El Reino de los Zombis (15 page)

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Authors: Len Barnhart

BOOK: El Reino de los Zombis
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Llevaron a Peterson a una habitación recubierta con papel pintado de flores y viejos retratos de personas con ropa de alguna era pasada. Había tres camas individuales y sin hacer.

Uno de los chicos empujó a Peterson a la habitación y cerró la puerta de un golpe. El predicador fue a una ventana del otro lado y se asomó. Sería fácil usar las sábanas de la cama para bajar y escapar, pero no era ese su plan. Tenía cosas más grandes en mente.

En el patio de atrás, junto al fuego, Jenny estaba muy ocupada preparando la comida para los veintidós chicos que vivían allí. La parrilla estaba cubierta de filetes y lomo de carne de venado, la grasa saltaba y estallaba a medida que la carne se iba cocinando sobre un fuego de leña. Al fin había dejado de llover, lo que le había permitido cumplir las órdenes que le habían dado.

Ella y su novio Jody llevaban allí algo más de una semana, después de que los encontraran Eddie y otros dos en la autopista, cuando intentaban llegar a uno de los centros de rescate. Eddie los había convencido diciendo que los centros de rescate eran trampas mortales y que las autoridades estaban matando a todos los que veían. Era mejor que se fueran con él.

Eddie mentía, pero ellos no tenían forma de saberlo. Al volver la vista atrás se daban cuenta de que acompañar a Eddie había sido un tremendo error y les angustiaba el lío en el que se habían metido. Eran unos intrusos entre la variopinta pandilla que se había reunido allí.

Jenny usó una espátula para darle la vuelta a la carne. Esa noche tendrían carne de venado para cenar y al día siguiente también, si para entonces todavía estaba en condiciones de comerse. Ya no quedaba comida en la escuela, así que se veían obligados a alimentarse de lo que podían matar de un par de tiros y llevar hasta allí.

Jody se acercó a ella por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.

Jenny se volvió con la espátula en alto lista para atacar.

—Mierda, Jody, ¿no te he dicho que no te acerques así por detrás?

—Lo siento. No pretendía asustarte.

Jenny se relajó. Había una expresión de desazón en la cara de Jody.

—¿Qué te pasa?

—Eddie, eso es lo que me pasa. Lo odio. Está loco, Jenny. Cree que es un general del Ejército o algo así. Será mejor que nos andemos con pies de plomo por aquí o nosotros seremos los siguientes. Tenemos que largarnos.

—¡Shh! Cállate. Podría oírte alguien —dijo Jenny mientras inspeccionaba a su alrededor—. ¿Adónde íbamos a ir?

—A Riverton —susurró Jody—. Por lo último que oí, todavía hay gente allí que puede ayudarnos.

—¿Y cómo llegamos allí, volando?

Jody no pudo responder porque Eddie había doblado la esquina con dos de sus compinches. Después se acercó y cogió un trozo pequeño de venado de la parrilla.

—¿Cuánto falta para que la comida esté hecha? —preguntó mientras desgarraba el cacho por la mitad. La sangre chorreó de la carne apenas cocinada.

—Quince minutos —dijo Jenny sin abandonar su trabajo.

—Bien. Las patrullas ya deberían de haber vuelto para entonces. Cuando esté hecha, que aquí Romeo le lleve un poco al tipo nuevo de arriba. Pero no demasiado. Tengo un ejército que alimentar.

Jody miró furioso a Eddie y apretó los puños. No le gustaba que lo llamaran Romeo y Eddie lo sabía, pero el chico no iba a dejarle ver lo molesto que estaba otra vez.

Cuando los jóvenes soldados continuaron su camino, Eddie arrojó al suelo la parte del filete que no se había comido. Jenny la recogió y la tiró otra vez en la parrilla para que terminara de hacerse.

—No dejes que te afecte, Jody —le dijo a su novio—. Eso es lo que quiere.

