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Authors: César Vidal

Tags: #Historico

El testamento del pescador (16 page)

BOOK: El testamento del pescador
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XX

—¡Adelante, Vitalis! ¡Adelante!

Distinguí la figura de Nerón que se acercaba dando zancadas al lugar donde me encontraba. No había llegado a mi altura cuando me sentí ya invadido por un aroma dulzón y espeso que identifiqué con alguno de los peculiares perfumes que tanto gustaban al césar y que a mí me revolvían el estómago con mágica rapidez.

—Eres puntual como siempre —dijo mientras me prodigaba un abrazo que me dejó impregnado de su repulsivo olor—. Ésa es una virtud que aprecio y especialmente en los servidores del imperio. Pero entra, entra y descansa. Contemplé los dos triclinios que había preparados y me dirigí hacia aquel que no presentaba señal de haber sido utilizado todavía. Apenas me había recostado, pude captar que la abundancia de las atestadas mesas era todavía mayor que la última vez que había compartido una comida con el césar. La verdad era que, a juzgar por su aspecto, nadie hubiera dudado de que se sentía considerablemente feliz.

—Va a tratarse de una colación modesta —dijo Nerón mientras hacía una seña a los esclavos para que llenaran nuestras copas—. Me consta que sabrás entender que, en realidad, no estamos aquí para divertirnos sino para trabajar.

—Por supuesto, césar, por supuesto.

—Bien, bien, bien… —dijo Nerón—. Debo reconocer entre nosotros que me he cansado un tanto durante la encuesta. Ese Petrós era un anciano estúpido empeñado en sumar una fábula oriental a otra… Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no bostezar en más de una ocasión. Guardé silencio pero no pude evitar sentirme incómodo al escuchar aquellas palabras.

—A ti puedo decirte que los judíos me resultan odiosos —prosiguió el césar—. Aborrezco esa doctrina suya que afirma que sólo existe un dios y que además no puede ser representado en imágenes, y luego esas prácticas bárbaras a las que se entregan como la circuncisión y quedarse con todos los hijos que les nacen los deseen o no… En fin… ahora bien, debo reconocer que de entre ellos los más repulsivos son los que siguen a Jesús.

La sensación de incomodidad se convirtió, al escuchar la última frase, en un malestar sordo que se aferraba a las paredes de mi estómago. Por un momento, temí marearme ante la mezcla de aquellas palabras con las vaharadas de perfume que desprendía el cuerpo del césar cada vez que se movía.

—A fin de cuentas —prosiguió Nerón—, los judíos se limitan a esperar la llegada de su
Jristós
pero llevan haciéndolo siglos y seguramente así continuarán sin crear demasiados problemas. Sin embargo… sin embargo, estos nazarenos son algo distinto. Insisten en que el
Jristós
vino hace ya varias décadas y, a pesar de que fue crucificado, se permiten insistir en que regresó de entre los muertos e incluso en que descenderá del cielo para implantar un reino. Son verdaderamente peligrosos.

Tragué saliva. Lo que estaba diciendo el césar era bastante peor de lo que yo había temido. Su aborrecimiento no se dirigía hacia Petrós sino que se irradiaba hacia todos sus correligionarios.

—César —comencé a decir—, tu juicio es preclaro como siempre. Sin duda, esos… nazarenos son peores que los judíos. Sin embargo, su repugnante superstición no es realmente dañina para la fuerza de nuestro imperio. En realidad, el mismo Jesús podía haber salvado la vida. Pilato intentó salvarlo…

Hice una pausa y comprobé preocupado que Nerón había cambiado de expresión y me dirigía una mirada torva.

—Al final optó por condenarlo —proseguí— porque el orden público está encima de cualquier consideración y, por supuesto, eso no excluye la vida de un bárbaro. Sin embargo, ha quedado probado que era un hombre inocente cuya doctrina apuntaba no a establecer un reino terrenal sino a llamar a un cambio de vida que permitiera a todos entrar en uno celestial. Nerón permaneció en silencio, pero bastaba ver el temblor que se había apoderado de su recortada barbita para comprender que no estaba en absoluto contento con mis palabras.

