El sacrificio final (38 page)

Read El sacrificio final Online

Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El sacrificio final
2.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

Gaviota y sus guardias personales volvieron grupas y entraron en el bosque por el angosto sendero.

—¡Ya habéis oído a nuestro general! —gritó Helki, señalando el sendero con su lanza en cuanto el retumbar de los cascos de sus monturas se hubo desvanecido—. Quien desee marcharse, que se vaya.

* * *

Los dos hermanos hablaron delante de sus tiendas mientras engullían a toda prisa un poco de comida sostenida en sus manos cubiertas de polvo. El sol ya estaba muy bajo, y largas sombras salpicaban el complicado laberinto de historias y leyendas de los mosaicos y hacían resaltar los alegres colores que el tiempo había ido oscureciendo poco a poco.

—... en el desierto, la Caballería Dorada se enfrenta a guerreros de coraza marrón que montan escorpiones, e incluso a criaturas mitad escorpión y mitad humano. Y también hay enormes pájaros negros parecidos a los buitres que pueden arrancar el brazo de un hombre con un solo picotazo. Y en el bosque, los mamuts aplastaron a amigos y enemigos por un igual. Hay escaramuzas rodeándonos por todas partes. Nuestros exploradores, armados únicamente con cuchillos, están tendiendo emboscadas a los bárbaros. Y un bibliotecario ha informado de que las gentes del mar se enfrentan a tiburones hechizados tan inteligentes y mortíferos como lobos, pero tienen unas ballenas de rayas blancas para que les ayuden. Y... —Gaviota se quedó sin aliento y bebió un trago de vino tinto—. Y no sé qué más. No veo ningún final a este combate y, en realidad, me parece que la batalla se está haciendo cada vez más y más encarnizada. No podremos dormir mucho rato.

Gaviota se levantó y se quitó el polvo de las ropas. Estaba tan cansado que se tambaleó, y apoyó una mano en el robusto hombro de Muli para recuperar el equilibrio.

Mangas Verdes también se levantó. Había pasado la tarde conjurando muros de espinos y de luz, agua de mar y surtidores para extinguir incendios, provocando pequeños terremotos que resquebrajaban la tierra para separar a las facciones que combatían o invocando manadas de lobos para que acosaran a los incursores. Estaba tan cansada que habría podido echarse a llorar.

Pero lo que más temía y más la horrorizaba era la perspectiva de lo que su hermano había profetizado sería la batalla final, que terminaría con sus muertes o con las de los hechiceros. Mangas Verdes no podía evitar pensar que todo aquello había ocurrido por su culpa. Si no poseyera el poder de hacer magia, no estarían viviendo todo aquel caos. Los demás le aseguraban que eso era una tontería, pero en lo más profundo de su corazón Mangas Verdes presentía que estaba en lo cierto..., y lo peor era que no tenía ni idea de cómo detener aquella locura.

Gaviota contempló el sol poniente con los ojos entrecerrados.

—Vamos, Verde. Tienes que sacar de aquí a los no combatientes y a los niños.

Mangas Verdes ni siquiera estaba segura de que pudiera hacer un solo conjuro más. Le dolían los brazos, y le ardían los dedos. Su cabeza latía con un doloroso palpitar de tanto preocuparse y concentrarse. Volvió la mirada hacia el mosaico central, donde una multitud se había estado congregando desde hacía una hora. «Tantas personas que desplazar a través del éter...», gimió para sus adentros.

Pero deslizó la mano por el hueco del codo de Kwam —Kwam, siempre lleno de paciencia, siempre a su lado y siempre dispuesto a ayudarla—, y fue hacia allí con su hermano.

La multitud contempló cómo sus dos líderes avanzaban por entre las hogueras, las tiendas y los montones de equipo, los haces de leña y las recuas de monturas. Gaviota vio que Helki y Holleb, los dos centauros, estaban en el perímetro de la multitud, así como otros combatientes de caballería que habían dejado atadas sus monturas en alguna cuerda. Pero la multitud estaba extrañamente silenciosa, y Gaviota había esperado oír despedidas lacrimosas y bromas vacilantes. Nadie hablaba, y un niño que había empezado a lloriquear fue acallado casi inmediatamente y estrechado con más fuerza entre los brazos que lo sostenían.

