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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (28 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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—Se rumorea —comentó afablemente, puesto que el arte era para él un terreno desconocido— que el Santo Padre en persona le ha pedido un cuadro. ¿Es así?

Sofonisba sonrió con amabilidad, no por la pregunta en sí, sino al comprobar que el dardo que le había lanzado a Sánchez Coello no sólo había dado en el blanco, sino que había seguido su camino hasta hacerse de dominio público.

—Para mí es un gran honor —respondió, meliflua. Y tras una breve pausa añadió, mirándolo a los ojos—: Sobre todo teniendo en cuenta que sólo soy una mujer…

El padre Ramírez captó el mensaje: la dama reivindicaba su derecho a ser pintora, pese a sus colegas masculinos… Así pues, ¿su aspecto de amable cortesana escondía una voluntad tenaz, capaz de reivindicar una inconcebible e inaudita igualdad de derechos entre hombres y mujeres? Si era así, aquella mujer tenía un carácter de hierro.

El asunto se complicaba. No era una mujer que se dejara manipular, ni siquiera con la ayuda del Espíritu Santo.

—Ciertamente, hija —respondió, condescendiente, intentando asumir una actitud paternalista—, pero no debemos olvidar que la voluntad de nuestro amadísimo Santo Padre está por encima de las leyes que rigen nuestras costumbres, seamos hombres o mujeres.

—Le agradezco sus buenas palabras, padre, veo que es usted un hombre sensato y comprensivo.

Se habían entendido.

La conversación prosiguió con fórmulas de circunstancia. Dado que Ramírez no era un hombre de la corte y sabía poco de usos y cotilleos, eligió la prudencia y no se aventuró en discursos que pudieran levantar sospechas sobre sus intenciones reales. Era parco en la utilización de las palabras y trataba de ser contemporizador, aunque algo en su actitud puso en guardia a Sofonisba. Era demasiado evidente que aquel hombre trataba de agradarle.

Al ser su primer encuentro, el cura no se arriesgó a proponerse como confesor, un movimiento demasiado audaz. No quería que Sofonisba lo catalogase como un descarado, frustrando sus ya escasas posibilidades de manipularla. Desde luego, el camino hacia la conquista de la hermosa italiana sería lento y fatigoso.

Terminada la conversación, María Sciacca acompañó al sacerdote hasta la salida.

Una vez a solas, Sofonisba analizó con calma la peculiar visita. Se sentía incómoda. ¿Qué quería exactamente aquel hombre? No se había tragado, ni por un instante, el comentario de su doncella sobre el interés del cura en conocerla. Ese hombre no tenía la menor idea sobre pintura y, además, estaba más que claro que el arte le importaba un pimiento. Ella le había hecho un par de preguntas sobre el autor del tríptico que había admirado en su iglesia, y el padre Ramírez había sido incapaz de responder. Ni siquiera conocía el nombre. Además, no había hecho ninguna pregunta ni ningún comentario relevante sobre su cuadro, sólo unas vagas palabras de mera cortesía. Había ido a visitarla con la excusa de la pintura, pero si no le interesaba, ¿cuál era el motivo real? No daba la impresión de estar interesado en utilizarla para introducirse en el ambiente de la corte. Y además ella, en tanto extranjera, era la menos indicada para hacerle de cicerón. ¿Cuál era, pues, la intención de aquel viejo zorro?

Al despedirse había dicho «espero volver a verla pronto». ¿Tenía, pues, el propósito de visitarla de nuevo? ¿Por qué? Era evidente que no tenían nada más que decirse. Estaba perpleja. ¿Y María, qué tenía que ver con todo eso? Había sido ella quien había insistido en presentarle al padre Ramírez. Afirmaba haberlo conocido en la iglesia, un hecho de por sí poco creíble, puesto que su criada nunca se había mostrado como una devota. En verdad, nunca había hablado con ella de cuestiones privadas e ignoraba qué hacía en sus momentos de ocio, pero desde luego habría descartado que María frecuentara las iglesias. La criada le había contado que, hablando con el párroco, éste le había preguntado en qué trabajaba, y cuando ella le había dicho que como doncella de doña Sofonisba Anguissola, él había manifestado su deseo de conocerla, argumentando que se hablaba mucho de ella y su arte.

Tras el encuentro, Sofonisba descartaba definitivamente el arte como verdadero motivo del mismo.

Sofonisba había aceptado recibirlo sólo para complacer a su doncella, ya que parecía deseosa de quedar bien con el cura. Pero había detalles que no cuadraban. Ramírez había dicho, por ejemplo, que se hablaba mucho de ella, pero ¿cómo podía saberlo si no frecuentaba a la gente de la corte? Dudaba de que fueran las criadas, habituales feligresas suyas, quienes le hubieran hecho propaganda. También había hablado del Santo Padre, demostrando que estaba informado de su pedido, pero era un dato que podía haberle dado la misma María.