—Creo que me quiere fuera del cuadro para poder quedarse contigo, Jenny. Solo que me parece que no sabe muy bien cómo hacerlo sin matarme primero. Y si lo hiciera, tú no le tendrías mucho cariño. Pero si en algún momento se le ocurre un modo… —Jody hizo una pausa para dejar que su chica asimilara lo que acababa de decir—. Tenemos que pensar en algo pronto.

Capítulo 24

Chuck aparcó el autobús de la escuela delante de la puerta del sótano, a solo unos centímetros de ella, y en el proceso arrancó el espejo retrovisor de un lateral. Después de asegurarse de que las puertas plegables del autobús estaban justo delante de la entrada al sótano, apagó el motor, recogió su arma, bajó por el pasillo hasta la salida de emergencia y salió. Si surgían problemas, podrían escapar hasta el autobús, sin correr riesgos, a través del subterráneo, y encontrar un lugar más seguro.

El autobús de la escuela solo podía llevar a sesenta personas. Tendrían que traer otro para dar cabida a todos los ocupantes del refugio.

Cuando Chuck dobló la esquina del edificio vio a Mick enzarzado en una acalorada discusión con el alcalde Woodson en el porche delantero. Woodson agitaba los brazos como un salvaje al tiempo que le gritaba algo a Mick antes de alejarse hecho una furia. Al irse, Woodson le lanzó a Chuck una mirada fulminante cuando pasó junto a él mientras murmuraba para sí.

—¿De qué iba eso? —preguntó Chuck.

—Lleva un tiempo dándome la brasa para que encuentre algo mejor para alojarnos. Es un santurrón y un narcisista, pero supongo que en eso tiene razón. Aunque antes me arranco la lengua que decírselo, a ese gilipollas. —Mick esbozó una gran sonrisa irónica—. Aquí estamos muy apretados. Si una persona tiene catarro, todo el mundo lo coge. Esto no está preparado para alojar a tanta gente durante un periodo prolongado de tiempo.

Chuck encendió un cigarrillo y se apoyó en la barandilla mientras evitaba echarle el humo a Mick para ahorrarse otro sermón sobre lo nocivo que era fumar.

—Yo conozco un sitio. Aunque supongo que tendríamos que despejarlo primero.

—No estará en el pueblo, ¿verdad? En el pueblo hay demasiados de esos puñeteros monstruos.

—No. Está a unos doce kilómetros al norte de aquí.

A Mick se le iluminaron los ojos.

—¡La cárcel! —dijo con tono alegre, al tiempo que le daba a Chuck una palmada en la espalda—. ¡Qué gran idea! No sé por qué no se me ocurrió antes.

—Quizá porque tú no te pasaste dos años allí. Al parecer, los cuerpos y fuerzas de seguridad del condado no ven con muy buenos ojos que lleves dos kilos y medio de maría en el maletero. ¿Quién lo hubiera dicho?

A Mick le sorprendió descubrir otro trocito más del pintoresco pasado de Chuck. Aunque pensó que a esas alturas ya debería habérselo esperado.

—Nos acercaremos hasta allí mañana para comprobarlo —dijo Mick—. Debería estar vacío o, más bien, sin supervivientes. Estoy seguro de que ya habríamos oído algo, si todavía estuviera operativa.

El doctor Brine tiró a una papelera la aguja que había usado para inyectar ácido en el cerebro de su paciente fallecido, por lo menos era un alivio poder evitar la decapitación de los muertos. En realidad degollarlos no los mataba, dado que la cabeza seguía viva. Solo se limitaba a evitar que fueran por ahí persiguiéndote. El ácido era más limpio y más eficaz.

La idea de usar ácido para destruir el cerebro se la había dado el hijo de diez años del alcalde Woodson. Era un método para asesinar sobre el que había leído en Internet. No es de extrañar que el mundo entero se haya ido al infierno, cuesta abajo, de culo y sin frenos, puñeta, pensó.

