El socio (5 page)

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Authors: Jenaro Prieto

Tags: #Relato

BOOK: El socio
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—Un ataque de falso crup —pensó.

Sobre la mesa del hall vio una carta para él. Tenía membrete del Banco Anglo-Argentino.

¡Claro! ¡Siempre las cartas del Banco llegan cuando hay un niño enfermo y no se tiene los remedios!

¿Y a qué venía aquella carta? ¿Un documento? ¡Pero si hasta el día seis no vencía ninguno…!

Hizo un acto de valor y la abrió precipitadamente.

La eterna historia: "que se sirviera dar movimiento a su cuenta corriente"… ¡¡Cómo si se pudiera!! Y luego dicen que los gerentes de Bancos no tienen el sentido del humorismo y la ironía.

¡Mentiras que les inventan, por despecho, los literatos, los poetas, los hombres sin criterio práctico, que son, por lo general, los deudores!

Entró, amargado, a la pieza del chico. No se acordaba ya de los trajes suntuosos de la casa de Goldenberg.

Su mujer, con un sencillo vestido de verano, con ese frío y a esas horas, estaba a la cabecera del pequeño enfermo.

—¿Está mejor?

—Sí; ya pasó.

—Cuando salí estaba bueno…

—¡Es claro! ¡Como tú no lo viste!

—¡Pero, no me dijiste una palabra.

—¿Para qué? Te estabas poniendo
smoking;
supuse que tendrías alguna comilona con amigos… con Davis, como la otra noche…

—¡Hija!

—Es natural. Los hombres se divierten. La mujer pegada a la cabecera de la cama, tiene que trasnochar con el chiquillo. Si a lo menos me quisieras…

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Julián quiso abrazarla.

—Leonor… ¿Por qué me dices esas cosas? ¡Tú sabes que te quiero!

Ella lo apartó de sí serenamente.

—No me beses. ¿Para qué? ¡Pasas tan feliz con Davis!

Julián permaneció un instante mudo, sin saber qué contestar, con las manos apoyadas en el respaldo de la cunita blanca en que el niño respiraba más tranquilo, pero siempre con una especie de ronquido. ¡Qué injusticia! ¡Nadie quería como él a su mujer! Qué buena era y qué bonita estaba con sus cabellos negros que caían sobre sus ojos de azabache. ¡Cuánto sufría de haberla molestado!

Habría querido llorar también como ella y decirle que ese Davis no existía, que era una falsedad, una mentira; pero ¿cómo? ¿Qué sacaba con explicarle que el causante de aquella maldita orgía había sido don Fortunato en vez de Davis? ¿Qué adelantaba con reemplazar un nombre inglés por uno criollo? Hasta por espíritu nacionalista había que preferir al compatriota.

Ella alzó los ojos.

—¿Qué tienes? ¿No vas a acostarte?

—Sí; cuando no estés enojada…

—¡Tonto!

Y le estrechó en sus brazos.

VII

Item más, lego a mi sobrino Julián Pardo el escritorio de caoba y la suma de quince mil pesos para que me tenga presente en sus oraciones.

¡Pobre tío!

Vivía arrumbado como trasto inútil en una pequeña quinta de Quillota, y he aquí que hace testamento y junto con la beneficencia, el hospital, la escuela de la parroquia, etc… incluye a Julián entre una serie de obras pías, estira la pata y se marcha al cementerio con el hábito de hermano tercero, sin ruido ni vanidades, dejando tras de sí la estela de quince mil pesos…

¡Pobre tío Fabio…! ¡Era una campeón del rosario y los recuerdos de familia…! ¿A quién le habría dejado el retrato del abuelo con su gran corbatín negro y su cara de aguilucho desplumado?

Julián estaba seguro que le debía a su nariz delgada y curva, con vaga semejanza a la del cuadro, ese recuerdo cariñoso que ahora se traducía en un legado. Heredaba por la nariz, heredaba por una línea curva como otros heredan por la línea recta. ¡Qué diablo! Nadie sabe por donde y por qué llega el dinero, ¡pero venía bien!

En el escritorio y ante el viejo mueble de caoba, consideró el caso detenidamente. ¡Quince mil pesos! Una serie interminable de cuentas y compromisos acudieron al recuerdo como a un concurso de acreedores: cinco mil pesos al Banco, tres mil a un amigo íntimo; mil, la letra que descontara Luis Alvear; cuatrocientos al sastre…¡qué horror! Los quince mil pesos en contacto con su mano estallaban como un
shrapnel.

Al día siguiente estaría más pobre que ahora… y luego su mujer, su pobre mujer que esperaba siquiera una pequeña parte de esa suma para sacar a veranear al chico "que estaba tan delicadito", para arreglar algo de la pieza y comprarse un abrigo más decente… No; para eso más valía intentar una "arriesgada" en el tapete, en la bolsa, en cualquier parte. ¡O se duplican o no hay nada!

Mentalmente consultó a sus acreedores. ¿Qué les parece mejor? Recibir un treinta por ciento al contado —veía bien que no podría corresponderles más— o exponerse unos momentos a trueque de obtener el pago íntegro del crédito.

