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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (12 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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Sintió que un debilísimo aliento rozaba su cara, y perdió todo dominio sobre sí mismo. Lo que pudiese esperarle en la escalera no sería nada en comparación con el horror desconocido que se escondía detrás de esa puerta, y corrió como un animal perseguido, lanzándose a través del sótano y de la puerta en arco. Ya en la escalera, cayó, se puso dificultosamente en pie, siguió subiendo, mientras un pánico ciego superaba a todo lo demás. Nada le cerró el camino, nadie surgió de pronto de las sombras para enfrentarse con él, y al fin salió al patio relativamente iluminado, derrumbándose con una fuerza que le despellejó las rodillas y las manos.

Drachea rodó y se levantó tambaleándose, y se apoyó en una de las columnas para sostenerse mientras luchaba por recobrar el aliento. El patio vacío parecía más desolado y amenazador que nunca; sombras más allá del alcance del rojo resplandor parecían, a su imaginación exaltada, tomar formas vagas y amenazadoras. Se estremeció, cerrando los ojos contra aquellas imágenes importunas, y se esforzó en llenar de aire sus pulmones. Su pulso se hizo más lento y, al cabo de un rato, abrió de nuevo los ojos, recobrando algo de su aplomo.

Había sido un estúpido. No había nadie en la escalera del sótano, y nada en el pasillo al que daba la puerta pequeña. Se había dejado llevar por la imaginación, y una ilusión le había aterrorizado… Miró por encima del hombro hacia la puerta por la que acababa de salir. La idea de volver allí no le apetecía a pesar del señuelo de los libros, y haciendo un irritado ademán en dirección a la puerta, echó a andar hacia la entrada principal del Castillo. Volver junto a Cyllan sin nada que explicar sería confesar su fracaso y, por consiguiente, rebajarse…, algo contra lo que se rebelaba violentamente. No volvería a la biblioteca, todavía (y acalló una vocecilla interior que le decía que tenía miedo de volver solo a ella). El Castillo debía contener otras muchas revelaciones; tenía que haber otros lugares, indudablemente mejores, donde buscar las respuestas que necesitaba.

Con una rápida y furtiva mirada a su alrededor, para asegurarse de que estaba solo, Drachea caminó apresuradamente a lo largo de uno de los, al parecer, interminables corredores del Castillo.

Fue pura y fortuita coincidencia lo que llevó a Drachea a la serie de habitaciones de la planta baja del ala norte y central. Había llegado a ellas por un camino indirecto, dando vueltas y revueltas en el laberinto de pasillos que se extendían por todo el Castillo, y se sentía cansado, frustrado y descorazonado cuando llegó a la puerta claveteada y de pulida superficie. Pero en cuanto hubo corrido el pestillo y mirado en el interior, comprendió que había encontrado algo que era más que otra habitación vacía.

En la estancia destacaba una mesa grande, con un sillón tallado y acolchado detrás de ella. Un montón de papeles había sido limpiamente colocado sobre la mesa, como esperando una atención inminente. Un tintero y varias plumas estaban al lado de ellos. Y la mirada de Drachea descubrió algo más. Un sello, medio oculto detrás del tintero…

Cerró la puerta sin ruido y se acercó a la mesa. Al alargar la mano hacia el sello, vaciló, asaltado de pronto por la impresión de que estaba entrando en un terreno absolutamente prohibido. Si este salón era lo que él creía, el mero hecho de tocar aquel sello sería una especie de blasfemia. Sin embargo, tenía que saber…

Con la boca seca, hizo acopio de valor y agarró el sello. El emblema reflejó el resplandor carmesí, y el joven vio que era un doble círculo cortado por un relámpago.

El sello del Sumo Iniciado… Respetuosamente, y con cierto temor, volvió a dejarlo en su sitio y miró a su alrededor, sintiéndose de pronto atemorizado. Este debía de ser, o haber sido, el despacho de Keridil Toln… Se estremeció. Nunca había visto al Sumo Iniciado, pero su fantasma parecía cernerse sobre la estancia, observando desde el limbo inimaginable en que moraba ahora.

Drachea se volvió despacio, captando todos los detalles de la sombría habitación. Todo estaba perfectamente ordenado, como si Keridil Toln hubiese salido por última vez de su despacho con alguna premonición de lo que iba a suceder. El frío que flotaba en el aire era más que físico… Volvió bruscamente la espalda a la amplia chimenea, que por alguna razón inexplicable lo ponía doblemente nervioso, y se acercó de nuevo a la mesa. Había tres cajones poco profundos debajo de la pulida superficie, en uno de los lados de la mesa, y Drachea los abrió sucesivamente. Si existían relatos de sucesos recientes, seguramente estarían guardados ahí…

Los dos primeros cajones sólo contenían papeles referentes a asuntos ordinarios, principalmente listas de diezmos, y de poco interés. El tercero se resistió al principio y Drachea pensó que estaría cerrado con llave, hasta que se abrió bruscamente y con tanta fuerza que se desprendió de su soporte y desparramó su contenido sobre el suelo.

