémont le alzó la barbilla con la palma de la mano.

—Pardon?

Dunphy notaba que la sangre le bajaba por la garganta; tardó unos instantes en escupirla. Después habló:

—No quería decir eso.

Blémont sonrió.

Dunphy echó la cabeza hacia atrás en un esfuerzo vano por cortar la hemorragia.

—Eh, bien —exclamó Blémont, al tiempo que sacaba un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Encendió uno con la llama de un Zippo chapado en plata, dio una profunda calada y luego expulsó el humo en dirección a Dunphy—. Estas cosas pasan. Pero hay que ver, con la de veces que hemos comido juntos. Dios mío, Kerry, lo que nos hemos reído, ¿eh?

—Sólo en un par de ocasiones —lo corrigió Dunphy—. No éramos tan amigos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Blémont con voz quejosa, como si le estuviera hablando a una amante que lo hubiese dejado plantado.

Dunphy sacudió la cabeza despacio, sólo un poco. Respiró hondo.

—Es complicado de explicar —repuso.

El corso expulsó una pequeña bocanada de humo.

—Tenemos todo el tiempo del mundo. Disponemos de todo el día, así que cuéntamelo.

Dunphy suspiró, pues comprendía que Blémont estaba jugado con él. Sin embargo, cuanto más tiempo hablasen, mejor para él. Tommy y Boylan ya habrían empezado a buscarlo. Se había producido un tiroteo en el bar. Y el suelo había quedado lleno de sangre.

—En realidad no me llamo Thornley, sino Jack Dunphy —le explicó con la voz pastosa a causa de la sangre y del dolor—. Y no soy irlandés; soy estadounidense.

Dunphy se preguntó si tenía intención de contárselo todo a aquel hombre. Y supo la respuesta en seguida: Sí. ¿Por qué no? ¿Qué más daba?

Blémont ladeó la cabeza en un gesto que mostraba cierta curiosidad y se quedó escuchando con aire distraído mientras re-

llenaba el encendedor con el contenido de una latita de gasolina Ronson.

—El trabajo de Londres… la empresa que tenía…

A Dunphy le resultaba difícil respirar.

Blémont echó un chorrito de gasolina en el algodón que había en el fondo del mechero.

—¿Qué pasa con eso?

—Era una tapadera.

Blémont se quedó momentáneamente perplejo.

—¿Una tapadera? Quieres decir…

—Una fachada.

—¿De qué?

—De la CÍA.

El Deportista se echó a reír con estruendo, una única carcajada llena de incredulidad.

Blémont continuó llenando el encendedor. Finalmente volvió a montar el Zippo, lo encendió y lo apagó, lo encendió y lo apagó… y acto seguido miró a Dunphy a los ojos.

—¿Acaso me tomas por idiota? —Dunphy negó con la cabeza—. ¿Crees que he venido aquí para hacerte reír?

—¡No!

—Porque si te hago gracia…

—No, no me la haces.

—Si te hago gracia podemos acabar con esto. ¡Ahora mismo! ¿Vale? ¿Es eso lo que quieres? —El corso levantaba la voz cada vez más—. ¿Es eso? ¡Pues bien, de acuerdo!

—Mira… —comenzó a explicarle Dunphy.

Pero no llegó a decir nada más porque Blémont empezó a rociarle la camisa con gasolina como si él, Blémont, fuera Jackson Pollock y Dunphy el lienzo.

—Por Dios, Roger…

Todo ocurrió en un instante. Blémont se inclinó hacia él con el Zippo. Se oyó un chasquido, hubo un destello de luz y acto seguido se levantó una cortina de llamas amarillas y azules. Cegado por la luz y demasiado asustado para gritar, lo único que pudo hacer fue contener un grito. Todo aquel calor… Pero poco des­pués, tan de repente como habían aparecido, las llamas parpadearon y se extinguieron.

Blémont y el Deportista se reían.

—¡Mira el humo! —comentó el corso, palpando la camisa de Dunphy con la punta de los dedos—. ¡Está fumando! —Olfateó el

aire, echó una rápida ojeada al Deportista y se echó a reír entre dientes—. Peux-tu sentir les cheveux?

El otro respondió con una risita.

—¡Santo Dios! —exclamó Dunphy con los dientes apretados—. ¿Qué es lo que quieres?

Blémont adoptó un semblante serio, se aclaró la garganta y frunció el ceño en un esfuerzo por contener la risa. A continuación habló en voz baja, en un falso tono de sinceridad y confidencia.

—Pues resulta obvio, Jack. Quiero torturarte.

Tras lo cual, Blémont y el Deportista estallaron de nuevo en carcajadas.

A Dunphy le latía el corazón como si de la sección de percusión de una banda de música se tratara. No sabía si Blémont iba a darle patadas o puñetazos, si iba a prenderle fuego… Pensó que un infarto le vendría de primera. «Podría morirme aquí, ahora mismo.» Pero sabía que eso no iba a ocurrir. Así que trató de aflojarse las ataduras que le sujetaban las muñecas y, sorprendido, comprobó que cedían… aunque sólo un poco.