—Incluso él mismo contaba con morir y lo anunció varias veces continué—. Y por lo que se refiere a sus seguidores… ¡Vamos, son insignificantes! Uno le traicionó, otro le negó, todos corrieron… ¡Valiente banda de miserables!

Callé y Nerón no dijo nada. Había comenzado a devorar caracoles sacándolos nerviosamente de sus conchas diminutas y llevándoselos a la boca con un palillo de plata. No había despachado menos de una docena de aquellos animalillos antes de dirigirme la palabra.

—Dime una cosa, Vitalis. ¿Crees de verdad que son tan insignificantes como has dicho?

—Sin duda, césar, sin duda —respondí sonriendo—.

No merecen ni un instante de tu tiempo. Sería… sería como abandonar el esfuerzo que dedicas al teatro para dedicarte a cazar moscas. Por un momento, Nerón me miró confuso. Luego, las arrugas que salían de sus lagrimales se acentuaron y rompió a reír a carcajadas. Lanzaba las risotadas divertido e incluso llegó un momento en que comenzó a toser atragantado.

Salté del triclinio y me abalancé para darle palmadas en la espalda. Sin embargo, no lo conseguí. Se me adelantó un esclavo que, al parecer, era ducho en ayudar al césar a salir de tan desagradables situaciones.

—Sí, Vitalis, sí —exclamó Nerón entusiasmado una vez que se vio libre de la tos que había estado a punto de ahogarlo—. Compruebo que no me mintieron los que me hablaron de tu agudeza.

—Eres muy generoso, césar —dije mientras me preguntaba por el nuevo camino que estaba comenzando a transitar Nerón.

—Sin duda, lo soy —respondió—, pero no en tu caso… ¡no en tu caso! En realidad, has superado mis mejores expectativas que, ahora puedo decirlo, no eran muy elevadas.

—Me abrumas, oh césar.

—Como tú —continuó Nerón— también creo que los nazarenos no son tan peligrosos, a fin de cuentas…

Así es, césar —me apresuré a corroborar.

—…su doctrina es perniciosa y absurda y bárbara —continuó— pero no son tan nocivos. No, como tú muy bien has dicho, son como las moscas. No son leones, ni jabalíes, ni siquiera gatitos. Tan sólo moscas.

—Sí, césar —dije forzando una sonrisa—. Moscas sin importancia.

—¡Sin importancia! ¡Sin importancia! —repitió Nerón haciendo verdaderos esfuerzos para no prorrumpir en carcajadas—. Precisamente por eso, se les puede eliminar de un manotazo. ¡Paf, paf, y fuera!

El césar guardó silencio mientras su mirada adquiría el aspecto felino que yo ya había tenido ocasión de ver e intentaba con ella taladrar la sólida coraza de firme hipocresía con que me estaba defendiendo. Me esforcé por mantener la sonrisa aunque algo en mi interior me avisaba de que habíamos llegado a un punto delicado de nuestro camino.

—Precisamente eso es lo que he decidido, Vitalis —dijo Nerón con una sonrisa untuosa—. Voy a eliminarlos a todos y, como sucede con las moscas, nadie lamentará su desaparición. Todo lo contrario. Hasta es posible que la gente, que el pueblo que tanto me ama, me lo agradezca.

XXI

No me costó mucho dar con Petrós. Una simple pregunta al oficial a cargo de su traslado bastó para que supiera la prisión a la que lo habían conducido. Tardé poco en llegar y todavía menos en que me franquearan la entrada. ¿Quién se la hubiera negado al hombre que había asesorado al propio césar en la instrucción de una causa?

—Hoy parece que todo el mundo tiene interés en ver a ese bárbaro —dijo el soldado que me acompañó hasta la celda.

