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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (26 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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El nuncio respiraba ruidosamente y parecía disgustado; estaba claro que tampoco a él le agradaba aquel turbio asunto.

—El mensaje nos será comunicado en el último momento —suspiró—. Aún no lo sabemos. De momento nos corresponde preparar el terreno. Pero sin pérdida de tiempo.

El resto de la entrevista fue breve. Luego el nuncio lo despidió, rogándole que lo informase cuando todo estuviera preparado.

Monseñor Ortega salió de la nunciatura por la misma puerta secundaria. Se sentía un conspirador, pero esa sensación le transmitía una descarga de adrenalina vigorizante. Empezó a soñar. ¿Qué sede arzobispal estaba a punto de quedar vacante? Intentó recordar la edad de los arzobispos que conocía. Eran todos ancianos. La posibilidad de que un cargo quedara libre por muerte de su titular era tan alta que se imaginó ya sentado en su sillón.

Mientras caminaba de regreso al palacio episcopal, buscó entre sus recuerdos un nombre, una persona en la que pudiera confiar un secreto y que fuera suficientemente astuta para cumplir la delicada tarea que debía encomendarle. Teniendo en cuenta que la sombra siniestra de la Inquisición planeaba sobre ellos, el elegido debía ser una persona de edad avanzada. El motivo era sencillo: si era descubierto e interrogado por la Inquisición, era mejor que no estuviera en condiciones de resistir demasiado. Un anciano no habría aguantado la tortura.

Tenía en mente varios candidatos, pero a cada uno le encontraba un punto débil. Uno por demasiado joven, el otro por sospechoso de ser un informante, otro más por ser de poca confianza. Estaba intentando repasar todos los sacerdotes de su diócesis, porque no se fiaba de los laicos ni tenía amigos que lo fueran. Todos sus íntimos eran rigurosamente eclesiásticos. Entonces le vino a la cabeza un nombre: el padre Ramírez.

Ramírez satisfacía los requisitos: viejo, respetuoso del deber, con astucia suficiente para no dejarse atemorizar. Sí, podía ser el candidato ideal. Trató de recordar otros nombres, otras caras, pero no se le ocurrió nadie. Prefería tener dos candidatos, uno que pudiera competir con Ramírez y acaso sustituirlo en caso de necesidad, pero en el momento no recordó ninguno. Así pues, no tenía elección: sería Ramírez.

Ahora quedaba la parte más difícil: convencerlo de que aceptara. Buscó argumentos persuasivos que disiparan su probable reticencia. Lo conocía bastante bien como para imaginar que no se dejaría tentar por una simple recompensa honorífica. Era demasiado viejo y no habría tenido bastante tiempo para beneficiarse de ella. Por su edad, debía proponerle una recompensa tangible e inmediata: dinero. Ramírez siempre había sido una persona interesada. Por dinero se mostraría dispuesto a todo, y el nuncio le había dado a entender que se contaba con una sustanciosa suma para esa misión. Una parte era para él. Contaba con ello. Además de las rentas de un cargo importante, una abadía, un obispado, él también quería una recompensa inmediata, pues tenía sus gastos. Su amante, una dama casada de la pequeña burguesía, pretendía cada vez regalos más costosos. Si cobraba una buena suma, incluso podía cambiarla por una amante más joven y con menos pretensiones.

Decidido. Tomó el camino de la parroquia del padre Ramírez. Cuanto antes resolviera el asunto, mejor.

Encontró al viejo en la sacristía.

Con Ramírez no usó la misma delicadeza que el nuncio había tenido con él. Abordó inmediatamente la cuestión, sin demoras ni preliminares.

La discusión fue más dura de lo que esperaba. El viejo se había resistido y era más que reticente a aceptar el encargo. No sólo no entendía el motivo de tanto misterio, sino que además lo consideraba por encima de sus posibilidades. Justificaba su negativa en que carecía de relaciones suficientemente encumbradas para llegar hasta una persona de esa categoría, argumentando que su parroquia sólo era frecuentada por feligreses de baja extracción.

