El señor Shigeru sentía curiosidad por todas las fases de la construcción, desde la tala de los árboles en el bosque hasta la preparación de las tablas o los diferentes métodos de colocar los suelos. Visitábamos con frecuencia el almacén de madera acompañados por el maestro carpintero, Shiro, quien parecía estar labrado con el mismo material que tanto amaba. Se diría que era hermano del cedro y del ciprés. Shiro hablaba del carácter y el espíritu de las diferentes clases de madera y de lo que cada parte del bosque aporta a las casas.
—Cada clase de madera tiene su propio sonido -decía-, y cada casa tiene su propia canción.
Hasta entonces había creído que nadie más que yo sabía que las casas cantaban. Llevaba meses escuchando la canción de la casa del señor Shigeru. Durante el invierno había escuchado cómo la melodía se amortiguaba; había oído cómo crujían las vigas y las paredes cuando la casa se encogía a causa del peso de la nieve y el hielo, o cuando se dilataba con el deshielo. Ya era primavera, y la canción del agua sonaba otra vez.
Shiro me observaba como si leyera mis pensamientos.
—He oído que el señor Iida ha ordenado instalar un suelo que suena como el canto de un ruiseñor -comentó-; pero, ¿quién necesita que el suelo cante como un pájaro, si ya tiene su propia canción?
—¿Cuál es el propósito de esa clase de suelo? -preguntó el señor Shigeru, con simulada dejadez.
—Iida teme ser asesinado, y el suelo es otra medida de seguridad, pues nadie puede cruzarlo sin que empiece a trinar.
—¿Cómo se fabrica?
El anciano tomó una pieza de un suelo a medio hacer y explicó cómo se colocan las viguetas para que las tablas rechinen.
—Me han dicho que en la capital utilizan estos suelos. Aquí, la mayor parte de la gente quiere suelos silenciosos. Si les haces uno que suene, te piden que lo repitas. Pero Iida no podía dormir por las noches, porque temía que alguien le asaltase por sorpresa... ¡y ahora tampoco duerme, temeroso de que el suelo se ponga a cantar! -concluyó Shiro, con una risa ahogada.
—¿Podrías construir tú un suelo como ése? -preguntó el señor Shigeru.
Shiro miró hacia mí y me sonrió.
—Si soy capaz de fabricar un suelo tan silencioso que ni siquiera Takeo pueda oírlo, no me será difícil hacer uno que cante.
—Takeo te ayudará -anunció el señor Shigeru-. Quiero que aprenda todos los pasos de su construcción.
No me atreví entonces a preguntar por qué. Tenía una ligera idea, pero prefería no pasarla a palabras. Después, la conversación se centró en el pabellón de té.
Mientras Shiro daba órdenes para su construcción, se dedicó a montar un suelo de ruiseñor de pequeñas proporciones, un entarimado que reemplazaba la veranda que rodeaba la casa. Yo observaba la colocación de cada una de las tablas, de cada vigueta y cada estaquilla.
Chiyo se quejaba de que el ruido le producía dolor de cabeza y afirmaba que en lugar del sonido de un pájaro, parecía el de un ratón. Pero finalmente todos nos acostumbramos al nuevo sonido, que se incorporó a la melodía cotidiana.
El suelo proporcionaba a Kenji un incesante regocijo, pues pensaba, divertido, que me impediría abandonar la casa. El señor Shigeru no llegó a explicarme por qué me había obligado a aprender cómo estaba construido, aunque imagino que sospechaba el desafío que a mí me suponía. Yo escuchaba su sonido durante todo el día; sabía con exactitud quién andaba sobre él y distinguía las pisadas; podía predecir la siguiente nota de la canción. También practicaba para conseguir caminar sobre el suelo sin despertar a los pájaros. Resultaba difícil -Shiro había hecho un buen trabajo-, pero no imposible. Yo había observado todas las fases de su construcción, y sabía que no había nada mágico en él. Llegar a dominarlo era tan sólo cuestión de tiempo. Con la paciencia casi obsesiva que ya identificaba como una característica de la Tribu, lo atravesaba una y otra vez procurando que no sonara.
Comenzaron las lluvias. Una noche, el aire era tan húmedo y sofocante que no lograba conciliar el sueño. Me acerqué a beber al aljibe y después me detuve junto a la puerta para contemplar el suelo que se extendía ante mis pies. Entonces supe que lograría cruzarlo sin despertar a nadie.
Mis movimientos fueron rápidos, y mis pies sabían cómo y dónde debían pisar. Los pájaros permanecieron en silencio. Me invadió la sensación de profundo placer, que no de euforia, que conlleva la adquisición de las habilidades de la Tribu, y al momento oí el sonido de una respiración. Giré en redondo y vi que el señor Shigeru me estaba observando.
—Me habéis oído -dije yo, decepcionado.
—No, estaba despierto. Hazlo otra vez.
Durante un instante, me quedé agazapado en la misma posición y me concentré a la manera de la Tribu, desentendiéndome de todo lo que me rodeaba, excepto de los ruidos de la noche. Entonces crucé corriendo el suelo de ruiseñor. Los pájaros siguieron durmiendo.