Los Lanceros Verdes rodearon y precedieron a Gaviota, como siempre, mientras que las Guardianas del Bosque avanzaban detrás de Mangas Verdes.

—¡Dejad paso al general y a Mangas Verdes! —ordenó secamente Muli cuando estuvieron cerca.

La multitud se abrió ante ellos.

Gaviota y Mangas Verdes se detuvieron.

El centro estaba vacío.

Gaviota y Mangas Verdes no se dieron cuenta de que, por una vez, sus guardias personales no estaban pisándoles los talones. Kwam había dejado de sujetar la mano de Mangas Verdes. Los dos hermanos fueron hasta el centro del mosaico sin que nadie les acompañara. Su séquito llegó hasta donde empezaba el círculo solar, pero ya no fue más lejos.

Gaviota miró a su alrededor, sintiéndose cada vez más perplejo. Mangas Verdes bajó la vista hacia el rostro sonriente de gordas mejillas del que brotaban rayos serpenteantes, como si el sol pudiera responderle.

—No lo entiendo...

Gaviota contempló a la multitud inmóvil alrededor del círculo solar. Había lugares en los que el gentío tenía diez o quince cuerpos de espesor, y todos esperaban y miraban. Pero nadie ponía un pie sobre la línea.

—¿Qué demonios significa todo esto? —preguntó—. ¿Quién va a marcharse?

Silencio, como un calor palpable que brotara de los cuerpos inmóviles.

—¿No os atrevéis a avanzar? Ya he dicho que nadie será despreciado por salvar su vida, o la de sus hijos. Que quienes vayan a irse den un paso hacia adelante.

Nadie se movió. Algunos miraron al general a la cara y algunos desviaron la mirada o la bajaron, pero nadie habló.

Mangas Verdes estaba notando una sensación muy extraña en el estómago, como si se estuviera precipitando por un abismo.

Gaviota chasqueó la lengua.

—Basta de tonterías. Estamos perdiendo el tiempo. —Eligió a un hombre que llevaba un delantal lleno de manchas, un herrero y armero encima de cuyo hombro había un saco por el que una niña muy pequeña asomaba la cabeza y lo contemplaba todo con ojos llenos de curiosidad—. Ya no tienes nada que hacer aquí, Ezno. Coge a tus hijos y a tus hijas y...

El herrero se lamió los labios y movió la cabeza en una lenta negativa.

—La caballería me necesita para que ponga herraduras a sus caballos, Gaviota, o no podrán luchar.

Gaviota, perplejo, frunció el ceño.

—Bueno, pues entonces habrá que ocuparse de tu bebé... La llamaste Carina, ¿verdad? Confíasela a un aya, y se marchará con ella. —Señaló a un aya, una mujer muy gorda que llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo y un delantal repleto de bolsillos. Media docena de niños se agarraban a sus faldas—. Tú tienes un poco más de sentido común, ¿verdad, Dasha? Venga, di a esos niños que entren... Pero Dasha también meneó la cabeza.

—No sirvo para hacer de aya, general —dijo—. Los niños no me obedecerán, y no puedo irme sin ellos.

Mangas Verdes probó suerte con la persuasión.

—Pero seguramente entiendes que los niños no estarán a salvo si se quedan aquí, Dasha —dijo—. Les harán daño, los matarán... Si no se...

—Quieren luchar —dijo el aya.

Un niño que sólo le llegaba hasta las rodillas alzó una sucia manecita para mostrar su arco y su flecha de juguete.

Las palabras que Mangas Verdes iba a pronunciar murieron en sus labios.