Al final tuvo que doblegarse ante la insistencia de monseñor Ortega, ayudado por el monto de la recompensa que el monseñor hizo relampaguear ante sus ojos. Con ese dinero podría asegurar su vejez.

Sin darle tiempo de arrepentirse, monseñor Ortega se marchó rápidamente de la iglesia, de nuevo por la puerta de atrás. Era preferible que los fieles no los vieran juntos.

Estaba satisfecho de haber encontrado rápida solución al asunto del tercer hombre, pero al mismo tiempo le sorprendía no sentirse aliviado. Todo había ido bien, pero había algo que no lo convencía. ¿Había hecho bien al elegir a aquel viejo cura para confiarle una misión tan complicada? No estaba tan seguro. ¿Y si se había equivocado? ¿Quizás había actuado con demasiada precipitación?

Decidió acallar sus dudas. Ya estaba hecho y, en todo caso, no tenía ningún otro candidato disponible.

Capítulo 29

El padre Fernando de Valdés estaba sentado en su escritorio, leyendo la numerosa correspondencia que le llegaba desde todos los rincones del país.

Muchas cartas eran denuncias anónimas de ciudadanos, ansiosos de informar a la Inquisición sobre las supuestas prácticas demoníacas de algún vecino. El capitán general de la Inquisición conocía bien a sus conciudadanos, y su propensión a librarse de un vecino molesto recurriendo a la denuncia anónima. A veces funcionaba, a veces no. Habitualmente las ignoraba y pasaba a la correspondencia rutinaria, no sin antes señalar las cartas anónimas a un colaborador, que a su vez las verificaba una a una.

La delación era la práctica más común para desembarazarse de un enemigo o rival. Era bien sabido que bastaba un simple escrito dirigido a la Inquisición para que el pobre denunciado fuera investigado, probablemente sometido a tortura, si se consideraba que podía ocultar algo, y en general reducido a un estado tan lamentable que sus esperanzas de vida menguaban drásticamente.

Valdés sacó una carta de las pilas de correspondencia acumulada sobre el escritorio. La había recibido una semana antes y había llamado su atención, hasta el punto de leerla varias veces y tenerla entre los asuntos pendientes.

A diferencia de las demás cartas anónimas, ésta no indicaba a un simple vecino como sospechoso de herejía, sino a un personaje muy conocido. Y la acusación no era de herejía, sino que se informaba —de forma desinteresada— que últimamente se había advertido un cierto ir y venir de carruajes en torno a la nunciatura apostólica. El hecho sorprendió a Valdés, porque no le constaba que hubiera una particular actividad diplomática en esos momentos, ni ningún otro tipo de movimiento que justificara todo ese tráfico.

Estaba releyendo por enésima vez la carta, para comprobar si se le había escapado algún detalle, cuando fue interrumpido por uno de sus asistentes. Había llegado la visita que esperaba.

Se levantó para recibirla.

Era lo mínimo que podía hacer por su eminencia el cardenal, nuncio apostólico de la Santa Sede en el reino de España.

El cardenal entró a buen paso, con la agilidad de un jovencito. Parecía de buen humor. Sonrió amablemente al capitán general cuando se percató de su cara larga. Conocía bien a Valdés y sabía que su hosquedad era parte de la pantomima que interpretaba cada vez que recibía a un huésped. El nuncio era de los pocos que no le temía. No sólo por su posición privilegiada —lo protegía la inmunidad diplomática—, sino porque conocía a Valdés desde hacía muchos años, cuando ambos, aún jóvenes sacerdotes recién consagrados, estudiaban juntos en la Universidad de Lovaina, en Flandes. Con el tiempo, como a menudo ocurría, terminados los estudios sus caminos se habían separado, no sin la recíproca promesa de mantenerse en contacto. De hecho, ninguno de los dos había cumplido la promesa y sólo se habían vuelto a ver un par de veces, por pura casualidad. Uno regresó a Madrid para afrontar un futuro incierto, que luego se había demostrado prometedor, y el otro fue a Roma para iniciar una brillante carrera. La ironía del destino los había unido cuando el ahora cardenal había sido nombrado nuncio en Madrid.

