Un monje alzaba hacia ellos una gran cruz en una larga pértiga y les dirigía las últimas exhortaciones. La multitud calló para escuchar lo que decía.
—Dentro de un instante compareceréis ante Dios —gritaba el monje—. Aún es tiempo de que confeséis vuestras culpas y os arrepintáis… Por última vez os conjuro…
En lo alto los condenados, inmóviles entre el cielo y la tierra, agitada la barba por el viento, no respondieron.
—Rehúsan confesarse; no se arrepienten —murmuraban los presentes.
El silencio se hizo más denso, más profundo. El monje se había arrodillado y mascullaba unas oraciones en latín. El verdugo tomó de manos de uno de sus ayudantes el blandón de estopa encendida y lo hizo girar varias veces sobre su cabeza para avivar la llama.
Un niño echó a llorar, y se oyó chasquear una bofetada.
El capitán Alán de Pareilles se volvió hacia el palco real como aguardando una orden, y todas las cabezas se volvieron hacia el mismo lado. Quedó en suspenso la respiración.
Felipe el Hermoso estaba en pie contra la balaustrada con los miembros del consejo alineados a ambos lados, inmóviles. Bajo la luz de las de las antorchas parecían un bajorrelieve esculpido en el flanco de la torre.
También los condenados habían elevado sus ojos hacia la galería. La mirada del rey y la del gran maestre se cruzaron, se midieron, se enzarzaron, se retuvieron. Nadie podía saber qué sentimientos y recuerdos cruzaban en aquel momento la mente de los dos enemigos… Pero la turba percibió instintivamente que algo grandioso, terrible y sobrehumano acontecía en aquella muda confrontación entre los dos príncipes de la tierra: todopoderoso uno; y otro, que lo había sido.
¿Se humillaría por fin Jacobo de Molay e imploraría piedad? Y el rey Felipe el Hermoso, con un gesto de postrera clemencia, ¿concedería gracia a los condenados?
El rey hizo un ademán y en su mano se vio chisporrotear una sortija. Alán de Pareilles repitió el gesto en dirección al verdugo, y éste hundió el blandón de estopa entre los haces de la hoguera. Un inmenso suspiro escapó de miles de pechos, suspiró entremezclado de alivio y de horror, de turbio gozo, de espanto, de angustia, de repulsión y de placer.
Numerosas mujeres lanzaron un chillido. Algunos niños ocultaron el rostro entre el vestido de sus padres. Una voz de hombre gritó:
—¡Ya te dije que no vinieras!
El humo comenzó a elevarse en espesas espirales, que una ráfaga de viento empujó hacia la galería.
Monseñor de Valois comenzó a toser de la manera más ostensible. Retrocedió hasta Nogaret y Marigny y dijo:
—Si esto sigue así, nos ahogaremos antes de que vuestros Templarios se hayan quemado. Por lo menos podríais haber puesto leña seca.
Nadie dio oídos a su observación. Nogaret, con los músculos en tensión y la mirada ardiente, saboreaba ásperamente su triunfo. Aquella hoguera esa la coronación de siete años de luchas y de viajes agotadores, de millares de palabras pronunciadas para convencer, de millares de páginas escritas para probar. “Arded, quemaos”, pensaba. “Bastante tiempo me habéis tenido en jaque. Mía era la razón, y vuestra es la derrota.”
Enguerrando de Marigny, imitando la actitud del rey, se forzaba en permanecer empasible y en considerar este suplicio como una necesidad del poder. “Era preciso, era preciso”, se repetía. Pero viendo morir a aquellos hombres, no podía dejar de pensar en la muerte, en su muerte. Los dos condenados ya no eran obstrucciones políticas.
Hugo de Bouville oraba a hurtadillas.
El viento cambió de dirección y la humareda, cada momento más espesa y alta, rodeó a los condenados, y los ocultó casi a la multitud. Se oyó toser y carraspear a los dos ancianos, sujetos a sus respectivos postes.
Luis de Navarra se echó a reír estúpidamente, frotándose los ojos enrojecidos.
Su hermano Carlos, el menor de los hijos del rey desviaba la vista. El espectáculo le resultaba visiblemente penoso. Tenía veinte años; era esbelto, rubio y sonrosado, y los que conocieron a su padre a la misma edad, decían que se le parecía de una manera notable, aunque era menos vigoroso y menos autoritario, como una réplica disminuida de un gran modelo. Tenía la apariencia, pero le faltaba el temple y los dones del carácter.
—Acabo de ver luz en tu casa, en la torre —dijo a Luis a media voz.
—Es la guardia, seguramente, que también quiere alegrarse la vista.
—De buen grado les cedería mi lugar —murmuró Carlos.
—¿Cómo? ¿No te divierte ver asarse al padrino de Isabel? —preguntó Luis de Navarra.
—Es verdad que Molay era padrino de nuestra hermana —murmuró Carlos.
—Luis, callaos —dijo el rey.