Lo que más la había asombrado era su reacción cuando ella subrayó adrede el hecho de ser mujer. Su respuesta complaciente pero ambigua no era propia de un hombre de su generación. Era evidente que no pensaba así, pero la había respaldado sólo para caerle en gracia. ¿Por qué? ¿Acaso pretendía pedirle algo?

Como medida de precaución, decidió que no lo recibiría más.

Capítulo 32

El cardenal Carranza se refrescó el rostro con un poco de agua fresca. El calor y la humedad eran insoportables en aquella celda. Desde su arresto, dos meses atrás, de su condición privilegiada de primado de España y arzobispo de Toledo había pasado a ser un simple prisionero, tratado con cierta consideración, sí, pero prisionero de todos modos.

Su estado de ánimo era sereno. Ciertamente estaba molesto por aquella humillación y meditaba su venganza, pero su futuro no le preocupaba en exceso. Sabía perfectamente que las acusaciones lanzadas contra él por su viejo enemigo, Valdés, eran meras excusas políticas para quitarle influencia y tratar de acaparar las notables rentas de su cargo. El asunto era grave, pero era precisamente la gravedad de las acusaciones lo que le daba sosiego. No sólo carecían de fundamento y eran difíciles de probar —dar un sentido blasfemo a sus textos eclesiásticos era sencillamente ridículo—, sino que además podía contar con el apoyo incondicional del Santo Padre.

Pío IV no podía permitirse el lujo de dejarlo condenar y mandar a la hoguera. No por motivos éticos, por supuesto: sobre la moralidad de Pío IV no se habría jugado la cabeza. Lo que le daba sosiego eran los papeles secretos que tenía en su poder y que representaban un verdadero salvoconducto.

Guardaba un secreto.

Eran documentos que comprometían al Papa de una manera inequívoca, y que hacían que Pío IV lo temiera más que al diablo. Y él los tenía celosamente escondidos.

Era su suerte, la Providencia le había tendido una mano: gracias a ese secreto, su integridad estaba asegurada. Por eso consideraba su reclusión una molestia, pero poco más que eso.

Se sorprendió cuando un guardia entró en la celda para anunciarle una visita. Pensó que sería uno de los jueces encargados de su interrogatorio y se dejó conducir mansamente a la sala donde lo esperaban.

Grande fue su sorpresa cuando, una vez entró en la espartana sala amueblada sólo con una mesa, una silla de cada lado y un crucifijo en la pared, vio sentado en el lugar del juez al cardenal Mezzoferro.

Conocía muy bien a su
cofrade
, porque en varias ocasiones había gestionado cuestiones de Estado con él. Era el hombre de confianza de los Papas. Su presencia era gratificante: significaba que Pío IV se preocupaba por su situación. Si el pontífice había decidido enviar a Madrid a un personaje del calibre de Mezzoferro, la Inquisición debía tomar nota de ello.

Los dos se abrazaron y Mezzoferro se preocupó por su estado de salud y se informó sobre las condiciones de su cautiverio. Hablaron durante un cuarto de hora sin que ninguno de los dos mencionara el motivo de la visita. Finalmente, Carranza preguntó:

—Me sorprende, eminencia, que el capitán general le haya concedido permiso para visitarme. No es propio de él este tipo de consideración.

—De hecho, no lo sabe —respondió sonriendo Mezzoferro, con cara de niño que ha hecho una de las suyas—. Al menos, por el momento… —añadió.

Carranza lo miró, sorprendido.

—¿No lo sabe? ¿Cómo ha hecho, entonces, para estar aquí? —balbuceó, asombrado.

—Hay instancias superiores al capitán general —respondió Mezzoferro, lacónico.

Carranza asintió, pensativo. ¿Por qué se había saltado la autorización de Valdés? ¿Temía enfrentarse con él sobre las cuestiones religiosas que habían motivado su arresto y sólo buscaba información antes de verlo, o había otra razón? ¿Quién podía tener tanto poder como para lograr que un prelado lo visitara sin el consentimiento de Valdés? Sólo había una persona capaz de ello: el rey.

¿A Felipe II le importaba tanto su caso como para saltarse al propio Valdés, o había otros intereses en juego? Si así era, ¿cuáles?

Pensaba con rapidez, mientras sonreía a Mezzoferro.

Para persuadir a Felipe II se necesitaba un argumento de peso. ¿Quién podía proporcionárselo sino el Santo Padre? Aún estaba cavilando, cuando el cardenal Mezzoferro le indicó que se acercara. Estaban a no más de medio palmo. Mezzoferro le dijo en voz baja, como haciéndole una confidencia a salvo de los más que probables oídos indiscretos que habría tras la puerta:

—El Santo Padre me ha dado un mensaje personal para usted.

Carranza, que se había inclinado para acercar su oído a la boca del visitante, se incorporó bruscamente y lo miró a los ojos inquisitivamente.

—El Santo Padre —continuó en voz baja Mezzoferro— quiere saber si «el cordero ha vuelto al redil».

Esta vez Carranza no pudo disimular la sorpresa.

—No entiendo a qué se refiere, eminencia —respondió—. ¿El Santo Padre no le ha dado más precisiones?

