El sacrificio final (35 page)

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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El sacrificio final
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Pero no dispuso de mucho tiempo para pensar. El Señor de la Atlántida, bañado en aquella luz blanco verdosa creada por él mismo, iluminaba el agua hasta unos tres metros a su alrededor. El dios del mar cogió a Mangas Verdes con sus enormes manos púrpuras y la desplazó con tanta facilidad como si no pesara nada, colocándola sobre su espalda y tirando suavemente de sus manos hasta ponérselas encima de las aletas de sus hombros para que se agarrara a ellas. Después un movimiento casi imperceptible de su cola bastó para impulsarlos hacia las profundidades.

Un par de delfines se acercaron para investigar y fueron dejados atrás. Más peces pasaron junto a ellos: un banco de peces manteca, llamados así por su color amarillo; esbeltos atunes de un blanco plateado que los perseguían; un pez globo tan grande y plano como la tapa de un barril; muchos más peces que Mangas Verdes no conocía, entre ellos un gigantesco tiburón cuyo cráneo formaba dos protuberancias que sobresalían del centro y le daban una forma muy parecida al martillo de un zapatero remendón... Pero incluso el tiburón se apartó ante el Señor de la Atlántida.

Las preguntas fueron acudiendo a la mente de Mangas Verdes mientras se agarraba a aquellas aletas rígidas de un tacto vagamente gomoso y sentía el roce del agua deslizándose junto a sus pies, pero no en su cara. No estaba muy segura de si debía hablar —hacerlo podía romper algún hechizo—, pero las preguntas seguían estando allí.

Y fueron respondidas.

«Buscas a los Sabios de Lat-Nam y a sus secretos.» La réplica llegó hasta ella al instante, y resonó dentro de su mente como el repique de una gran campana.

«¿Cómo lo has sabido?», replicó Mangas Verdes en una reacción automática. Un segundo después lo comprendió. Por supuesto: el dios del mar podía leer sus pensamientos.

«Los recuerdo», resonó la campana.

Mangas Verdes se quedó perpleja.

«¿Te acuerdas de ellos? Pero ya hace...»

«Eras. Sí, para alguien como tú... Para el mar no hace tanto tiempo. Eran buenos, aunque demasiado dados a la introspección.»

«¿La introspección?», preguntó Mangas Verdes.

Qué palabra tan extraña. Mangas Verdes también encontraba bastante extraño conversar con los pensamientos que se escondían dentro de otra cabeza, especialmente si se trataba de una cabeza púrpura llena de aletas y la conversación tenía lugar debajo del agua.

«Estaban demasiado absortos en la meta de la magia. Ésa fue su gloria, y también fue su perdición.»

Aquel dios del mar representaba a una sabiduría muy antigua, pero de repente Mangas Verdes se encontró pensando que en realidad no era más viejo que un padre: paciente y sabio, y quizá un poco cansado. Pero la conversación se desarrolló en cuestión de segundos, avanzando tan deprisa que los pensamientos de Mangas Verdes apenas llegaban a ser destellos mentales que enseguida recibían respuesta.

La voz palpitó dentro de su cabeza mientras seguían hundiéndose en las profundidades marinas. Mangas Verdes pensó que arriba podía ser de día o de noche, verano o invierno, y hacer buen tiempo o la furia de una tempestad. Pero allí abajo apenas había cambios. Se hallaba en un mundo de paz infinita.

«Los Sabios jugaron con la magia —habló el señor del mar—. Se alimentaron de ella, la movieron y creyeron en ella y en muy pocas cosas más. Estaban ciegos a los deseos de los demás. Se entrometieron en la vida de mi reino creando a la tribu de la Concha de Cobre. Permití que sus gentes marinas permanecieran en las aguas, pero advertí a los Sabios de que nunca más debían volver a jugar con mi mar, mis orillas y mis súbditos. Cuando comprendieron la amenaza que representaban los Hermanos, ya era demasiado tarde. Las máquinas, la plaga, el fuego y el barro cayeron sobre ellos y los engulleron. El mar todavía sufre sus efectos, pues muchos súbditos nacen enfermos o deformes y mueren antes de tiempo.»