Para disipar el malestar que lo invadía, el joven príncipe Carlos se esforzó por concentrar su pensamiento en su objeto placentero. Se puso a soñar con su mujer, Blanca, con la maravillosa de Blanca, con el cuerpo de Blanca, con sus delicados brazos que se tenderían hacia el dentro de poco, para hacerle olvidar esa atroz visión. Pero no pudo evitar que se interpusiera un doloroso recuerdo: los dos hijos que Blanca le había dado habían muerto recién nacidos, dos criaturas que veía ahora inertes, en sus bordados pañales. ¿Tendría la suerte de que Blanca tuviera otros hijos y de que viviesen?
Los gritos de la turba lo sobresaltaron. Las llamas acababan de brotar de la leña. A una orden de Alán de Pareilles, los arqueros apagaron sus antorchas en la hierba y la noche quedó iluminada solamente por la hoguera.
Las llamas alcanzaron primero al preceptor de Normandía. Hizo un patético gesto de retroceso cuando las lenguas de fuego comenzaron a lamerlo, y su boca se abrió como si tratara de respirar el aire que huía de él. A pesar de las ligaduras, su cuerpo casi de dobló en dos.
Cayó la mitra de papel y se consumió en un instante. El fuego iba envolviéndolo. Luego, una nube de humo gris lo engulló. Cuando se hubo disipado, Godofredo de Charnay ardía, gritando y jadeando, y tratando de desprenderse de aquel poste fatal que temblaba sobre su base. Se veía que el gran maestre lo alentaba, pero la turba rugía con tal fuerza para sobreponerse al horror, que no pudo percibirse más que la palabra “hermano”, pronunciada dos veces.
Los ayudantes del verdugo corrían de un lado para otro dándose empellones, en busca de nuevos haces de leña, y atizando la fogata con largos garfios de hierro.
Luis de Navarra, cuyo pensamiento funcionaba siempre con retraso, preguntó a su hermano:
—¿Estás seguro de que había luz en la torre de Nesle? Y no la veo.
Y por un momento una preocupación pareció cruzar su mente.
Enguerrando de Marigny se había cubierto los ojos con la mano para protegerse del fulgor de las llamas.
—¡Hermosa imagen del infierno nos dais, Nogaret! —dijo monseñor de Valois—. ¿Acaso pensáis en vuestra vida futura?
Guillermo de Nogaret no respondió.
La hoguera se había convertido en horno y Godofredo de Charnay no era más que in objeto ennegrecido. Crepitante, henchido de burbujas, se deshacía lentamente en cenizas, se volvía ceniza.
Algunas mujeres se desvanecieron. Otras se acercaron presurosas a la ribera, para vomitar casi en las mismas narices del rey. La turba, después de tanto griterío, se había calmado. Algunos comenzaban a extasiarse porque el viento se obstinaba en soplar del mismo lado de modo que el gran maestre no había sido tocado aún. ¿Cómo podía resistir tanto tiempo? A sus pies, la hoguera parecía intacta.
Luego, de pronto, un hundimiento en el brasero hizo que las llamas, reavivadas, brincaran hacia él.
—¡Ya está! ¡Ahora le toca a él! —gritó Luis de Navarra.
Los grandes y fríos ojos de Felipe el Hermoso tampoco pestañeaban en ese momento.
De pronto, la palabra del gran maestre atravesó la cortina de fuego, y como si se dirigiera a todos y a cada uno de los presentes prodújoles el efecto de una bofetada en pleno rostro. Con irresistible fuerza, como la había hecho en Notre Dame, Jacobo de Molay gritó:
—¡Oprobio, oprobio! ¡Estáis viendo morir a inocentes! ¡Caiga el oprobio sobre vosotros! ¡Dios os juzgará!
Las llamas lo flagelaron, quemando su barba, calcinaron en un segundo la mitra de papel e iluminaron sus blancos cabellos.
La multitud aterrorizada, había enmudecido. Se diría que estaban quemando a un loco profeta.
De su boca en llamas tronó espantosa su voz:
—¡Papa Clemente!… ¡Caballero Guillermo de Nogaret!… ¡Rey Felipe!… ¡Antes de un año y os emplazo para que comparezcáis ante Dios, para recibir vuestro justo castigo!… ¡Malditos, malditos! ¡Malditos hasta la decimotercera generación de vuestro linaje!
Las llamas penetraron en la boca del gran maestre y sofocaron su último grito. Luego, durante en tiempo que pareció interminable, se debatió contra la muerte.
Por fin se dobló en dos. Rompióse la cuerda que lo sujetaba, y Jacobo de Molay se hundió en la fogata, y sólo se vio su mano que permanecía alzada entre las llamas. Y así estuvo aquella mano hasta quedar completamente ennegrecida.
Aterrorizada por la maldición, la turba permanecía clavada en su lugar, toda hecha suspiros, murmullos, espera, consternación, angustia. Todo el peso de la noche y del horror había caído sobre ella; el último crepitar de las brasas la hacía estremecer, y las tinieblas invadían la luz menguante de la hoguera.
Los arqueros instaban a la gente, pero nadie se decidía a alejarse.
—No nos maldijo a nosotros, sino al rey —susurraban.
