El principe de las mentiras (12 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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—¿Cómo se puede destruir un alma? —preguntó Gwydion—. Quiero decir que ya estamos muertos.

—Hay formas de ir más allá de la muerte —bisbiseó Dendar con aire de suficiencia—, pero tus amigos engendros no tienen motivo para buscar el olvido. Son felices con la suerte que corren al morir. Por lo que respecta a los Falsos o a los Infieles..., bueno, Cyric tiene dominio absoluto sobre sus destinos. No pueden morir a menos que él lo decida, y él sólo envía almas al olvido cuando se cansa de torturarlas.

—Hablaremos de esto de camino al pantano, ¿os parece? No tenemos por qué meter a Dendar en esto. —Tirando de Af por una de sus patas de araña, Perdix fue dando saltitos hacia la puerta de la cueva.

—No —rugió Af—. Hay un pacto. Yo estaba presente cuando se firmó. Cyric nos dijo...

De repente, una risa sardónica llenó la caverna.

—¿Y tú te lo creíste? —se burló Gwydion.

Perdix y Af miraron a la sombra con ojos llenos de odio. Al ver que no dejaba de reír, lo golpearon brutalmente, pero ni sus golpes ni sus amenazas consiguieron hacer que callara.

La expresión de impotencia en los rasgos lobunos de Af le había demostrado a Gwydion que los engendros no tenían más poder que él, que también ellos eran víctimas de la locura de Cyric. Al darse cuenta de eso, el sudario de desesperación se deslizó de su alma y un sueño vertiginoso le arraigó en la mente: los Falsos y los engendros eran hermanos en su condenación. ¿Por qué no iban a poder alzarse y liberarse del sufrimiento?

Fue la Serpiente Nocturna la que finalmente puso fin a la risa incontrolable de Gwydion. Volvió un ojo amarillo hacia la sombra.

—Oh, sí, querido Gwydion, sueños de libertad. Pero recuerda: donde hay sueños siempre hay pesadillas.

5. Impulsor de la esperanza

Donde la hija de Bevis el Iluminador inicia una nueva, y probablemente corta, carrera como copista para la Iglesia de Cyric.

Rinda era propietaria de todo el edificio, aunque en realidad eso no es decir mucho. La triste casucha de una planta estaba en la parte más pobre de Zhentil Keep, entre los burdeles sin licencia, las fábricas de ginebra y los hogares semiderruidos de esclavos huidos y de hombres demasiado embrutecidos por la bebida como para resultar útiles a alguien. En otro barrio, el edificio hubiera estado condenado. Las ratas tenían una próspera colonia en las vigas. Los hongos de la madera habían afectado a amplias secciones del suelo donde las tablas no habían caído ya en la cenagosa tierra sobre la que se asentaba la casa. En días fríos de Marpenoth como éste, el viento se filtraba silbando por las grietas de las paredes como una promesa de cuatro meses más de frío implacable.

Rinda casi no reparaba en estos inconvenientes. Pasaba en su choza el menor tiempo posible. La usaba solamente para dormir y comer y a veces para escribir documentos falsos de viaje para esclavos prófugos o mercaderes perseguidos por los asesinos. A Rinda la incomodaba tener que hacer el trabajo allí, pero con la mayor parte de los hombres y mujeres que acudían a ella en busca de ayuda, no tenía elección. Sus clientes a menudo moraban en lóbregos portales, y tener mano firme en aquellos lugares era poco menos que imposible.

Había rechazado un puesto en el gremio de los copistas para ayudar a estas gentes, algo a lo que su padre se había opuesto hasta que abandonó su casa, hacía de ello dos años. Rinda no lo echaba de menos. Era un hombre amargado, descontento con lo que le había tocado vivir. Jamás pudo entender su necesidad de ayudar a los demás, ese impulso vital que hacía que la vida fuera digna de ser vivida en un lugar tan desolado como Zhentil Keep.

Cuando trataba de conciliar el sueño, Rinda siempre se veía perturbada por el pensamiento de quienes eran menos afortunados que ella. Así pues, se pasaba la mayor parte de sus horas de vigilia en la calle, ayudando a los desposeídos de la ciudad lo mejor que podía. Algunos días, esto consistía en conseguir un refugio temporal para una familia desahuciada o en falsificar salvoconductos para un soldado desertor del Zhentilar. Otros días los dedicaba a recorrer las tabernas y posadas para enseñar a leer y escribir a las prostitutas y a los ladrones de poca monta.

