Luego gritó a la dama de la pieza contigua:
—¡Señora de Comminges, id en busca de mi hija! No le he dado un beso esta mañana.
La dama de compañía se alejó.
—La prudencia —dijo entonces Felipe— es pretexto para alejar a un amante y acoger a otro. Yo se bien que me mentís.
Ella tenía una expresión de lasitud y de enervamiento.
—Y y creo que no comprendéis nada. Os ruego que seáis más prudente en vuestras palabras y miradas. Cuando los amantes comienzan a reñir o a cansarse traicionan su secreto ante los que los rodean. ¡Dominaos!
Margarita no decía esto sin motivo. Hacía días que sentía a su alrededor una sombra de sospecha. Luis de Navarra había aludido a los éxitos de ella y a las pasiones que levantaba; bromas de marido en las que la risa sonaba a hueco. ¿Habría notado alguien las impaciencias de Felipe? Margarita estaba tan segura como de sí misma del portero y de la camarera de la torre, dos criados que había traído de Borgoña y a quienes aterrorizaba y cubría de oro al mismo tiempo. Pero nadie está cubierto de una imprudencia de palabras. Y luego aquella señora de Comminges, que la había puesto para complacer a monseñor de Valois, correteando por todas partes con su triste ropaje…
—¿Confesáis, pues, que estáis cansada? —dijo Felipe de Aunay.
—Sois fastidioso, ¿sabéis? —declaró Margarita—. Se os ama y todavía gruñís.
—Pues bien, esta noche no tendré ocasión de fastidiaros —respondió Felipe—. No se celebra consejo. El propio rey nos lo ha dicho, de modo que podéis satisfacer cómodamente a vuestro marido.
De no haber estado ciego de cólera, Felipe habría comprendido, por la cara que ella puso, que nada tenía que temer por ese lado.
—¡Y y me dedicaré a cualquier ramera! —agregó.
—¡Muy bien! —dijo Margarita—. Así podréis luego contarme como lo hacen esas mujeres. Me gustará.
Su mirada se había iluminado: se pasaba por los labios la punta de la lengua, irónica.
“¡Zorra!, ¡zorra!, ¡zorra!” pensaba Felipe. No sabía cómo tomarla; todo escurría sobre ella como el agua sobre el cristal.
Margarita se acercó a un cofre abierto y sacó un bolso que Felipe no le había visto nunca.
—Me irá a las mil maravillas —dijo Margarita pasando el cinturón por los anillos de oro y contemplándose, con el bolso en la cintura, ante un gran espejo de estaño.
—¿Quién te ha dado esa escarcela? —preguntó Felipe.
—Es un regalo de…
Iba a responder la verdad, ingenuamente. Pero lo vio tan crispado y lleno de sospechas, que no pudo resistir al deseo de divertirse con él.
—Es un regalo de… alguien —dijo.
—¿De quién?
—Adivina.
—¿Del rey de Navarra?
—¡Mi marido no es ten generoso!
—¿De quién, entonces?
—Adivina.
—Quiero saberlo. Tengo derecho a saberlo —dijo Felipe, furioso—. Es un regalo de un hombre, de un hombre rico y enamorado… porque tiene razones para estarlo.
Margarita continuaba mirándose en el espejo, aplicando la escarcela, ora contra una cadera ora contra la otra, ora en mitad de la cintura, y con este movimiento a ambos lados descubría y cubría la pierna.
—Fue Roberto de Artois —dijo Felipe.
—¡Oh, messire, me suponéis de muy mal gusto! —dijo ella—. Ese rústico que huele siempre a caza…
—El señor de Fiennes, entonces, que os ronda como a todas las mujeres —replicó Felipe.
Margarita ladeó la cabeza y adoptó una actitud pensativa.
—¿El señor de Fiennes? —dijo—. No había reparado en su interés por mí. Pero puesto que vos lo decís… Gracias por hacérmelo notar.