—¿Ha venido alguien más? —pregunté sorprendido.

—Sí, claro —respondió mi acompañante—. Primero, fue ese hombre que va con él a todas horas. Su in… inte…

—Su intérprete —ayudé al soldado.

—Sí… eso —reconoció—. Bueno, además llegaron otros dos hombres trayéndole comida y ropa. Tenían permiso, de modo que les dejamos pasar. Mientras me preguntaba por la gente que había acudido a ver a Petrós, llegamos hasta la entrada de la celda. Sólo entonces me di cuenta de que a las espesas tinieblas se sumaba un calor asfixiante y una peste acre resultado de mezclar el sudor, el olor a podrido y los restos de la inmundicia más diversa.

—Aquí está —dijo el hombre nada más abrir la puerta—. Esperaré fuera.

—Bien —respondí mientras bajaba la cabeza para no golpeármela contra el dintel.

Tardé unos instantes en que mis ojos se acostumbraran a aquella oscuridad. Salvo un hilo de luz amarillenta que se desprendía de una tea pequeña, el resto de la estancia estaba sumida en una negrura densa y, en apariencia, impenetrable. Apenas podía distinguir una mano de hombre que se movía de forma extraña cerca de la raquítica luminosidad.

—¿Marcos? —pregunté y apenas lo hube hecho la mano se apartó del radio de acción de la tea.

—¡Vitalis! —escuché la voz del intérprete—. ¿Qué haces aquí? ¿Acaso no ha terminado la instrucción?

—Sí… sí, claro —respondí—, pero no se trata de eso. Necesitaba hablar con Petrós.

Apenas acababa de pronunciar el nombre cuando percibí a mi lado la respiración de varias personas.

—No te preocupes, te lo ruego —dijo Marcos—. Son Alejandro y Rufo, dos de los miembros de una de nuestras comunidades en Roma. Guardé silencio. Aquéllos debían de ser los que habían venido a traer comida al pescador.

—En realidad —continuó el intérprete— ya conoces a su padre.

—¿Ah, sí? —pregunté sorprendido.

—Sí —respondió Marcos—. Son hijos de Simón de Cirene, el hombre que ayudó a Jesús a llevar la cruz hasta el Gólgota.

Al escuchar aquellas palabras, me precipité hacia la tea y la así con la mano derecha. Luego apunté hacia el lugar de donde procedían las respiraciones. Lo que encontré fueron las vulgares facciones de dos hombres algo más jóvenes que yo, de cabellos oscuros y aspecto campesino.

—¿Es cierto lo que acaba de decir este hombre? —pregunté mientras les acercaba la luz a la cara.

Asintieron con la cabeza sin despegar los labios. Por un instante, seguí iluminando aquellos rostros que servían de eslabones en la prolongada cadena que conducía desde mi época a la de Jesús. Su padre había tenido ocasión de ver al
Jristós
destrozado por los látigos del pretorio. Seguramente, habría sentido una mezcla de ira y compasión al tener que cargar gratuitamente con el madero de un condenado a muerte. De cualquier forma, eso carecía de importancia. Lo verdaderamente relevante era que sus hijos, aquellos con los que con toda certeza habría hablado docenas de veces, formaban ahora parte de los seguidores del
Jristós
y cómo todos ellos estaban convencidos de que Jesús había vencido la muerte y regresado del más allá.

—¿Qué deseas?

La pregunta, pronunciada en un latín áspero propio de alguien que no lo tenía como lengua natal, me arrancó de mis pensamientos.

—¿Petrós? —indagué.

—Sí, soy yo. ¿Qué puedo hacer por ti?

Moví la tea hacia el lugar de donde procedía la voz y ante mí apareció el rostro del pescador. Parecía tranquilo, pero bajo sus ojos se dibujaban dos líneas negras que identifiqué con huellas del agotamiento.

—¿Has podido descansar algo? —pregunté. Petrós esbozó una sonrisa.

