Authors: John Twelve Hawks
Por el momento habían logrado esquivar a los mercenarios, pero a Maya no le cabía duda de que los vigilaban por el sistema subterráneo de seguridad. Una vez habían descubierto que estaban en Nueva York, sabía que la Tabula utilizaría todos sus recursos para localizarlos. Según Naz, lo único que tenían que hacer era meterse por el túnel y seguir una escalera hasta el nivel inferior de Grand Central. Por desgracia, un policía patrullaba los alrededores y, aun suponiendo que desapareciera, cualquiera podía alertar a las autoridades de que un grupo de personas había saltado a las vías.
La única ruta segura de acceso al túnel pasaba por una puerta cerrada con llave con unas deslucidas letras doradas en las que se leía knickerbocker. En una época anterior y más amable, un pasadizo había conducido directamente desde el andén del metro hasta el bar del hotel Knickerbocker. Aunque el hotel había sido reconvertido en un bloque de apartamentos, la puerta seguía en su sitio, inadvertida para los miles de viajeros que pasaban ante ella diariamente.
Maya permaneció en el andén. Le parecía que su presencia allí, mientras la gente se apresuraba a subir al tren, llamaba la atención. Cuando la lanzadera salió de la estación, Hollis se le acercó y le habló en voz baja.
—¿Sigues con la idea de coger el tren a Ten Mile River?
—Evaluaremos la situación cuando lleguemos al andén. Naz dice que allí no hay cámaras.
Hollis asintió.
—Seguramente los escáneres de la Tabula nos localizaron cuando salimos del
loft
y cruzamos Chinatown. Entonces alguien debió de imaginar que nos habíamos metido en la vieja estación de ferrocarril y pirateó el ordenador de tránsito.
—Puede haber otra explicación. —Maya lanzó una mirada a Naz.
—Sí. Yo también lo he pensado, pero estuve observándolo en el vagón y parecía realmente asustado.
—No lo pierdas de vista, Hollis. Si echa a correr, detenlo.
Llegó un nuevo tren lanzadera, los pasajeros embarcaron, y partió hacia el oeste y la Octava Avenida. Empezó a invadirles la sensación de que iban a quedarse allí para siempre. Al fin, el policía recibió una llamada por el intercomunicador y se alejó a toda prisa. Naz echó a correr hacia la puerta del Knickerbocker y probó varias llaves. Cuando dio con la correcta, sonrió y abrió la puerta.
—Los que se hayan apuntado a la excursión especial por el metro, que pasen por aquí —anunció, y unos cuantos viajeros los observaron desaparecer por la salida.
Naz cerró la puerta y todos permanecieron juntos durante unos segundos en un corto y oscuro corredor. A continuación los llevó más allá de una tapa de registro y bajaron cuatro peldaños hasta el túnel del metro.
El grupo se detuvo entre las vías. Naz señaló una tercera vía cargada con electricidad.
—Tened cuidado con la cubierta de madera que la cubre —les advirtió—. Si se rompe y tocáis el raíl, no viviréis para contarlo.
El túnel estaba ennegrecido por el hollín y olía a cloaca. La humedad se filtraba por las paredes, que relucían como el aceite. Mientras que la estación del ayuntamiento estaba polvorienta pero limpia, en aquel túnel que conducía a Times Square había un montón de basura. Y ratas por todas partes, enormes y grises. Aquel era su mundo; en vez de asustarse por la presencia de humanos, siguieron rebuscando en la basura, chillándose unas a otras y trepando por las paredes.
—No son peligrosas —dijo Naz—, pero tened cuidado dónde ponéis el pie. Si os caéis, se os echarán encima.
Hollis se mantenía cerca del guía.
—¿Dónde está esa puerta de la que nos has hablado?
—Muy cerca. Lo juro por Dios. Buscad una luz amarilla.
Oyeron el sonido como de un trueno en la distancia y vieron las luces del tren lanzadera que se acercaba.
—¡Pasad a la siguiente vía! ¡Pasad a la siguiente vía! —gritó Naz, que sin esperar a los demás saltó hacia la tercera vía.
Todos lo siguieron salvo Sophia Briggs. La anciana parecía agotada y desorientada. Al ver que las luces del convoy se aproximaban, se arriesgó y subió a las tablas que cubrían el raíl de la vía contigua. La madera aguantó su peso. Un momento después, cuando de nuevo los envolvía la oscuridad, se reunió con el resto del grupo.
Naz se adelantó unos metros y regresó a toda prisa; parecía nervioso.
—De acuerdo. Creo que he encontrado la puerta que da a la escalera. Seguidme y...
El tren lanzadera que pasó por la otra vía ahogó sus palabras. Maya vio a algunos pasajeros en el rápido destello de las ventanas —un anciano con un gorro de lana, una mujer con trenzas-y los vagones desaparecieron. El envoltorio de un caramelo flotó en el aire y cayó al suelo como una hoja muerta.