¡Bah! No cabía discusión: desde el gerente hasta el lechero parecían hacerle un signo afirmativo:

—Conforme, don Julián, hay que arriesgarse.

—Pero en el garito no —dijo Julián—; sería mal visto por ustedes mismos. En la Bolsa: eso es más de caballero. Mi pobre tío Fabio no se conformaría jamás de ver su dinero reducido a fichas en una mesa de juego…

Tomó el diario. ¿Qué acciones comprar?

Ucayanis, Fortuna, La Gloriosa, Adiós mi Plata…,
no tenía la menor idea de estos títulos. ¡Qué tontería! A qué pensarlo tanto.

¿No iba a intentar un golpe de fortuna? Buscaría una "mano inocente" para la jugada.

Llamó a su mujer.

—Dime: supuesto el caso de que así como mi tío nos ha dejado quince mil pesos, nos hubiera dejado cien mil y quisiéramos hacer una inversión, ¿cuál de estas acciones elegirías?

—Ninguna. Yo sería partidaria de comprar una casita, no muy grande, por supuesto, pero bonita, de esas en forma chalet, con ladrillos colorados y una enredadera de flor de la pluma que subiera por la pared del fondo, para ocultar un poco el gallinero…

—¡Hija, por Dios! No sigas haciendo construcciones. Recuerda que la herencia no es de cien mil pesos sino de quince mil, y hay que pagar un mundo de acreedores. Haz cuenta de que se trata de un millonario excéntrico que quiere meter su dinero en cualquier cosa…

—Para un hombre tan estúpido yo le aconsejaría estas acciones: las Adiós mi plata. ¿Te parece bien?

—¡Admirable! —dijo, riéndose, Julián.

Ella se acercó mimosa.

—Dime la pura verdad. ¿Es Davis el que te ha hecho ese encargo?

—¿De dónde sacas ese disparate?

—No me lo niegues. Ese millonario raro tiene que ser él… ¿A qué lo ocultas?

Y añadió con malignidad:

—Cómprale las
Adiós mi plata
. ¡Muchas, muchas! ¡Cuánto me alegraría de que perdiera!

Aquel recuerdo de Davis fue para Julián una revelación.

Su mujer tenía razón. No era propio que él un infeliz que debía a cada santo una vela y necesitaba mantener su prestigio de hombre serio, se metiera a especular. En cambio, Davis…

Como lo pensó lo hizo.

Esa misma tarde fue donde un corredor de comercio y le explicó en breves palabras el asunto: Su socio, un inglés acaudalado, quería comprar algunas acciones de la Compañía
Adiós mi plata
; quería, eso sí, limitar sus pérdidas a una cifra dada.

—Aquí tiene estos diez mil pesos como garantía. ¿Le puede comprar dos mil acciones? Bien. Si bajan más de cuatro puntos, liquida usted la operación. Si suben, espera instrucciones.

—Conforme. ¿Cómo se llama su socio?

—Walter

Davis.

—Perfectamente —y anotó en su libro de órdenes: "Walter Davis… 2.000
Adiós mi plata
".

¡Con qué gusto miró Julián aquel apunte! Era la primera vez que Davis actuaba por su cuenta.

¡Buena suerte!

Y abandonó la Bolsa triunfalmente.

Una semana después, Davis estaba ganando seis mil pesos.

VIII

Fue un mes entero de nerviosidad desesperante.

Todas las mañanas, a hurtadillas de su mujer, Julián tomaba el diario y leía temblando las cotizaciones.

Las
Adiós mi plata
, firmes. Subieron dos puntos.

Quedaron a 15 1/2 comprador. ¡Maravilloso!

Ni se acordaba de las miserias de su casa. La mujer tronaba,

¡qué iba a hacerle! Ya pasaría todo aquello y serían millonarios.

Pero Leonor no lo sabía, e insinuaba:

—Mira, Julián, mientras se arregla el asunto del legado, ¿qué te parecería que vendiera los aros de perlas? No los uso nunca. ¡Son demasiado valiosos para mí!

Era el supremo recurso financiero que en los momentos álgidos de crisis asomaba a sus labios. Lo indicaba tímidamente porque sabía de antemano la respuesta:

—¿Estas loca?, ¿vender las perlas que te dio mi madre?

Ella suspiraba sin atreverse a insistir. Julián parecía no darse cuenta de la situación.

Así era en realidad. La Bolsa le obsesionaba.

Para distraerse, salía con Luis Alvear o iba a casa de Goldenberg.

Porque Goldenberg, le había tomado un cariño verdaderamente fraternal.

Invitaciones a almorzar, a comer, al teatro, al biógrafo.

Sólo Anita con sus ojos inquietos y misteriosos como un mar, lo hacía desentenderse por algunas horas de ese terrible ir y venir de las acciones.

Tenía los caprichos más curiosos: ahora quería que escribiera un libro en que apareciera una mujer extraña que dejaba a su marido, su casa y su fortuna por irse con un poeta que le comprendía.

—¿Usted no ha escrito nunca una novela?

—Las novelas hay que vivirlas —decía él—. Después se escriben.

