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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (23 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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No podía correr riesgos.

Esperó a que Sofonisba saliera de su habitación escondido detrás de una de las pesadas cortinas que dividían los corredores para atajar las frías corrientes invernales. La espera fue breve. A los pocos minutos Sofonisba salió de su cuarto en dirección a los aposentos de la reina, en la otra ala del palacio. Desde que la vigilaba, había comprobado que era una mujer metódica y puntual, poco proclive a los cambios o retrasos. No se retrasaba ni un minuto.

Al verla marcharse con paso altivo, Sánchez Coello hubo de admitir que su odiada competidora tenía un porte verdaderamente regio. Se notaba en sus andares. Si no hubiera sido por su pretensión de ser artista, quizá se habrían llevado bien.

Esperó unos segundos, el tiempo de que desapareciera de su vista, antes de acercarse furtivamente a la puerta de Sofonisba para colarse en su habitación. No lo consiguió. La había cerrado con llave.

Enarcó las cejas. No había pensado en ese contratiempo.

¿Qué hacer? ¿Aplazar el plan para otro día? Pero probablemente Sofonisba echaba la llave cada vez que salía. Se alejó unos pasos para no ser sorprendido allí, mientras reflexionaba a toda prisa.

Estaba a punto de renunciar cuando vio aparecer a una doncella que se dirigía a la habitación de la italiana. Sacó una llave del delantal y abrió la puerta. Debía de tratarse de su criada. Sánchez Coello no se lo pensó dos veces. Se precipitó tras ella antes de que cerrara la puerta.

—Perdone, señorita —la interpeló sonriendo amablemente, mostrando una dentadura irregular—, ¿es éste el apartamento de doña Sofonisba Anguissola?

María Sciacca lo miró con ceño.

—Sí —respondió lacónica—, pero la señora no está. Ha salido hace poco.

—Oh, qué pena. Ayer me rogó que viniera a buscar el cuadro que está pintando para hacerle preparar un marco. Pero no he llegado a tiempo. ¿Ahora qué hago?

María no entendió ni la mitad de lo que le decía aquel hombre. Hablaba demasiado deprisa para su vacilante español.


Non capisco
qué me dice —contestó, mezclando italiano y español.

Sánchez Coello lo repitió, silabeando lentamente cada palabra. Sabía un poco de italiano, pero prefirió no liarse. La muchacha podía contar que había hablado con alguien que chapurreaba su lengua. Mejor no dar demasiadas pistas.

—Sí —respondió ella, pero no se movió.

Sánchez Coello comprendió qué esperaba la criada. Sacó de la chaqueta una bolsita de cuero y le puso unas monedas en la mano.

La muchacha abrió los ojos como platos, mostrando su avidez.

Sánchez Coello sacó más monedas y, apuntando con el índice a las que María apretaba en la mano, dijo:

—Esas son por dejarme coger el cuadro, y éstas por tu silencio. No debes decir a nadie que me has visto.

Y le dio otro puñado de monedas.

María sonrió. Por toda respuesta, se alejó de la habitación, dejando la puerta abierta. Era su modo de decirle que no sabía nada. Ella nunca había estado allí.

Sánchez Coello entró, cogió el cuadro y salió a toda prisa, asegurándose de que nadie lo veía. Una vez lejos de esa ala del palacio, nadie sospecharía nada. Era más que normal que el pintor de la corte fuera por ahí con un cuadro bajo el brazo.

Confiaba en que la muchacha no lo hubiera reconocido. Era poco probable. No frecuentaban el mismo ambiente, y ella, por sus tareas, estaba confinada en un ala del palacio que él nunca visitaba. Y si ocurría, él lo negaría todo. Era su palabra contra la de una criada. No había nada que temer.

Ahora sólo debía ocuparse de ocultar el cuadro. No podía correr el riesgo de ser sorprendido con el autorretrato de Sofonisba en la mano.