Drachea tomó uno de los papeles al azar y su corazón dejó un momento de latir al llamarle la atención una palabra, un nombre:

Tarod.

Se acercó casi corriendo a la ventana y sostuvo el papel junto al cristal para aprovechar la poca luz que allí había. Ahora vio que aquel papel era un documento oficial, firmado y sellado por el Sumo Iniciado y suscrito también por seis ancianos del Consejo de Adeptos, en calidad de testigos.

Era una orden de ejecución
.

Drachea se tapó la boca con una mano, sintiendo vértigo, con una mezcla de excitación y horror, mientras en su cabeza sonaban los primeros ecos de la verdad. Sus sospechas habían sido acertadas…

Guardó el documento debajo de su chaqueta y empezó a recoger febrilmente los otros papeles desparramados. Al fin encontró lo que había esperado y por lo que había rezado: un informe, escrito con la misma cuidadosa caligrafía de la orden de ejecución y reservado exclusivamente para conocimiento de los Consejeros más antiguos. Adherida a él había una carta abierta, en la que reconoció el sello de la Hermandad de Aeoris, entrelazado con el símbolo del pez de la provincia de la Tierra Alta del Oeste.

La Tierra Alta del Oeste, donde habían empezado los rumores alarmantes… Se sentó en el sillón de madera tallada, sin preocuparse ya de que perteneciera al Sumo Iniciado o al propio Aeoris. Leer era difícil en la penumbra, pero ya no confiaba en que sus piernas le sostuviesen. Silenciosamente, ávidamente, leyó primero la carta. La Señora Kael Amion… era por lo visto superiora de la Residencia de la Tierra Alta del Oeste, y la misiva que había enviado a Keridil Toln era de máxima urgencia y se refería a un Iniciado y a una de sus novicias. Sí, la cosa empezaba a tener sentido…, pero necesitaba más, mucho más.

La mano de Drachea temblaba al tomar el informe. Lo leyó en su integridad, con sólo el ocasional susurro de una hoja al ser vuelta rompiendo el lúgubre silencio de la habitación. Cuando hubo terminado, se levantó y, con una lentitud que indicaba que no tenía un dominio absoluto sobre sus miembros, ocultó cuidadosamente los papeles debajo de la chaqueta, con el primer documento. Su rostro estaba ceniciento cuando se volvió para mirar de nuevo la chimenea y el suelo embaldosado delante del hogar. Una fascinación morbosa le impulsaba a acercarse más, a estudiar aquella parte del suelo en busca de señales que demostraran que lo que había leído era cierto; pero no podía hacerlo. Y las palabras del Sumo Iniciado parecían demasiado frías y sinceras para que quedase la menor sombra de duda.

Tenía que mostrar a Cyllan lo que había encontrado. Tenía que demostrarle que había estado en lo cierto, en realidad, más de lo que se había atrevido a soñar. Y sobre todo, necesitaba compartir con alguien la carga de su miedo.

Drachea volvió a colocar en su sitio el cajón que había caído, puso el sello de manera que quedase igual que antes junto a las plumas y el tintero sobre la mesa del Sumo Iniciado. Cerró la puerta del despacho sin ruido al salir e hizo la señal de Aeoris sobre su corazón antes de volverse y correr hacia la escalera principal.

CAPÍTULO V

L
os agudos sentidos de Tarod se alertaron a la primera sospecha de algo adverso que se filtró en su mente. Era como si una débil ráfaga de viento hubiese turbado un día absolutamente tranquilo, presagiando un cambio; y le inquietaba a un nivel más profundo de lo que estaba dispuesto a confesar.

Se levantó del desvencijado sillón de cuero donde estaba sentado y se acercó en silencio a la ventana que daba al patio desde la vertiginosa cima de la torre. Nada se movía allí, y el cielo que parecía cernerse peligrosamente cerca de la ventana, seguía estando vacío y muerto. Pero, en algún lugar del Castillo, algo no marchaba como era debido…

Le sorprendió una súbita y viva sensación en la mano izquierda; una sensación antaño familiar pero que casi había olvidado. Miró sus dedos, el aro que había sostenido antaño su piedra-alma, y después cerró reflexivamente la mano. Era insensible al miedo, pero fuera lo que fuese lo que había venido a perturbar la quietud mortal del Castillo, habría infundido pánico a cualquier hombre mortal.

Detrás de él, sobre una mesita, entre un montón de libros y manuscritos que había tomado distraídamente de la biblioteca, había una palmatoria con una vela parcialmente consumida. Tarod pasó su mano izquierda sobre ella, y una llama pálida, de un verde nacarado, cobró vida. Sin apartar los dedos de la llama, hizo que ésta se estirase hacia arriba y hacia fuera, respondiendo a su orden mental hasta que formó un halo perfecto aunque enfermizo. La luz se reflejó en su cara, haciendo resaltar sombras macilentas, y sus ojos se entornaron al contemplar el fuego elemental y buscar, más allá de sí mismo, el origen de la perturbación.