Yo pensaba en Iida, que estaría despierto en Inuyama, atento al canto de los pájaros. Me vino la imagen de mí mismo cruzando el suelo en dirección a él, sin hacer ningún ruido, sin que nadie detectara mi presencia. Tal vez el señor Shigeru estuviera pensando lo mismo que yo, pero no hizo mención alguna. Todo lo que dijo fue:
—Shiro me ha decepcionado. Creía que este suelo se te iba a resistir.
Ninguno de nosotros dijo: "¿Se resistirá el suelo de Iida?"; pero la pregunta quedó flotando entre nosotros, en el pesado aire de esa noche del sexto mes.
El pabellón de té ya estaba acabado, y a menudo tomábamos allí el té de la tarde, que me traía recuerdos de la primera vez que probé la valiosa infusión de color verde que la señora Maruyama había preparado. Tenía la sensación de que el señor Shigeru había mandado construir el pabellón pensando en ella, aunque nunca lo mencionó. En la puerta, crecía una camelia de dos troncos, y tal vez fuese este símbolo del amor marital lo que provocó que todos empezaran a hablar sobre las bondades del matrimonio. Ichiro, en particular, insistía al señor Shigeru para que buscase una nueva esposa.
—La muerte de vuestra madre y la de Takeshi os han servido de excusa durante un tiempo, pero ya hace más de 10 años que enviudasteis y no habéis tenido descendencia. ¡Lo nunca visto!
Los criados murmuraban sobre el asunto, olvidando que yo podía oír con claridad todo lo que decían desde cualquier rincón de la casa. La opinión generalizada se acercaba, de hecho, a la realidad, aunque ellos no parecían convencidos, y llegaron a la conclusión de que el señor Shigeru estaba enamorado de una mujer inadecuada o inalcanzable. Lo más probable era que ambos se hubieran jurado fidelidad -las chicas suspiraban-, ya que, para decepción de la servidumbre, el señor Shigeru nunca había invitado a una mujer a la casa para que compartiera su lecho. Las mujeres de mayor edad, más realistas, señalaban que estas cosas pueden ocurrir en los poemas, pero que no tenían cabida en la vida cotidiana de la casta de los guerreros.
—¡A lo mejor prefiere a los chicos! -irrumpió Haruka, la más atrevida de las criadas, con un despliegue de risitas nerviosas-. ¿Y si le preguntamos a Takeo?
Ante este comentario, Chiyo sentenció que una cosa era preferir a los muchachos y otra muy diferente el matrimonio, y que no tenían nada que ver una con la otra.
El señor Shigeru esquivaba todas las preguntas acerca de su matrimonio, y argumentaba que estaba más preocupado por el proceso de mi adopción. No habíamos tenido noticias del clan desde hacía varios meses, sólo sabíamos que el asunto todavía estaba siendo considerado. Lo cierto era que los Otori tenían otras preocupaciones más apremiantes. Iida había comenzado su campaña estival en el este, y un feudo tras otro se habían unido a los Tohan o habían sido conquistados y aniquilados. En breve, Iida dirigiría de nuevo su atención al País Medio. El clan de los Otori se había acostumbrado a la paz. Los tíos del señor Shigeru no deseaban enfrentarse a Iida y lanzar al feudo a otra guerra sangrienta; sin embargo, la mayoría de los miembros de los Otori detestaba la sola idea del sometimiento a los Tohan.
Por la ciudad de Hagi corrían todo tipo de rumores y la tensión se mascaba en el ambiente. Kenji se mostraba inquieto; me observaba sin
cesar,
y su supervisión constante me irritaba.
—Cada vez llegan más espías de los Tohan a la ciudad -dijo Kenji-. Tarde o temprano alguno reconocerá a Takeo. Déjame que le aleje de aquí.
—Cuando haya sido adoptado y esté bajo la protección del clan, Iida no se atreverá a tocarle -respondió el señor Shigeru.
—Creo que subestimas a Iida. Él se atreve a todo.
—Tal vez en el este, pero no en el País Medio.
A menudo discutían sobre este tema, y Kenji presionaba al señor para que le permitiese llevarme con él, y el señor Shigeru esquivaba sus peticiones y se negaba a tomar en serio sus amenazas de peligro. Insistía en que una vez que me hubiera adoptado, me encontraría más seguro en Hagi que en cualquier otro lugar.
Los temores de Kenji lograron instalarse en mí. Siempre me mantenía en guardia, siempre alerta, siempre al acecho. Sólo encontraba descanso cuando me concentraba en aprender nuevas habilidades. El perfeccionamiento de mis destrezas llegó a obsesionarme.
Por fin, el mensaje llegó a finales del séptimo mes: el señor Shigeru debía llevarme al castillo al día siguiente. Allí, sus tíos me recibirían y tomarían una decisión. Chiyo me bañó, me lavó el cabello y lo recortó; también me vistió con ropas nuevas, aunque de colores apagados. Ichiro me repetía una y otra vez las normas del protocolo y la cortesía, el lenguaje que debía utilizar, lo profundas que debían ser mis reverencias.
