Julián se mordió los labios: el socio falso, la investigación, la escritura… ¿En qué madriguera se había metido? Permaneció un momento mudo, con la vista vaga y una expresión de idiota que le torcía la boca como una parálisis.
—¿Sabe? —logró decir por fin— ¿Sabe? Pensándolo mejor… No hagamos nada… Voy a batirme con ese canalla… No diga usted una palabra de lo sucedido… se lo suplico como amigo…
El comisario se levantó solemnemente y le estrechó la mano.
—¡Eso! ¡Eso! No esperaba menos de usted, don Julián.
En el fondo del cerebro, muy al fondo, con la impunidad del gusano que va abriendo galerías en un queso roquefort, el pensamiento seguía atormentándole: ¿Cómo evitar el duelo? ¿Cómo?
Negarse rotundamente… ¡A buen tiempo, cuando ya había elegido los padrinos!
Decir que Davis se encontraba ausente… era sólo retardar la tragedia.
Una carta de Davis dando explicaciones… Julián tendría que aceptarlas. Los padrinos exigirían la publicidad: "Fin de un incidente". "Cartas cambiadas entre los señores Walter Davis y Julián Pardo". ¡La polémica terminada en punta! Las cosas quedarían más o menos igual que antes. Davis no sería ya su socio, pero… sería su amigo… Si acertaba en un negocio, nadie le quitaría de la cabeza al público que Davis se lo había aconsejado… ¡Bah! ¡Para eso, mejor era haber seguido en igual situación que antes! Había que matar a Davis, concluir con él; en una palabra, había que batirse. Pero… ¡los padrinos! ¡Qué hacer con los padrinos!
En su casa, en presencia de Leonor y del chico subido a las rodillas —"papá, llévame al apa…; papá, hágame caballo"— la obsesión se hizo más punzante.
Eran las diez. A las once llegaría el coronel con el maldito viejo.
¡Era preciso decidirse!
Estaba entre la espada y la pared, entre Carranza y Davis. Si se negaba a batirse, quedaba ante sus padrinos como un perfecto sinvergüenza. Si iba al duelo… ¡pero aún!… como un embaucador, como un farsante…
Y esos dos hombres —Carranza vociferando, Anguita repitiendo sus inepcias— llegarían antes de una hora… seguramente, indefectiblemente…
Un terror pánico comenzó a apoderarse de Julián. Habría querido huir, esconderse, desaparecer.
Y el chico seguía insistiendo: "Papá, súbame al apa… Papá, pínteme un mono… un sapo… un gato".
—¡Al diablo todo! —gritó Julián de pronto, dejando al niño con violencia en un sillón.
—Pero, Julián, ¿qué tienes?
—Basta. Tú, Leonor, llévate al chiquillo. Necesito escribir… irme de aquí…
Ella le miró con espanto. Era la segunda vez que lo veía en un rapto de nervios semejante. Tomó en sus brazos al chiquillo que sollozaba y se dirigió a la puerta, acariciándolo.
—¡Oye! ¡Mira! A Pedro que aliste el auto. Tengo que salir fuera de Santiago.
—¡A estas horas…!
—Sí, sí, no me preguntes. A las once vendrá el coronel Carranza con un señor Anguita. Dale mis excusas y entrégale dos cartas. No; una sola. Te la dejaré aquí sobre la mesa… ¡Adiós!
Julián abría los ojos desmesuradamente.
En el cristal de la ventana que daba al jardín oscuro, veía a Davis con un jockey metido hasta los ojos, que lo llamaba con voz muy queda:
—Vamos, Míster Pardo. No diga nada a la señora. Nos batiremos en la Cordillera.
Con la mirada fija en la ventana, Julián estrechó a Leonor y al niño.
—¡Perdóname! Tengo que irme. No te alarmes… Davis me necesita… Volveré en dos días más… La carta te la enviaré antes de las once… ¡Adiós!
Y salió de la pieza como un sonámbulo.
Leonor le vio perderse entre las sombras del follaje.
—¡Pedro! ¡Prepara el automóvil!
Su voz tenía una inflexión extraña. Ya no se le veía. Parecía que la noche se lo hubiera tragado.
Míster Pardo:
Si dos personas se dan cita con el fin exclusivo de matarse, no veo el objeto de traer otros caballeros que no han de ayudarles. El espectáculo no es bonito, y no me gustan los curiosos. Carezco de interés por conocer o matar a sus amigos. Nunca me ha gustado este género de caza; pero si los trae, me veré en la obligación de ordenar a mis empleados que lo practiquen.
Yo me voy esta noche a Los Andes en automóvil y de allí seguiré al sitio en que estuvimos cazando hace tres meses con usted y Pawlosky. Es un lindo paisaje y hay pasto para los caballos. Nos pondremos de acuerdo en la hora que sea a usted más cómoda.
WALTER R. DAVIS
Al pie de la carta a máquina, y tocando casi en la rúbrica de Davis, Julián había escrito a lápiz:
Mis más estimados amigos:
Una indiscreción parece haber puesto a Davis al corriente de mi resolución de esta tarde, como ustedes pueden verlo por la carta que antecede. En vista de ella, no me queda sino agradecerles una vez más sus servicios que no puedo llevar hasta los límites de un sacrificio estéril. Les ruego tranquilizar a mi mujer.
