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Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

El protocolo Overlord (12 page)

BOOK: El protocolo Overlord
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Cuando Raven comenzó a subir corriendo por las escaleras, le llegó desde arriba el eco inconfundible de numerosas detonaciones. Se quitó el largo gabán negro que llevaba puesto y sacó un arpón de una funda que tenía atada al muslo. Luego se ajustó a la muñeca el disparador y apuntó al hueco de la escalera: un rayo láser salió disparado hacia arriba y le proporcionó la distancia que había hasta lo alto del edificio. Raven disparó hacia arriba el arpón; había justo el cable suficiente para alcanzar el último piso, pero no tenía ni idea de si el gancho podría conseguir una velocidad que le permitiera llegar tan lejos. Hubo un segundo de demora, pero al final el gancho alcanzó su punto de destino y se clavó firmemente en el techo en lo alto de las escaleras. Raven musitó su agradecimiento al que había diseñado el dispositivo y luego pulsó el botón que recogía el cable. Acto seguido, subió como una bala por el hueco de las escaleras, rozando casi la barandilla de metal que pasaba silbando junto a ella. Al acercarse al final del trayecto, ralentizó su ascenso hasta que estuvo al nivel del último descansillo. Pasó las piernas por encima de la barandilla y soltó del techo el gancho, que cayó sin ruido al suelo.

Se oyeron unos disparos procedentes del otro lado de la puerta que daba al hueco de la escalera. Raven se echó las manos a la espalda para sacar las catanas gemelas y soltó un juramento en ruso al recordar que estaban en el piso franco. Las había dejado allí porque no había medio de ocultarlas debajo del abrigo que llevaba puesto, una decisión que iba a lamentar. Se llevó la mano al cinturón y cogió uno de los numerosos
shurikens
que llevaba acoplados a él. No tenía sus dos espadas, pero eso no significaba que estuviera indefensa.

Abrió de una patada la puerta del hueco de la escalera y salió a un pasillo que conducía a la entrada del piso franco. Aparte del humo y los cascotes que habían dejado las explosiones, el pasillo estaba vacío. De pronto oyó voces que gritaban en el interior del piso.

—¡A la terraza! ¡Ya!

Era el Agente Uno, que seguía con vida y parecía estar dirigiendo al grupo hacia la terraza y hacia las vías de escape. Raven corrió por el pasillo y atravesó los restos del vestíbulo. Llegó al piso justo a tiempo de ver cómo uno de los asaltantes quebraba como una rama seca el cuello del Agente Uno, que acto seguido cayó al suelo.

—¡No! —gritó lanzando un
shuriken
al
ninja
que acababa de asesinar a su colega.

El asesino se movió con increíble rapidez, agarrando el
shuriken
en el aire y lanzándoselo a su vez. Raven desvió el cuerpo instintivamente, la mortífera estrella pasó junto a su garganta y le hizo un profundo corte en un hombro. Durante un instante perdió el equilibrio y el
ninja
aprovechó para abalanzarse sobre ella y hacerla retroceder hacia la puerta con una lluvia de puñetazos y patadas. Los otros seis
ninjas
corrieron por el pasillo y comenzaron a subir en silencio por la escalera que conducía a la terraza en pos del Agente Cero y los dos chicos.

Raven apenas podía sostenerse. Los golpes del
ninja
eran precisos y rápidos como el rayo; todo cuanto podía hacer era parar aquellos porrazos de clara intención letal. Y no solo eso, sino que, fuera quien fuera el asesino, llevaba una especie de coraza debajo del uniforme. Era como dar puñetazos a un muro de ladrillos. Le lanzó un par de golpes rápidos y se deslizó de lado por la puerta que daba al comedor. Su enemigo la siguió con movimientos silenciosos y precisos, volviendo de vez en cuando la cabeza para inspeccionar la habitación. Daban vueltas el uno alrededor del otro, aguardando el momento más propicio para atacar. Hacía mucho tiempo que nadie estaba a la altura de Raven en una lucha como aquella. Necesitaba algo que le diera alguna ventaja.

Se lanzó por encima del mostrador de la cocina y con un único movimiento agarró el mayor de los cuchillos que estaban colgados en la pared. Su atacante vio lo que le esperaba, se echó a un lado y el cuchillo pasó silbando por encima de su cabeza y chocó con una de las ventanas de una de las paredes, produciendo una telaraña de rajaduras en el duro cristal.

Raven no le dio tiempo a reaccionar. Saltó una vez más sobre el mostrador y le asestó un puntapié en su cara enmascarada, pero él la agarró del pie y la lanzó por el aire como si fuera una muñeca de trapo. Raven se estampó contra la pared y se quedó sin aire en los pulmones. Mientras se esforzaba por recobrar el aliento, se dio cuenta de lo mal que andaban las cosas. Corno si no fuera ya bastante malo que el asesino pareciera ser tan rápido como ella, ahora acababa de tirarla sin ningún esfuerzo aparente hasta el otro lado de la habitación como si fuera un juguete. Aquello se tenía que acabar enseguida.