Gaviota meneó la cabeza y cruzó el círculo. Por primera vez, vio que sus seguidores retrocedían como si se encontraran ante un monstruo. Lirio estaba entre ellos, con Agridulce en los brazos, y un aya sostenía a Jacinta. Kwam estaba junto a ellas, pareciendo hallarse absorto en sus pensamientos. Gaviota extendió un brazo.

—¡Échame una mano, Helki! Haz venir a las tropas que vayan a marcharse...

—¡No las hay, mi general! —respondió la centauro con voz potente y nítida—. ¡Nadie desea irse!

—Pero eso es... —Gaviota alargó la mano hacia una cocinera de cabellos rizados por el contacto continuo con los vapores que sólo tenía una mano—. ¡Sal de aquí, Amissa! Comeremos raciones de campaña y...

La cocinera retrocedió cuando los dedos de Gaviota se cerraron sobre su mano llena de cicatrices y viejas quemaduras. Estaba demasiado asustada para hablar pero, para el asombro del general, docenas de manos se posaron sobre los hombros y las faldas de Amissa y la sujetaron. Gaviota, confuso y aturdido, la soltó.

El fuego de la ira empezó a arder dentro de él.

—¡No podéis quedaros todos! ¡Es una estupidez! ¡Nos quedaremos con un núcleo de combatientes, gentes que no tengan nada que perder, y eso será todo! Amissa, tú perdiste esa mano durante el ataque al campamento... ¡Un jinete del desierto te la cortó de un sablazo! ¡Estuviste a punto de morir! Y morirás... ¡Lirio, ayúdame!

Gaviota, desesperado, se volvió hacia su siempre prudente y práctica esposa, pero Lirio se limitó a menear la cabeza. Sus ojos relucían con el brillo de las lágrimas.

Gaviota se dio por vencido.

—¡Muli! Trae a tus lanceros y separaremos a estos idiotas de los demás. No podemos pasarnos toda la noche...

Y la respuesta de Muli le dejó boquiabierto.

—No, general Gaviota. Lo siento, pero... No. No entraremos en este círculo..., ni ahora ni nunca.

—Yo tampoco entraré —declaró Ezno, el herrero.

—Ni yo —dijo secamente Dasha, el aya.

—Ni yo —graznó Amissa, la cocinera.

—¡Ni yo! —gritó alguien desde atrás.

—¡Ni yo! —le hizo eco una voz.

—¡Ni yo! ¡Ni yo! ¡Ni yo! —gritaron muchas voces.

Las dos sílabas recorrieron el círculo una y otra vez, repitiéndose como una canción. Gaviota estaba tan perplejo que sólo atinó a menear la cabeza. Después alzó las manos, la derecha que estaba intacta y la izquierda que estaba mutilada y sólo tenía dos dedos.

—Pero... ¿Es que no lo entendéis? ¡Quedarse aquí significa la muerte! ¡Los hechiceros han jurado destruirnos, o esclavizarnos! Quizá nos hagan cosas todavía peores... Ellos no... El cántico del ejército se volvió todavía más ensordecedor.

—¡Ni yo! ¡Ni yo! ¡Ni yo!

Gaviota se desgañitó en un intento de imponerse a gritos, pero acabó rindiéndose y se calló.

—Creía que yo era el único maldito cabezota que había en este ejército... —dijo con voz pensativa.

Y Mangas Verdes, sola junto a él sin ni siquiera su amado Kwam, se echó a llorar.

º

_____ 18 _____

—¿Por qué lo hacen, Helki?

Olvidando sus modales, y que los centauros no soportaban ser tratados como bestias de carga, Mangas Verdes se derrumbó sobre el flanco caliente y suave de su amiga. La centauro no protestó.

—¿Por qué se esfuerzan tanto, por qué luchan y mueren por mí y por mi hermano?

—No lo hacen por vosotros —replicó la centauro—. Lo hacen por ellos mismos.

—¿Eh?

