Read El último merovingio Online

Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (34 page)

BOOK: El último merovingio
9.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Es una sociedad religiosa?

Dunphy asintió.

—Ya me lo parecía.

—¿Por qué?

—Por lo de Magdalena. —Le dirigió una mirada astuta a Dunphy—. ¿Sabes? Siempre me he preguntado si no habría algo entre ellos, ¿tú no?

Dunphy no acababa de entender lo que Clementine quería decir.

—¿Quiénes?

—Ya sabes: ¡Él! Y ella. ¡María Magdalena!

Dunphy puso mala cara.

—Clem, de pequeño me educaron en un colegio de monjas, así que…

—¿Qué?

—Pues que si empiezas a hablar así, antes de que te des cuenta, el avión se estrellará, o lo fulminará un rayo. Continuamente suceden cosas así.

—¡Hablo en serio, Jack!

—Clem…

—¡Ella le lavó los pies, nada menos!

—¿Y qué?

—Nada. Sólo me pregunto si no habría algo entre ambos, ¡nada más!

Dunphy sacudió la cabeza de un lado a otro como si quisiera despejarse.

—No te entiendo.

—Sólo digo que ella le lavó los pies, Jack. Yo a ti nunca te los he lavado.

—Pues tomo nota.

De nuevo ambos se sumieron en sus propios pensamientos.

Dunphy trataba de poner en claro lo que había leído aquella mañana y Clem… bueno, Clem… ¿quién sabe qué estaría pensando? Al cabo de un rato, él se acercó más a la muchacha y empezó a reflexionar en voz alta.

—Y también está lo de esa estatua de Einsiedeln.

—¿Ese sitio al que fuiste? ¿Ese que se encuentra en las montañas?

—Sí. Allí hay una estatua como la Virgen María, pero negra. Y el Niño Jesús también es negro. Y el sitio ese en el que me he colado en Zug, ¿sabes?, el Registro Especial. Allí utilizan esa misma imagen en los pases de seguridad; se trata de un holograma. En la primera planta, justo a la entrada, tienen la imagen metida en una hornacina.

—¿Así es como se llama ese sitio al que has ido? ¿Registro Especial?

—Aja.

—Qué aburrido.

—Son burócratas.

—Aun así… Pero… cuéntame, ¿cómo es ese lugar? —quiso saber Clementine.

Dunphy pensó en ello brevemente.

—Por fuera, Shakespeare, muy cálido. Pero una vez dentro, todo moderno, Arthur C. Clarke.

—¿Y guardan los expedientes allí?

—En efecto.

Clem dejó escapar un sonido de exasperación.

—¿Y qué más?

—¿Cómo que qué más?

—¿Has leído alguno?

—Un par de ellos.

—¿Y…?

Dunphy se removió incómodo en el asiento.

—Bueno, pues contenían unas cartas —explicó—. Y otros expedientes que no llegué a leer… pero no importa. Sé de qué tratan.

—¿Cómo es eso?

—Porque hablé con uno de los individuos que aparecen en ellos.

—¿Que has hablado con uno? ¿Cuándo?

—Hace unas semanas, en Kansas.

—¿Y qué te dijo?

—Me contó que se había pasado toda su carrera militar… veinte años… mutilando ganado. —Clem le dirigió una mirada irónica—. Y eso sólo es una parte. Luego la cosa se complica aún más. Ovnis y dibujos en los campos de cereales… lo más extraño que hayas oído en tu vida. —Clementine se echó a reír con una risita nerviosa. Dunphy continuó hablando—: Pero el caso es que en realidad todo eso no tiene la menor importancia. No es más que…

—¿Qué?

—No es más que un espectáculo de luces. —La expresión de Clementine le hizo evidente a Dunphy que no entendía qué quería decir—. Que no es más que una cortina de humo —explicó—. Lo hacen para causar efecto.

—¿Quiénes?

—Los de la Sociedad Magdalena.

—Pero creía que habías dicho que ese tipo con el que hablaste…

—Había servido en el ejército, sí. Pero eso no era más que una tapadera.

—¿Y qué clase de efecto pretendían causar?

—Psicológico.

—¿Lo del ganado… y todo eso?

—Sí.

Clem se quedó pensando.