—¡Acabaré por enterarme!
—Cuando hayáis citado a toda la corte de Francia…
Iba a agregar: “Puede que penséis en la corte de Inglaterra”, pero se vio interrumpida por el regreso de la señora de Comminges que empujaba delante de ella a la princesa Juana. La niñita, de tres años, caminaba lentamente, enfundada en un bordado con perlas. No tenía de su madre más que la frente convexa, redonda, casi abombada. Pero era rubia, de nariz fina y larga y sedosas pestañas temblorosas, sobre los ojos. Tanto podía ser hija del rey de Navarra como de Felipe de Aunay. Tampoco en este punto Felipe pudo saber nunca la verdad. Margarita era demasiado hábil para traicionarse en un punto tan delicado. Cada vez que Felipe veía a la pequeña, se preguntaba: “¿Será mía?” Recordaba fechas, rebuscaba indicios, y pensaba que más adelante se vería forzado a inclinarse y a obedecer las órdenes de una princesa que tal vez era su hija y que quizás ascendería a los tronos de Navarra y Francia; pues Luis y Margarita no tenían por el momento otra descendencia.
Margarita alzó a la pequeña Juana y la besó en la frente, comprobando que tenía la carita fresca. Luego la entregó a la dama de compañía, diciendo:
—Ahora que la he besado, podéis llevárosla.
En la mirada de la señora de Comminges leyó que no la había engañado. “Debo desembarazarme de esta vieja” pensó Margarita.
Entró otra dama preguntando si estaba allí el rey de Navarra.
—No es en mis aposentos donde, por lo general, se le encuentra a estas horas —dijo Margarita.
—Lo buscan por todas partes. El rey lo llama urgentemente.
—¿Se sabe el motivo? —interrogó Margarita.
—Creí comprender, señora, que los Templarios rechazaron la sentencia. El pueblo se agita en torno a Notre Dame y la guardia ha sido redoblada en todas partes. El rey ha convocado al consejo…
Margarita y Felipe se miraron. Se las había ocurrido la misma idea, que nada tenía que ver con los asuntos del reino. Tal vez los acontecimientos obligarían a Luis de Navarra a pasar parte de la noche en palacio.
—Puede que la jornada no termine de la manera prevista —dijo Felipe.
Margarita lo observó durante algunos segundos y se dijo que lo había hecho sufrir bastante. Felipe había recobrado su actitud respetuosa y distante, pero su mirada mendigaba felicidad. Emocionada, Margarita sintió que le renacía el deseo.
—Puede ser, messire —le dijo.
Se había restablecido la complicidad.
Estrujó el papel en el que había escrito: “prudencia”, y lo arrojó al fuego diciendo:
—Este mensaje no me agrada. Más tarde haré llegar otro a la condesa de Poitiers: espero tener cosas mejores que decirle. Adiós, messire.
Felipe era al salir una persona distinta de la que entró. Una sola palabra de esperanza le había devuelto la confianza en su amante, en sí mismo, incluso en la vida, y el final de la mañana le parecía radiante.
“¡Pero si me ama tanto!… Soy injusto con ella”, pensaba.
Cuando pasaba por la sala de guardia se cruzó con el conde de Artois que entraba. Se diría que el gigante le seguía la pista. Pero no era así; por el momento, de Artios tenía otros problemas.
—¿Está en casa monseñor el rey de Naverra? —preguntó a Felipe.
—¿Vinisteis a avisarlo?
—Sí —respondió Felipe, instintivamente.
Al instante pensó que esa mentira, fácilmente comprobable, era una tontería.
—Lo busco por el mismo motivo —dijo de Artois—. Monseñor de Valios querría hablar con él antes del consejo.
