La vara de los actuales agentes de policía francesa tiene su remoto origen en el bastón de los guardias de antaño. Así como la maza que llevan los maceros en las ceremonias universitarias.
En 1254 había sesenta guardias de este género adscritos a la policía de París.)
De pronto, un joven de jubón ceñido, arrastrado por tres grandes lebreles que llevaba atados a una correa, desembocó de una callejuela lateral y vino a chocar contra él, derribándolo casi. Los perros se enredaron y comenzaron a ladrar.
—¡Fijaos por donde camináis! —gritó el joven, con marcado acento italiano—. ¡Poco faltó para que me atropellarais los perros! Me habría gustado que os hubieran mordido.
Dieciocho años a lo sumo, bien moldeado a pesar de su pequeña talla, de ojos negros y fina barbilla, plantado en medio del callejón, levantaba la voz para hacerse el hombre.
Mientras desenredaba la traílla continuó:
—
Non si puo vedere un cretino peggiore…
(No se puede ver un cretino mayor)
Pero ya lo rodeaban los tres guardias reales. Uno de ellos lo tomó por el brazo y le murmuró un nombre al oído. Al instante, el joven se quitó el gorro y se inclinó con grandes muestras de respeto.
Se formó un pequeño grupo.
—En verdad, unos perros muy hermosos, ¿de quién son? —dijo el paseante, midiendo al muchacho con sus ojos inmensos y fríos.
—De mi tío, el banquero Tolomei… para serviros —respondió el joven, inclinándose de nuevo.
Sin decir más, el hombre de la caperuza blanca siguió su camino. Cuando se hubo alejado, así como sus guardias reales, la gente rodeó al joven italiano. Este no se había movido del lugar y parecía digerir mal su equivocación. Hasta los perros se mantenían expectantes.
—¡Vedlo, ya no está orgulloso! —se decían unos riendo.
—¡Por poco no derriba al rey, y encima casi lo insulta!
—Puedes irte preparando para dormir esta noche en la cárcel, muchacho, con treinta latigazos en el cuerpo.
El italiano hizo frente al coro de mirones:
—¿Y qué queríais? Jamás la había visto. ¿Cómo podía reconocerlo? Además, sabed, burgueses, que vengo de un país donde no hay rey que nos haga pegarnos a las paredes. En mi ciudad de Siena, cada uno puede ser rey a su debido momento. ¡Si alguien quiere algo de Guccio Baglioni, no tiene más que decirlo!
Había lanzado su nombre como un desafío. La orgullosa susceptibilidad de los toscanos ensombrecía su mirada. En la cintura levaba una daga cincelada. Nadie insistió; el joven hizo chasquear los dedos para despabilar a los perros y prosiguió su camino, menos seguro de lo que pretendía, preguntándose si su tontería no le acarrearía molestas consecuencias.
Pues acababa de atropellar al propio rey Felipe. El soberano, a quien nadie igualaba en poderío, solía pasearse por su ciudad, como un simple burgués, informándose acerca de los precios, gustando las frutas, tanteando telas, escuchando las opiniones de la gente… Le tomaba el pulso a su pueblo. Los forasteros que ignoraban quién era, se dirigían a él para pedirle una simple información. Cierto día, un soldado lo detuvo para reclamarle la paga. Tan avaro de palabras como de dinero, era raro que, a cada salida, pronunciara mas de tres frases o gastara más de tres monedas.
El rey pasaba por el mercado de carnes cuando la campana mayor de Notre Dame comenzó a sonar, al mismo tiempo que se elevaba un gran clamor.
—¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!
El clamor se acercaba. La turba se agitó y las gentes comenzaron a correr.
Un obeso carnicero salió de detrás de un mostrador, cuchillo en mano, gritando:
—¡Muerte a los herejes!
Su mujer le asió de la manga, y le dijo:
—¡Herejes? ¡No más que tú! ¡Quédate aquí haciendo tu oficio, que más te conviene, gran holgazán!
Se trabaron de la lengua; y en seguida se formó un corro en torno a ellos.
—¡Confesaros delante de los jueces! . seguía diciendo el carnicero.
—¿Los jueces? —replicó alguien—. Siempre hacen igual. Juzgan por la boca de los que pagan.
Todo el mundo comenzó a hablar a la vez.
—Los Templarios son unos santos. Siempre practicaron la caridad.
—Bien estaba sacarles el dinero; pero no atormentarlos.
—El rey era su principal deudor; acabados los Templarios, acabada la deuda.
—El rey ha hecho bien.
—El rey o los Templarios —dijo un aprendiz—, lo mismo da. Que los lobos se devoren entre sí; así no nos devorarán a nosotros.
En este momento una mujer se volvió, palideció, e indicó a los demás que se callaran. Felipe el Hermoso estaba detrás de ellos y los observaba con su mirada inmóvil y glacial. Los guardias se habían acercado a él, dispuestos a intervenir. En un instante el grupo se dispersó y sus componentes salieron a escape, exclamando a grandes voces:
—¡Viva el rey! ¡Mueran los herejes!