Mangas Verdes tenía muchas preguntas que hacer, pero el Señor de la Atlántida se le adelantó.

«Obsesionarse en exceso con la magia es malo, como lo es hacerlo con cualquier otra cosa —le dijo—. Una criatura en equilibrio aprende de todo, interroga a todas las cosas y aprende de todas ellas. ¿Comprendes?»

«Sí», replicó la archidruida, pues era la única respuesta posible. El dios del mar acababa de decirle algo que Mangas Verdes ya sabía. Un exceso de magia, o de cualquier cosa, haría que la mente y el cuerpo perdieran su equilibrio. Era bueno que se lo recordaran.

«Sí, y prometo que no me dejaré deslumbrar ni por la vida ni por la magia.»

«Tal como pensaba —replicó la voz mental del señor del mar, y había la sombra de una risita en ella—. Y ahora, ven y aprende.»

Mangas Verdes parpadeó. La luz que emanaba del cuerpo del señor del mar le permitía ver el fondo del océano. Debajo de ella se extendía un bosque de coral, fantásticamente diverso y tan grande como el Bosque de los Susurros. Peces que parecían hechos de musgo y criaturas recubiertas de gruesos caparazones caminaban, nadaban y volaban por entre árboles, flores, plantas y animales de todos los colores, tamaños y formas imaginables. Las largas cintas de las algas se alzaban hacia el cielo, y medusas que parecían nubes iban y venían de un lado a otro en lentas ondulaciones junto a ellas, mientras que los pulpos y los calamares lanzaban sus chorros para propulsarse en pos de peces tan veloces y multicolores como pájaros. Todo un mundo, tal vez nunca visto por un ser humano hasta aquel momento, se arrastraba, palpitaba, nadaba, se agitaba y vivía y moría debajo de los pies de Mangas Verdes, extendiéndose en todas direcciones hasta perderse de vista.

Un gran acantilado, una montaña submarina, se alzó de repente ante ella y Mangas Verdes parpadeó y dejó escapar un jadeo de sorpresa. Una enorme caverna abría su entrada en el acantilado, y el dios del mar los introdujo en su interior con una sola ondulación de su cola.

La cámara carecía de aire. Era un túnel, o un corredor, bastante parecido a aquellos que el ejército había excavado en la superficie y que tendría unos ocho metros de anchura y unos cuatro de altura. Avanzaron por el corredor, con el Señor de la Atlántida manteniendo su cuerpo casi totalmente estirado y nadando en línea recta para que sus colosales dimensiones pudieran pasar por él. Aquel lugar se hallaba sumido en la negrura más absoluta, y Mangas Verdes supuso que lo habría estado durante siglos. Pero hubo un tiempo en el que había estado seco, pues había aros de hierro para sostener antorchas en las paredes. Casi todos los muros estaban recubiertos por una delgada vellosidad de musgo marino, y en el suelo se amontonaban las protuberancias irregulares del coral a medio formar por entre las que se podían distinguir cangrejos blanquecinos que correteaban en pos de peces de pálidas escamas.

Y entonces vio luz delante de ella.

La luz le resultó familiar.

El Señor de la Atlántida se detuvo con una ondulación de su cola que hizo temblar a decenas de plantas y animales bajo su viento subacuático. Mangas Verdes sintió una leve vibración cuando el enorme cuerpo del dios del mar se posó sobre el suelo del océano, y luego bajó de su espalda, moviéndose tan cautelosamente como si estuviera desmontando de un corcel que ningún jinete podía controlar.

Después giró sobre sí misma en un lento círculo y contempló lo que la rodeaba. Los antiquísimos muros cubiertos de musgo brillaban, hasta tal punto se hallaban impregnados de maná.