Siguieron caminando hasta un cruce de vías que partían en distintas direcciones. Naz siguió por la derecha y los llevó hasta una puerta abierta, iluminada por una bombilla. Subió tres escalones y se metió por un corredor de mantenimiento seguido por Alice y Vicki. Hollis subió también; luego, se volvió e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Un momento —dijo—. Tenemos que ir más despacio. Sophia está agotada.
—Encontrad un refugio seguro y esperadnos —ordenó Maya—. Gabriel y yo la llevaremos.
La Arlequín sabía perfectamente que, en su lugar, su padre habría abandonado al grupo con tal de salvar al Viajero; pero no podía volverse atrás. Gabriel no estaría dispuesto a dejar a nadie en los túneles, y menos aún a la mujer que había sido su Rastreadora. Miró por el pasadizo y vio que Gabriel se había hecho cargo de la mochila de Sophia. Cuando él le ofreció el brazo, la anciana negó vigorosamente con la cabeza, como diciendo: «No necesito que nadie me ayude». Sophia dio unos pasos más y, entonces, un rayo láser rojo perforó la penumbra.
—¡Al suelo! —gritó Maya—. ¡Al sue...!
Se oyó un restallido seco, y una bala alcanzó a Sophia en la espalda. La Rastreadora cayó de bruces, intentó incorporarse y se desplomó. Maya desenfundó el revólver y disparó a través del túnel mientras Gabriel alzaba a Sophia del suelo y corría hacia los peldaños. Maya los siguió, se detuvo ante los peldaños para disparar una vez más. El rayo láser desapareció en el momento en que cuatro figuras negras se refugiaron en las sombras.
Maya abrió el revólver y vació el tambor. Lo estaba recargando cuando entró en el corredor de mantenimiento, cuyas paredes eran de ladrillo, y encontró a Gabriel arrodillado y abrazando el cuerpo inerte de Sophia. Tenía la cazadora manchada de sangre.
—¿Respira? —le preguntó.
—Ha muerto —respondió Gabriel—. La estaba sosteniendo cuando murió y noté cómo su Luz abandonaba su cuerpo.
—Gabriel...
—Sentí cómo moría —repitió Gabriel—. Fue como agua fluyendo entre los dedos. No pude hacer nada para evitarlo... No pude detenerlo... —Se estremeció.
—La Tabula nos pisa los talones —dijo Maya—. No podemos quedarnos aquí. Vas a tener que dejarla.
Le puso la mano en el hombro y observó cómo él depositaba con delicadeza el cuerpo de Sofía en el suelo. Unos segundos después, corrían por el pasillo hacia una escalera donde los aguardaban los demás. Vicki dio un respingo al ver la sangre de la cazadora de Gabriel, y la expresión de Alice era la de quien está a punto de huir de allí corriendo. Maya percibió que la niña se preguntaba quién iba a protegerla a partir de ese momento.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Vicki—. ¿Dónde está Sophia?
—Los de la Tabula la han matado. Nos pisan los talones.
Vicki se tapó la boca con ambas manos. Naz parecía deseoso de escapar como fuera.
—Hasta aquí hemos llegado —dijo bruscamente—. Yo no formo parte de esto. Me largo.
—No tienes elección —le espetó Maya—. Para la Tabula, tú eres solo un objetivo más. Estamos justo debajo de la estación de tren. Tienes que sacarnos de aquí y llevarnos a la calle. —Se volvió y miró a los demás—. Esto se va a poner feo, pero tenemos que permanecer unidos. Si nos separamos, nos encontraremos mañana en Los niños más puros, a las siete de la mañana.
Naz, sin duda asustado, condujo al grupo escalera abajo, hasta un túnel cuyo techo estaba lleno de cables eléctricos. Parecía como si el peso de la terminal los empujara cada vez más profundamente en la tierra. Apareció otra escalera, en esta ocasión muy estrecha, y Naz la siguió. El aire se tornó húmedo y cálido. Dos tuberías blancas, cada una de más de medio metro de diámetro, corrían a lo largo de la pared.
—Cañerías de vapor —advirtió Naz—. No las toquéis.
Siguiendo las tuberías, cruzaron unas puertas de seguridad de hierro y entraron en una sala de mantenimiento con un techo de diez metros. Allí se unían cuatro grandes tuberías provenientes de distintas zonas del subsuelo. La presión del vapor se controlaba mediante indicadores de acero inoxidable y se distribuía por válvulas de regulación. De una grieta del techo goteaba agua. Reinaba ese olor viciado y a moho propio de un invernadero de plantas tropicales.
Maya cerró la puerta de seguridad y miró alrededor. Su padre habría dicho que aquello era un callejón sin salida, un lugar al que se puede entrar pero del que no se puede salir.
—Bueno, y ahora ¿qué? —preguntó.
—No lo sé —contestó Naz—. Estoy intentando encontrar una salida.
—Eso es mentira —repuso Maya—. Tú nos ha metido aquí.
Sacó el cuchillo corto con el mango en forma de T y, antes de que Naz pudiera reaccionar, lo agarró por las solapas, lo empujó contra la pared y apoyó la punta del cuchillo bajo su nuez.
—¿Cuánto te han pagado?
—¡Nada! ¡Nadie me ha pagado nada!
