El secreto de Sofonisba (17 page)

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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

BOOK: El secreto de Sofonisba
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—Sí, claro. Estoy al corriente de esa práctica. El maestro Rubens me ha hablado de ella.

—Acceder a sus majestades —prosiguió Sofonisba— para que posen es un privilegio reservado a pocos. Generalmente, sólo se concedía al pintor oficial de la corte. En aquellos tiempos, como ya he dicho, era don Alonso Sánchez Coello. Era un hombre muy apreciado por el rey. Felipe II, para tenerlo cerca de él, incluso le había permitido instalarse en el palacio del Alcázar, en la Villa de Madrid, con toda su familia. A veces, si disponía de tiempo, el rey se presentaba por sorpresa en el estudio del pintor para comprobar en persona cómo proseguían sus distintos encargos. Era un hombre muy minucioso y le gustaba verificar y estar al día en todo. Seguía atentamente cada pedido que confiaba a Sánchez Coello, como si se tratara de una cuestión de Estado.

—Ya lo había oído comentar —intervino Antón.

—Pero —prosiguió Sofonisba, sin hacer caso de la interrupción— yo disfrutaba de una posición privilegiada, como justamente decía usted antes, y ser dama de la corte era un rango muy superior al de simple pintor, aunque fuera el oficial de la corte. Seguía siendo un simple pintor, no una persona de la corte. ¿Entiende?

Antón van Dyck asintió con la cabeza.

—Dado que la reina me honraba con su amistad —prosiguió Sofonisba—, prefería que fuese yo quien la pintara. Por desgracia, el tiempo que tenía para posar, si me lo concedía a mí, no podía brindárselo al pintor oficial. Así nació una cierta enemistad entre Sánchez Coello y yo, de la que no me di cuenta en los primeros tiempos. El pobre estaba celoso de mí.

—Pero cómo, si usted ocupaba una posición superior.

—¿Conoce la mente tortuosa de los hombres ? ¿Sobre todo en el ambiente de una corte, donde todo está reglamentado y cada uno tiene prerrogativas bien definidas? Entre mis atribuciones oficiales no estaba retratar a los soberanos y su familia. Estaba invadiendo un terreno que no era el mío. ¿Comprende ?

—¿Y eso le creó problemas?

—Algunos. Más que nada pequeños desaires, aunque con el paso del tiempo los olvidaba. No eran tan importantes. En el momento parecía que iba a morirme de rabia por la afrenta que me habían infligido, y debo admitir que me encontré en situaciones ridículas, pero luego, con el tiempo, las aguas volvían a su cauce. El tiempo es el mejor bálsamo.

—¿Usted pintó sólo a la reina? —preguntó Antón van Dyck para cambiar de tema. No le interesaban las rencillas de la corte.

—Claro que no. Pinté al rey en varias ocasiones, y a muchas otras personas de la familia real y la corte. Entre éstos, al joven rey Sebastián de Portugal, sobrino de Felipe II, a la hermana del rey, Juana de Austria, y naturalmente al príncipe de Asturias, el infeliz don Carlos. Por su proximidad a la reina Isabel fue a quien retraté más veces.

—Pero ¿por qué dice que la despojaron de sus cuadros? —Tenía la impresión de que la anciana estaba desviando la conversación.

—Porque la mayor parte de mis pinturas nunca fueron reconocidas como tales. No me han sido atribuidas. Ya he dicho que se atribuían al pintor oficial de la corte, aunque su participación era mínima, como terminar el retrato que yo había iniciado, pintando el vestido y los accesorios o simplemente copiándolo tal cual yo lo había pintado.

—Pero esa injusticia ha sido reparada. Todos sabemos que la gran pintora fue usted.

—Ya lo ve, el tiempo todo lo arregla.

Capítulo 15

Felipe II estaba ocupado en dictar su voluminosa correspondencia a uno de sus secretarios, cuando una persona de su séquito, a la que previamente había encargado que siguiera los movimientos de Sofonisba Anguissola, le informó que la joven dama acababa de salir de su estudio en dirección a los aposentos de la reina. Ordenó a su secretario que se retirara, y apoyando en el tintero la pluma con que firmaba los documentos, se levantó de su escritorio, dispuesto a acompañar a su informante. Estaba decidido a ir contra sus principios referidos a la intimidad de las damas de la corte, para verificar con sus propios ojos si esa italiana, que tenía fama de refinada pintora, poseía tanto talento como le habían asegurado.

Le constaba que la Anguissola había empezado un retrato de tamaño natural de su mujer, la reina Isabel. Los rumores corrían. Pero, cuando se había acercado a los aposentos de su esposa para verlo, se había topado con la negativa de la Anguissola a dejárselo ver. La reina misma, con una sonrisa en los labios, se había encogido de hombros en señal de impotencia, quitando importancia al episodio. Si la pintora no quería, había que respetar sus deseos. Por otra parte, la obra no se encontraba en sus aposentos, ya que después de cada sesión Sofonisba la hacía transportar a su estudio, al abrigo de miradas curiosas.

