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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (11 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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Abrió los ojos y miró la bolsa de las piedras. Las claves que Drachea confiaba en encontrar eran probablemente más fáciles de descubrir a través de las dotes de una vidente que gracias a una exploración física al azar…, si ella tenía valor para intentarlo.

Oscuros temores nublaban su cerebro, arguyendo violentamente contra la idea; pero esta vez, Cyllan los dominó con firmeza. Nunca había sido cobarde; no tenía que vencer el obstáculo del terror supersticioso que afligía a la gente ordinaria. ¿De qué había de tener miedo? Apretando resueltamente los puños, se acercó al antepecho de la ventana.

La vieja ropa estaba pegajosa a causa de la sal, y la bolsa de cuero, rígida y crujiente. Cyllan sacudió las piedras en la palma de su mano y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo. Sintió en su nuca un hormigueo familiar, señal segura de que sus sentidos psíquicos estaban despertando, y la impresión fue tan rápida que se quedó estupefacta. Fue como si algún poder externo tirase de ella como de una marioneta. Cerró los ojos y una oscuridad nubló al instante su visión interior, una negrura densa que le dijo que su conciencia dejaba paso a algo mucho más profundo. Los guijarros quemaban sus manos como cristales de hielo. Enfocó la oscuridad, se concentró, rechazando la ola de un miedo enfermizo…

El repiqueteo débil pero duro de las piedras cayendo al suelo rompió el silencio, y Cyllan se echó atrás lanzando una exclamación ahogada. El arranque psíquico había sido muy rápido, y su fuerza la dejó pasmada. Le pareció que la habitación se hacía más profunda, retrocedía momentáneamente, cuando abrió los ojos; después su visión se aclaró, y miró el dibujo que habían formado las piedras.

La más grande de todas estaba en el centro exacto de la figura. A su alrededor, las otras se extendían en espiral para formar siete brazos desiguales. Aquella figura era familiar, terriblemente familiar, y sin embargo no podía situarla, no podía recordar…

—Cyllan.

Gritó impresionada y casi se mordió la lengua al oír una voz extraña y argentina que pronunciaba su nombre en el vacío. Y en el mismo instante, tuvo una terrible premonición, la horrible certidumbre de que había algo detrás de ella, en la habitación, observándola…

Tenía la garganta tan contraída que apenas podía respirar. Y los contornos de la habitación estaban cambiando, perdiendo su solidez, creciendo de un modo extraño y espantoso… Unos colores raros centellearon en los bordes de su percepción, y sintió un frío que llenaba el aire y penetraba hasta sus huesos… Furiosamente, luchando contra la amenaza de un terror ciego, obligó a sus músculos a obedecerla y volvió la cabeza.

La habitación estaba vacía. Demasiado vacía…, como si el mundo real hubiese dejado de existir, dejándola extraviada en una media dimensión de engaño y fantasmagoría. Y a pesar de lo que le decían sus ojos, todavía podía sentir la presencia de otra inteligencia en la estancia. La estaba observando, burlándose de su incapacidad de ver…, y Cyllan sintió la fría y afilada hoja del cuchillo del mal…

Un solo y súbito estampido, tan fuerte que superaba las facultades del oído, resonó en el interior de su cabeza. Entre una niebla de dolor, vio que empezaba a ondularse la puerta de su habitación, alabeándose en formas imposibles. Apareció un aura a su alrededor como un halo de pesadilla, y chillones colores se agitaron furiosamente, casi cegándola. Algo se estaba acercando; lo sentía…, algo que podía aplastarla y matarla, como un niño distraído podía aplastar un insecto con el pie.

Sin otro aviso, la puerta se desintegró y apareció en su lugar una luz negra. Cyllan luchó desesperadamente contra el terror de lo que sabía que tenía que ser una espantosa y poderosa alucinación, pero la razón no podía combatir la imagen de la figura no del todo humana que se estaba formando en el corazón de aquella luz, ni la larga y delgada mano que se tendió lentamente, autoritariamente, hacia ella.

Cyllan gritó, y supo que ningún sonido había brotado de sus labios. Todos los músculos de su cuerpo se contrajeron en un rictus y un solo y fuerte espasmo la sacudió de los pies a la cabeza antes de derrumbarse, inconsciente, entre las piedras desparramadas en el suelo.

A Drachea le palpitaba el corazón con molesta rapidez, mientras descendía por la amplia escalera principal del Castillo. Estaba excitado por la perspectiva que veía abrirse ante él, satisfecho de haber resuelto emprender una acción positiva, en vez de esperar pasivamente los acontecimientos; y sin embargo, aquella satisfacción estaba fuertemente entrelazada con una aprensión que iba en aumento a medida que se alejaba de la segura habitación de Cyllan.