De otra manera no resultan reales… y la historia de su vida había sido tan serena, tan burguesa…¡Oh! Las protagonistas apasionadas como la que ella imaginaba, no eran fáciles de encontrar en estos tiempos. Habían muerto con el romanticismo.

—¿Cree usted que no hay ninguna?

Le envolvía en una mirada dulce y capitosa como vino añejo, y añadía en tono alegre:

—Yo, al contrario, creo que la dificultad está en hallar el "héroe".

Hay que crearlo. ¡Y qué difícil debe ser crear un personaje!

Julián no podía menos de sonreírse. El, por de pronto, había creado a Davis. Así, de buenas a primeras, sin pensarlo mucho, cediendo a instinto ciego y egoísta —todas las concepciones son lo mismo— había lanzado al mundo aquel engendro que se paseaba por Bolivia y preocupaba a Goldenberg y perturbaba los negocios de Bastías y especulaba con éxito en la Bolsa.

—No crea, Anita. Nunca el dar vida a un ser es un problema.

Ella le miraba con sonrisa picaresca.

—¡Qué jactancia! ¿Se halla capaz de crear al personaje?

—Si hacemos la novela en colaboración…

—Pero usted me responde de encontrar al héroe…

—Por supuesto, siempre que usted se encargue de la protagonista.

¡Ah! ¡Si desde la mañana hasta la noche Julián hubiera podido conversar solamente con Anita! Pero…

había que hablar también con Goldenberg y su conversación era un martirio.

Desde que un día Julián le preguntó su opinión sobre la compañía
Adiós mi plata
, él, por hacerse grato, comenzó a reunir antecedentes, balances y memorias sobre la marcha de la sociedad, y ¡en qué términos se expresaba de ella!

—Es un horror, mi amigo. ¡Esas acciones no valen diez centavos!

Impóngase de este informe reservado: no hay cubicación. La mina no es más que un hoyo hecho en el cerro en que no existen vestigios de mineralización. Créame, mi amigo, si yo me rebajara a especular en papeles de esa especie, vendería en descubierto todas las acciones de la compañía. Recuérdelo bien usted: ahora las
Adiós mi plata
están a quince pesos; mañana, hoy mismo, pueden estar a diez centavos. Y aún así, estarían "infladas".

Los nervios de Julián no resistían. Tomaba el sombrero, y olvidándose de todo, hasta de Anita, se iba de prisa a la Bolsa.

Allá se tranquilizaba.

—A dieciséis y medio comprador —le cotizaba el tenedor de libros y llamaba por teléfono a Gutiérrez.

—Admirable, don Julián —le decía el corredor—. ¡El señor Davis no la yerra nunca! Y ahora ¿qué hacemos?

—Compre otras dos mil.

—Voy a dar la orden.

Y luego, confidencialmente y golpeándole la espalda:

—Sea usted buen amigo, don Julián. ¿Qué le ha oído al señor Davis? ¿Habrá margen para unos cinco puntos de alza?

—Cuando él ordena que le compre más…

Julián se despedía para evitar el interrogatorio.

Y cuando Julián salía, el corredor comentaba invariablemente con el tenedor de libros:

—¡Ese Davis es un lince!

Iba a la rueda y se compraba por su lado un "lotecito".

Por su parte, Julián, tan pronto como se alejaba algunos pasos del edificio de la Bolsa, comenzaba a sufrir una angustia desesperante, que se traducía en un verdadero delirio de locomoción.

Cuando a las cinco y media de la tarde terminaban las operaciones y veía el boletín, quedaba un poco más tranquilo; pero más tarde, la obsesión volvía. No podía apartar de su mente las acciones… Creía de buena fe que la cotización de la plata influía en ellas y ni aún de noche se libraba de la terrible pesadilla.

—A estas horas aquí "no hay rueda", ¡pero en Londres…! Tal vez en este momento, las dos de la madrugada, ha comenzado a funcionar el mercado de metales.

Creía ver a los corredores londinenses, serios, correctos, impenetrables, perder repentinamente su serenidad británica y formar un corrillo bullanguero, un pandemónium en que nada se entendía.

De pronto, una voz ronca dominaba el tumulto: Un corredor comenzaba a ofrecer, a ofrecer bajando el precio y la plata se desmoronaba.

Julián veía enviar el telegrama a la Bolsa de Santiago de Chile, anunciando una baja formidable. Al día siguiente la plata estaría por el suelo, y sus acciones…

Julián no quería pensarlo. Para olvidar todo ese horror trataba de reconstruir en su memoria la silueta delicada y tentadora de Anita.

En vano.

Entonces le invadía una oleada de arrepentimiento.

¡Qué estupidez! El, un hombre razonable, metido en un
flirt
como un chiquillo, con una mujer que no le importaba nada. ¡Imperdonable! ¡No volvería a ver a Goldenberg!

Y se acostaba lleno de buenos propósitos: terminar la especulación y terminar el amorío.

Pero al día siguiente, al despertar, la vida le tomaba de nuevo entre sus ruedas, y la mujer y el juego le arrastraban…

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