La estancia también le resultó familiar, aunque nunca la había visto antes.

Por lo menos, no con sus ojos.

Mangas Verdes se llevó una mano a la cabeza casi sin darse cuenta de lo que hacía, y descubrió que su despeinada cabellera flotaba a su alrededor tan delicadamente como un halo. No llevaba nada en la cabeza, pero sentía como si la tuviese cubierta..., como por un casco.

Por el casco de piedra verde creado por los Sabios hacía muchas eras.

Era allí, en aquella sala, donde los Sabios lo habían creado y le habían dado su poder. Mangas Verdes pudo verlos dentro de su mente, gritándose los unos a los otros mientras la devastación caía sobre ellos, y el fuego y las piedras y los monstruos hacían añicos la torre para que se desmoronase encima de ellos.

Y más tarde, alguna fuerza inimaginable destruyó el centro del colegio y hundió los brazos que le daban la forma de una estrella de mar en el lecho del océano. Toda el ala en la que se encontraba, mágicamente preservada de alguna manera inexplicable y totalmente intacta, se sumergió en el reino de los peces.

El Señor de la Atlántida la observaba pacientemente, inmóvil en el túnel debajo de ella. Mangas Verdes se preguntó qué debía encontrar. Dio un paso hacia adelante y algo rozó su pie, y Mangas Verdes se inclinó lentamente en el agua espesa y fría para recogerlo.

Era un cráneo del que sólo quedaba la mitad de la cara. Los moluscos y el coral lo habían ido recubriendo por completo, convirtiéndolo en una máscara viviente de musgo y piedra. Mientras lo contemplaba, una diminuta gamba rosada surgió de la única órbita para investigar el exterior y sus antenas temblaron bajo la brisa submarina.

—¿Quién fuiste? —se preguntó Mangas Verdes en voz alta. El agua que la rodeaba hizo que su voz resonara con inesperada potencia en sus oídos.

Entonces se acordó de algo que Chaney le había enseñado hacía mucho tiempo.

Dormir sobre un cráneo para comunicarse con los muertos-Mangas Verdes se llevó el fragmento coralino a la frente, manejándolo con inmensa delicadeza por miedo a que se le desmoronase entre los dedos. Los pétreos brotes de crecimiento marino que lo cubrían hacían que la superficie resultara rugosa, pero a pesar de ello Mangas Verdes también sintió el beso húmedo del musgo mojado.

—¿Qué era? —le murmuró al Sabio que había muerto hacía tanto tiempo—. ¿Cuál era el secreto del casco de piedra? ¿Cómo pretendíais controlar a los hechiceros maléficos? ¿Puedes decírmelo? Te lo pido porque mi hermano y yo hemos jurado detener a la magia maléfica allí donde la encontremos. Proseguiremos vuestra obra, mi buen señor o señora, pero te lo ruego... Oh, te lo ruego... Revélame el secreto.

Y una voz reseca y cascada, casi reducida al silencio por la edad y la acumulación de depósitos marinos, resonó de repente en las profundidades de su cabeza.

Mangas Verdes la escuchó con gran atención.

Y el cráneo le habló.

* * *

Una enorme ola llegó a la orilla justo cuando el sol estaba asomando por encima del horizonte. El Señor de la Atlántida cabalgaba sobre la estela de la ola. Una pequeña ondulación de su cola bastó para que impulsara suavemente a Mangas Verdes hacia la orilla. La joven druida saltó al agua, que le llegó hasta el pecho, y se volvió para darle las gracias, pero el dios del mar ya se había ido y Mangas Verdes sólo pudo ver la agitación de las olas.

Alguien gritó.