—No, eminencia. Sólo me ha pedido que le hiciera esta pregunta, en estos precisos términos. Ha añadido que usted la entendería.

Carranza se tranquilizó. Por un momento había pensado que Pío IV había cometido la locura de confiarse a Mezzoferro.

—Pues no sabría… —prosiguió, perplejo—. Entiendo que la situación desagradable en que me encuentro justifique la aprensión del Santo Padre, pero…

Mezzoferro no perdió la compostura. Sacó con toda parsimonia de un pliegue de su túnica una carta con el sello Papal. Se la tendió a Carranza, diciendo:

—Quizás esta carta le ayude a recordar.

Carranza cogió la carta, estudió el sello y la abrió.

En la misiva, Pío IV, después de preocuparse debidamente por su situación, le sugería que, dada la situación en que se encontraba, entregase el objeto que él sabía al cardenal Mezzoferro, sellándolo para que no pudiera ser abierto.

No tuvo dudas sobre su respuesta.

—Dígale al Santo Padre que le agradezco su preocupación por mi humilde persona, pero que no sé a qué objeto se refiere en su carta.

Mezzoferro tomó nota de la respuesta. Era evidente que Carranza sabía muy bien a qué aludía Pío IV, pero que no tenía intención de entregarlo. Cogió la carta del pontífice para destruirla sin haberla leído, pues no podía caer en manos de la Inquisición bajo ningún concepto. Si lo sometían a tortura, quién sabe cuánto tiempo habría resistido el anciano prelado antes de confesar todo lo que supiese. Pío IV no quería correr semejante riesgo. Se despidieron, no antes de que Mezzoferro lo animara sobre su futuro: el Papa estaba haciendo todo lo posible por lograr su liberación.

—No lo pongo en duda, eminencia —replicó un Carranza sorprendentemente sereno—. Sé del afecto del Santo Padre por mi persona y cuánto le urge volver a verme lo antes posible en Roma.

—Naturalmente —asintió Mezzoferro.

Si había algo de lo que estaba seguro era que Pío IV no habría movido un dedo por salvar a Carranza si no tuviera motivos personales para hacerlo. Y Carranza, desde lo alto de su pacífica entereza, demostraba que sabía cosas que el propio Mezzoferro ignoraba. Los dos, Papa y arzobispo, compartían un secreto.

Se abrazaron sin particular efusión. Sin demostrarlo, el anciano Carranza se conmovió ligeramente por ese gesto de empatía, pero se recuperó de inmediato y volvió a hacer gala de la seguridad que lo caracterizaba. Mezzoferro habría querido añadir unas palabras de consuelo y compasión, pero prefirió abstenerse. Temía que Carranza se dejara llevar por una larga lamentación, y él quería salir cuanto antes de aquel lugar infausto. No le agradaban las prisiones.

Sintió un escalofrío ante la mera idea de que algo semejante pudiera sucederle a él.

Llamó al guardia. En el último momento, antes de separarse, Carranza le entregó el pequeño breviario que lo acompañaba siempre.

—Déselo al Santo Padre de mi parte. Es un objeto personal al que estoy muy aficionado. Deseo que lo tenga en caso de que me sucediera algo desagradable. Quiero que conserve un recuerdo mío.

Mezzoferro cogió el breviario sin abrir.

—Así se hará, eminencia. Me encargaré personalmente.

Cuando estuvo de nuevo bajo aquel sol abrasador, recuperó el buen humor y la alegría de vivir. Era un día estupendo. Él era un hombre libre y podía ir adonde quisiera, sin ninguna restricción. Sólo cuando uno está privado de libertad se da cuenta del placer que puede proporcionar una simple caminata al aire libre. Debía recordarlo la próxima vez que se lamentara.

En el camino de regreso, en la carroza que lo devolvía a su residencia, no podía dejar de pensar en la última frase pronunciada por Carranza: «Sé cuánto le urge volver a verme lo antes posible en Roma.»

¿Qué había querido decir?

No era una simple frase de despedida. Había un mensaje bajo aquellas simples palabras. Pero ¿cuál? ¿Quería ir personalmente a Roma? ¿Quizá quería hacer saber al pontífice que le entregaría personalmente el objeto que negaba tener en su poder, sólo a cambio de la libertad, aunque eso significara su traslado a Roma y la renuncia al arzobispado de Toledo? Era probable. Si era así, aquel misterioso objeto debía de ser muy importante para Pío IV.

Cogió el breviario y lo estudió con detenimiento. Parecía de lo más normal, de esos que usa cualquier cura. No advirtió nada especial. ¿Acaso era ése el objeto que ansiaba Pío IV? Pero ¿por qué Carranza habría fingido no saber qué era para luego entregárselo? ¿O Carranza no quería que él pensara que aquél era precisamente «el objeto»? ¿Escondía algo en el texto? Si era así, probablemente se necesitaría un código para descifrarlo.

Más tarde lo examinaría con mayor atención.

Capítulo 33
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