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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (18 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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En invierno, la corte permanecía habitualmente en Madrid, elegida por Felipe II como nueva capital del reino por su situación geográfica, en el centro de sus reinos ibéricos. En poco tiempo, la nueva designación había transformado la ciudad, que había conocido una inesperada prosperidad, duplicando rápidamente su población, apenas 9.000 habitantes antes de ser designada capital, y que desde entonces seguía creciendo a un ritmo frenético. En 1561 ya eran 16.000, mientras que una década más tarde había alcanzado los 34.000.

En la capital, los soberanos disponían del viejo palacio del Alcázar, sometido también a continuas restauraciones para adaptarlo a las necesidades de los tiempos, mientras que en las inmediaciones se construían nuevos palacios para ubicar la administración del reino. En las nuevas avenidas, las grandes familias aristocráticas edificaban sus propias residencias sin reparar en gastos, en una constante y costosa rivalidad de lujo y riqueza, compitiendo en la belleza de las fachadas y la suntuosidad del mobiliario. Cada una quería demostrar a las familias rivales, con la máxima ostentación y esplendor posibles, su propio poder. No se ahorraba nada para afirmar la vanidad y sugerir inmensas fortunas.

En Aranjuez la vida discurría con tranquilidad. Se dejaban llevar por el ritmo de los paseos, por la hora de las comidas y las pequeñas y ocasionales diversiones organizadas para distraer a la corte. Incluso el riguroso protocolo era minimizado fuera del entorno inmediato de los soberanos.

Al ser el palacio real de dimensiones bastante reducidas y la corte cada vez más numerosa, Sofonisba había debido renunciar al uso de un estudio propiamente dicho, por motivos de espacio, y conformarse con usar su propia habitación para pintar. Aunque le resultaba incómodo por el olor a pintura que se estancaba continuamente, a fin de cuentas no le disgustaba, puesto que le permitía un control más asiduo de sus telas. Además, había tenido la suerte de que su cuarto dispusiera de grandes ventanas que se abrían sobre el maravilloso parque que rodeaba la residencia real, dejando que la luz del día penetrase hasta los rincones más remotos. Para ella era un motivo de gran satisfacción, ya que consideraba la luz un elemento indispensable para su trabajo.

Desde la ventana, además de los árboles del parque, entreveía los campos que se extendían hasta el infinito. Esa vista de los campos de maíz y los grandes espacios que se adivinaban más allá, le recordaban, no sin una sombra de nostalgia, la que solía ver desde su casa natal.

Un día, cuando ya se había olvidado del fastidioso episodio de la puerta forzada, al regresar a su habitación para coger algo que había dejado comprobó, horrorizada, que el cuadro de la reina Isabel que estaba a punto de completar había desaparecido. No obstante, pocos minutos antes estaba allí. Se quedó pasmada.

¿Alguien la estaba espiando? ¿Había esperado a que saliera de su habitación para robar el cuadro? ¿Sería el mismo que ya había intentado robarlo anteriormente?

Presa de la desesperación, se paseó frenéticamente por la habitación sin saber qué hacer. Al final, exhausta e impotente, se dejó caer sobre el borde de la cama. Tenía ganas de llorar, pero la rabia se lo impedía. Intentó calmarse. ¿Qué debía hacer? ¿Correr donde la reina y denunciar el hecho? Si lo hacía, crearía una gran convulsión en la corte. El hecho de que alguien osara entrar en la habitación de una dama de honor para robar un cuadro no quedaría en sordina.

Sintió cómo la rabia y la impotencia crecían en ella. Si no hubiera sido por el dominio que tenía sobre sí misma, se habría desahogado con un llanto a moco tendido, pero prefirió contenerse. Se sentía débil y desprevenida ante las adversidades de la vida. No estaba habituada a luchar contra esa clase de imprevistos. Debía encontrar la fuerza para afrontarlos, y la manera de defenderse de aquellos que osaban actuar contra ella de un modo tan vil. Pero de momento no podía hacer nada. Aún no conseguía creer que alguien hubiera entrado en su habitación para sustraer su precioso retrato.

