Read El quinto día Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (21 page)

BOOK: El quinto día
2.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Le mostró los dientes a su imagen en el espejo, salió del hotel y tomó un taxi hasta el lugar de la cita.

Bohrmann lo estaba esperando. Durante un rato estuvieron charlando de todo un poco, bebieron vino y comieron un excelente lenguado. Después, la conversación derivó otra vez en dirección a las profundidades marinas.

Cuando llegaron a los postres, Bohrmann le preguntó como de pasada:

—¿Está muy familiarizado con los planes de Statoil?

—Sólo en términos generales. No entiendo demasiado del negocio petrolero.

—¿Qué están planeando? No creo que vayan a construir una plataforma tan mar adentro.

—No, no es una plataforma.

Bohrmann sorbió su café.

—Disculpe, no me gustaría ser insistente. No sé cómo son de confidenciales esas cosas, pero...

—No se preocupe. Todos saben que soy muy charlatán. Si alguien me confía algo, no puede ser un secreto.

Bohrmann se rió.

—Bueno, ¿qué cree que van a construir allí fuera?

—Están pensando en una intervención subacuática, una fábrica completamente automática.

—¿Algo como un Subsis?

—¿Qué es un Subsis?


Subsea Separation and Injection System
, una fábrica subacuática. Está funcionando desde hace pocos años en el campo de Troll, en la fosa de Noruega.

—No sabía nada.

—Pregúnteles a sus clientes. Un Subsis es una estación de extracción. Está a trescientos metros de profundidad en el lecho marino y allí separa el petróleo y el gas del agua. Por ahora, este proceso todavía se lleva a cabo en las plataformas y las aguas contaminadas se vierten al mar.

—¡Oh, es cierto! —Lund había hecho referencia a eso—. Aguas residuales... He oído que provocan infertilidad en los peces.

—El Subsis resolvería precisamente ese tipo de problemas. El agua sucia se manda de nuevo al pozo, empuja más petróleo para arriba, se vuelve a separar, se vuelve a mandar al pozo, etc. El petróleo y el gas llegan por unos conductos directamente a la costa. En realidad es todo un logro.

—¿Pero?

—No estoy seguro de que haya un pero. Se supone que un Subsis puede trabajar perfectamente a mil quinientos metros de profundidad; el fabricante cree que a dos mil metros también podría hacerlo, y las petrolíferas quieren llegar a los cinco mil metros.

—¿Y eso es realista?

—A medio plazo sí. Yo creo que lo que funciona a pequeña escala también lo hace a gran escala, y las ventajas son evidentes.

Muy pronto las fábricas automáticas habrán sustituido a las plataformas.

—No parece compartir del todo la euforia general —observó Johanson.

Se hizo un silencio. Bohrmann se rascó la nuca. Parecía no saber muy bien qué contestar.

—Lo que me preocupa no es tanto la fábrica como la ingenuidad de todo este asunto.

—¿Es una estación teledirigida?

—Completamente, desde tierra.

—Es decir, que los robots se hacen cargo de reparaciones y trabajos de mantenimiento eventuales.

Bohrmann asintió.

—Entiendo —dijo Johanson tras una pausa.

—El asunto tiene sus pros y sus contras. Siempre conlleva riesgos penetrar en una zona desconocida, y el mar profundo es una zona desconocida, no nos engañemos. En ese sentido, está bien que intentemos automatizar nuestros recursos en lugar de poner en peligro vidas humanas, está bien que bajemos un robot subacuático para observar procesos o tomar algunas muestras. Pero esto es otra cosa. ¿Cómo pretende retomar el control si hay un accidente en el que el petróleo, bajo alta presión, sale disparado del pozo a cinco mil metros de profundidad? Ni siquiera conoce realmente el terreno. Todo lo que conoce son mediciones. En el mar profundo somos ciegos. Con ayuda de satélites, con el sonar de barrido o con ondas sísmicas podemos elaborar un mapa de la morfología del lecho marino que tiene una precisión de hasta medio metro. Detectamos yacimientos de petróleo y gas con reflectores que simulan el suelo, de modo que el mapa después indica dónde se puede perforar, dónde está el petróleo, dónde los hidratos y dónde hay que ir con cuidado... Pero a pesar de eso no sabemos qué es lo que hay ahí abajo, qué es lo que hay realmente.

—Sí... opino lo mismo —murmuró Johanson.

—No podemos ver los efectos de nuestras acciones, no podemos plantarnos allí en segundos si la fábrica se avería. No me malinterprete, no estoy en absoluto en contra de la extracción de materia prima, pero sí estoy en contra de repetir errores. Cuando se inició el boom del petróleo, nadie pensó en cómo iban a deshacerse de toda la chatarra que colocaron tan alegremente en el mar. Se han vertido al mar y a los ríos aguas contaminadas y desechos con la idea de que con el tiempo desaparecerían..., se ha vertido material radiactivo en los océanos, se han explotado y destruido recursos y formas de vida sin pensar en las posibles consecuencias.

—Pero el futuro está en estas fábricas automáticas, ¿no?