Felipe II había tropezado casualmente con la pintora en la antecámara de los aposentos de la reina y le había manifestado su deseo de ver los primeros bocetos del retrato. Para su gran sorpresa, la pintora tuvo una reacción inaudita. Le respondió amablemente, pero con firmeza, que ni hablar. Se negó de la manera más absoluta a satisfacer la curiosidad del rey, aduciendo que sólo se podía juzgar una obra cuando estaba terminada. Felipe II se había quedado, como poco, sorprendido.

En consideración a que la escena se había desarrollado en presencia de la reina, de la cual la pintora no sólo era una protegida sino también una amiga, el soberano había resuelto no insistir. Dudaba si sentirse ofendido por la excentricidad de la italiana, pero desde luego lo había cogido por sorpresa. Tuvo un instante de incertidumbre, luchando entre la indignación por su negativa y la admiración por haberse atrevido a formularla. Sin duda era valiente y no tenía pelos en la lengua. No recordaba a otra mujer de la corte que hubiera osado oponerse a sus deseos.

Reaccionó con
nonchalance
, cedió con una sonrisa amable y, tras despedirse de su mujer, se dio vuelta y regresó a sus aposentos.

Mientras caminaba en cabeza de su séquito y escuchaba, distraído, la explicación de uno de sus colaboradores sobre la situación de las Indias, se sorprendió sonriendo para sus adentros. Aquella italiana era muy peculiar. Qué desfachatez. ¿Cómo se había atrevido?

Aquel pequeño incidente le había abierto los ojos. Ahora comprendía mejor que su esposa se hubiera encaprichado con Sofonisba. Aquella mujer tenía un carácter muy fuerte. En el entorno del rey, donde todo era respeto y adulación, eran pocos los que se atrevían a expresar una opinión personal, y aún menos a imponerla, como acababa de ocurrir. La italiana había demostrado poseer una voluntad imperturbable. Aun mostrando respeto y excelentes modales, no se había amilanado por la presencia real. Era un hecho tan inhabitual que Felipe II incluso lo apreció.

Lo tendría en cuenta en el futuro. Una mujer así podía resultar muy útil. En la corte, donde abundaban los cortesanos serviles y melifluos, temerosos de contradecir sus deseos, una persona que osaba rebelarse, por añadidura mujer, le inspiraba respeto.

El rey salió de su estudio seguido por un par de colaboradores, entre ellos el informante, y se dirigió hacia el atelier de Sofonisba. Había resuelto comprobar personalmente la calidad de la obra en curso. Poco le importaba que estuviera inconclusa. No soportaba tener que renunciar a su impulso. Ahora más que nunca, después del rechazo de la italiana, se sentía picado por la curiosidad.

Le habría resultado fácil ordenar que le trajeran el retrato a su estudio, pero habría sido una solución demasiado brusca, opuesta a la reacción benevolente que había demostrado ante la artista. Por discreción, prefería incomodarse personalmente.

Llegados a la puerta del taller, un paje se encargó de abrirla con una llave maestra. Una vez abierta, se apartó para dejar paso al soberano. Felipe II entró, ordenando a su séquito que esperasen en el pasillo.

De inmediato lo vio. El cuadro estaba apoyado contra la pared cerca de la ventana, cubierto con una sábana. En el suelo, apoyada delante del caballete, vio una escalera, poco más que un reposapiés, usada probablemente por la pintora para llegar a la parte superior del cuadro. El retrato de la reina había sido ordenado de tamaño natural. Añadiendo las medidas del caballete, era evidente que la artista, de estatura normal, no habría podido pintar la parte superior del cuadro sin la ayuda de aquel trasto. Probablemente, incluso de pie sobre la escalerita debía de alzar los brazos, una posición incómoda y fastidiosa para una larga sesión. Por lo menos, el trasto le permitía estar a la altura correcta, sin el esfuerzo de mirar hacia arriba continuamente.

Felipe, que tampoco era demasiado alto, aprovechó la escalerita para quitar la sábana que cubría el cuadro. Tuvo que ponerse de puntillas y estirar el brazo al máximo para retirarla de las esquinas superiores. Pensando cuánto le costaría volver a ponerla en su sitio, decidió no quitarla del todo y dejarla colgando por un lado.

Se quedó estupefacto.

Ante sus ojos maravillados apareció el rostro de la reina. Era tan perfecto que Felipe creyó estar delante del original de carne y hueso. Isabel estaba allí, delante de él, en una extraña inmovilidad, mirándolo con aquella expresión que él conocía tan bien. Sus ojos expresaban la misma dulzura, la misma ternura de cuando lo miraba en la intimidad de sus aposentos. En aquellas raras ocasiones, Isabel se dejaba llevar y lo acariciaba amorosamente, rozando con sus dedos el dorso de su mano.