Mangas Verdes extendió un brazo, logró asentar los pies sobre el resbaladizo fondo de guijarros y se abrió paso a través de la espuma de la ola. Ya estaba empezando a sentir cómo el hechizo que la había protegido del agua se iba disipando. Pero cuando llegó a la orilla descubrió que, aparte de sus botines y el extremo de su túnica, estaba totalmente seca. Kwam había esperado en la playa junto con sus seis protectoras, y fue corriendo hacia las olitas espumeantes que rompían en la orilla para abrazar a Mangas Verdes.

—¡Lo encontré! —exclamó Mangas Verdes con los labios pegados a su hombro mientras Kwam la estrechaba entre sus brazos—. ¡Lo encontré, Kwam! ¡Conozco el secreto del casco! Ahora podremos...

Pero Kwam estaba hablando al mismo tiempo que ella, murmurando una y otra vez las mismas palabras.

—¡...tanto, me alegro tanto de verte! ¡Desapareciste debajo de las aguas, y no podíamos movernos! ¡Las gentes del mar no nos dijeron nada, y se limitaron a hundirse bajo las olas detrás de ti! ¡Temíamos a los tiburones! Pensábamos que...

Mangas Verdes se calló, sorprendida por el miedo que había en la voz de Kwam. No había pensado en la posibilidad de que alguien se preocupara por ella, pues se había sentido perfectamente a salvo en todo momento bajo la protección del Señor de la Atlántida. Pero a pesar del pánico de Kwam, a Mangas Verdes la emocionó y la encantó que alguien se preocupara tanto por ella y que la quisiera hasta tales extremos...

Un instante después algo atrajo su atención: unas llamas rojo amarillentas bailaban en lo alto del acantilado, agitándose por encima del bosque. No era el amanecer. Eran hogueras, unas hogueras inmensas que estaban fuera de control... Sus Guardianas del Bosque volvieron la cabeza en esa dirección con los ojos llenos de preocupación.

—¿Qué está pasando?

El estudiante de magia le rozó la coronilla con las puntas de los dedos y depositó un beso sobre ella.

—Ésa es otra de las razones por las que me preocupaba tanto lo que pudiera haber sido de ti —dijo—. Volvemos a ser atacados. Los hechiceros combinados nos han encontrado.

* * *

Mangas Verdes y Kwam, flanqueados por las seis mujeres armadas con espadas y lanzas, avanzaron bajo la luz humeante, tambaleándose y tropezando a lo largo del sendero que subía hacia el bosque..., para encontrarse con una manada de felinos cuyos dientes eran tan grandes como sables que lanzaban gruñidos y rugidos hacia unos mamuts que trompeteaban en el comienzo del bosque. Un grupo de cavernícolas de pálida piel los vieron llegar, lanzaron feroces gruñidos y parecieron prepararse para arrojarles lanzas de puntas de piedra. Las protectoras de Mangas Verdes gritaron y alzaron sus escudos, pero la archidruida se limitó a mover la mano en el aire como si quisiera hendirlo y se transportó a sí misma y a sus compañeros hasta el campamento.

La locura reinaba en el recinto. A la luz de las rugientes hogueras, Mangas Verdes pudo ver soldados y zapadores esparcidos por los baluartes que rodeaban al enorme mosaico que libraban un encarnizado combate con oleadas de monstruos y merodeadores ululantes. Muchos soldados iban sin botas o sin casco, tan repentinamente habían sido levantados de sus lechos. La cabeza de una mujer llamada Hannah, que normalmente lucía cuatro coletas impecables, estaba rodeada por largos mechones de cabellos que se agitaban locamente en todas direcciones. Los soldados usaban sus lanzas y jabalinas para evitar que la turba trepara por encima de la empalizada o se abriera paso a través de ella. Bárbaros azules, cavernícolas y piratas de tez morena aullaban, lanzaban golpes, maldecían y morían. Algunos atacantes ya habían conseguido infiltrarse en el recinto, y sus cuerpos se amontonaban sobre los baluartes. En la retaguardia, gritándoles que avanzasen, resonaba la áspera voz del señor guerrero de Keldon.

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