—Eminencia, es un honor poder recibirlo en mi humilde despacho —dijo un Valdés de pronto sonriente y afable.

—No digas tonterías, querido Fernando, sabes que para mí siempre es un placer verte. Tu oficina está tan cerca de nuestra legación que me viene muy bien pasar a saludarte. Al menos tengo una excusa para estirar las piernas.

Valdés sonrió. El nuncio había engordado de manera desmesurada. Además del andar pesado, se le notaba cierta dificultad respiratoria. A ese paso nunca llegaría a Papa.

Valdés no creía que el motivo que había inducido al cardenal a venir a su despacho en vez de recibirlo en la nunciatura, según la costumbre semanal establecida desde que el nuncio llegase a Madrid, fuera sólo estirar sus rollizas y cortas piernas. ¿Acaso sucedía algo en la legación que el capitán general de la Inquisición no debía ver?

Durante un momento hablaron de banalidades: el tiempo en Madrid, los achaques del Papa, las escasas noticias de la familia real y un breve panorama de la situación general. Pero era evidente que el nuncio no estaba allí para hablar del tiempo. Mirando a los ojos a su viejo amigo, Valdés decidió pasar a la ofensiva.

—Dígame, eminencia, ¿qué sucede estos días en la legación que justifique un movimiento tan inusual? ¿Me lo puede decir o es un secreto de Estado? Total, sabe que antes o después acabaré sabiéndolo —añadió con una sonrisa, como si fuera una ocurrencia.

El nuncio acusó el golpe sin mover un músculo. No era un hombre que se dejara intimidar por una pregunta, por más brusca e inapropiada que fuera.

—Imaginaba, querido Valdés, que me harías esta pregunta. —Una breve pausa—. Como sabía muy bien que ya habías sido informado de lo que llamas «un movimiento tan inusual» en torno a la legación, sólo me preguntaba cuánto tiempo resistirías antes de preguntármelo. ¿O has intentado saberlo sin mi ayuda y no lo has conseguido?

Sonrió, mostrando una dentadura amarillenta y escasa. Se le leía la ironía en la cara. Valdés esquivó el golpe con una risita socarrona.

—Ah, eminencia, a usted no lo puedo engañar. Es más astuto que un zorro.

—O es que te conozco demasiado bien —repuso el cardenal, sin perder la sonrisa.

—Serán ambas cosas, estimada eminencia —dijo un Valdés relajado—. ¿Entonces…?

—Sí. Hay novedades. A decir verdad, puedes creerme si te lo digo, casi quería hablarte abiertamente de ellas, porque yo mismo no entiendo qué está sucediendo. Sólo me han informado parcialmente. Parece que quieren hacerlo todo con un gran secreto.

—¿Quieren? —repitió Valdés, arqueando las cejas.

—Roma —admitió casi en un susurro el cardenal.

—¿Roma?

—Creo que están preparando algo gordo que no quieren que sepa. La verdad, me molesta un poco.

Valdés se quedó sorprendido. Había imaginado diversas tramas, pero no había imaginado que estuviera preparada por Roma. ¿Qué demonios pretendían en Roma moviendo todos esos hilos y sin que el cardenal se enterase?

—¿Qué estarán confabulando? ¿Creen que su legado no es de suficiente confianza para compartir sus secretos? ¿Verdaderamente no tiene idea?

—Eso mismo me pregunto. Lo cierto es que no sé nada. Apenas me han informado de lo estrictamente necesario. Pero he pensado que compartiendo nuestras informaciones quizá desenredemos la madeja.