Era el quinto paciente que perdía desde que habían llegado al centro de rescate: tres mujeres y dos hombres, contando a Duane. Y daba la sensación de que la sexta muerte no tardaría en llegar. Había un anciano con neumonía y su estado estaba empeorando a marchas forzadas.

Una vida entera dedicada a cuidar pacientes enfermos había convertido al doctor Brine en uno de los ciudadanos más queridos del pueblo. Cuando los otros médicos habían empezado a cobrar unos honorarios escandalosos, el doctor Brine no había subido los suyos para que cualquiera que necesitara un consejo médico pudiera tenerlo sin hacer demasiados sacrificios.

Se había retirado y estaba deseando pasar el resto de su vida trabajando en el jardín, en verano, y disfrutando de la compañía de su hija y su familia en Carolina del Sur, en invierno. Ansiaba estar con ella en ese momento, en lugar de tener que ocuparse de aquella carnicería que había llegado a detestar. Siete años en la facultad de medicina y más de cuarenta años en la consulta no lo habían preparado para los últimos acontecimientos. Siempre se había considerado un honesto médico de pueblo, pero los procedimientos que se había visto obligado a realizar durante el último mes eran más propios del doctor Frankenstein.

El doctor Brine cogió el bastón y se acercó cojeando adonde yacía dormido su otro paciente. El señor Manuel aparentaba cada día de sus ochenta y un años. Cada vez que respiraba se oía un estertor y le temblaban los párpados. No lo había atacado una de las criaturas, pero su destino tras la muerte sería el mismo a pesar de todo.

—Ya no falta mucho —dijo Brine con suavidad mientras sostenía la mano del pobre comatoso—. Este no es mundo para ti, ni para mí tampoco, si a eso vamos. Hay que ser joven y fuerte para sobrevivir a esto.

No bien acababa de pronunciar esas palabras cuando el anciano exhaló una última bocanada de aire y no inhaló otra. El buen médico tenía otro cerebro más que destruir.

Capítulo 25

Amanda volvió al refugio. Cada día olía peor. Con más de cien personas que no se lavaban metidas en una única gran habitación, era casi imposible soportar el hedor.

Conmocionada después de la muerte de Will, Amanda había vagado por su casa como una de aquellas criaturas que esperaban fuera. Comía cuando tenía hambre, pero sobre todo lloraba. Con el tiempo había dejado de llorar. Las lágrimas no iban a cambiar nada ni la hacían sentirse mejor. Cuando dormía, tenía sueños en los que Will moría una y otra vez, pálido y enfermo, cayéndose entre espasmos y convulsiones.

Su vida en pareja con Will había sido breve pero feliz. Casados a los tres meses de conocerse, aquella existencia era ya un recuerdo lejano, algo vivido por otra persona.

Amanda se había pasado tanto tiempo con los sentimientos entumecidos que para ella había sido una auténtica sorpresa el extraño cosquilleo que había sentido al verse desnuda bajo la mirada de admiración de Jim. Los ojos de aquel hombre le habían dado vértigo y habían agitado una calidez inesperada y casi olvidada en su vientre.

Se sentía muy culpable por sentir esa inopinada necesidad. No había transcurrido tanto tiempo desde la muerte de Will, desde que la había dejado con el espeluznante trabajo de destruir su cuerpo asesino y el demonio que lo ocupaba. No podía permitirse sentirse atraída por otro hombre todavía. No estaría bien.

Amanda sacó otra muda de ropa de la mochila. Primero una blusa estampada con flores diminutas que nunca le había gustado mucho y otro par de vaqueros. Al menos están limpios, pensó mientras se abría camino hasta los baños.

Los dos baños que más o menos funcionaban era los únicos lujos del refugio. Llevaban el agua desde el río hasta un depósito de doscientos veinte litros instalado en cada aseo para poder tirar de la cadena del váter.

Amanda entró en el baño de señoras y lo encontró vacío. Por lo general, a esas horas de la tarde siempre había cola.