Sabía que contener al
ninja
no bastaba y, al levantarse, se preparó para el combate, sabiendo muy bien lo que tenía que hacer. El
ninja
se movió rápidamente hacia ella y Raven hizo lo mismo. Los dos se encontraron en el centro de la habitación. El asesino le lanzó una tremenda patada a la cabeza y ella consiguió esquivarla por los pelos. Pero el ritmo implacable de la lucha empezaba a pasar factura a Raven, y sus movimientos cada vez eran más lentos. Otro violento puñetazo sobre su costado produjo el ruido de un hueso al romperse. Con un gemido de dolor, Raven cayó al suelo. El asesino saboreaba ya la victoria. Avanzó despacio hacia el cuerpo encogido y levantó un puño para asestar el golpe fatal que pondría definitivamente fin a la pelea. Raven se movió con rapidez y, con centrando toda su fuerza en un puño, lo lanzó directamente contra el corazón de su atacante. Le alcanzó de plano. Estaba segura de que la pelea había terminado. El
ninja
trastabilló hacia atrás, apretándose el pecho. Le faltaban unos segundos para morir.

Pero de pronto se detuvo, se enderezó y avanzó una vez más hacia Raven. Por primera vez en mucho tiempo, Raven sintió un ramalazo de pánico en la base del cráneo. Aquel último golpe habría derribado a cualquier hombre viviente, pero el tipo ese se había recuperado en apenas dos segundos. ¿Cómo iba a poder vencerle?

Le lanzó a toda prisa un puñetazo en la frente, pero él lo esquivó. Antes de que ella pudiera reaccionar, el
ninja
la atacó como una serpiente, haciéndole perder el equilibrio y rodeándole el cuello con un brazo para inmovilizarla. El entrenamiento de Raven dio entonces sus frutos. Tensó los músculos del cuello justo a tiempo de impedir que se lo partiera, pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no consiguió librarse del brazo que la sujetaba. Luchó por liberarse de la creciente presión sobre el cuello, pero fue inútil. Su enemigo era demasiado fuerte. La oscuridad empezaba a invadir su campo de visión a medida que su cerebro iba perdiendo poco a poco oxígeno. Se acordó del agente y de los dos chicos que habían huido hacia la terraza perseguidos por los demás asesinos y pensó que les iba a fallar. A punto de perder el conocimiento, miró la línea del horizonte de Tokio, preguntándose si la vista desde aquella ventana sería lo último que vería en la vida. La vista desde la ventana… la ventana rajada.

No titubeó un momento. Hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban y lanzó al asesino por encima de su hombro. Fue una sencilla llave de yudo, pero el hombre que la había atacado, a pesar de no ser corpulento, pesaba mucho al ir enfundado en una armadura, y la llave se sirvió de aquel peso en su contra. El
ninja
, cogido absolutamente por sorpresa, salió despedido por encima de la cabeza de Raven, se estrelló contra la ventana rota y cayó dando vueltas en el vacío. Estaban a cincuenta pisos de altura y el único camino que había llevaba hacia abajo. Al caer, ni siquiera abrió la boca.

A través de la ventana rota, desde muy abajo, le llegaron a Raven gritos y cláxones. Si eso no llamaba la atención de las autoridades, no sabía qué otra cosa lo conseguiría.

Salió corriendo del comedor y cruzó el pasillo hasta llegar a su habitación. Allí, encima de la cama, estaban las dos catanas que tan bien le habrían venido unos minutos antes.

—Vamos, chicas —dijo sujetándoselas a la espalda—. Tenemos trabajo.

Otto y Wing subían de tres en tres los escalones que llevaban a la terraza. El Agente Cero los precedía gritándoles que se no pararan hasta llegar arriba. A solo un par de tramos, la media docena de
ninjas
que les habían seguido proseguían con su implacable y silenciosa persecución.

Al llegar a lo alto, el Agente Cero sacó del bolsillo un minúsculo mando a distancia y pulsó un botón. La puerta respondió abriéndoles el paso hasta la terraza. Salieron a la luz del día y el Agente Cero señaló una caja metálica que había en el borde opuesto.

—Esa es la vía de escape. Si llegamos a ella, estamos salvados —dijo sin aliento por la precipitada ascensión.

Se volvió hacia la puerta y pulsó de nuevo el mando. La puerta empezó a entornarse, pero, cuando estaba a punto de cerrarse por completo, una mano enguantada de negro se introdujo en la abertura que quedaba entre ella y la pared y la mantuvo abierta. Otto escuchó el rechinar de los motores que la movían protestando por la fuerza contraria que iba ensanchando el hueco. Por fin, se oyó un chirrido final y los motores dejaron de resistirse. Sin ninguna dificultad, el
ninja
abrió del todo la puerta y él y sus compañeros aparecieron en la terraza.