Y las miradas se dirigían hacia la galería. Felipe seguía apoyado contra la balaustrada. Miraba la negra mano del gran maestre clavada en la ceniza. Una mano quemada, sólo esto quedaba de la ilustre Orden de los Caballeros del Temple. Pero aquella mano había quedado inmovilizada en un gesto de anatema.
—¡Bien hermano mío! —dijo monseñor de Valois con aviesa sonrisa—. Supongo que estaréis contento.
Felipe el Hermoso se volvió.
—No, hermano, no estoy contento —dijo—. He cometido un error.
Valois se alborozó, dispuesto a gozar de su triunfo.
—Entonces, ¿reconocéis…?
—Sí, he cometido un error. Antes de quemarlos debí arrancarles la lengua.
Y seguido de Nogaret, de Marigny y de su chambelán, bajó la escalera de la torre para regresar a sus habitaciones.
Ahora, la pira era una masa gris, con algunas estrellas de fuego que saltaban y pronto se extinguían. La galería estaba llena de humo e invadida por el acre olor a carne quemada
—Esto apesta —dijo Luis de Navarra—. Realmente apesta. Vámonos.
El joven príncipe Carlos se preguntaba si en los brazos d Blanca conseguiría olvidar.
Los hermanos de Aunay, que acababan de salir de la torre de Nesle, vacilaban, indecisos, en el limo y escrutaban la oscuridad.
Su barquero había desaparecido.
—Te dije que el hombre no me gustaba —dijo Felipe—. No debimos confiar.
.—Le di demasiado dinero —respondió Gualterio—. El muy tuno habría juzgado que se había ganado la jornada y se había ido a ver el suplicio.
—¡Ojalá sólo se trate de eso!
—¿Y qué otra cosa podría ser?
—No lo sé. Pero me da mala espina. El hombre se nos ofrece para cruzar el río, quejándose de que no había ganado nada en todo el día, le decimos que aguarde y se va.
—¿Qué queríais? No podíamos elegir; era el único.
—Justamente —dijo Felipe—. Además, hacía demasiadas preguntas.
Afinó el oído para intentar percibir cualquier ruido de chapoteo de remos; pero sólo se oía el rumor del río y el más disperso de la gente que regresaba a sus casas en París. Más allá, en el islote de los Judíos, que desde el día siguiente comenzaría a ser llamado el islote de los Templarios, todo se había apagado. El olor a humo se entremezclaba con el rancio del Sena.
—No nos queda otro remedio que regresar a pie —dijo Gualterio. Nos enfangaremos las calzas hasta los muslos, pero, con todo, valía la pena.
Avanzaron a lo largo de la muralla del palacio de Nesle, dándose el brazo para evitar un resbalón.
—Me pregunto quién se las habrá dado —dijo Felipe.
—¿Qué cosa?
—Las escarcelas.
—¡ah, todavía piensas en eso! —respondió Guelterio—. Te confieso que a mí no me preocupa en absoluto. ¿Qué importa la procedencia, si el regalo te gusta?
Al mismo tiempo acariciaba la escarcela que pendía de su cintura, sintiendo bajo sus dedos el relieve de las piedras preciosas.
—No debe de ser alguien de la corte —replicó Felipe—. Margarita y Blanca no se hubieran arriesgado a que nos vieran con esas joyas. A menos… que hayan fingido que se las han regalado, y las hayan pagado de su bolsillo.
Ahora estaba dispuesto a atribuir a Margarita cualquier delicadeza de espíritu.
—¿Qué prefieres? —preguntó Gualterio—. ¿Saber o tener?
Felipe iba a responder, cuando sonó un apagado silbido delante de ellos. Sobresaltados, ambos echaron mano a la daga; un encuentro en tal lugar y a tal hora era, seguramente, un mal encuentro.
—¡¿Quién va? —preguntó Gualaterio.
Oyeron otro silbido y ni siquiera tuvieron tiempo de ponerse en guardia.
Seis hombres, surgidos de la noche, se alzaron sobre ellos. Tres de los asaltantes atacaron a Felipe, y sujetando sus brazos contra la pared, le impidieron servirse de la daga. Los tres restantes cumplían igual faena con Gualterio. Este había derribado a uno de los agresores, o mejor dicho, uno de los agresores se había desplomado al esquivar uno de los golpes de su daga. Pero los otros dos sujetaron a Gualterio de Aunay por la espalda y, retorciendo su muñeca, le obligaron a soltar el arma. Felipe sintió que trataban de robarle la escarcela.
Imposible pedir socorro. Si los guardias del palacio de Nesle acudían, podían luego exigirles que explicaran su presencia en aquel lugar. Ambos decidieron callar. Era preciso salir del trance por sí mismos, o sucumbir.
Felipe, arqueado contra el muro, se debatía con la energía de la desesperación. No quería que le quitaran la escarcela. De pronto, el objeto se había convertido en su más preciado tesoro y estaba decidido a todo para no perderlo. Gualterio se sentía más inclinado a parlamentar. Que les robaran, pero que los dejaran con vida. Porque lo más probable era que arrojaran sus cadáveres al Sena después de despojarlos de cuantas prendas de valor llevaran.
En este momento surgió otra sombra de la noche.