Estaba a punto de llegar a su estudio cuando encontró a uno de sus ayudantes.

—Buenos días, maestro —dijo el chico.

—Buenos días, Rubén. Ya que estás aquí, haz algo útil. Llévate este cuadro y destrúyelo. Me ha salido mal y prefiero no volver a pensar en él. No quiero verlo más.

Y le entregó el cuadro. Estaba envuelto en una tela, tal como lo había encontrado, a salvo de miradas curiosas.

El joven lo miró sorprendido. Nunca se tiraba una tela, ya que podía ser reutilizada, pero se abstuvo de mencionarlo. No convenía discutir con el maestro por semejante tontería.

En vez de destruirla, se la llevaría a su casa. Las telas eran caras y él podría utilizarla sin gastar ni una perra.

Sánchez Coello quedó satisfecho con la ingeniosa solución dada al problema. Había conseguido su objetivo. Su propósito no era apropiarse de la obra de la italiana, sino, haciéndola desaparecer, retrasar la entrega al Santo Padre. Al obligarla a volver a empezar de cero, la Anguissola perdería tiempo y quedaría como una persona poco responsable. Tampoco descartaba la idea de robar el próximo cuadro, para convertir a la pintora en una especie de nueva Penélope.

Rió para sus adentros, divertido con la mala pasada que acababa de hacerle a la italiana.

Capítulo 25

Eran más o menos las cuatro de la tarde. En cuanto terminó de almorzar con las demás damiselas de la reina en la sala que les estaba reservada, Sofonisba decidió regresar a su habitación. Tenía un par de horas antes de retomar el servicio. Había arreglado con la soberana que hacia las seis de la tarde el músico de la corte les impartiría una clase. Isabel estaba impaciente por probar el nuevo clavicémbalo que acababa de llegarle de Francia, regalo de su madre.

Al sentirse ligeramente adormilada por la digestión —en aquel país comían demasiado pesado y tarde para su gusto, en Italia solía almorzar alrededor de la una—, decidió aprovechar esas dos horas para descansar. Dado que dormía poco de noche, cuando podía se concedía una siesta reparadora para recuperarse. A menudo le sucedía caer en un sueño pesado y llegaba tarde a la habitual cita vespertina en las habitaciones de la reina, junto con las demás damiselas. Isabel había notado cómo últimamente Sofonisba mostraba signos evidentes de cansancio. Se le leía en la cara que dormía poco. Llegaba por la mañana con los ojos hinchados y marcadas ojeras. Por la tarde, al verla aparecer visiblemente más descansada que por la mañana, la reina le perdonaba sus retrasos cada vez más frecuentes. Era obvio que Sofonisba se quedaba dormida.

Con esos buenos propósitos, Sofonisba se dirigió con paso tranquilo hacia su cuarto, situado en el ala opuesta del castillo. Mientras recorría los interminables corredores pensaba en su autorretrato. Aún no estaba del todo convencida del resultado obtenido hasta ahora. En general estaba satisfecha, pero faltaba algún detalle que la hiciera más personal. Debía encontrar algo que incluir en la pintura que la distinguiese, que la hiciera inmediatamente reconocible como una obra suya. Pensaría en ello mientras pintaba. No tenía prisa. Antes de terminarlo y enviarlo quería estar segura de que gustaría al pontífice. Era muy importante para ella.

Al entrar en la habitación, advirtió enseguida que algo no iba bien. ¿Estaba atontada por la falta de sueño o había algo distinto? De momento no supo qué podía ser, pero la impresión era que faltaba algo. Paseó la mirada por el cuarto, pero los ojos se le cerraban de cansancio. Observó cada rincón, cada mueble, pero no reparaba en nada en particular.

De pronto, le dio un brinco el corazón.

¡Su autorretrato!

No estaba. Había desaparecido.