Se separaro. Este encuentro fortuito puso en guardia al gigante. “¿Será él?”, pensó de pronto, mientras atravesaba el patio. Una hora antes había visto a Felipe en la Galería Mereciere, en compañía de Juana y de Blanca. Ahora lo encontraba saliendo de los aposentos de Margarita…
“Este jovencito o le sirve de mensajero o es su amante de alguna de las tres. Si es así, no tardaré en saberlo…”
La señora de Comminges le informaría. Tenía además un hombre adicto, encargado de vigilar durante la noche los alrededores de la torre de Nesle. Las redes estaban tendidas. ¡Tanto peor para el pájaro de lindo plumaje, si se dejaba atrapar!
Cuando el preboste de París, jadeante, se presentó ante el rey, lo halló de buen humor, Felipe el Hermoso se encontraba admirando a tres grandes lebreles que acababan de enviarle con la siguiente carta:
Señor: Un sobrino mío ha venido a confesarme, muy apenado por su falta, que estos tres lebreles que conducía os han atropellado a vuestro paso. Aunque indignos de seros ofrecidos, no es tanto mi mérito para conservarlos, puesto que han tocado a tan alto y poderoso señor. Me fueron enviados hace poco de Venecia. Os pido que los recibáis como muestra de devoción y humildad de vuestro servidor.
Spinello Tolimei
Sienés
—Hombre hábil, ese Tolomei —se dijo Felipe el Hermoso.
Aunque tenía por costumbre rechazar todo presente, no se resistía a aceptar aquellos perros. Sus jaurías eran las más bellas del mundo, y constituía un halago a su única pasión obsequiarle con animales tan magníficos como los que tenía adelante.
Mientras el preboste explicaba lo sucedido en Notre Dame, Felipe el Hermoso seguía acariciando a los lebreles, abría sus fauces para examinar los blancos colmillos y el negro paladar y palpaba sus flancos. Importados de Oriente, sin duda.
Entre el rey y los animales, principalmente los perros, nacía en seguida un acuerdo tácito, secreto, misterioso. A diferencia de los hombres, los perros no le temían. El más grande de los lebreles posaba ya, por propia iniciativa, su cabeza sobre las rodillas del rey y contemplaba al nuevo amo.
—¡Bouville! —llamó Felipe el Hermoso.
Apareció Hugo de Bouville, primer chambelán del rey, hombre de unos cincuenta años de edad, cuyo negro cabello estaba surcado por blancos mechones lo que le daba un curioso aspecto de tordillo.
—Bouville, reunid inmediatamente al consejo interno —dijo el rey.
Luego hizo saber al preboste que cualquier disturbio que se produjera en París significaría su muerte, y lo despidió.
Felipe el Hermoso se quedó meditando en compañía de sus lebreles.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer, Lombardo? —dijo acariciando la cabeza del gran lebrel, y dándole así su nuevo nombre. Porque todo el mundo llamaba Lombardos indistintamente a todos los banqueros o comerciantes originarios de Italia. Y como el perro procedía de uno de ellos, el rey le impuso este nombre, como cosa natural.
Pronto se halló reunido el consejo, no en la gran Sala de Justicia que podía albergar a cien personas y que se utilizaba para los grandes consejos, sino en una pequeña habitación contigua, donde ardía el fuego en la chimenea.
Entorno a una larga mesa, los miembros de este restringido consejo habían tomado asiento para decidir la suerte de los Templarios. El rey se encontraba a la cabecera, con el codo apoyado en el brazo de su sitial, y la barbilla en la mano. A su derecha tenía a Enguerrando de Marigny, coadjutor y rector del reino, a Guillermo de Nogaret, el guardasellos; a Raúl de Presles, presidente del Parlamento de Justicia, y otros tres legistas: Guillermo Dubois, Miguel de Bourdenai y Nicolás le Loquetier. A su izquierda se hallaba el primogénito, el rey Luis de Navarra, a quien habían encontrado por fin, y Hugo de Bouville, el gran chambelán, y el secretario privado Millard. Dos sitios quedaban sin ocupar: el del conde de Poitiers, que se hallaba en Borgoña y el príncipe Carlos, hijo menor del rey, que había salido de caza por la mañana y al cual aún no habían podido encontrar. Faltaba también monseñor d Valois, enviado a llamar a su palacio, donde debía de estar intrigando, como siempre hacía antes de cada consejo. El rey había decidido comenzar sin él.