Aquel día lo había pasado en el mercado, pidiendo dinero para sobornos. A los magos zhentarim que vigilaban los suburbios les traía sin cuidado si Rinda ayudaba a unos cuantos prisioneros evadidos a salir subrepticiamente de Tesh. Sin embargo, había que pagar su silencio. Ahora, mientras se guarecía del frío dentro de su casucha, Rinda contaba las pocas monedas que había reunido.

—No tengo ni para cubrir las necesidades —suspiró resignada antes de volver a contar las monedas—. Ni de lejos. Esto traerá problemas a las chicas que quieren escapar de madame Februa.

Rinda volvió sus inquietantes ojos verdes hacia el enano que estaba junto a la puerta. Se balanceaba peligrosamente en una silla desvencijada y tenía las pesadas botas apoyadas sobre una mesa. Llevaba ropa de cuero desastrada y la barba y el pelo revueltos, formando una masa negra y plateada. Desde debajo de una poblada ceja miraba con curiosidad un ojo gris, mientras que el otro estaba tapado con un parche marrón rodeado de tachuelas de plata.

—Tengo entendido que lord Chess se durmió llorando cuando se enteró de que Leira había desaparecido —apuntó el enano. Se sopló el bigote caído para evitar que se le metiera en la boca—. Ese saco de mierda de orco —añadió.

—Hodur, sabes bien que detesto que no me prestes atención —dijo Rinda fastidiada—. Si quieres hablar de otra cosa, haz el favor de decirlo.

El enano sonrió satisfecho.

—Está bien, pues. Quiero hablar de otra cosa. Todo es juego limpio siempre y cuando no se trate de lo escasa que andará la comida este invierno o de cómo el Zhentilar castiga a los prisioneros o de cualquier otra cosa relacionada con esa chusma que anda por ahí. —Hizo una pausa para rascarse vigorosamente debajo de la barba—. ¿Sabes que eres la persona más deprimente con que me he topado?

La joven dejó caer las monedas de cobre en una taza desportillada.

—¿Por qué andas siempre por aquí, entonces?

—A lo mejor es que me gusta deprimirme —replicó Hodur—. Siempre he oído que los enanos somos melan... meló..., bah, infelices. Un predicador callejero del Ojo de la Serpiente se refirió a ello una vez. Dijo que es porque somos una raza condenada. No hay enanitos suficientes para ocuparse de nuestros negocios y nuestras guerras, de modo que no tenemos futuro. —En su voz se reflejaban emociones que había pretendido ocultar—. O tal vez sea que no tengo otra cosa que hacer. No hay trabajo para un cantero con unas zarpas como éstas —dijo, levantando unas manos temblorosas y torpes.

Prudentemente, Rinda no hizo comentarios sobre el tema. Buscó una de las tablas sueltas del suelo y guardó debajo la taza con las monedas. El fango produjo un inquietante chapoteo cuando depositó encima su tesoro.

—¿Qué era lo que decías sobre lord Chess?

—Oh, nada importante —declaró el enano—. Sólo que oí decir que quedó destrozado cuando Cyric anunció a los sacerdotes de Leira que la diosa había desaparecido.

Rinda sonrió con complicidad.

—Hace años que no practica el sacerdocio. Todo lo que echará de menos son los banquetes que daban los leiranos a los que había que acudir con máscaras, un camuflaje nada raro, y en los que no se hacían preguntas.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—¿Y cómo lo voy a saber? —respondió Rinda con burlona dulzura y llevándose las manos a las mejillas—. Me lo contó un enano.

Hodur rompió a reír, y con cada carcajada los largos bigotes le revoloteaban delante de la boca.

—Ya sabes, ahora mismo debe de ser bastante malo ser un leirano. Lo que se dice es que fue Cyric el que acabó con ella, ¿no? Pero si te suicidas llevado por la desesperación, acabas de todos modos en los dominios de ese bastardo de oscuro corazón.

—Ten cuidado —le advirtió Rinda—. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.

—Vaya. ¿Es que los dioses de los humanos no tienen nada más que hacer que espiar a sus fieles o escuchar sus conversaciones para poder castigar a los que digan algo malo sobre ellos? —El enano bajó los pies al suelo. La silla crujió peligrosamente al desplazar el peso de su cuerpo—. Los dioses de los enanos no pierden el tiempo de esa manera. Moradin y Clanggedin y los de su clase tienen mejores cosas que hacer con su tiempo. Ya sabes, machacar a los ejércitos de los orcos o insultar a Corellon Larethian y a otros elfos inmortales y borrachines.