—Es una posibilidad —admitió el capitán general. En realidad dudaba de que el nuncio compartiera con él todas sus informaciones—. ¿Qué sabe con exactitud?

—Ha llegado un pez gordo de Roma. No lo había visto antes, aunque había oído hablar. Bien sabes que al final todos nos conocemos. Se trata del eminentísimo cardenal Mezzoferro, antiguo embajador especial de los anteriores pontífices. Me ha entregado una carta personal del Papa, en la que, sin explicaciones, me pide que lo asista y satisfaga cualquier solicitud suya, por extraña que sea y cueste lo que cueste. Comprenderás que me haya quedado atónito.

—¿El cardenal Mezzoferro? ¿No es aquel que fue enviado especial ante la corte de Francia?

—Precisamente él.

—¿Y envían a Madrid a un diplomático de esa relevancia pretendiendo que finjamos no saber ni ver nada? —observó con énfasis Valdés, también él asombrado.

—Eso mismo digo —coincidió el nuncio, con expresión incrédula.

—Debe de haber una explicación. Roma no suele incurrir en semejantes errores. Si en una primera lectura se podría decir que han actuado con cierta ingenuidad, diría que deliberada, porque ambos sabemos, eminencia, que la curia romana tiene muy poco de ingenuo, eso significa que pretenden hacernos creer que es una misión secreta cuando en realidad no lo es. Quieren que se sepa. Ahora bien, ¿por qué?

—Es lo que no entiendo.

Valdés se detuvo a reflexionar. Si el nuncio decía la verdad —cosa que dudaba—, Roma debía de tener un plan secreto. Probablemente, mientras hacían creer que el cardenal Mezzoferro estaba en misión secreta, el verdadero objetivo era otro. Pero ¿cuál?

Siguieron hablando por más de una hora, durante la cual el nuncio explicó todos los detalles que sabía del asunto. Terminada la conversación, el capitán general lo acompañó hasta la salida. Le pareció obligado mostrar a su amigo el respeto y la alta consideración en que lo tenía, sobre todo tratándose de un personaje que podía serle útil si descubría algo más. Al concluir el encuentro, los dos prometieron mantenerse informados sobre cualquier novedad o movimiento sospechoso. Valdés confiaba en que su amigo mantuviera la promesa. El nuncio parecía muy disgustado por haber sido dejado de lado y sin duda se confiaría a un amigo, por más que fuera peligroso como Valdés, que podía ayudarlo a comprender qué estaba sucediendo.

Por su cuenta, Valdés se reservaba valorar en cada momento si era oportuno comunicar al cardenal las informaciones que le llegaran.

De vuelta a su austero despacho, hizo llamar de inmediato a uno de sus asistentes. Según afirmaba el cardenal, acababa de encargar a monseñor Ortega que encontrara un contacto para aproximarse a la amiga de la reina, aquella italiana de nombre imposible, Sofonisba Anguissola.

Ordenó que vigilaran todos los movimientos de la dama. Quizás a través de ella consiguiera descubrir algo.

Se preguntó si la tal Sofonisba podía ser una espía al servicio de los Estados Pontificios. Lo descartó rápidamente, puesto que a nadie se le ocurriría utilizar, aún menos a un miembro de la curia romana, a una mujer como informante. No eran de fiar.

¿Qué papel tenía, pues, esa Sofonisba? Le constaba que se entretenía pintando, pero muy poco más. Si la curia se interesaba en ella hasta el punto de enviar a un cardenal, debía de ser un peón importante de la intriga. Aún no conseguía entender por qué habían mandado a un cardenal para transmitirle un mensaje. Admitiendo que el fin justificara los medios, y estaba por verse, ¿por qué el cardenal Mezzoferro no se había entrevistado directamente con ella? ¿Por qué involucrar a tantas personas? Aquello era muy extraño. ¿O quizás esa dama sólo era un señuelo para desviar la atención del verdadero protagonista del asunto?

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