El Río Oscuro (7 page)

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Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
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—Vicki...

—Estoy aquí.

Maya apartó una de las lonas y encontró a Victory From Sin Fraser sentada en un camastro contando divisas. En Los Ángeles, Vicki era una chica que vestía con modestia y pertenecía a la Divina Iglesia de Isaac T. Jones. Pero en ese momento llevaba lo que ella llamaba su «disfraz de artista»: vaqueros bordados, una camiseta negra y un collar balines. Llevaba el pelo anudado en trencitas y una cuenta al final de cada una.

Levantó la vista y sonrió.

—Ha llegado otro envío al apartamento de Brooklyn y quería saber cuánto tenemos en total.

La ropa de las jóvenes estaba guardada en cajas o colgada de unos percheros que Hollis había comprado en la Séptima Avenida. Maya se quitó el abrigo y lo colgó de una percha.

—¿Qué tal con el ruso? —preguntó Vicki—. Hollis me dijo que quería venderte otra pistola.

—Sí, me ofreció un arma muy especial, pero es muy cara.

Maya se sentó en el camastro y le describió la pistola de cerámica.

—La semilla se convierte en retoño —dijo Vicki al tiempo que anudaba un fajo de billetes con una goma elástica.

Maya ya estaba familiarizada con las frases que Vicki extraía de los textos de Isaac T. Jones. «La semilla se convierte en retoño, y el retoño, en árbol» significaba que uno siempre tenía que considerar las posibles consecuencias de sus acciones.

—Tenemos dinero suficiente, pero es un arma peligrosa —prosiguió Vicki—. Si cayera en manos de criminales, podrían utilizarla contra gente inocente.

—Eso ocurre con todas las armas.

—¿Me prometes que la destruirás cuando por fin estemos en un lugar seguro?

«Harlekine versprechen nichts», pensó Maya en alemán. «Los Arlequines no hacen promesas.» Le parecía estar escuchando a su padre.

—Lo pensaré —contestó—. Es todo cuanto puedo decirte.

Mientras Vicki seguía contando el dinero, Maya se cambió de ropa. Si iba a reunirse con Aronov en el Lincoln Center, su aspecto tenía que ser el de alguien que se dispone acudir a una reunión social. Eso significaba botines, pantalón negro de vestir, un suéter azul y un abrigo. Dada la cantidad de dinero que llevaría encima, decidió coger un arma, un revólver Magnum 357 de cañón corto. El pantalón era lo bastante ancho para disimular la funda tobillera.

En el brazo derecho, sujeto con una tira elástica, llevaba un cuchillo de lanzamiento. En el izquierdo, a la altura de la muñeca, llevaba otro cuchillo de afilada hoja triangular y mango en forma de T. Había que sujetarlo con el puño, con la punta sobresaliendo entre los dedos, y golpear a la víctima con todas tus fuerzas.

Vicki dejó de contar el dinero y miró a Maya con expresión vacilante.

—Maya... Tengo un problema. Pensaba que quizá podría hablarlo contigo.

—Adelante...

—Hollis me gusta... y no sé qué hacer. Él ha tenido un montón de novias, y yo no tengo demasiada experiencia. —Meneó la cabeza—. La verdad es que no tengo ninguna.

Maya ya había notado la creciente atracción entre Hollis y Vicki. Era la primera vez que asistía a la evolución del enamoramiento de dos personas. Al principio, se seguían con la mirada cuando uno de los dos se levantaba de la mesa. Luego, se inclinaban hacia delante cuando el otro hablaba. Y cuando uno de los dos no estaba presente, el otro hablaba de él de manera alegre y tonta. Aquella experiencia le había llevado a comprender que sus padres no habían estado enamorados. Se respetaban y se entregaron de lleno a la alianza del matrimonio. Pero eso no era amor. A los Arlequines no les interesaba esa emoción.

Maya deslizó el revólver en la funda tobillera, se aseguró de que la tira de velero estuviera bien sujeta y se bajó la pernera.

—Estás hablando con la persona equivocada —dijo a Vicki—. No puedo darte ningún consejo.

La Arlequín cogió nueve mil dólares del camastro y se encaminó hacia la puerta. En aquellos momentos volvía a sentirse fuerte y dispuesta para la lucha, pero el familiar entorno del loft le recordó las atenciones que Vicki le había prodigado durante su lenta recuperación: la había alimentado, le había cambiado las vendas y hecho compañía cuando el dolor la atormentaba. Era su amiga.

«Malditos amigos», pensó Maya. Los Arlequines aceptaban ciertas ataduras, pero la amistad con los ciudadanos se consideraba una pérdida de tiempo. Durante el breve tiempo en el que intentó llevar una vida normal en Londres, salió con hombres y trabó relación con las mujeres que trabajaban en el mismo gabinete de diseño que ella; pero ninguna de esas personas fue su amiga porque nunca pudieron comprender su peculiar manera de ver el mundo ni que se sintiera perseguida y estuviera siempre preparada para el ataque.