—Sí, por supuesto, son rentables, exploran yacimientos a los que el hombre nunca llegaría. Y, después de esto, todo el mundo se lanzará sobre el metano porque su combustión es más limpia que la del resto de combustibles fósiles. ¡Es cierto! Porque el cambio del petróleo y el carbón al metano retardará el efecto invernadero. ¡También es cierto! Todo es cierto, siempre y cuando se desarrolle en condiciones ideales. Pero la industria tiende a confundir el caso ideal con la realidad. O, mejor dicho, quiere confundirlo. De todos los pronósticos, siempre elegirá el más optimista, para ponerse manos a la obra antes, aunque no sepamos nada del medio en el que estamos interviniendo.

—¿Pero cómo va a funcionar? ¿Cómo pretenden extraer hidrato, si se desintegra antes de llegar a la superficie?

—Ahí también entran en juego las fábricas automáticas. El hidrato se funde a gran profundidad, por ejemplo calentándolo, se captura el gas liberado en embudos y se envía hacia arriba. Suena perfecto, pero ¿quién garantiza que el hecho de fundir el hidrato no iniciará una reacción en cadena y se repetirá la catástrofe del Paleoceno?

—¿Realmente cree que eso es posible?

Bohrmann abrió las manos.

—Cada intervención no meditada es como un comando suicida. Pero ya ha empezado. India, Japón y China están muy activos. —Sonrió melancólicamente—. Y ellos tampoco saben qué hay ahí abajo. No saben nada.

—Gusanos —murmuró Johanson.

Pensó en las tomas de vídeo que
Victor
había hecho del hervidero en el fondo del mar. Y de la terrible criatura que había desaparecido tan rápidamente en la oscuridad.

Gusanos. Monstruos. Metano. Catástrofe climática.

El hombre debería empezar pronto a beber otra cosa.

11 de abril. Isla de Vancouver y Clayoquot Sound, Canadá

La visión lo llenó de furia.

El animal medía más de diez metros desde la cabeza hasta la cola. Era una de las oreas migratorias más grandes que Anawak había visto en su vida, un macho enorme. En las fauces semiabiertas brillaban las apretadas hileras de pequeños dientes cónicos. Probablemente, el animal ya era bastante viejo; no obstante, parecía rebosar de energía. Sólo si se lo miraba mejor se notaban las partes en las que la piel blanca y negra ya no brillaba, sino que tenía un aspecto opaco y rugoso. Tenía un ojo cerrado, el otro estaba oculto.

A pesar de lo grande que era, ya no podía ser un peligro para ningún salmón. Estaba tumbada de costado en la arena húmeda, muerta.

Anawak había reconocido en seguida al animal. Estaba registrado con la denominación
J-19
, pero por su aleta dorsal curva como un sable se había ganado el sobrenombre de
Gengis
. Dio una vuelta en torno a la orca y encontró un poco más apartado a Terry King, el director del programa de investigación de mamíferos marinos del acuario de Vancouver, que conversaba con Sue Oliviera, la jefa del laboratorio de Nanaimo, y un tercer hombre. Estaban bajo los árboles cercanos a la playa. King le hizo señas para que se acercara.

—El doctor Ray Fenwick, del Instituto Canadiense de Ciencias Oceánicas y Pesca —dijo, mientras le presentaba al desconocido.

Fenwick había viajado hasta allí para realizar la autopsia. Tras conocerse la muerte de
Gengis
, King propuso no hacer la autopsia a puerta cerrada, sino llevarla a cabo directamente en la playa. Quería permitir que un grupo lo más numeroso posible de periodistas y estudiantes viera la anatomía de una orca.

—Además, en la playa tiene otro efecto —había dicho—. No tan antiséptico y distanciado. Tenemos una orca muerta y el mar justo delante. Es su hábitat, no el nuestro. Está casi frente a las puertas de su casa. Si llevamos a cabo la autopsia aquí, despertamos más comprensión, más compasión, más conmoción. Es un truco, pero funciona.

Habían discutido el asunto entre cuatro: King, Fenwick, Anawak y Ed Byrne, de la estación de investigación marina de Strawberry Island, una isla diminuta en la bahía de Tofino. La gente de Strawberry estudiaba desde allí los ecosistemas de Clayoquot Sound. El mismo Byrne se había hecho un nombre en el estudio de poblaciones de orcas. Habían acordado en seguida llevar a cabo la necropsia en público porque eso atraería la atención. Y las orcas realmente necesitaban atención.

—Por el aspecto exterior, murió de una infección bacteriológica —dijo Fenwick ante las preguntas de Anawak—. Pero no quiero aventurarme a realizar pronósticos impertinentes.

—No te estás aventurando —dijo Anawak, sombrío—. ¿Recordáis el año 1999 Siete oreas muertas, todas infectadas.


The torture never stops
—Oliviera tarareó una estrofa de una canción de Frank Zappa. Lo miró e hizo un movimiento de cabeza conspirativo—. Ven conmigo.

Anawak la siguió hasta el cuerpo del animal. Ya estaban preparadas dos grandes maletas metálicas y un contenedor, todos ellos llenos de instrumentos para la autopsia. Separar las partes de una orca no era lo mismo que abrir un ser humano: suponía un trabajo pesadísimo, cantidades enormes de sangre y un intenso hedor.