El semblante del rey no había cambiado de expresión. Se diría que no había oído nada. Si sorprender a la gente le causaba placer lo mantenía en secreto.
El clamor crecía sin cesar. El cortejo de los Templarios asomaba por el extremo de la calle, el rey, por el espacio abierto entre las casas, pudo ver durante unos instantes al gran maestre. De pie en la carreta, junto a sus tres compañeros, se mantenía erguido; ¡su aspecto era de mártir pero no de vencido!
Dejando que la turba se precipitara a contemplar el paso del cortejo, Felipe el Hermoso, con su mismo paso tranquilo, regresó a palacio por calles bruscamente vacías.
Bien podía el pueblo refunfuñar un poco y el gran maestre erguir su viejo cuerpo quebrado. Dentro de una hora habría terminado, y la sentencia, en general, sería bien recibida. Dentro de una hora quedaría colmada y rematada la obra de siete años.
El Tribunal Episcopal se había pronunciado: los arqueros eran numerosos, las guardias vigilaban las calles. Dentro de una hora el caso de los Templarios sería borrado de los asuntos públicos, y el poder real resultaría acrecentado y reforzado.
“Incluso mi hija Isabel estaría satisfecha. He atendido a su súplica y he contentado a todo el mundo; pero ya era tiempo de acabar con esto”, se decía el rey Felipe.
Regresó a su morada por la Galería Merciere.
El palacio, arreglado cien veces, en el transcurso de los siglos, sobre viejos fundamentos romanos, acababa de ser renovado totalmente por Felipe y considerablemente agrandado.
Corrían tiempos de reconstrucción, y los príncipes rivalizaban en ese punto. Lo que se estaba haciendo en Westminster había sido terminado ya en París.
De los antiguos edificios sólo quedó la Sainte Chapelle, construida por su abuelo san Luis. El nuevo conjunto de la Cité, con sus grandes torres blancas reflejándose en el Sena, era imponente, macizo, ostentoso.
Aunque Felipe era muy cuidadoso con los gastos menores, no tacañeaba cuando se trataba de afirmar la pujanza del Estado. Pero como no despreciaba el menor provecho, había concedido a los merceros, mediante el pago de una buena renta, el privilegio de vender en la gran galería del palacio, llamada por esa razón Galería Merciere, después Galería Marchande.
(Esa concesión, hecha a algunas corporaciones de mercaderes, de vender en la morada del soberano o en sus cercanías, parece porvenir de Oriente. En Bizancio, los mercaderes de perfumes gozaban del derecho de levantar tiendas frente a la entrada del palacio imperial, pues sus esencias era la cosa más agradable que pudiera llegar hasta las narices del “Basileus”.)
Este inmenso vestíbulo alto y ancho como una catedral de dos naves, provocaba la admiración de los visitantes. Sendos pilares servían de pedestal a las cuarenta estatuas de los reyes que se habían sucedido en el trono del reino de los francos, desde Faramundo y Moroveo. Frente a la estatua de Felipe el Hermoso se había levantado la de Enguerrando de Marigny, coadjutor y rector y rector del reino, el hombre que había inspirado y dirigido las obras.
La galería, abierta para todos, se había convertido en lugar de paseo, de citas de negocios y de encuentros galantes. Uno podía hacer allí sus compras y codearse al mismo tiempo con príncipes. Allí se decidía la moda. La multitud deambulaba incesantemente entre los azafates de los vendedores, bajo las grandes estatuas reales. Bordados, encajes, sedas, terciopelos y rasos; pasamanería, artículos de aderezo y pequeña joyería se amontonaban allí, tornasolaban y refulgían sobre los mostradores de encina, cuya trampa se quitaba por la tarde o se ponían sobre mesas de caballetes, o se colgaban en pértigas. Damas de la corte, burguesas y sirvientas iban de un escaparate a otro. Era un hervidero de discusiones, regateos, parloteos y risas, dominado todo por la charlatanería de los vendedores para cerrar el trato.
Abundaban los acentos extranjeros, sobre todo los de Italia y de Flandes.
Un mozo flacucho ofrecía pañuelos bordados, dispuestos sobre una harpillera de cáñamo en el mismo suelo.
—¡Ah, hermosas damas! —exclamaba—, ¿no os apena sonaros con los dedos o las mangas, cuando existen preciosos pañuelos ideados para tal fin, que podéis anudar graciosamente alrededor de vuestro brazo o de vuestra limosnera?
Poco más allá, otro entretenedor hacía juegos malabares con bandas de encajes de Malinas y las alzaba tan alto que sus blancos arabescos rozaban las espuelas de Luis el Gordo.
—¡Lo regalo, lo doy! A seis denarios la pieza. ¿Quién de vosotras no tiene seis denarios par hacerse pechos provocativos?
Felipe el Hermoso atravesó la Galería en toda su extensión. La mayoría de los hombres se inclinaban a su paso, y las mujeres esbozaban una reverencia. Sin darlo a entender, al rey le placía esa animación y las muestras de deferencia que recibía.
La grave campana de Notre Dame seguía tañendo; pero su sonido llegaba allí atenuado y disminuido.