—No tengo ahora tiempo para descansar. He de terminar mi testamento. Sentí un escalofrío al escuchar aquellas palabras. Quizá Petrós sentía que la muerte estaba cerca. Eso era precisamente lo que yo había venido a evitar.

—Siempre hay tiempo para escribir un testamento —dije intentando privar a mis palabras del menor tono solemne.

—Creo que tú sabes que no es así —respondió Petrós con acento suave.

—Sí, quizás tengas razón —dije—. Precisamente por eso he venido a sacarte de este lugar. Debes desaparecer de Roma.

Escuché un murmullo de voces a mi espalda pero no pude distinguir lo que decían. Quizá se expresaban en alguna de aquellas extrañas lenguas de Oriente que nunca había conseguido dominar.

—No, Vitalis —respondió Petrós—. Yo he de quedarme aquí.

—Pero… pero… —protesté. Deseaba convencer al pescador para que se fugara, pero no me sentía inclinado a intentarlo ante gente en quien no sabía si podía confiar.

—¿Quieres decirme que si no me marcho Nerón, el césar, ordenará que me maten? —preguntó.

Sentí de repente unas ganas inmensas de romper a llorar. No hubiera podido precisar de dónde derivaba aquel impulso extraño, pero la verdad es que me vi obligado a respirar hondo para evitar que se me saltaran las lágrimas.

—Temo… temo… —dije al fin— que Nerón desea tu muerte de manera inevitable.

—Sí, lo sé —dijo el pescador—, pero por eso debo concluir mi testamento, precisamente porque ya no me queda mucho tiempo.

—¿Un testamento? —dije mientras levantaba las manos desesperado—.

¡Pero… pero puedes evitar la muerte! ¡Puedes salvarte! ¿Qué testamento puede ser más importante que conservar la vida?

—Sus recuerdos —dijo Marcos con suavidad—. Lo que estamos acabando es un libro donde aparecen recogidos lo que Petrós ha retenido en la memoria acerca de Jesús, el Hijo de Dios, el
Jristós
. Por supuesto, no aparecen todos ya que el relato sería demasiado largo, pero sí he recogido los más importantes, los que todos deberían saber para que sabiendo, crean y creyendo, se salven.

Dirigí la luz de la tea hacia el lugar donde la había visto al entrar. Allí, sobre un humilde poyete, descansaba recado de escribir. ¡Los movimientos extraños de la mano que yo había captado al entrar no eran sino los propios de aquel que estaba escribiendo!

—Quizá podrías acabarlo y después venir conmigo —dije.

—No —respondió Petrós con una voz suave pero firme—. No voy a abandonar a mis ovejas ahora.

—¿Qué… qué quieres decir con eso de las ovejas? —pregunté a mitad de camino entre la ira y la confusión.

—En cierta ocasión —comenzó a decir Petrós—, después de que Jesús rompiera las cadenas de la muerte y se nos manifestara a los once, nos encontrábamos junto al mar de Tiberiades yo, Tomás al que llamaban el Dídimo, Natanael el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo, y otros dos más. Entonces comenté que me iba a pescar y los demás dijeron que venían conmigo. Subimos a la barca y faenamos durante toda la noche, pero no conseguimos capturar ni un solo pez. Cuando ya había comenzado a amanecer, vimos una figura en la playa que nos gritó si teníamos algo de comer. Le respondimos desde lejos que no y entonces nos dijo que arrojáramos la red por la derecha de la barca porque, con toda seguridad, encontraríamos algo. En otras circunstancias, no le hubiéramos hecho el menor caso, pero la verdad es que teníamos que dar de comer a nuestras familias y que la embarcación se hallaba totalmente vacía al cabo de toda una noche de faena. Así que echamos la red y cuando tiramos de ella nos dimos cuenta de que nos resultaba imposible sacarla por el número tan grande peces que había entrado. Entonces Juan se me acercó y me dijo:

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