Debía reflexionar antes de tomar una decisión apresurada. En esa corte no era conveniente dejarse arrastrar por las emociones. Un paso en falso y la situación podía volverse en su contra. Era mejor esperar. Pero no entendía: ¿por qué, quienquiera que fuese, querría robar una obra inconclusa? ¿Qué sentido tenía?

Pensó en todas las posibles respuestas, hasta las más estúpidas e insensatas, como que una criada se lo hubiera llevado para limpiarlo. No, eso no tenía sentido. Había una sola explicación lógica: el ladrón había actuado deliberadamente. No le había importado que no estuviera terminado. Pero ¿qué pretendía? ¿Destruirlo? Tembló ante la mera idea de que pudiera suceder algo así. Habría sido una tragedia. Prefirió pensar que nadie podía ser tan malvado como para destruir una obra de arte, y que probablemente había otro motivo, aunque fuera ilógico.

Tal vez lo había cogido uno de los pintores de la corte para hacer una copia. Pero ¿sin su conocimiento y permiso? Le pareció un gesto de una mala educación y una descortesía inauditas. No creía que se pudiera llegar a tanto, mas ¿qué otro motivo podía haber? ¿Por qué alguien habría querido robar el cuadro sólo para destruirlo? No tenía sentido.

¿Y si hubiera sido el propio rey quien había querido ver el cuadro a toda costa, incluso antes de que estuviera completado? Conocía la impaciencia del soberano. Quizá se había arriesgado demasiado cuando había respondido con una tajante negativa a su solicitud de verlo cuanto antes. No se le había escapado su mueca de enfado. Ahora se daba cuenta de que quizás había sido demasiado impertinente. Pero Felipe II no era un hombre que se saltara las reglas. Si verdaderamente le urgía tanto verlo, se habría impuesto. Bastaba con dar una orden. Era imposible que se hubiera tomado la molestia de hacérselo llevar clandestinamente. El rey, aunque contrariado, no se habría prestado a un gesto tan miserable. Era el monarca, pero también era un caballero. Si hubiera insistido, ella se habría doblegado a sus órdenes. Pero no lo había hecho. Era, pues, muy poco probable que fuera el autor de semejante fechoría.

Así pues, ¿quién podía estar interesado en robar el retrato? No se le ocurría nadie. Debía de haber sido alguien con suficiente poder como para desafiar las reglas. ¿El pintor Sánchez Coello? Era una posibilidad. No había cordialidad entre ellos. Sánchez Coello la miraba con recelo, no le hacía ninguna gracia ver cómo una mujer extranjera era admirada por la misma actividad que él realizaba como pintor oficial de la corte.

Si Sánchez Coello le hubiera pedido ver los progresos en el retrato de la reina, era probable, al tratarse de un «colega», que ella hubiera cedido. Era distinto intercambiar opiniones con otro pintor, que podía entender lo que estaba haciendo. Pero, para eso, no era necesario que se lo llevase de su habitación sin su autorización ni conocimiento. Sin embargo, era una posibilidad que no podía descartarse. Si era así, la situación no era menos crítica, porque Sofonisba no podía acusar al pintor oficial de la corte, protegido por el mismo rey.

Era distinto del caso del rey.

Al tratarse de su primera obra en España, Sofonisba quería que Felipe II la viera sólo cuando estuviera terminada, para aumentar el impacto. Para ella era importante que el soberano tuviera una buena impresión de ella como pintora. Si estaba satisfecho, le aseguraba futuros encargos, mientras que si se desilusionaba, difícilmente le habría confiado otros pedidos. Sabía que Felipe estaba en condiciones de apreciar cualquier detalle. Era un entendido. Ella no quería que viera un trabajo recién iniciado, aunque, a decir verdad, ya había completado las partes más importantes.