Gracias mil veces.
JULIAN PARDO
Los padrinos leyeron en voz baja, uno tras otro, la carta, y se miraron.
—¡Es un estúpido! ¡Canastos!
—¡Peor que eso —corrigió el señor Anguita, arreglándose los lentes—, es un demente peligroso! ¡Mire usted que decir que va a asesinar previamente a los padrinos! Y su marido, ¿qué ha hecho, señora?
—¡No sé! Tomó el automóvil y salió —exclamó Leonor, pálida como una muerta, retorciéndose las manos.
—La felicito, señora; su marido es un valiente… y no lo parecía…
¡Zambomba! Pero con carta y todo, yo creo que hay que acompañarlo.
—¿Acompañarlo? ¡Sería una imprudencia! —observó don Juan Anguita.
—Pero, ¡por piedad! ¿Qué pasa? Hablen ustedes.
—Nada, señora. ¡No se alarme! —dijo Carranza, poniéndose muy rojo—. Cosas de hombre, que ¡como es muy natural! no se les pueden decir a las señoras… ¡Pero no se alarme! Vamos, don Juan.
Leonor se dejó caer en un sillón y se oprimió la cabeza con las manos.
—¡Dios mío! ¡Qué horror, Dios mío!
Los hombres salieron precipitadamente.
—¡Casi suelto la pepa, don Juan!
—¡Pobre
señora!
—¡Bah! ¡Histerismos! ¡Cómo llegue a sospechar lo del duelo…!
Y subieron al automóvil que les aguardaba.
A esas mismas horas, Pardo, a cuarenta kilómetros de la ciudad, en una miserable piececita del
Gran Hotel Continental
—así se llamaba ahora la
Posada del Crucero
— aspiraba con la ventana abierta de par en par al campo, el aire de la libertad. Se consideraba en salvo.
Un ambiente de paz envolvía al poblado. Olor a heno, a establos, a tierra húmeda.
A lo lejos, el ladrido de los perros, cada vez más confuso y atenuado, iba señalando el paso del automóvil que regresaba a la ciudad.
De ese lado el horizonte se perdía en una sucesión de cerros bajos de perfiles ingenuos, como trazados por la mano de un niño.
Arriba, la luna blanca y sencillota —una gran galleta de agua con la muestra evidente de un mordisco— le evocaba el recuerdo del
Nito
…
Así se dormía siempre, con una galleta a medio comer entre las manos paliduchas.
Y por sobre el caserío y los viejos eucaliptus y los cerros, la noche, como una vieja previsora, abría su paraguas desteñido, lleno de una infinidad de pequeñas picaduras luminosas. Un
en-tout-cas
de familia, apolillado de estrellas y con un piquete enorme: la luna.
¡Qué indiferencia, qué desidia, y, sobre todo, qué pobreza delataba ese paraguas sin zurcir de la noche campreste! Y, sin embargo…, con qué derroche plateaba los viejos muros, los troncos de los eucaliptus y el patio de la
Posada del Crucero
…, ¡perdón!… del
Gran
Hotel Continental.
¡Oh! Ciertamente le cuadraba mejor su antiguo nombre; pero ¿qué importancia tenía ello? para pasar dos días de incógnito…
Porque de eso se trataba. Ya volvería a la ciudad…
—¿Y Davis?
—Herido.
—¿De gravedad?
—No sé… ¡tal vez! Se lo llevaron sus amigos a Mendoza…
¡Qué abrazo tan efusivo le daría el coronel Carranza!
Al día siguiente el dueño del
Gran Hotel Continental
, un hombre gordo y bonachón, con zapatos crujidores y chaqueta abierta y blanca como su sonrisa, vino a turbar el sueño de Julián.
—Un telegrama para el caballero.
—¿Para mí? ¡Qué cosa más extraña!
Desde el fondo de su alma, Pardo maldijo al
chauffeur
:
—¡Claro, lo ha soltado todo! ¡Y tanto que le dije…!
Las letras azules se retorcían y alargaban como un lazo cimbrado por un vaquero experto:
Espéreme. Llevo orden carabineros para que nos escolten.
Haremos escarmiento. —Carranza.
En un segundo comprendió la situación. El coronel no era hombre de quedarse así. A la amenaza del inglés respondía él con la suya. ¿Davis le iba a atacar a él con sus empleados? El se defendería con sus carabineros. ¡Una batalla campal en perspectiva! No había tiempo que perder.
Cuatro frases a Carranza explicándole que su concepto del honor le impedía detenerse; un caballo… arrendado, comprado ¡como fuera!; un guía que lo internara cerro adentro… ¡Nada más!
—Un caballo y un guía, don Pacomio. Pero rápido. ¡Ah! ¡Y un revólver!
En su precipitación, Julián se había olvidado de traer el suyo.
Media hora después, Pardo, en una nube de polvo, que en vano parecía sacudir la manta roja de su acompañante, se alejaba a todo galope por la carretera.