Dejó la muda en el lavabo y se clavó la mirada en el espejo que había encima. Tuvo que limpiar una fina capa de suciedad para poder ver su reflejo.

La persona que había al otro lado del espejo era una desconocida. Había algo en ella que era diferente. Era el reflejo de alguien que se parecía a ella, pero que no tenía sus pensamientos, una gemela o una impostora. Si le hablaba a su reflejo, ¿respondería? ¿Les daría solución a los problemas que llenaban su mente?

Amanda se desprendió de los extraños pensamientos, y se pasó los dedos por el pelo todavía húmedo para echárselo hacia atrás y apartárselo de la frente. Su aventura en el río la había asustado y entusiasmado a la vez. Jim había llegado para rescatarla como el héroe de una novela romántica barata y la había salvado, medio desnuda y vulnerable, de los malos. La había acompañado de vuelta al edificio y después se había ido para regresar a lo que fuera que estuviera haciendo, como si rescatar damiselas en peligro formara parte de sus obligaciones diarias.

Jim era un misterio en muchos sentidos. Se guardaba sus emociones y pensamientos, lo que solo servía para hacerlo más enigmático todavía.

Se puso la ropa limpia y salió del baño rumbo a la gran sala repleta del zumbido de las conversaciones. Mick se había subido a un taburete y se había colocado un par de metros por encima de todo el mundo. Jim lo flanqueaba por la izquierda. Amanda regresó a su sitio junto a la pared, donde la esperaban Felicia e Izzy.

—¿Qué pasa? —preguntó Amanda.

—Todavía no lo sé —dijo Felicia mientras estiraba el cuello para ver mejor—. Una especie de anuncio, creo.

Mick agitó los brazos para que todos se callaran y el murmullo del parloteo se atenuó. Los ojos de todo el mundo se posaron en Mick, a la espera de las noticias que fueran a darles. Mick bajó los brazos.

—Sé que este último mes ha sido una experiencia muy desagradable para todos. El mundo se ha derrumbado a nuestro alrededor. Hemos sido testigos de la muerte de amigos y seres queridos y todos vivimos con miedo a lo que va a pasar. Esta operación de rescate se organizó a toda prisa para ayudar a la gente a llegar rápido a un sitio seguro. Creímos que las autoridades se ocuparían de la situación de inmediato y que todo el mundo podría regresar a sus casas. Es obvio que no ha sido el caso. La crisis se les ha escapado de las manos en las zonas más pobladas, incluyendo nuestro pueblo. Las ciudades más importantes de Estados Unidos han sido evacuadas y la ley marcial se aplica en toda la nación. Los gobiernos locales tienen la autoridad absoluta.

—¿Pero cómo es posible? —preguntó un hombre—. ¿Estamos en guerra? ¿Lo hizo un país enemigo?

La multitud vibró al oír las preguntas del hombre, pero Mick los acalló de inmediato.

—No, no creo, aunque nadie parece saberlo en realidad. Lo cierto es que la plaga se ha extendido por todo el mundo.

La multitud volvió a agitarse y el volumen de las conversaciones se acrecentó de nuevo; Mick tuvo que levantar los brazos para recuperar su atención.

—Ahora guardad silencio para que pueda daros la poca información de la que disponemos. No tenemos mucho que deciros sobre por qué o cómo pasó. Las emisoras de radio y televisión ya no emiten, así que no podemos averiguar nada nuevo. Lo que podemos deciros es lo siguiente: estamos intentando encontrar un sitio mejor para trasladar a todo el mundo. Este edificio es insuficiente para contener la cantidad de personas que hemos acogido aquí. Deberíamos tener algo listo dentro de unos pocos días. Nos gustaría que por favor todos estuvierais preparados para abandonar el refugio en cuanto demos el aviso. Eso significa que tenéis que recoger todas vuestras pertenencias y estar listos para salir de aquí. Entretanto, por favor, tened paciencia. Las cosas irán mejor.

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