—De manera que… bueno, lo que quieres decir es que se trata de algo parecido a lo del mago de Oz.

Dunphy asintió.

—Sí, eso es, pero actuando para otro público.

Clementine frunció el ceño.

—No te entiendo.

—No importa —respondió Dunphy, encogiéndose de hombros—. La cuestión es que tu amigo Simón tenía razón al decir que Schidlof había encontrado ciertas cartas que le habían escrito a Jung. Cartas que trataban sobre la Sociedad Magdalena y el… inconsciente colectivo.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Que pensaban programarlo de nuevo.

—¿Qué quieres decir?

—Pues exactamente eso: que tenían intención de reprogramar el inconsciente colectivo. —Al ver que ella no abría la boca, añadió—: Eso es algo grandioso, ¿no te parece?

—Déjalo… no quiero pensar en ello —replicó Clem—. Es una locura.

—Sí, suena a locura, pero en el fondo no lo es. Y además explica muchas cosas.

—¿Como qué? ,

—Como que la gente vea cosas en el cielo que no tienen sentido, y que todos los años cientos de animales aparezcan mutilados, y que se vean dibujos geométricos en los campos de trigo de todo el mundo. Ahora sabemos por qué.

—No, no lo sabemos —repuso Clementine—. Aunque estés en lo cierto, no sabemos por qué. Sólo sabemos quién lo hace… y cómo.

La muchacha tenía razón.

—Bueno, lo importante es que esas cartas que he leído fueron la causa de la muerte de Schidlof —continuó Dunphy—. Y nunca adivinarás quién las escribió. —Clem lo miró expectante—. Alien Dulles.

—¡Vaya! —exclamó ella. Luego frunció el ceño—. ¿Y quién demonios es Alien Dulles?

Dunphy sonrió.

—Fue un diplomático norteamericano, un espía. Trabajó en los años cuarenta, o antes.

—¿Y qué?

—Pues que Jung y él fueron personajes importantes en todo

este asunto. Una de las cosas que hicieron fue fundar la CÍA para poder usarla de tapadera.

—¿Tapadera de qué? —quiso saber Clem.

—Pues de la Sociedad Magdalena. Dulles prácticamente se inventó la Agencia, que resultaba perfecta para sus propósitos. Porque lo que la Agencia hace es secreto… es como un agujero negro, ya que todo lo que queda atrapado dentro de su órbita desaparece.

—Pero ¿qué hacían exactamente?

—Operaciones psicológicas —explicó Dunphy—. El espectáculo de luces del que te hablaba antes.

Clementine se quedó pensando durante un momento y luego preguntó:

—Pero… ¿con qué finalidad? ¿Qué es lo que pretendía conseguir?

Dunphy se encogió de hombros.

—Las cartas que he visto hablan de Jerusalén para los judíos y de la Unión Europea.

—Eso no es tan malo —dijo Clem—. ¡De hecho, ya existe!

—Ya lo sé. Y es probable que ellos tuvieran mucho que ver. Pero no es eso lo principal; los asuntos políticos son secundarios.

—¿Respecto a qué?

—No lo sé —contestó Dunphy, encogiéndose de hombros—. Pero esos tipos llevan actuando desde hace muchísimo tiempo. La Inquisición fue la primera página para ellos. Y la guerra de las Rosas. Y… muchas otras cosas que he olvidado.

—¿Y… qué es lo que quieren conseguir exactamente? —repitió Clem.

—Pues no lo sé —le aseguró Dunphy—. Tuve que salir de allí a toda prisa.

Llegaron a Madrid a última hora de la tarde y se dirigieron directamente a un pequeño hotel, La Venta Quemada. Dunphy se había hospedado allí dos o tres años antes con motivo de una visita para cerrar ciertos negocios con un apoderado taurino que resultó ser un sinvergüenza. A Dunphy le gustaba aquel sitio, y en particular, el individuo que atendía la recepción, un anarquista confeso que, por una pequeña cantidad de dinero extra, alquilaba habitaciones sin inscribir a los huéspedes en el registro del hotel.