Su mano se posó en el picaporte de la puerta, pero no la abrió. «Mira los hechos», se dijo. «Abre tu corazón y examina tus sentimientos: estás celosa de Vicki, celosa de la felicidad de otra persona. Eso es todo.»Dio media vuelta y regresó a la habitación.

—Lamento lo que he dicho, Vicki. Lo que ocurre es que en estos momentos hay muchas cosas en marcha.

—Lo sé. Ha sido un error por mi parte sacar el tema.

—Te respeto, y también a Hollis. Me gustaría que fuerais felices. ¿Por qué no hablamos de ello cuando vuelva, esta noche?

—De acuerdo. —Vicki se relajó y sonrió—. Eso haremos.

Maya se sintió mejor cuando por fin salió del edificio. Su hora favorita se aproximaba: la transición entre el día y la noche. Antes de que se encendieran las luces de las calles, el aire parecía llenarse de pequeños puntos de oscuridad. Las sombras perdían sus definidos contornos y se difuminaban. Como la hoja de un cuchillo, limpia y afilada, se abrió paso entre el gentío y atravesó la ciudad.

Capítulo 6

Maya caminó hacia el norte, desde las callejuelas de Chinatown hasta las amplias avenidas del centro de Manhattan. Esa era la ciudad visible, donde la Gran Máquina ejercía su control; pero Maya sabía que bajo el pavimento existía un intrincado mundo, un laberinto de líneas de metro, vías de tren, pasadizos olvidados y túneles de mantenimiento marcados por cables eléctricos. La mitad de Nueva York quedaba oculta a la vista, enterrada en el lecho rocoso que sostenía tanto los cochambrosos edificios de Spanish Harlem como los majestuosos rascacielos de cristal y acero de Park Avenue. Y había también un mundo paralelo de personas igualmente oculto, distintos grupos de herejes y auténticos creyentes, inmigrantes ilegales con papeles falsos y respetables ciudadanos con vidas secretas.

Una hora más tarde se encontraba en la escalera de mármol que conducía al Lincoln Center for the Performing Arts. El teatro y la sala de conciertos formaban una plaza en cuyo centro había una fuente iluminada. La mayoría de las actuaciones todavía no habían empezado, pero numerosos músicos cargados con sus instrumentos y vestidos de etiqueta se dirigían a paso ligero hacia las distintas salas. Maya se guardó el dinero en un bolsillo con cremallera y miró por encima del hombro; Vio dos cámaras de vigilancia, pero estaban orientadas hacia la multitud próxima a la fuente.

Un taxi se detuvo ante la plaza. Aronov iba sentado en el asiento de atrás. Cuando le hizo un gesto con la mano, Maya bajó la escalinata y se sentó junto al ruso.

—Buenas noches, señorita Strand. Me alegra mucho volver a verla.

—O la pistola funciona, o no hay trato.

—Por supuesto.

Aronov dio una dirección al conductor, un joven con el pelo en punta, y el taxi se incorporó al tráfico. Al cabo de unas pocas manzanas enfilaron por la Novena Avenida, en dirección sur.

—¿Ha traído el dinero? —preguntó el ruso.

—Solo la cantidad que acordamos.

—Es usted muy precavida, señorita Strand. Quizá debería contratarla como ayudante.

Mientras cruzaban la calle Cuarenta y dos, Aronov sacó del bolsillo un bolígrafo y una agenda de tapas de cuero, como si se dispusiera a escribir algo. El ruso empezó a hablar de su club favorito en Staten Island y de la bailarina exótica que trabajaba allí, que había formado parte del Ballet de Moscú. Era la típica charla intrascendente de un vendedor que intenta ser agradable con un cliente. Maya se preguntó si la pistola de cerámica sería un fraude y si Aronov pensaba robar el dinero. Tal vez no. «Sabe que llevo una pistola. Me la vendió él», pensó.

El taxista giró por la calle Treinta y ocho y siguió las señales hacia el túnel Lincoln. El tráfico convergía hacia la entrada y allí se distribuía en los distintos carriles. Tres túneles separados, cada uno de dos carriles, corrían bajo el río en dirección a New Jersey. La circulación era intensa, y los coches no pasaban de los cincuenta kilómetros por hora. Maya miró por la ventanilla y vio una gruesa conducción eléctrica que corría pegada a la alicatada pared del túnel.

Se dio la vuelta cuando el ruso, sentado junto a ella, cambió de posición. El hombre había apretado la punta superior del bolígrafo, y una aguja hipodérmica asomaba por el otro extremo. En ese instante, Maya lo vio todo con claridad. Su mano apresó la muñeca de Aronov; pero, en lugar de frenar su ataque, acompaño su impulso, la llevó hacia abajo y de pronto se la torció hacia la izquierda.

Aronov se pinchó en la pierna y gritó. Maya hizo acopio entonces de todas sus fuerzas y le dio un puñetazo en la cara mientras con la otra mano mantenía clavada la aguja. El ruso jadeó como un hombre que se está ahogando, luego se relajó y se derrumbó contra la puerta del taxi. Maya le palpó una vena en el cuello. Seguía con vida. Fuera lo que fuese el compuesto químico que contenía el falso bolígrafo, no era más que un tranquilizante. Metió la mano en el bolsillo exterior de la gabardina de Aronov, sacó la pistola de cerámica y se la guardó en el bolso.