Al final de la galería, no lejos de la gran escalinata, había un grupo de tres personas, dos mujeres muy jóvenes y un mozalbete, cuya belleza, presencia y prestancia atraían la discreta atención de los paseantes.
Las muchachas eran dos de las nueras del rey, a quienes el pueblo llamaba “las hermanas de Borgoña”. Se parecían poco. Juana, la mayor, casada con el hijo segundo de Felipe el Hermoso, tenía apenas veinte años. Era alta, esbelta y de cabellos de color entre castaño y ceniciento, con porte un poco estudiado y grandes ojos oblicuos como de lebrel. Vestía con sobria simplicidad, casi rebuscada. Aquel día llevaba un largo vestido de terciopelo gris claro, con mangas ajustadas, sobre el cual lucía una sobrevesta bordeada de armiño hasta las caderas.
Su hermana Blanca, esposa de Carlos de Francia, el menor de los príncipes reales, era más pequeña, más torneada, más sonrosada, más espontánea. A sus dieciocho años conservaba todavía los hoyuelos de la niñez en las mejillas. Tenía cabellos de un rubio cálido, ojos de color castaño claro, muy brillantes; y sus dientes eran pequeños y transparentes. Vestirse representaba para ella más una pasión que un juego. Se entregaba a ello con cierta extravagancia que no siempre era de buen gusto. En la frente y en el cuello, las mangas y la cintura, exhibía la mayor cantidad de alhajas posible. Sus vestidos estaban siempre bordados con hilos de oro y perlas. Pero tenía tanta gracia, y parecía tan contenta de sí misma que se le perdonaba de buen grado esta tonta profusión.
El joven que estaba con las princesas vestía como un oficial de casa soberana.
Había una cuestión en este pequeño grupo sobre un asunto de cinco días, que se discutía a media voz con tendencia a agitación. “¿Acaso es razonable atormentarse tanto por cinco días?”, preguntaba la condesa de Piotiers.
El rey surgió detrás de una columna que había ocultado su proximidad.
—Buenos días, hijas mías —dijo.
Los jóvenes callaron bruscamente. El hermoso muchacho hizo una profunda reverencia y se apartó un paso, con los ojos fijos en el suelo. Las dos jóvenes, luego de doblar la rodilla, se quedaron mudas, ruborizadas, un tanto confundidas. parecían tres personas sorprendidas en falta.
—¡Y bien, hijas mías! —agregó el rey—. Se diría que estoy de más en vuestra charla. ¿Qué estabais contando?
No le sorprendía la acogida. Estaba acostumbrado a ver a todo el mundo, aun a sus familiares más próximos, intimidados con su presencia. Un muro de hielo se alzaba entre él y los que lo rodeaban. Ya no se sorprendía; pero lo apenaba. Sin embargo, creía hacer todo lo posible para mostrarse asequible y amable.
Blanca fue la primera en recobrar su aplomo.
—Debéis perdonarnos, sire —dijo—. ¡Pero no es fácil repetir nuestras palabras!
—¿Por qué eso?
—Porque estábamos hablando mal de vos —respondió Blanca.
—¿De verdad? —dijo Felipe, no sabiendo si bromeaba.
Lanzó una ojeada al muchacho, quien, un poco apartado, parecía incómodo, y lo designo con la barbilla.
—¿Quién es ese doncel? —preguntó.
—Messire Felipe de Aunay, escudero de nuestro tío de Valois —respondió la condesa de Poitiers.
El joven volvió a saludar.
—¿No tenéis un hermano? —dijo, dirigiéndose al escudero.
—Si, sire. Está al servicio de monseñor de Poitiers —respondió el joven Felipe de Aunay, enrojeciendo y con voz insegura.
—Eso es; siempre os confundo —dijo el rey.
Luego, volviéndose a Blanca:
—¿Y qué decíais de malo, hija mía?
—Juana y yo estábamos de acuerdo en no perdonaros, padre mío, pues van cinco noches seguidas que nuestros maridos nos descuidan, ya que los retenéis hasta muy tarde en las sesiones del consejo o los alejáis por asuntos del reino.
—Hijas mías, hijas mías, ésas no son palabras para decir en voz alta.
Era púdico por naturaleza y se decía que guardaba absoluta castidad, desde que había quedado viudo hacía nueva años. Pero no podía enojarse con Blanca. Su vivacidad, su alegría y su audacia para decirlo todo, lo desarmaban. Estaba divertido y perplejo a la vez. Sonrió, cosa que raramente sucedía.
—¿Y qué dice la tercera? —Añadió.
Aludía a Margarita de Borgoña, prima de Juana y de Blanca, casada con el heredero del trono, Luis, rey de Navarra.
—¿Margarita? —exclamó Blanca—. Se encierra en su aposento, pone cara triste y dice que sois tan malvado como hermoso.
Otra vez volvió el rey a sentirse indeciso, preguntándose cómo debía tomar las últimas palabras. ¡Pero eran tan límpidas y tan cándida la mirada de Blanca! Era la única que se atrevía a bromear con él, que no temblaba en su presencia.