El Agente Cero y los dos chicos cruzaron a la carrera la terraza hacia la vía de escape; ya no podían volver atrás y no estaban en condiciones de enzarzarse en un combate con aquellos asaltantes sobrehumanos. Solo les separaban diez metros de la caja metálica que contenía sus presuntos medios de huida cuando se oyó un rugido, y un helicóptero negro surgió al borde de la terraza y quedó suspendido en el aire por encima de aquella caja. La puerta lateral del aparato se abrió y un hombre con una pulida máscara de cristal negro y un largo abrigo de ese mismo color se inclinó hacia el exterior, apuntando a los chicos con una poderosa mira telescópica montada sobre el largo cañón de un fusil de asalto.

—Quedaos donde estáis —ordenó una voz amplificada desde el helicóptero—. Rendíos ahora y no serán necesarias otras medidas desagradables.

El Agente Cero se volvió para mirar a sus espaldas. Los
ninjas
estaban a solo veinte metros de distancia, a mitad de camino entre ellos y la escalera. Estaban atrapados.

—¿Qué está haciendo, Cypher? —gritó el Agente Cero—. ¡Este es un piso franco del SICO! ¿Es que se ha vuelto loco? ¡Esto es una declaración de guerra!

—No, Agente Cero, esto sí que es una declaración de guerra —replicó Cypher apretando el gatillo.

El disparo alcanzó al agente en el pecho, matándole instantáneamente.

—Ahora, vosotros poneos las manos encima de la cabeza y arrodillaos si no queréis reuniros con el agente en la otra vida —siguió diciendo Cypher.

—Haz lo que nos dice —dijo Otto en voz baja a Wing.

No le gustaba nada la idea de rendirse, pero no tenían otra opción. Al menos, si seguían con vida existía la posibilidad de que luego pudieran hallar la forma de escapar.

—Prefiero morir luchando —dijo Wing dando un paso hacia el helicóptero mientras este se posaba suavemente en la terraza.

—¡Wing! No sabemos nada de esta gente. Podrían ser…

Si Wing le estaba prestando atención, no dio muestras de ello. Avanzó otro par de pasos hacia el helicóptero y la hélice le revolvió su larga melena.

Cypher entregó el rifle a otra persona que estaba en el interior y salió a la terraza. Wing se dirigió hacia él.

—Ni un paso más, Fanchú —Cypher sacó una pistola y apuntó con ella al pecho de Wing—. Sé perfectamente lo que eres capaz de hacer.

—No le tengo miedo —replicó Wing dando otro paso hacia Cypher.

—Pues deberías —repuso este y acto seguido le pegó un tiro en el pecho.

Los ojos y la boca de Wing se abrieron y una de sus manos se movió involuntariamente hacia la herida. Cuando la retiró, estaba manchada de sangre. Luego hincó las rodillas en el suelo, hizo un par de intentos desesperados por tragar aire y por fin cayó de bruces sobre el cemento.

—¡Nooo! —gritó Otto dando un salto hacia delante.

Su fría lógica de costumbre había sido sustituida por un ataque de furia. De pronto sintió que unas manos se cerraban sobre sus hombros como garras. Dos de los
ninjas
que les habían perseguido le pusieron de rodillas a la fuerza.

—Vosotros cuatro —ordenó Cypher a los demás
ninjas
— cargad el cadáver en la aeronave.

Después se aproximó adonde los otros dos
ninjas
sujetaban firmemente a Otto. Todo lo que el muchacho pudo ver cuando Cypher le miró fue el reflejo de su propia cara iracunda y las lágrimas que le caían por las mejillas.

—A usted, señor Malpense —dijo Cypher—, ya no le necesito.

Miró a los dos asesinos que seguían inmovilizando a Otto.

—Matadle —ordenó.

Raven salió a la terraza en el preciso momento en que Cypher disparaba contra Wing. Lanzó un grito cuando el chico oriental cayó al suelo y sintió cómo la inundaba la ira mientras corría en silencio por la terraza en dirección al helicóptero y a Cypher. No tenía ni idea de por qué había decidido atacarles abiertamente. Tenía que saber que no podría salirse con la suya sin que el SICO se enterase de su inaceptable conducta. Aquello era un ataque directo y a plena luz. O se había vuelto loco o no temía las consecuencias que se derivarían inevitablemente de sus actos. Raven no sabía cuál de las dos posibilidades la asustaba más.

Se movió con sigilo de sombra en sombra, sirviéndose de los ventiladores y de los aparatos de aire acondicionado para ponerse a cubierto. Había conseguido llegar a diez metros de Otto cuando oyó la voz de Cypher:

—Matadle.

Raven no se lo pensó dos veces. Salió de detrás del ventilador que la ocultaba y lanzó un
shuriken
que silbó al pasar junto al cuello de Cypher, le hizo un rasguño y luego se clavó en la cubierta metálica del helicóptero.

La distracción que causó aquello le concedió a Raven el tiempo que necesitaba para salvar la distancia que la separaba de Otto. Las catanas gemelas que llevaba a la espalda salieron de sus fundas y lanzaron un ataque fulminante contra los dos asesinos, que se vieron obligados a soltar a Otto para defenderse.

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