Lo encontró, y de nuevo se sintió confuso. Con un solo y rápido ademán, apagó el fuego verde y, cuando la habitación quedó sumida de nuevo en la oscuridad, Tarod se dirigió a la puerta. Una fuerza peculiar lo impulsaba a salir de la torre, donde transcurría la mayor parte de su existencia, y a buscar fuera de ella la raíz del extraño e inesperado cambio. Cruzó la estancia, indiferente al revoltijo de artefactos que la hacían caótica y que nunca se tomaba el trabajo de ordenar. Su propia comodidad le importaba tan poco como todo lo demás; pero algo desafiaba ahora aquella indiferencia y despertaba su curiosidad.

Más allá de la puerta, una negra escalera de caracol descendía y se sumía en la oscuridad teñida de rojo. La puerta se cerró sin ruido detrás de él, aparentemente por su propia voluntad; entonces, la oscura forma de Tarod se desvaneció y se mezcló con las sombras, dejando solamente un breve recuerdo de su imagen.

Cyllan no había atrancado la puerta. La mano de Tarod no encontró resistencia en el tirador, y la abrió despacio y suavemente. De momento, pensó que la habitación estaba vacía; entonces la vio… y un viejo recuerdo muerto renació en su interior, rompiendo momentáneamente su defensa.

Cyllan yacía en el suelo, con la cabeza torcida en un extraño ángulo y un brazo torcido también hacia fuera. Parecía una muñeca rota, y a la imagen que ofrecía se sobrepuso inmediatamente otra en la mente de Tarod, la de otra mujer. La de Themila Gan Lin, que había sido desde su infancia amiga querida y consejera, yaciendo en el suelo de la Cámara del Consejo, desangrándose por la herida producida por la espada de Rhiman Han…

Había sido un puro accidente, un momento de acalorada confusión que había terminado en tragedia. Themila no había tenido un solo enemigo en el mundo; la menuda y vieja historiadora había sido como una segunda madre para muchos de los jóvenes Iniciados y especialmente para Tarod, cuando había llegado, anónimo y herido, al Castillo. Pero había muerto… y con su muerte se había desencadenado una furiosa secuencia de acontecimientos. La posición encogida y quebrantada de Cyllan recordaba la de Themila moribunda, y Tarod se impresionó al darse cuenta de que aquel recuerdo hacía renacer todo el dolor de aquella pérdida, como si, muy lejos, su humanidad perdida estuviese luchando por recobrarse.

Cruzó la habitación, sin fijarse en las piedras que resbalaban y se desperdigaban bajo sus pies, y se arrodilló al lado de la joven. Estaba viva y no había señales visibles de lesión; pero tampoco había nada que explicase la causa de su estado. Tarod pensó inmediatamente en Drachea, pero en seguida rechazó la idea, sintiendo que había allí algo que Drachea no hubiese podido comprender y mucho menos provocar. La atmósfera de la habitación había cambiado sutilmente, estaba cargada…, como si hubiese actuado alguna fuerza independiente de la suya propia y cuyo origen no podía siquiera sospechar.

Pero la fuerza motivadora era lo menos urgente. Tarod levantó a Cyllan, sorprendido de lo poco que pesaba, y la llevó a la cama, depositándola cuidadosamente en ella. Cyllan se movió, murmuró algo ininteligible y quedó de nuevo inmóvil, y él se echó atrás y se quedó mirándola. Algo se había agitado brevemente dentro de él, evocado por la yuxtaposición de Cyllan y Themila en sus pensamientos, y ahora, aunque trataba de rechazarlo como carente de sentido, otra parte más antigua de su propio ser se lo impedía. Hasta ahora, nunca le habían inquietado los fantasmas del pasado; el pasado se perdía y nunca podía recobrarse. La manera en que había frustrado a Keridil y al Círculo había sido el origen de esta convicción, al hacer de él un ser sin alma e inmortal… Sin embargo, algo se agitaba, y no podía sofocarlo.

Cediendo a un impulso, se sentó en el borde de la cama y apartó los revueltos cabellos de la cara de Cyllan. Ella reaccionó con un temblor de los labios y un parpadeo espasmódico. Alargó una mano ciegamente y Tarod la asió, ofreciéndole un punto en el que apoyarse para regresar a la conciencia.

—¿Drachea…?

Su voz era débil y vacilante.

—No soy Drachea.

Ella abrió los ojos de repente y lanzó una blasfemia, una blasfemia de vaquero que Tarod no había

oído pronunciar nunca en el Castillo. Cyllan se apartó de él, como un animal acorralado, y él le soltó la mano, y la expresión de su semblante se endureció en una débil sonrisa carente de todo humor.

—Veo que tus peripecias no te han sentado mal.

—Yo… lo siento. No pretendí…

Cerró de nuevo los ojos, terriblemente confusa. Había estado tratando de leer las piedras; había venido algo, algo desde fuera, y se había asustado tanto… Inquieta, haciendo un gran esfuerzo, volvió a mirar a Tarod con ojos temerosos. También a él le tenía miedo, pero al menos era una presencia física, un ancla a la que agarrarse en el borde de la pesadilla.

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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