Era increíble, pero el retrato de Isabel tenía en los ojos el mismo brillo particular que lo había hecho enamorarse. Sólo le faltaba un leve movimiento de los párpados para hacerla real.

Felipe permaneció en silencio.

Bajó de la escalerita y retrocedió unos pasos para admirar el cuadro en toda su dimensión. Estaba atónito. Aquella mujer, aquella italiana, era un ángel. Poseía un verdadero don. Sabía reproducir con precisión, tacto y dulzura los rasgos de su modelo. Había tenido razón el duque de Alba al recomendársela. Recordó que él mismo se había quedado impresionado por el retrato que Sofonisba le había pintado en Milán.

Isabel parecía viva. Felipe se sintió casi conmovido al ver a su joven esposa tan bella. Para él, la conmoción era un sentimiento poco usual, habitualmente lo sofocaba sin contemplaciones. Un gobernante debía saber controlarse, no podía permitirse el lujo de mostrar sus sentimientos.

Sintió un nudo en la garganta. A duras penas dominaba la emoción que lo embargó al pensar en su mujer. Era tan hermosa, tan joven… Se sentía enamorado.

Felipe II estaba habituado a juzgar las obras de los grandes maestros de la pintura. Sin embargo, nunca había visto una capaz de transmitir tanta naturalidad como aquélla, capaz de contagiar la ilusión de que se trataba del verdadero original. Si no lo hubiera visto con sus propios ojos, jamás habría creído que aquella joven dominase el arte del retrato con tanta maestría. Además de por su valentía, ahora se había ganado su respeto también por su maestría.

De ahora en adelante aquella mujer se beneficiaría de su protección. No podía permitir que tanto talento se desperdiciara.

Cubrió nuevamente el retrato con la tela y salió de la habitación.

—Cierra bien la puerta y que nunca nadie sepa que el rey ha estado aquí —le dijo a un paje.

Luego, con su séquito pisándole los talones, volvió a ocuparse de su correspondencia.

Capítulo 16

Después del descubrimiento accidental de que alguien había entrado furtivamente en su estudio, Sofonisba había redoblado la vigilancia. Al no poder estar constantemente en el estudio para descubrir al intruso, decidió poner pequeñas señales aquí y allá para comprobar si alguien intentaba entrar nuevamente.

Desplazó unos centímetros de su sitio habitual algunos pequeños objetos sin importancia, de manera que el intruso habría tenido que moverlos para acercarse al cuadro. Eran detalles ínfimos que sólo una mente observadora habría advertido, como determinado tipo de pliegue en la sábana que cubría el retrato para protegerlo del polvo, una sutileza femenina que sólo ella, meticulosa como era, podía recordar con precisión. Además, giró el caballete en una posición incómoda, de modo que si alguien quería verlo tendría que moverlo. En el suelo, con un lápiz, marcó de manera casi invisible la posición exacta de las patas del caballete.

Durante varios días permaneció en alerta, controlando a menudo sus marcas secretas, pero no sucedió nada. Todo estaba exactamente tal como lo había dejado. Al parecer, la misteriosa visita no se había repetido.

Hacia finales de mayo, para huir del calor sofocante que empezaba a oprimir la capital —con la llegada del verano, se hacía insoportable para hombres y animales—, era usual que la corte emigrara a lugares más frescos, donde pasar los meses más tórridos. El rey podía elegir entre sus distintas residencias, mientras esperaba que el imponente palacio del Escorial estuviera terminado. Una de éstas era el palacio del Pardo, a pocas leguas de Madrid, mientras que la otra estaba más al sur, pasando Toledo, en una aldea llamada Aranjuez, donde Felipe II había hecho agrandar y embellecer lo que originalmente era un simple pabellón de caza. Era el lugar preferido de Sofonisba.

El palacio no era muy grande, modificado por el presente monarca según un proyecto de su padre, el emperador Carlos V, situado en un ambiente que regocijaba la vista, con sus naranjales, sus plantaciones de alcachofas y fresas —las primeras plantadas en España—, la dulzura de sus paisajes, alegrados por una espléndida panorámica sobre los campos de trigo que se extendían hasta donde llegaba la vista. Además, la cercanía del río Tajo acrecentaba la sensación de bienestar y frescura, convirtiéndolo en un sitio ideal para pasar el verano.

Aquel panorama tranquilo y relajante reforzaba la idea que Sofonisba se había hecho del país antes de conocerlo. Imaginaba España precisamente así, muy similar a su Cremona natal. Para ella había sido una sorpresa descubrir que gran parte del país estaba cubierta por áridas llanuras que en verano se transformaban en auténticos desiertos.

Amaba Aranjuez y sus alrededores. En sus jornadas libres se hacía llevar a la cercana Chinchón, a sólo pocas leguas de distancia, donde la plazoleta principal, de forma circular, le recordaba la de Siena en miniatura. Precisamente a Siena estaba ligado el recuerdo de una breve estancia, cuando había pasado por la ciudad toscana a la vuelta de un viaje a Roma.

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