Enguerrando de Marigny habló el primero. Este todopoderoso ministro, todopoderoso por su profundo entendimiento con el soberano, no había nacido noble. Era un burgués llamado Le Portier antes de convertirse en el señor de Marigny. Su prodigiosa carrera la valía tanta envidia como respeto, y el título de coadjutor, creado para él lo convertía en la mano derecha del rey. Tenía cuarenta y nueva años, sólida figura, ancha quijada, piel granulosa y vivía con magnificencia gracias a la inmensa fortuna adquirida. Era el hombre de palabra más hábil en el reino y poseía una inteligencia política que sobrepasaba a su época.
Pocos minutos le bastaron para exponer un cuadro completo de la situación, según los muchos informes recibidos, entre ellos el de su hermano, arzobispo de Sens.
—La comisión eclesiástica os ha remitido al gran maestre y al preceptor de Normandía, sire —dijo—. Os está permitido disponer de ellos a vuestro antojo, sin atender a ninguna persona ni al mismo Papa. ¿Acaso no es lo mejor que podíamos esperar?
Lo interrumpió el ruido de la puerta que se abría. Monseñor de Valois, entró como un vendaval. Tras de esbozar una inclinación de cabeza hacia el soberano, y sin preocuparse de averiguar lo que se había dicho, el recién llegado gritó:
—¡Qué oigo, hermano? ¿Al señor Le Portier de Marigny —recalcaba el apellido Le Portier— le parece que todo ha sido para bien? ¡Y bien, hermano mío! ¡Con poco se contentan vuestros consejeros! ¡Me pregunto cuándo hallarán que todo anda mal!
Dos años menor que Felipe el Hermoso, parecía el mayor y era tan agitado, como tranquilo el rey. Carlos de Valois, de gruesa nariz y mejillas rubicundas por la vida al aire libre y los excesos de la mesa, adelantaba el vientre, legítima panza, y vestía con suntuosidad oriental que en cualquier otro hubiera parecido ridícula. Había sido guapo.
Nacido tan cerca del trono de Francia, y sin haberse consolado de no haber ascendido a él, este príncipe embrollón había recorrido el universo en incesante búsqueda de otro trono donde sentarse. Adolescente aún, recibió la corona de Aragón que no pudo conservar. Después intentó reconstruir en provecho propio el reino de Arles. Luego fue candidato al imperio de Alemania, pero fracasó en el intento, viudo de una princesa de Anjou—Sicilia, fue emperador de Constantinopla por su nuevo matrimonio con Catalina de Courtenay, heredera del imperio latino de Oriente; pero sólo nominal, porque el verdadero emperador Andrónico II Paleólogo reinaba en Bizancio. Ahora mismo, este cetro ilusorio, a raíz de haber quedado viudo nuevamente, se le había escapado de las manos a favor de uno de sus yernos, el príncipe de Tarento. Sus mejores títulos de gloria eran la campaña relámpago de Guyena en el 97, y su campaña de Toscana, donde luchando con los güelfos contra los gibelinos, había devastado a Florencia y desterrado al poeta Dante. A raíz de sus victoria el Papa Bonifacio VIII lo había nombrado conde de Romaña. Valois vivía al estilo de un rey, tenía su corte y su canciller propio. Detestaba a Engerrando de Marigny por mil razones, por su origen plebeyo, por su título de coadjutor, por su estatua colocada con la de los reyes en la Galería Merciere, por su política hostil a los grandes señores feudales, por todo. Valios, nieto de San Luis, no podía admitir que el reino fuera gobernado por un hombre surgido del pueblo. Aquel día vestía de azul y oro, del sombrero a los zapatos.