En un primer momento lo consideró una alucinación. Quizá la digestión le estaba haciendo una jugarreta. Lo buscó rápidamente con la mirada, comprobando de nuevo cada rincón, por si lo habían cambiado de sitio, pero no, no estaba. ¿Quién se había atrevido a cogerlo, cuando ella, en sus instrucciones al personal, siempre había sido muy clara en que jamás debían acercarse al cuadro y menos tocarlo? Y era ya la segunda vez que ocurría.

Llamó a su doncella. Aquella siciliana que había traído de Italia era una holgazana. A primera vista parecía buena chica, pero con el tiempo se había dado cuenta de que en ella había algo extraño. No sabía qué, pero algo en la actitud de María Sciacca no cuadraba. Últimamente estaba distraída y desganada. Se olvidaba de las cosas, no acudía cuando la necesitaba, o llegaba enfurruñada a saber por qué. Nunca la había visto sonreír. Intentaba tratarla con amabilidad, sin exagerar para no desmerecer su autoridad, pero María no se enmendaba. Era una eterna infeliz. Parecía tenerla tomada con todos, como si la vida fuera particularmente ingrata con ella. Sofonisba no había querido indagar sobre su pasado, algo que sólo le concernía a ella. Lo que le importaba era cómo la servía y la confianza que podía depositar en María. Pero siempre había algo que no funcionaba. La había reprendido varias veces, sin levantar la voz, porque con el personal mantenía las debidas distancias, pero María no cambiaba de actitud. Un día u otro debería tomar una decisión, aunque la idea de devolverla a Italia no era la mejor. Necesitaba una doncella que hablase perfectamente el italiano. Tomar a una lugareña presentaba el gran problema del idioma. ¿Cómo habrían hecho para entenderse?

María tardó pocos minutos en presentarse. Tenía un aire adormilado, señal de que había aprovechado la ausencia de su señora para recostarse. Conocía los hábitos de su ama. Sabía que después de almorzar Sofonisba se retiraba un par de horas para descansar o dedicarse a su manía de pintar cuadros. Lo consideraba la excentricidad de una señoritinga para matar el tiempo.

A veces requería sus servicios para ayudarla a desvestirse, si quería echarse en la cama, pero la mayoría de las veces se las apañaba sola.

Al entrar en la habitación notó la mirada inquieta de Sofonisba. Estaba claro que algo la preocupaba. ¿Qué podía haber hecho para ponerla en ese estado?

—María, ¿dónde está mi cuadro? —le espetó sin más Sofonisba.

—¿Su cuadro, señora? ¿Qué cuadro? No entiendo —respondió con gesto atónito.

Eso desquició aún más a Sofonisba, que ya lo estaba bastante, pero se contuvo.

—No te hagas la tonta, María —replicó, severa—. Mi autorretrato. Estaba aquí esta mañana, y ahora no está. ¿Qué has hecho con él? ¿Dónde lo has puesto? —Pronunció las últimas palabras con una dureza inusual.

María nunca la había visto tan nerviosa. Miró en derredor, sorprendida.

—Ah, ése… No lo sé, señora, yo no lo he tocado. Estaba aquí cuando vine esta mañana, y seguía aquí cuando me marché. Yo no lo he movido. Sé perfectamente que usted no quiere que toque sus cosas. Y cuando terminé de arreglar la habitación tuve que ir a ocuparme de otros asuntos y ya no volví.

Sofonisba frunció el ceño. De aquella estúpida provinciana no sacaría nada. Era posible que dijese la verdad, aunque algo en su tono y su aire desenfadado no la convencían. Por añadidura, empezó a parpadear repetidamente, un tic que le venía cuando estaba nerviosa. Sofonisba lo había advertido la primera vez que la había entrevistado, en su casa de Cremona. Había pensado que era una mueca habitual, pero luego se había percatado de que no. Una vez en confianza, el tic desaparecía. Sólo volvía cuando estaba agitada. A veces, un reproche era suficiente para hacer aparecer aquella extraña reacción.