—Eso no ha sido más que… —Blémont hizo chasquear los dedos buscando la expresión adecuada y luego soltó una risita seca—. Ha sido sólo un calentamiento.

Y se echó a reír con estruendo.

«Está loco», pensó Dunphy.

—¡Y mira esto!

Blémont cogió un taladro eléctrico o algo parecido. Un largo cable de color naranja iba desde la herramienta hasta una máquina situada en el suelo, que a su vez estaba enchufada a la pared. El corso se inclinó y apretó un botón que la máquina tenía a un lado y al instante el taller se llenó del vibrante estruendo de un compresor de aire.

—¡Mi abuelo era carpintero! —explicó Blémont a gritos—. ¡Allá en Ajaccio! —Dunphy retorció las manos y miró a otra parte. No quería saber lo que pensaba hacer Blémont porque, fuera lo que fuese, iba a hacérselo a él—. ¡Yo lo vi trabajar muchas veces! No es… —El compresor se detuvo de pronto—. No es tan malo. —Se hizo un silencio sepulcral en el local—. Claro que entonces no tenían pistolas para clavos. Todo se hacía a mano. Pero con esto…

Blémont apuntó la herramienta en dirección a Dunphy y, con una sarcástica sonrisa, apretó el gatillo.

¡Zas! Un clavo se empotró en la pared de yeso que había detrás de Dunphy. Con horror, éste vio que el clavo no rebotaba.

—Con este artilugio podría pasarme todo el día clavando clavos sin cansarme. Cada clavo… ¡paf! Igual que un martillo. Cien clavos cada tres centímetros. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Claro que hay muchísimos tipos de clavos. Hay clavos largos, clavos cortos, clavos de ensamblaje, clavos para techar. —Sostuvo en alto lo que parecía una bandolera de un par de palmos de longitud llena de clavos de cinco centímetros—. Éstos son para el acabado —le explicó metiéndolos en la pistola—. Hay un centenar.

Dunphy, aparentemente inmóvil, intentaba deshacer los nudos que le ceñían las manos a la espalda. Notaba que la sangre le corría por la cara mientras Blémont levantaba la pistola para clavos una vez más. En esta ocasión apuntaba más abajo. El pulgar y el dedo índice de Dunphy se esforzaban nerviosamente por deshacer las ataduras.

Ymientras tanto Blémont desvariaba.

—Los de cabeza grande son de ensamblaje. Pero éstos… casi no tienen cabeza. Mira.

Ydicho eso apretó el gatillo.

Dunphy se dobló hacia adelante cuando el clavo se le empotró en la parte inferior de la pierna, mordiéndole la carne y pasando más allá de la espinilla hasta alcanzar el músculo de la pantorrilla. El dolor era agudísimo, un desgarro tremendamente doloroso, como si una aguja hipodérmica le hubiera atravesado la pierna en toda su longitud. Un bramido de dolor y espanto reverberó por todo el taller de tapicería.

—¡Vaya! —dijo Blémont con voz afectada.

Dunphy se estremeció; de pronto le entró frío y se sentía débil. Se inclinó hacia adelante y vio que tenía un agujero en la pernera del pantalón rodeado de una mancha de sangre. Seguía trabajando frenéticamente con los dedos para tratar de desatar los nudos de las muñecas.

Yalbergaba esperanzas. Quienquiera que le hubiese atado las

manos no sabía hacer nudos marineros. En vez de un único nudo,

pero eficaz, le habían dado repetidas vueltas a la cuerda y final

mente habían hecho una serie de lo que parecían nudos cuadra

dos. Ya había conseguido deshacer uno a fuerza de tirar de él, y

ahora daba la impresión de que las ataduras se hubiesen aflojado.

Blémont levantó la pistola con ambas manos, sosteniéndola como los policías de esas series de televisión que se emiten a al-

tas horas de la noche, y luego fue bajándola despacio al tiempo que apuntaba con cuidado.

—Les bijoux de farrulle… es un disparo difícil.

¡Zas! Otro clavo le desgarró el muslo a Dunphy, justo por debajo de la cadera, lo que lo hizo soltar un grito ahogado mientras Blémont lo festejaba con deleite y el Deportista sonreía abiertamente.

—Roger, laissez-moi essayer —le pidió.

—¿Por qué no? —asintió él.

Y le lanzó la pistola. Después se dio la vuelta y comenzó a revolver entre las herramientas que había sobre el banco de trabajo en busca de otros juguetes.

El Deportista se acercó tranquilamente a Dunphy, con una sonrisita en los labios.

—¿Cómo lo quieres? —le preguntó.

Dunphy respiró profundamente y miró hacia otra parte. Dijera lo que dijese, iban a crucificarlo. De nada serviría suplicar, y tampoco iba a ganar mucho mandando al cuerno a aquel energúmeno. Dijera lo que dijese, seguro que iba a sufrir. Así que decidió guardar silencio mientras continuaba trabajando frenética­mente con las manos para deshacer los nudos.

El Deportista observó la pistola que tenía en las manos y se volvió hacia Blémont.

—¿Qué te parece si le clavo los couilles a la silla? —preguntó.

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