La enorme silla de pellones le abría las piernas hasta descoyuntárselas, y los gruesos estribos parecían colgar de sus riñones, estirándole las fibras más recónditas y sacudiéndole las entrañas… A ratos sentía deseos de echar al diablo su amor propio, su dignidad, su honor; quedar como un embustero o un cobarde; alzar los brazos gritando
kamerade
y entregarse en manos de Carranza.
Sólo cuando empezó a oscurecer y los caballos tomaron ese paso cadencioso y largo que va sacudiendo el rendaje como un péndulo, al compás de las cabezas de las bestias, Pardo tuvo aliento para conversar.
—¿Cómo te llamas?
—Serafín.
—¿Eres de aquí?
—No, patrón, pero estoy desde
guainita
.
—¿Y ese vendaje en la cabeza?
—De salteo…
—¿Hace tiempo?
—Más de un mes. Me pegaron con una
garabina
…
—¿Cómo fue eso?
El hombre sacó una petaca y lió un cigarrillo.
—Así no más, pues, patrón: había vendido unos
bueyecitos
… Parece que los niños lo supieron y se dejaron caer a eso de la oración. Aturdieron a la vieja, amarraron a las dos chiquillas… No se oían más que lamentaciones… A mí me sujetaron entre dos y me suspendieron a una viga.
—¿
Onde
está la plata?
—Y yo
callao.
Y estos brutos comenzaron a pegarme.
—¿
Onde
está la plata?
—Y yo como un cementerio.
—¡Taitita! ¡Dígales, por Dios!
—Y estos brutos, golpe y golpe. ¡Por ésta, patrón, que ya se las largaba! Y seguían ¡dar que es
güeno
! Ya no podía más… ya iba
icirles,
cuándo…
El rostro de Serafín se iluminó con una expresión beatífica.
—¡Quién le dirá, patrón! ¡La suerte del pobre! Cuando ya iba a confesarla llega uno por detrás y me ajusta un culatazo en la cabeza…
La cara cobró una expresión aún más dichosa.
—Me aturdió altiro, patrón. ¡Libré la plata!
Dio una chupada al cigarrillo, se alzó con una mano el sombrero de pita, y añadió:
—Fue aquí, cerca de la nuca. ¡Palabra que si supiera cómo se llama el hombre, le mandaba un cordero! Si no es por él… ¡La plata estaba perdida…! ¡Fue lo
mesmo
que un milagro!
Y después de un silencio, agregó:
—
Puée
que no fuera milagro, pero yo de todos modos les dije a las chiquillas que le prendieran una vela a mi padre San Antonio, por si acaso… porque ha de saber su mercé, que yo soy
nacío y
envacunao
en la religión cristiana.
Se había hecho de noche y los caballos avanzaban cada vez más lentamente por entre los matorrales que cubrían la quebrada.
Julián pensó que a esas horas los carabineros al mando del coronel Carranza recorrerían el campo tratando de encontrar su rastro.
—¿Eres hombre de guardar un secreto, Serafín?
—¡Claro, patrón! cuando no largué lo de la plata…
—¡Bien! A mí me andan buscando los carabineros…
Serafín le miró con ojos recelosos.
—No es por nada malo. Es que quiero arreglar cuentas con un gringo y no es bueno que aparezcas mezclado en este asunto. Da un rodeo y no vuelvas a tu casa hasta mañana.
—¡No me pillan nunca!
Julián le extendió la mano; en ella iba un billete.
—Gracias, patrón. ¿Para qué fue a molestarse?
Se llevó la diestra al sombrero y dio media vuelta a su caballo.
Pardo le vio esfumarse como una mancha rojiza en la lejanía, e inclinándose sobre el arzón de su montura, se internó por el sendero cada vez más estrecho que bordeaba la quebrada negra y rumorosa.
Los cerros se perfilaban a lo lejos, oscuros y deformes, como animales en reposo. Un vaho espeso se levantaba de sus lomos y parecían rumiar plácidamente con el ruido monótono del arroyuelo que corría al fondo y de las hojas estremecidas por el viento. Era un rumor constante, impregnado de un vago misticismo, como el eco de un rosario rezado a media voz, en que se funden cien tonos diferentes. El viento, el agua y las hojas murmuraban soñolientos su oración. Acaso en ese mismo instante, Leonor también rezaba…
Con el corazón oprimido de angustia, Julián creyó percibir esa plegaria: "Dios te salve, María, llena eres de gracia…"
Y luego una carcajada estridente como el canto de un grillo: Goldenberg que bromeaba con Anita:
—¡Tonto! ¡No me hagas cosquillas!
—¡Oh! Es usted muy quisquillosa. ¿No se dice quisquillosa?
¡Caramba!, pero esa voz no era de Goldenberg.
Julián conocía demasiado ese acento británico, esas sílabas trituradas por unos dientes largos y amarillos, para poder equivocarse… ¿Davis? ¿Entonces Davis…?
Sintió frío. Un frío extraño que no era de este mundo y parecía deslizarse como una mano de muerto por su espalda, subiendo poco a poco hasta frisarle el pelo de la nuca.