—La prensa no tardará en llegar, acompañada de un montón de doctorandos y estudiantes —dijo Oliviera mirando el reloj—. Dado que ambos hemos venido a parar a este triste lugar, deberíamos hablar brevemente sobre el análisis de tus muestras.

—¿Habéis hecho progresos?

—Un poco.

—Y ya habéis informado a Inglewood.

—No, pensé que lo mejor era comentarlo contigo antes.

—Suena como si no tuvierais nada en concreto.

—Digámoslo así: por una parte, estamos asombrados, y por otra, desorientados —replicó Oliviera—. Por lo que se refiere a los moluscos no hay ninguna bibliografía que los describa.

—Hubiera jurado que eran mejillones cebra.

—Por un lado sí, por otro no.

—¿Podrías explicarte?

—Hay dos modos de verlo: o estamos ante un pariente del mejillón cebra o ante una mutación. Esas cosas tienen el aspecto de los mejillones cebra, forman las mismas estratificaciones, pero hay algo raro en su biso. Los filamentos que forman el pie son bastante gruesos y largos... De hecho, los llamábamos moluscos a chorro en broma.

—¿Moluscos a chorro?

Oliviera hizo una mueca.

—No se nos ocurrió nada mejor. Pudimos observar una cantidad de ellos vivos, y disponen de... bueno, no van nadando por el agua como los mejillones cebra comunes; en cierto modo, es como si navegaran. Chupan agua y la expulsan. La reacción los impele, y al mismo tiempo usan los filamentos para determinar la dirección... como pequeñas hélices giratorias. ¿Te recuerda a algo?

Anawak pensó.

—Los cefalópodos se mueven a propulsión.

—Algunos. Pero hay otro paralelismo. De hecho, es algo que sólo se le podría ocurrir a un cerebrito, pero en el laboratorio tenemos unos cuantos. Hablo de peridíneos... Algunos de estos unicelulares poseen dos flagelos en los extremos del cuerpo, con uno de ellos determinan la dirección, el otro gira y les da impulso.

—¿No es un poco rebuscado?

—Digamos que es una aproximación a una interpretación mucho más ambiciosa. En estos casos, nos agarramos a todo. Sea como sea, no conozco ningún molusco que se desplace de un modo parecido. Éstos se mueven en masa, y de algún modo consiguen darse impulso a pesar de las conchas.

—En todo caso, eso explicaría cómo pudieron llegar al casco del
Barrier Queen
en alta mar —razonó Anawak—. ¿Eso es lo que os asombra?

—Sí.

—Y ¿qué es lo que os desorienta?

Oliviera se acercó a la ballena muerta y pasó la mano por la piel negra.

—Ese fragmento de tejido que trajiste de abajo... No sabemos qué hacer con eso y, francamente, tampoco pudimos hacer mucho. La sustancia estaba en un estado de descomposición bastante avanzado. Lo poco que analizamos permite llegar a la conclusión de que lo que estaba en la hélice y lo que quedó colgando de la punta del cuchillo es la misma cosa. Más allá de eso, no recuerda a nada que conozcamos.

—¿Quieres decirme que acuchillé a E. T. en el casco?

—La capacidad de contracción del tejido parece estar desmesuradamente desarrollada. Es de una gran firmeza y, al mismo tiempo, con una flexibilidad enorme. No sabemos qué es.

Anawak frunció el ceño.

—¿Hay indicios de bioluminiscencia?

—Puede ser, ¿por qué?

—Porque tuve la impresión de que aquella cosa resplandeció por un momento.

—¿Lo que te derribó?

—Saltó cuando clavé el cuchillo.

—Posiblemente no le hizo gracia que le arrancaras un trozo. Aunque tengo dudas de que este tejido presente algo parecido a vías nerviosas. Quiero decir, para sentir dolor. En realidad es sólo... masa celular.

Se oyeron voces. Un grupo de personas cruzaba la playa hacia ellos. Algunos llevaban cámaras; otros, carpetas.

—Comienza el espectáculo —dijo Anawak.

—Sí. —Oliviera puso cara de desorientación—. ¿Qué hacemos ahora? ¿Mando los datos a Inglewood? Sólo que me temo que no podrán hacer nada con ellos. Francamente, preferiría tener más muestras. Sobre todo de esa sustancia.

—Me pondré en contacto con Roberts.

—Bien. Lancémonos a la carnicería.

Anawak contempló la orea inerte y sintió furia e impotencia. Era deprimente. Primero los animales no habían aparecido durante semanas, y ahora volvía a haber uno muerto en la playa.

—¡Vaya mierda!

Oliviera se encogió de hombros. Entretanto, Fenwick y King también se habían puesto en movimiento.

BOOK: El quinto día
2.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Truth About My Bat Mitzvah by Nora Raleigh Baskin
The Dead of Summer by Heather Balog
A Mother's Secret by Dilly Court
Worth the Risk by Karen Erickson
Resonance by Celine Kiernan