Al llegar al pie de la escalera, vaciló y miró recelosamente a su alrededor para asegurarse de que no había señales de Tarod. Más allá de la puerta entreabierta, el patio parecía sombrío y hostil, con el fulgor rojo de sangre intensificado por la negrura contrastante de las paredes y de las losas del suelo, y el valor de Drachea empezó a flaquear. Hubiese querido, aunque por nada del mundo lo habría confesado, que le acompañara Cyllan. Él había recibido su negativa con indiferencia, diciéndose que no necesitaba ayuda, pero ahora, en el deprimente silencio, el Castillo parecía amenazador, como un enemigo que esperase solamente el momento oportuno para atacarle.

También, y por encima de todo, estaba ansioso por evitar otro encuentro con Tarod. Sus bravatas no podían ocultar el miedo fundamental que sentía del Adepto, y se imaginaba que Tarod no vería con buenos ojos su intento de descubrir los secretos del Castillo. El recuerdo de lo que había sucedido en el patio le hizo vacilar momentáneamente; pero, con este sentimiento, renació su cólera, y cuando pasó el acceso de terror, se sintió mejor, animado por la ira que empezaba a germinar en un deseo de venganza. Si Cyllan prefería esconderse en aquella mohosa habitación, ¡allá ella! El encontraría las respuestas que necesitaba y le mostraría que un hijo de Margrave no requería la ayuda de una campesina conductora de ganado.

Salió al exterior y contempló la Torre del Norte, que se recortaba contra el cielo uniforme de estaño. Ya no se veía luz en una de las ventanas más altas, pero Drachea sospechó que Tarod estaba en aquella habitación. Así era mejor; él se dirigía a otra parte y la idea de que era improbable que el Adepto se cruzase en su camino reforzó su confianza.

A la derecha de la escalinata que conducía al patio había una columnata, con una puerta en su extremo. Drachea pensó que era extraño que existiese otra entrada en el Castillo tan cerca de la puerta principal… Esto parecía indicar algún propósito ulterior.

Con otra rápida mirada hacia la torre, bajó corriendo los peldaños y se dirigió a aquella puerta. Esta se abrió fácilmente cuando levantó la aldaba, y esto contrarió a Drachea: si condujese a algún lugar importante, ¿no habría sido cerrada con más cuidado? Presumiendo que aquello no sería más que un almacén o algo parecido, atisbó hacia el interior y vio un largo y estrecho pasillo que descendía en pendiente hacia lo que debían ser las entrañas del Castillo. Durante la primera veintena de pasos, el resplandor carmesí llegó hasta allí, iluminando viejas manchas de humedad… Después el pasillo quedó enteramente a oscuras.

La idea de aventurarse en aquella negrura bastó, al principio, para socavar la resolución de Drachea. Si Cyllan hubiese estado con él…

No, se dijo. No la necesitaba. Sus ojos se acostumbrarían pronto a la oscuridad, y si, como sospechaba, este pasadizo le acercaba a alguno de los secretos del Castillo, pronto podría contar a Cyllan una historia que le abriría los ojos a la verdad.

Respirando hondo (¡qué desagradable era el olor a moho que flotaba en el aire!) cruzó la puerta, cuidando de dejarla abierta de par en par a su espalda. El suelo del pasadizo era bastante regular y al avanzar, su visión empezó a acomodarse gradualmente a la oscuridad, hasta que pudo distinguir los vagos contornos de las paredes que tenía delante. Estas parecían prolongarse indefinidamente y siempre hacia abajo… Vaciló y después apretó el paso, luchando contra su inquietud.

El suave ruido de sus pisadas llegó a hacerse casi hipnótico a medida que avanzaba a lo largo del pasillo. De vez en cuando, algún fenómeno acústico casi le convencía de que oía otras pisadas detrás de él, ligeramente desacompasadas con las suyas. En una ocasión se detuvo en seco; creyó oír que los pasos ilusorios se paraban detrás de él, y el sudor brotó de su frente y de su cuello. Pero cuando se volvió, allí no había nada…

Imaginaciones. La mente hacía toda clase de jugarretas en circunstancias como ésta. Aquí no podía haber fantasmas… Drachea siguió andando, resistiendo la tentación de silbar para darse valor, y de pronto el pasillo terminó al pie de un tramo de escalones. Se detuvo, tanteando cautelosamente el primer peldaño, y de nuevo miró por encima del hombro. Nada…

La escalera era empinada y Drachea tuvo la impresión de que se estaba acercando a su meta. Pero en ese momento sintió una oleada de excitación al ver que, delante de él, la escalera terminaba en otra puerta.

Estaba abierta, como si alguien hubiese pasado descuidadamente por ella momentos antes, y más allá, una pálida luz iluminaba débilmente un gran salón abovedado. Drachea cruzó rápidamente la puerta y, al entrar en el sótano, tropezó con algo que había en el suelo y cayó cuan largo era. Maldijo en voz alta y su voz resonó con fuerza aumentando su impresión, y al sentarse aturdido en el duro suelo de piedra vio lo que le había hecho caer.