Después de alquilar una habitación, Clem y Dunphy salieroncasi de inmediato y cogieron un taxi para dirigirse a la Gran Vía. Allí, uno de los grandes bulevares europeos ahora venido a menos, aunque todavía con cierto glamour, se hallaban los teatros de toda la vida, los espectáculos de variedades y esos cines suntuosos testigos de otra época. Enormes carteles pintados a mano cubrían las paredes de los edificios anunciando los músculos de Stallone y los labios de la Bassinger. En mitad de la acera, un artista callejero se encontraba completamente inmóvil, al parecer ajeno al tremendo tráfico que lo rodeaba, con la piel y la ropa pintados de color aluminio. «El Hombre de Hojalata», pensó Dunphy.

Limpiabotas ya maduros señalaban con gesto acusador los zapatos de Dunphy. Algunos niños gitanos se movían en círculos alrededor de ellos igual que coyotes. Hermosa, curiosa, con los ojos muy abiertos a causa del asombro y algo paranoica, Clementine se aferraba al brazo derecho de Dunphy con ambas manos, como si el caos circundante pudiese separarlos. En cierto lugar de la avenida, un letrero luminoso de neón parpadeaba con la palabra Bis. Allí cerca, un menú muy limitado prometía mariscos y carne. Dunphy le dirigió una mirada a Clem, se encogió de hombros y empezó a subir, él primero, un tramo de escalera que llevaba a un restaurante de la primera planta tenuemente iluminado. En aquel local, con camareros de esmoquin, manteles blancos y las paredes revestidas de antiguos paneles de madera de roble, el ambiente era el de un club para hombres, un club bueno. Todavía era pronto para cenar en Madrid, apenas las diez de la noche, así que primero tomaron unas tapas y una botella de vino tinto español.

Allí, sentados a solas junto a los ventanales que daban a la Gran Vía, Dunphy empezó a explicarle el resto de la historia a Clem. Le contó que Dulles y la CÍA habían protegido a Ezra Pound, el Timonel de la Sociedad Magdalena, haciendo los arreglos necesarios para que lo internasen en el hospital de St. Elizabeth. Le habló de la importancia de un misterioso hombre llamado Gomelez, y de cómo Dulles y Jung habían conspirado para lanzar nuevos prototipos y revitalizar los antiguos. Cuando la muchacha le preguntó de qué hablaba, Dunphy le contó lo que le había explicado Simón en referencia a las teorías de Schidlof sobre el campo arquetípico, y lo del fraude de Roswell. Luego Dunphy preguntó:

—¿Qué significa exactamente la palabra «materializar»?

Clem pinchó una patata con un palillo y sonrió mientras se la llevaba a la boca.

—¿Qué te hace tanta gracia? —le inquirió Dunphy.

—Es que tuve un novio que era trot —dijo ella.

—¿Que era qué?

—Trotskista. Hace mucho tiempo. Su palabra preferida era ésa, materializar.

—¡Por Dios! ¿Eras comunista?

—No. Yo sólo tenía dieciséis años. El que era comunista era él.

—¿Y qué quiere decir?

—¿Qué quiere decir qué?

—¡Pues la palabra materializar!

—Ah, es cuando conviertes en realidad algo que de otro modo no es más que una abstracción.

—¿Como por ejemplo? —quiso saber Dunphy.

Clem se quedó pensando.

—Bueno, no sé… algo como el tiempo. El tiempo es una abstracción, y los relojes lo materializan. ¿Pero a qué viene todo esto?

—En una de las cartas que escribió, Dulles habla de «materializar portentos». Le dice a Jung que tienen que adoptar una actitud proactiva hacia las profecías y los portentos que aparecen en ese libro suyo.

—¿Qué libro?

—No puedo creer que yo esté hablando de portentos —se lamentó Dunphy.

Llamó al camarero para que tomara nota de la cena.

—¿Qué libro? —repitió Clem.

Dunphy suspiró.

—No me acuerdo del título. El Apocryphal o algo así. Charlatanería, seguro…

—No creo.

—¿Por qué no?

—Porque me da la impresión de que te refieres al Apocryphon; se trata de un libro muy antiguo.

Dunphy la miró sorprendido.

—Me asombras.