Ya había anochecido, y las hogueras iluminaban el campamento. Los fuegos eran más grandes de lo habitual. Las canciones resonaban por todo el campamento, y se oían muchas risas y carcajadas, y el entrechocar de jarras alzadas en un brindis, y los alegres sonidos de la danza. Después de que Gaviota se hubiera dado por vencido y hubiese dejado de tratar de convencer a la gente de que se fuese, el campamento se había dedicado a preparar la cena. Pero poco a poco, a medida que la gente saboreaba su victoria moral, una atmósfera general de celebración se había ido adueñando de todos, aunque los puestos de guardia seguían vigilando desde las empalizadas.

A Mangas Verdes todo aquello le parecía tan horrible como imposible de entender. Ella y Kwam habían recorrido el campamento y habían sido recibidos con joviales saludos por muchos, hasta que la joven druida encontró a sus amigos los centauros, todavía con la coraza y los arreos de guerra puestos, hablando con otros combatientes de la caballería. Mangas Verdes había intentado formular preguntas coherentes hasta que llegó un momento en el que no pudo seguir conteniéndose y estalló.

—¡No lo entiendo! —balbuceó—. ¡Probablemente van a morir, y sin embargo se sienten felices de poder sacrificarse! ¡Gaviota y yo no nos merecemos esa clase de devoción!

—No es por Gaviota y por ti. —La centauro, que era mucho más alta que Mangas Verdes, se inclinó un poco y acarició la despeinada cabellera de la mujer apoyada en su flanco. Kwam estaba a un metro de ellas, escuchando en silencio—. Las personas se sacrifican por ellas mismas. Por sus familias, y por sus sueños de volver a casa... Pero sobre todo se sacrifican por la causa.

—¿Cuál es nuestra causa? —Mangas Verdes clavó la mirada en el resplandor de las hogueras—. Se me ha olvidado.

—Ellos no la han olvidado. Cada día, con cada tarea, la gente trabaja para la buena causa que tú y Gaviota iniciasteis. Eso los vuelve más grandes.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo?

Helki intentó encontrar las palabras adecuadas en una lengua que no era la suya.

—No es la guerra, y no es ejército. Es una cruzada para detener a los hechiceros. Es... la idea. Gloriosa idea. La gente se une a la idea, y la hace suya. Se van haciendo más grandes para que la nueva idea pueda caber dentro de sus cabezas.

—No... No lo entiendo.

Helki piafó y golpeó el suelo con sus pezuñas. Su cola onduló de un lado a otro mientras pensaba.

—Te contaré una historia, de los tiempos en que viajábamos por los lejanos bosques del oeste. Entonces Holleb no era tan bueno y amable como ahora. Pero cambió. —El hombre-corcel, que estaba cerca de ellas, soltó un gruñido, pero Helki siguió hablando sin inmutarse—. Escucha, y yo contaré...

* * *

Los bandidos eran astutos y no produjeron ningún sonido cuando saltaron desde los árboles, con sus largos cuchillos preparados para clavarse y rajar.

Pero sus presas, que estaban avanzando por el sendero medio perdido entre la frondosa vegetación, no eran humanos corrientes.

Holleb y Helki, centauros lanceros, estaban llevando a cabo una misión de exploración para el ejército. Llevaban cascos y petos de acero pintado y adornado con volutas, arneses de guerra y equipo y otras impedimentas sujetos a lo largo de sus potentes y lustrosos flancos rojizos. Iban armados con lanzas tan largas como sus cuerpos cuyos astiles estaban adornados con plumas de vivos colores. Holleb, el hombre-corcel, medía casi tres metros de altura, con brazos gruesos como troncos de árbol y un delicado y casi plumoso pelaje blanco encima de sus inmensas pezuñas. Helki, su compañera y casi tan grande como él, se movía tan silenciosamente como un gato montes.

Other books

The Cat Who Played Brahms by Lilian Jackson Braun
Invisible by Ginny L. Yttrup
The Last Stormlord by Larke, Glenda
No More Pranks by Monique Polak
Two and Twenty Dark Tales by Georgia McBride
O Jerusalem by Laurie R. King