Una plancha de metacrilato separaba el asiento de atrás del conductor, y Maya vio que el hombre hablaba a través de un intercomunicador. Las dos puertas estaban cerradas. Intentó bajar las ventanillas, pero también estaban bloqueadas. Entonces, mirando por encima del hombro, vio que un todoterreno de color oscuro seguía al taxi de cerca. Había dos hombres sentados delante, y el que ocupaba el asiento del pasajero estaba hablando por un intercomunicador.

Maya sacó el revólver y dio un golpe en el metacrilato.

—¡Abra las puertas! ¡Rápido!

El conductor vio la pistola pero no obedeció. En la mente de Maya se abrió entonces un espacio de fría calma, como si alguien hubiera trazado un círculo con tiza en el suelo, y ella se mantuviera dentro de él. El metacrilato debía de ser a prueba de balas. Podía reventar la ventanilla de la puerta, pero sería difícil escapar por una abertura tan pequeña. La puerta cerrada era la salida más segura.

Se guardó su revólver en el cinturón, sacó el cuchillo de lanzar y metió la punta entre el marco de la puerta y la guarnición interior de plástico. Esta solo se movió unos pocos centímetros, de modo que cogió el cuchillo corto e hizo palanca con ambas hojas hasta que la arrancó y dejó al descubierto una plancha de hierro. Parecía lo bastante gruesa para resistir las balas, pero los remaches que la mantenían fija no.

Maya se arrodilló en el suelo del taxi, apuntó a uno de los remaches y disparó. El estruendo fue enorme. Los oídos le pitaban mientras arrancaba la plancha de hierro y dejaba a la vista el mecanismo de cierre de la puerta: el pestillo, un pasador de acero y el accionador eléctrico. No sería difícil. Metió el cuchillo donde se unían el pasador y el accionador eléctrico y empujó hacia arriba. El seguro saltó.

Había superado el primer obstáculo, pero todavía no estaba libre. El taxi corría demasiado para que pudiera saltar. Respiró hondo e intentó expulsar el miedo a través de los pulmones. Se hallaban a unos treinta metros de la salida del túnel. Cuando salieran, los coches aminorarían la marcha para cambiar de carril. Calculó que dispondría de dos o tres segundos para salir antes de que el taxi cobrara nuevamente velocidad.

El conductor se había dado cuenta de que la puerta estaba abierta. Miró por el retrovisor y dijo algo por el micrófono. En el momento en que el coche salió del túnel, Maya se agarró a la puerta y saltó. La puerta giró hacia fuera. Maya se aferró con fuerza, el taxi pasó por un bache y Maya se golpeó contra el marco de la puerta. Los otros coches frenaron y se desviaron bruscamente mientras el taxi cruzaba de un carril a otro. El conductor se volvió un segundo para mirarla, y el taxi se empotró contra el costado de un autobús azul. Maya salió disparada y aterrizó en la carretera.

Se puso rápidamente en pie y miró alrededor. La entrada del túnel por el lado de New Jersey tenía la apariencia de un cañón excavado por la mano del hombre. A su derecha había un alto muro de hormigón; más arriba, en la pendiente, había casas. A la izquierda estaban las cabinas de peaje para los vehículos que entraban. El todoterreno se había detenido a unos diez metros del taxi; un hombre con chaqueta y corbata salió del vehículo y se quedó mirándola. No sacó ningún arma; había demasiados testigos y tres coches de policía aparcados cerca de las cabinas de peaje. Maya echó a correr hacia la rampa de salida.

Cinco minutos más tarde se hallaba en Weehawken, un miserable barrio de la periferia, de calles sucias y casuchas de contrachapado. En cuanto tuvo la certeza de que nadie la observaba, saltó el muro del patio trasero de una iglesia desierta y conectó el móvil. El teléfono de Hollis sonó cinco o seis veces antes de que contestara.

—¡Salida alta! ¡Los niños más puros!

Durante los tres meses anteriores había organizado tres planes de fuga diferentes. «Salida alta» significaba para quien estuviera en el
loft
que debía utilizar la salida de incendios para subir a la azotea. «Los niños más puros» quería decir que el punto de reunión sería el Tompkins Square Park, en el Lower East Side.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Hollis.

—¡Haced lo que os digo! ¡Salid de ahí!

—No podemos, Maya.

—¿Qué estás di...?

—Tenemos visita. Ven tan pronto como puedas.

Maya encontró un taxi y regresó a toda prisa a Manhattan. Hundida en el asiento trasero, pidió al conductor que pasara lentamente por Catherine Street. Unos cuantos adolescentes jugaban al baloncesto en un solar público; no parecía que nadie estuviera vigilando el edificio del
loft.
Salió del taxi, cruzó corriendo la calle y abrió la puerta de la casa.

Nada más pisar el rellano desenfundó la pistola. Oyó el ruido de los coches que pasaban por la calle y un débil crujido cuando empezó a subir la escalera de madera. Al llegar al
loft
, llamó una sola vez mientras sujetaba el revólver, preparada para disparar.

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