Libros. Cientos de ellos, desparramados sobre las losas. Dondequiera que mirase, dondequiera que pusiese las manos, había volúmenes y manuscritos y rollos de pergamino, algunos enteros, otros rasgados y hechos trizas. Y al débil resplandor que iluminaba la estancia, pudo ver estantes adosados a las paredes, muchos de ellos rotos, pero algunos conteniendo todavía libros en equilibrio inestable que parecía que iban a resbalar y caer a la menor provocación. Era como si algún erudito se hubiese vuelto loco en su propia biblioteca…

Desde luego, ¡era la biblioteca del Castillo! Y esta revelación hizo que Drachea olvidase inmediatamente su primitiva intención, pasmado por el hecho sorprendente de que, por pura casualidad, hubiese tropezado literalmente con el más grande depósito de conocimientos arcanos del mundo. Alargó una mano y tomó el libro caído que tenía más cerca, estremeciéndose cuando varias hojas se soltaron y cayeron revoloteando al suelo. Todos los secretos del Círculo, su ciencia, sus prácticas, estaban al alcance de su mirada sin nadie que lo prohibiese… ¡Era más de lo que nunca se habría atrevido a soñar!

Drachea abrió el libro al azar y empezó a estudiarlo. La escritura era muy apretada y difícil de leer bajo aquella luz tan débil, pero descifró lo suficiente para que su pulso se acelerase. Ritos de iniciación; todas las fórmulas estaban allí; las oraciones, los conjuros… Tomó otro volumen al azar y volvió febrilmente las páginas. Este era más antiguo, todavía más difícil de leer… Lo dejó a un lado y tomó uno de los rollos. Era de pergamino y la tinta estaba tan descolorida que calculó que había sido escrito hacía siglos, antes de que se inventase el procedimiento de emplear pasta de madera para hacer un material más fino que sustituyese la piel animal. Casi devotamente, Drachea lo apartó con el primer volumen y después se levantó, mirando enloquecido a su alrededor.

Podía pasar allí toda una vida. Podía estudiar año tras año hasta que sus cabellos se volviesen grises, sin saciar su sed de conocimientos ocultos. Sintió envidia de los Iniciados que habían tenido libre acceso a este increíble lugar, y entonces se rehizo, casi burlándose de su propio absurdo. Él tenía ahora libre acceso a la biblioteca, ¡no había un Círculo que pudiese cerrarle el camino! Solamente había un hombre, y por muy alto que pudiese ser un Adepto, había maneras de burlarle. Aunque Tarod usara la biblioteca para sus propios fines, no echaría en falta unos pocos volúmenes entre aquel caos. Y en el refugio de una de las habitaciones superiores del Castillo, Drachea podría absorber a su antojo este fabuloso conocimiento.

Había olvidado a Cyllan; había olvidado su peligrosa situación. Empezó a buscar entre los libros, recogiendo aquellos que le parecían más prometedores, hasta que tuvo todos los que podía llevar. Se irguió, rojo el semblante por el esfuerzo y la excitación pero se quedó helado al oír un ruido de pisadas fuera del sótano.

Varios de los libros se le cayeron al suelo y el ruido que produjeron hizo que sintiese un sudor frío. Las pisadas venían de la escalera, lentas, acompasadas, resonando débilmente. Tarod, ¡tenía que ser él! Su sensación de triunfo se desvaneció ante la idea de lo que podría hacerle el Adepto si descubría su presencia aquí, y miró frenéticamente a su alrededor, buscando un lugar donde esconderse. Al principio pareció que nada podía esperar, pero después vio una puerta, baja e insignificante, medio oculta en un hueco entre dos hileras de estantes. Olvidándose de los libros, corrió hacia ella… y al alcanzarla, las pisadas se extinguieron en el silencio.

Drachea se detuvo, sintiendo que se le ponía la piel de gallina. Las pisadas humanas no se extinguían simplemente de esta manera. Alguien se había estado acercando, había llegado casi al pie de la escalera…., ¡no podía haberse desvanecido!

Con ojos desorbitados, miró hacia la escalera, apenas visible más allá de la entrada de la biblioteca. Ninguna sombra se movía y el silencio era absoluto. El miedo empezó a convertirse en pánico, y Drachea retrocedió involuntariamente hasta que chocó con la pequeña puerta. Esta se abrió de golpe, haciendo que el joven lanzara un grito y la cruzase tambaleándose.

Ahora se hallaba en un largo y estrecho pasadizo que descendía en fuerte pendiente delante de él. La débil luz que iluminaba todo el sótano era aquí más intensa, como si su origen estuviese en alguna parte de este corredor, y un violento estremecimiento sacudió a Drachea, un temor desmesurado que no podía definir, pero que eclipsaba cualquier otra sensación.

Algo acechaba en el extremo invisible del pasadizo. Lo sentía, era una presencia palpable… y se acercaba lentamente en su dirección. Un sonido suave, como el eco de una risa no del todo humana, pareció resonar en su cabeza y Drachea retrocedió, consciente de que la bilis subía a su garganta y esforzándose en tragarla de nuevo. No podía ver nada, pero sabía que estaba allí… Una presencia, una presencia monstruosamente maligna…

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