—Es que lo he visto en Skoob —explicó Clem—. En una edición de bolsillo. Existe otra de Dover, aunque en realidad no se trata de un libro. No es más que un poema, pero la gente suele llamarlo libro. Dover lo publicó formando parte de una antología sobre el final del mundo. Me parece que le pusieron el título de… Anhelos milenarios.

A la mañana siguiente salieron en busca de librerías en las que vendiesen libros en inglés. Encontraron varias, pero en ninguna de ellas había publicaciones de la editorial Dover. Como aún faltaban un par de horas hasta la salida del avión, cogieron un taxi hasta la Puerta del Sol, donde encontraron cibercafé en el que se leía:

450-MHZ PC E IMAC LOS MEJORES CHURROS DE MADRID

En la calle, la temperatura era de apenas diez grados, pero en el interior del café se estaba bien, y el aire estaba impregnado de olor a aceite de freír churros. Dunphy pidió una ración para compartirla con Clementine, y acto seguido echó a perder el desayuno de ambos al abrir la carpeta que se había llevado del Registro Especial: el censo bovino.

Clem vio una fotografía y ahogó un grito.

—Es espantoso —exclamó—. ¿Qué motivos puede tener alguien para hacer una cosa así?

Dunphy lo pensó.

—Según Schidlof, y de acuerdo con lo que me explicó Simón, lo que hacen es «remover el puchero», «revitalizar un arquetipo».

—Eso son chorradas —le espetó Clem, a quien de repente se le habían humedecido los ojos.

—Sólo te cuento lo que él me dijo. Tú ya no estabas. Me explicó que los sacrificios de animales eran tan antiguos como las montañas… y tenía razón.

—Pues yo no tengo necesidad de mirar eso —repuso Clementine—. Voy a comprar un periódico.

Y se puso en pie.

—Hay un quiosco un poco más arriba en esta misma calle. Lo he visto antes —le indicó Dunphy.

Siguió con la mirada a la muchacha mientras ella se marchaba. Tenía esos andares que se ven de vez en cuando en Río o en Milán. Un joven barbudo que se encontraba ante un monitor de veintiocho pulgadas se quedó mirando a Clementine con unos ojos que denotaban que estaba realmente hambriento.

Momentos después llegaron dos humeantes tazas de café con leche y los churros; parecían un montón de palos gruesos sobre

el plato, y estaban dorados y calientes. Dunphy espolvoreó una cucharada de azúcar por encima de ellos, cogió uno y lo mojó en el café. Luego puso de nuevo su atención en el expediente que tenía delante y comenzó a leer.

Sólo tardó un par de minutos en comprender que allí no iba a encontrar gran cosa. El expediente tenía valor como prueba para documentar las mutilaciones, pero a Dunphy no le hacían falta pruebas, pues ya sabía que era verdad. No necesitaba los detalles. Comprender aquello hizo que se pusiera nervioso; comenzó a pensar que en realidad no tenía ningún plan para salir de aquel lío. No existía fuerza policial en el mundo capaz de plantarle cara a la Sociedad Magdalena. Y en cualquier caso, nunca se lo tomarían en serio. ¿Vírgenes negras y mutilaciones de ganado? ¿Sociedades secretas y la CÍA? Dunphy se imaginaba a sí mismo sentado en compañía de un inspector de homicidios… o cara a cara con Mike Wallace, que para el caso era lo mismo. Empezaría a explicarle la historia, y cuando llegase a lo de la yegua llamada Snippy o a lo de Nuestra Señora de Einsiedeln, Wallace se pondría en pie y se largaría. Aquella historia era demasiado importante, los protagonistas demasiado poderosos, la conspiración demasiado grandiosa y extravagante. Por muchas pruebas que Dunphy pudiera reunir, daría igual. Aquélla no era una noticia publicable; se trataba de una de esas noticias que pueden costarle a uno la vida.

BOOK: El último merovingio
9.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

After the War Is Over by Jennifer Robson
Creepy and Maud by Dianne Touchell
A Perilous Marriage by Kelly, Isobel
Sicilian Defense by John Nicholas Iannuzzi
The World and Other Places by Jeanette Winterson
Mystic Park by Regina Hart
Predators I Have Known by Alan Dean Foster
Ignited by Lily Cahill
Cold Magic by Elliott, Kate
Sexual Service by Ray Gordon