—No nos defraudes -me susurró cuando partíamos-. Después de todo lo que el señor Shigeru ha hecho por ti, no puedes defraudarle.
Kenji no iría con nosotros, pero dijo que nos seguiría hasta el portón del castillo.
—Mantén los oídos bien atentos -me dijo, como si yo pudiera hacer otra cosa.
Yo iba a lomos de
Raku,
el caballo gris perla con la cola y las crines de color negro. El señor Shigeru cabalgaba por delante de mí sobre su caballo negro,
Kyu,
junto a cinco o seis lacayos. A medida que nos acercábamos al castillo, el pánico me invadía. ¿Cómo se me ocurría fingir que era un señor, o un guerrero? Al primer vistazo, los señores de los Otori se darían cuenta de quién era yo en realidad: el hijo de una campesina y de un asesino. Pero lo peor era que al cabalgar por la calle abarrotada me sentía al descubierto e imaginaba que todos me miraban.
Raku
notó mi pánico y se puso tenso. Un movimiento repentino entre la muchedumbre le hizo recular ligeramente. Apenas sin darme cuenta, respiré con más lentitud y relajé mis músculos, y
Raku
se tranquilizó de inmediato. Sin embargo, al ir hacia atrás se había girado hacia un lado, y mientras yo tiraba de su cabeza para retomar la posición, acerté a divisar a un hombre entre la multitud. Sólo vi su cara durante un instante, pero le reconocí de inmediato. Observé la manga vacía de su costado derecho. Yo había dibujado su rostro para el señor Shigeru y para Kenji: era el hombre que me había perseguido por la montaña, al que
Jato
había cortado de cuajo su brazo derecho.
No parecía que me observara y yo ignoraba si me había reconocido. Seguí cabalgando. Creo que no di la menor señal de que había reparado en su presencia, aunque el episodio duró menos de un minuto.
Sorprendentemente, me sentía más tranquilo. "Esto es real", pensé. "No es un juego. Tal vez esté fingiendo ser alguien que no soy, pero si fracaso encontraré la muerte. Soy un Kikuta. Pertenezco a la Tribu. Puedo enfrentarme a cualquiera".
A medida que cruzábamos el foso, divisé a Kenji entre la muchedumbre, un anciano con un manto desvaído. Entonces, el portón principal se abrió para nosotros y lo cruzamos a caballo hasta llegar al primer patio de armas. Allí desmontamos. Los lacayos se quedaron junto a los corceles, y el señor Shigeru y yo fuimos recibidos por un hombre entrado en años, el mayordomo, quien nos guió hasta la residencia.
Ésta era un edificio tan imponente como elegante, construido en el flanco del castillo que daba al mar y protegido por una muralla de menor altura. Estaba rodeado por un foso que llegaba hasta la muralla que lo separaba del mar, y dentro del foso se veía un enorme jardín hermosamente trazado. Tras el castillo, se elevaba una colina de bosques muy frondosos, por encima de la cual despuntaba el tejado curvado de un templo.
El sol acababa de salir y las piedras ya desprendían calor. Yo notaba cómo la frente y las axilas se me empapaban de sudor, y oía cómo el mar susurraba a las rocas sobre las que se erguía la muralla. "¡Ojalá pudiera zambullirme en él!", pensé.
Nos quitamos las sandalias y unas criadas nos lavaron los pies con agua fría. El mayordomo nos condujo al interior de la casa. Parecía que el recorrido no iba a terminar nunca, pues cruzamos una estancia detrás de otra, todas ellas muy lujosas y costosamente decoradas. Finalmente, llegamos a una antesala donde el mayordomo nos pidió que aguardáramos unos momentos. Nos sentamos en el suelo y esperamos durante lo que nos pareció al menos una hora. Al principio yo me sentía indignado, por aquel insulto hacia el señor Shigeru y por el extravagante lujo de la residencia que, con plena seguridad, procedía de los impuestos cobrados a los campesinos. Deseaba contarle al señor Shigeru que había visto en Hagi al hombre del señor Iida, pero no me atrevía a hablar. Él parecía fascinado por las pinturas de las puertas, en las que se veía una garza gris posada en las verdes aguas de un río. El ave miraba hacia una montaña de tonos rosa y oro.
Después recordé el consejo de Kenji y pasé el resto del tiempo escuchando los sonidos de la residencia, que no cantaba la canción del río, como la casa del señor Shigeru, sino que tenía un timbre más profundo y más grave, apuntalado por el continuo oleaje del mar. Conté la cantidad de pisadas diferentes que podía distinguir, y llegué a la conclusión de que en la vivienda habitaban 53 personas. Oí a tres niños que jugaban en el jardín, y también a las damas, que hablaban sobre una travesía en barco que confiaban en poder realizar si el buen tiempo se mantenía.
Entonces, desde el interior de la casa, me llegó el sonido de dos hombres que hablaban en voz baja. Oí que mencionaban el nombre del señor Shigeru y me di cuenta de que se trataba de sus tíos. Discutían asuntos que no querían que nadie más conociera.