—En estos túneles no hay cámaras de vigilancia. Aun así, nos han seguido. Y ahora tú vas y nos metes en otra trampa.
Gabriel avanzó hasta la Arlequín.
—Suéltalo, Maya.
—Todo esto forma parte de un plan —dijo ella—. La Tabula no quería asaltar un edificio en pleno Chinatown. Habría llamado demasiado la atención, y en esa zona hay mucha policía. Pero aquí abajo pueden hacer lo que quieran.
Una gota de agua cayó en una de las cañerías de vapor y se oyó un ruido siseante. Gabriel se acercó y escrutó el rostro de Naz con suma concentración.
—¿Trabajas para la Tabula, Naz?
—¡No! ¡Lo juro por Dios! ¡Solo quería ganarme un dinero!
—Puede que hayan seguido nuestro rastro de algún otro modo —intervino Vicki—. ¿Os acordáis de lo que pasó en Los Ángeles? Pusieron un rastreador en uno de mis zapatos.
Un rastreador era como un pequeño aparato de radio que emitía la localización de un objetivo. Maya había examinado todo lo que habían llevado al
loft
durante los últimos meses. Había inspeccionado los muebles y la ropa con la suspicacia de un agente de aduanas. Mientras se concentraba en el cuchillo, le sobrevino un sentimiento de duda y vacilación, como si un fantasma se hubiera apoderado de su cuerpo. Había un objeto que no había examinado: una manzana dorada que habían arrojado en su camino, tan irresistible y tentadora que la Tabula sabía que la cogería.
Se apartó de Naz, enfundó el cuchillo y sacó la pistola de cerámica de su mochila. Rememoró su forcejeo con Aronov y repasó cada movimiento. ¿Por qué no la había matado al entrar en el taxi o cuando consiguió salir de él? Porque todo estaba planeado. Porque sabían que los conduciría hasta Gabriel.
Nadie habló mientras examinaba el arma de cerámica. El cañón y el chasis no eran lo bastante grandes para albergar un rastreador, pero el mango de plástico era perfecto. Metió la culata entre las tuberías de vapor, agarró la pistola por el cañón e hizo palanca hacia abajo, hasta que se oyó un fuerte chasquido y la culata se partió. Un rastreador parecido a una perla gris cayó al suelo. Cuando lo recogió, lo notó caliente, como un ascua recién sacada del fuego.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Naz—. ¿Qué está pasando?
—Así es como nos han seguido por todos estos túneles —explicó Hollis—. Han estado siguiendo la señal de este radiotransmisor.
Maya depositó el rastreador en el reborde de la pared y lo aplastó con la culata del revólver. Se sentía como si su padre se encontrara en aquella sala y la mirara con desprecio. De haber sido así, le habría hablado en alemán, con palabras rudas y tajantes. Cuando ella era pequeña, él había intentado enseñarle cómo los Arlequines contemplaban el mundo: siempre en guardia, siempre desconfiados. Pero Maya se había resistido. Y por culpa de su precipitado impulso de conseguir aquella arma, había causado la muerte de Sophia y metido a Gabriel en una trampa.
Examinó la sala en busca de una salida. Una escalerilla de acero clavada en la pared ascendía paralelamente a una tubería de vapor. Esta se internaba en un agujero del techo; el espacio que quedaba parecía lo suficientemente ancho para meterse por ahí.
—Subid por esa escalera y llegad al nivel superior —ordenó a los otros—. Encontraremos la forma de salir de esta estación.
Naz se apresuró a trepar y pasó por el hueco. Le siguió Gabriel, y luego Hollis y Vicki.
Desde que habían salido de Chinatown, Alice Chen, en su intento de escapar a la Tabula, había permanecido en cabeza. Pero cuando empezó a subir la escalera vaciló. Maya la observó mientras la muchacha decidía dónde encontraría mejor protección.
—Date prisa —la apremió Maya—. Síguelos.
Maya oyó el pesado golpe de una puerta al cerrarse. Los hombres que habían matado a Sophia estaban en el túnel, cada vez más cerca. Alice bajó de la escalera y se refugió detrás de una de las tuberías de vapor. Maya comprendió que sería inútil intentar convencerla de lo contrario: la muchacha estaba decidida a permanecer escondida hasta que los mercenarios de la Tabula hubieran abandonado la zona.
De pie, en medio de la sala de mantenimiento, Maya repasó sus opciones con la implacable claridad de un Arlequín. Los hombres de la Tabula se movían con presteza y seguramente no esperarían un contraataque. Hasta ese momento había fracasado en su deber de proteger a Gabriel, pero había una manera de compensar sus errores: los Arlequines estaban condenados por sus acciones, pero su sacrificio los redimía.
Se quitó la mochila y la dejó en el suelo. Utilizando los indicadores y las válvulas de regulación como apoyo, trepó hasta una de las tuberías de vapor y subió hasta la que había encima. Se hallaba a cuatro metros del suelo, justo enfrente de la entrada a la sala. El aire era tan caliente que le costaba respirar. Desenfundó el revólver y aguardó. Las piernas le temblaban por el esfuerzo y tenía el rostro empapado por el sudor.