La idea de ser el centro de las habladurías de la corte por una cuestión tan desagradable la ponía nerviosa. No le gustaba ser protagonista, y menos de un hecho tan lamentable. Desde que había llegado a España había hecho lo posible por mantenerse al margen de chismorreos y cotilleos, pero un incidente como aquél daría pie para que la gente empezara a hablar de ella. No, no podía verse envuelta en un escándalo. Debía callar y esperar. Sin duda encontraría una manera de recuperar el cuadro. Debía acallar su ego, que reclamaba justicia.

Pero ¿y si el cuadro no aparecía? Indefectiblemente llegaría el día en que la reina debería posar para rematar los últimos detalles. ¿Qué le diría? E Isabel de Valois sospecharía si no le pedía que posara. Sabía que faltaba poco para concluir su retrato. Curiosa como era, preguntaría por qué. ¿Durante cuánto tiempo podría ocultárselo? Mientras el cuadro no reapareciera, debía encontrar una explicación lógica para que no sospechara nada. En caso de que al final no recuperase el retrato, la informaría. No tenía elección. Pero de momento era mejor callar. ¿Y si era sencillamente una broma? ¿Alguien que quería ponerla en guardia sobre lo que podía sucederle si le ponía palos entre las ruedas? Era poco probable. Podía esperar cualquier cosa, pero eso habría sido el colmo. Mas también era una posibilidad.

Ahora debía volver a sus actividades. Por el momento no había nada que hacer. Sin duda, un análisis en frío de la situación la ayudaría.

Hacia el atardecer, mientras regresaba a su habitación para descansar, le esperaba otra sorpresa. La jornada había sido larga y fatigosa. Estaba apática y sólo tenía ganas de echarse en la cama, no pensar en nada, olvidar los problemas y recuperar al menos un poco de energía para el día siguiente. No había nada como una buena noche de reposo para recuperarse. Despertarse con la mente despejada, libre de preocupaciones, le permitiría afrontar el nuevo día con claridad.

Al entrar en su habitación, lo vio de inmediato: el retrato de la reina estaba allí, en perfecta posición, de vuelta en el caballete, como si nada hubiera sucedido.

Se precipitó a quitar la tela que lo cubría para examinarlo y verificar si había sufrido algún daño. Después de una atenta revisión, no vio nada que hiciese sospechar algo semejante.

El misterio era completo.

Francamente, no entendía nada. Cuadro va, cuadro viene. Absurdo.

No sabía qué pensar y, agotada, se rindió. Lo importante era que su precioso trabajo no se había perdido. Era lo único que contaba en ese momento. De ahora en adelante lo tendría bajo llave.

Capítulo 17

A la mañana del tercer día, Antón llegó a la casa de Sofonisba y estaba a punto de llamar a la puerta cuando ésta se abrió. Lo recibió una nueva criada, una distinta de la habitual. Era bastante joven, al parecer tímida, puesto que al verlo se ruborizó ligeramente y lo saludó con una breve inclinación de la cabeza. Le dijo algo en voz tan baja que Antón no la entendió, pero lo interpretó como un «buenos días». La muchacha se hizo a un lado y él entró en el vestíbulo, encontrándose con otra sorpresa. A pocos pasos detrás de la criada, sentada en una cómica silla de ruedas, lo esperaba Sofonisba. Llevaba un vestido distinto, gris con un gran cuello blanco de encaje bordado. Le ofreció su acostumbrada sonrisa tímida. Parecía radiante y de excelente humor.

—Buenos días, joven Antón —dijo—. Lo estaba esperando.

—¿Ha sucedido algo? —preguntó él, extrañado de encontrarla allí.

—Sucede que hoy he decidido enseñarle mi casa —dijo ella, medio en serio medio en broma—. Esta mañana, al despertarme, me he dado cuenta de que he sido una pésima anfitriona. Hace un par de días que usted me visita para hablar de mi pintura, y aún no le he mostrado mis cuadros. Pero hoy daremos una vuelta por la casa y le enseñaré todos los que tengo aquí.

Antón, complacido, no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. Efectivamente, se moría de ganas de verlos. Sabía que un día u otro Sofonisba se los enseñaría, pero no se había atrevido a pedírselo expresamente, dadas las dificultades de movimiento de la pintora. No quería crearle un problema pidiéndole que le mostrara una colección dispersa por toda la casa, puesto que la habría obligado a un incómodo desplazamiento por las distintas habitaciones.