La aparición del tic le hizo pensar que quizá no era del todo sincera. ¿Tenía algo que esconder, o se había puesto nerviosa por el solo hecho de verse acusada de algo que no tenía ni idea?

—¿No has visto entrar o salir a nadie de la habitación?

—No, señora, de verdad que no. Si hubiera visto a alguien le habría preguntado qué quería.

—Está bien, está bien —resopló Sofonisba. No sacaría nada en limpio de aquella necia—. Ve a preguntar por ahí si han visto a alguien intentando entrar en mi habitación. La puerta estaba cerrada con llave.

María Sciacca no se hizo de rogar y se marchó de inmediato. Aquel petimetre le había mentido como un bellaco: no le habían encargado enmarcar el cuadro. Sencillamente lo había robado. De haberlo sabido, le habría pedido más dinero. Bah, allá los cortesanos con sus tejemanejes. Tarde o temprano su señora se sosegaría. Volvió por donde había venido, a dormitar en una silla.

Sofonisba intentó analizar la situación con calma. El cuadro había desaparecido. ¿Se repetía la situación absurda de la anterior vez, cuando el cuadro de la reina se había ido de paseo para volver después de unas horas? Pero ¿qué estaba sucediendo en aquel palacio? ¿La habían tomado con sus cuadros? De nuevo la misma incógnita. ¿Quién podía haberlo cogido y por qué? El dibujo estaba apenas bosquejado. Ni siquiera se podía decir que fuese una pintura. ¡Todo un misterio!

Pensó en María. La actitud de María mirando alrededor como si esperara que el cuadro reapareciera por milagro daba que sospechar. Estaba segura de que esta vez tenía algo que ver. Era imposible que no hubiera visto nada. La suya no había sido una reacción normal.

De golpe la emoción la había despejado del todo. La somnolencia había desaparecido.

Siguió cavilando. Teóricamente, consideraba a María culpable por no haber vigilado su puerta, aunque sabía que sus tareas podían alejarla lo suficiente como para que alguien se colase a escondidas. Pero ¿cómo era posible que alguien entrara, cogiera el cuadro y saliera sin ser visto por nadie? Le parecía imposible. Sin embargo, había sucedido.

Se sentía literalmente fuera de sí. No se lo podía creer. ¿Qué sentido tenía todo aquel misterio? La anterior vez había desaparecido el retrato de la reina, y como por ensalmo había reaparecido. La obra había vuelto misteriosamente a su sitio, como si nada. ¿Ocurriría lo mismo con ésta? Sólo debía esperar para comprobarlo. Pero ¿quién se podía divertir sustrayendo sus trabajos para luego devolverlos a su sitio?

No sabía qué pensar.

¿Era una broma pesada de alguien que intentaba ponerla nerviosa? De hecho, lo había conseguido. Así pues, ¿sólo debía esperar a que una mano misteriosa devolviera el retrato a su sitio? Vista la experiencia anterior, era lógico esperarlo.

La primera persona sobre la que recaían sus sospechas, el único que quizá podía estar en el origen de esa broma de mal gusto, era Sánchez Coello. No había ningún motivo o indicio que lo acusara, sólo la profunda antipatía que sentía por aquel hombre y que sabía recíproca.

De haber seguido sus impulsos, se habría precipitado al estudio del maestro para comprobar si el cuadro estaba allí, pero habría sido una temeridad. Pensando con lógica, era de suponer que el pintor oficial de la corte no se arriesgaría a sustraer el cuadro para luego dejarlo expuesto en su estudio. Podía ser un necio, pero no tanto. Además, ¿cómo habría justificado ella esa visita repentina, saltándose todas las formalidades? Si verdaderamente había sido él quien había tramado aquel estúpido juego, seguramente lo habría hecho llevar a un sitio discreto, al abrigo de miradas curiosas. Mas ¿qué sentido tenía todo eso? ¿Sólo lo hacía para fastidiarla unas horas?

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