Para paliar ese impedimento físico, habría podido conducirlo un sirviente, ahorrando de este modo una fatiga a la anciana, pero no habría sido lo mismo sin sus comentarios.

Estaba muy lejos de imaginar que la señora poseía un medio como la silla de ruedas para evitarse fatigas. Siempre la había visto sentada en aquel gran sillón, y la única vez que se había levantado, apoyándose con dificultad en los bastones, le había representado un gran esfuerzo.

—Para mí es un gran honor, señora, pero no quisiera molestarla —dijo, cortés.

—Ninguna molestia —replicó ella—. Como ve, estoy organizada. No es gran cosa, pero al menos me permite moverme por la casa sin cansarme demasiado. —Y volviéndose hacia la joven criada, le dijo—: Venga, Mariuccia, llévame al salón grande. Comenzaremos por allí.

La colección personal de Sofonisba era importante. Al principio, Antón contaba cada cuadro, pero luego perdió la cuenta debido a la gran cantidad de obras que desfilaban ante sus ojos. Era la muestra de toda una vida, y a medida que avanzaban por las diversas habitaciones, distribuidas en dos planos, empezaba a entender la evolución de la artista con el tiempo. Desde las primeras y más sencillas obras había una gradual evolución de su arte, no sólo en la seguridad de la mano. Se notaba un notable progreso entre las primeras y las siguientes obras, no sólo en la técnica sino también en los colores y la elección de los temas y el fondo, pasando de lo simple a lo complejo.

—Veo que usted, de joven, era una rebelde —comentó, jocoso—. Utilizaba colores vivos y casi me atrevería a decir que audaces. Se nota su voluntad de ser independiente.

Sofonisba lo tomó como un cumplido.

—No pensaba que se notara tanto. Como mujer, para mí era muy importante desarrollar una vida independiente, al margen de la insípida fraternidad de los hombres de mi época, sin perder de vista mis objetivos. Era una situación ambigua, pues intentaba abrir una brecha en el mundo reservado de los hombres, sin perder nada de mis cualidades femeninas. No quería ser un hombre, sólo quería demostrar que era capaz de hacer las mismas cosas que un hombre, eso es todo.

—Pero he advertido una notable diferencia entre los cuadros anteriores y posteriores a su época española. ¿Se dejó influir por el estilo flamenco, o era una imposición?

—En realidad, hay un poco de todo. Tuve que adaptarme por fuerza al estilo de la corte española, intentando respetar en cierto modo mi estilo. Hay que tener en cuenta que tenía un gran deseo de aprender, y en eso debo decir que copié a Sánchez Coello, que conocía el estilo flamenco y era un maestro, de lo contrario no habría sido el pintor de la corte. Por otra parte, había cierta imposición de estilo a la hora de ejecutar el retrato oficial de un miembro de la familia real. Era imprescindible mantener y evidenciar la majestad y la naturaleza sagrada de sus personas, a través de una representación que debía ser lo más similar posible al modelo, manifestando su carácter augusto y divino, con el resultado de que a veces el modelo se parecía más a una estatua que a una persona. Mi educación italiana me inclinaba a un estilo más suave, colorido y luminoso. No tenía la formación del detalle minucioso de la escuela flamenca española, que intentaba representar al modelo con una pintura rígida y solemne, pero tuve que adaptarme a la rigidez protocolaria de los personajes que pintaba. De inmediato me di cuenta del conflicto existente entre los dos estilos, pero traté de asimilar ambos, creando un estilo particular que era una mezcla de las dos corrientes. Si bien me impregné del esquema oficial, siempre intenté humanizar a mis personajes, haciéndolos más cercanos a la realidad. Tenía la ventaja de convivir con ellos, los conocía muy bien, como si fueran miembros de mi familia. Cuando la familia real posaba para mí, podría asegurar que estaban más relajados que cuando lo hacían para otros pintores. Tenían una actitud más espontánea.

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