—No son los dioses los que me preocupan —dijo Rinda—. Son los clérigos... y el Zhentilar. El patriarca Mirrormane ha pedido a lord Chess que considere un traidor a cualquiera que hable contra Cyric o contra su Iglesia. Y Chess es lo bastante cobarde como para hacer que el ejército ejecute los deseos de Mirrormane.

—Los Zhentarim no van a acatar eso —dijo el enano desechando la idea con un gesto de su mano temblorosa—, y son ellos los que gobiernan este lugar.

Una expresión pensativa cruzó por los ojos verdes de Rinda.

—Sólo queda confiar en que eso siga siendo así —murmuró—. Son mucho menos peligrosos que los hombres de Cyric...

—Jamás pensé que te oiría decir algo bueno sobre la Red Negra —exclamó Hodur juntando las manos—. ¿Será que la verdad del mundo ha conseguido traspasar ese ridículo blindaje de buenas intenciones que te has forjado?

—Veo el mundo con mucha más claridad de lo que piensas —replicó—. Pero no tiene nada de malo esperar que las cosas sean mejores de lo que son. El...

Unos golpes en la puerta interrumpieron las palabras de Rinda e hicieron que Holdur se pusiera de pie sobresaltado.

—Abrid en nombre de Cyric —dijo una voz bronca.

Maldiciendo entre dientes, el enano corrió al otro extremo de la habitación, donde había una linterna apoyada en un banco largo. Se apoderó de ella violentamente.

—Coge la yesca —susurró mientras vertía aceite sobre una cercana pila de pergaminos.

Rinda frunció el entrecejo y le indicó que no lo hiciera.

—Si fuera una redada no habrían llamado a la puerta —señaló.

A pesar de sus propias palabras tranquilizadoras, Rinda volcó una jarra de agua sobre algunos documentos falsificados mientras se dirigía hacia la puerta. No tenía sentido correr riesgos innecesarios.

Los dos hombres que estaban de pie en el umbral eran matones de los que solía emplear la Iglesia de Cyric. Permanecían apoyados contra la jamba de la puerta y se entretenían en arrancar astillas de la madera podrida con sus cuchillos. Uno era corpulento, de barba hirsuta y ojos cubiertos por párpados pesados. El otro era menudo, un poco encorvado, y los círculos oscuros que le rodeaban los ojos hicieron pensar a Rinda en una de esas comadrejas que vivían en el río a las afueras de la ciudad. Los dos llevaban capotes forrados de piel sobre las ropas andrajosas. Sólo unos brazaletes rojos los identificaban como hombres de la Iglesia, ya que llevaban los símbolos sagrados de Cyric: una calavera blanca rodeada por un sol negro.

—Veamos —dijo el más pequeño desplegando un trozo de papel de bordes raídos—. Pelo castaño, mediana estatura, esbelta... —Arrugando la nariz estudió a Rinda a la decadente luz del atardecer—. Sí, ojos verdes. Es ella, Worvo.

—¿Eres Rinda, hija de Bevis el Iluminador? —preguntó el más corpulento. Sus palabras sonaban tan ampulosas como sus formas, con las vocales redondeadas y las consonantes arrastradas.

Rinda cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Y qué pasa si lo soy?

—Limítate a responder a la pregunta, ¿quieres? —El matón con aspecto de comadreja escupió en el suelo y miró en derredor—. No tenemos todo el día.

Como si se hubiera alzado una barricada, Hodur apareció entre Rinda y los matones.

—Tenéis mal la dirección, aquí no hay ninguna Rinda.

Worvo parpadeó unas cuantas veces y se quedó con la boca abierta como un idiota.

—¿Sí? ¿No es? Eh, Var, si no es...

—Claro que es ella —soltó Var—. Se supone que es elegante, ¿no? Una copista. —Apuntó al parche del ojo de Hodur con su daga—. Hasta un ciego botarate como éste podría ver que no se parece a nadie de por aquí. Lleva la ropa limpia. Incluso se debe de haber bañado este mes, por su aspecto. —Se pasó la lengua por los delgados labios—. Y está despierta durante el día. Probablemente es la única mujer en todo el barrio que no se levanta a la puesta del sol... A menos que su pequeño amigo tuerto acabe de sacarla de la cama.

Hodur levantó un puño tembloroso y cogió la guerrera de Var con la otra mano. Los dos matones amenazaron al enano con sus cuchillos, pero Rinda lo apartó de la puerta antes de que se metiera en problemas. Había visto luchar a Hodur. A pesar de su fragilidad, era un adversario capaz de hacer frente a los dos clérigos y a otros cinco como ellos. Pero si se iniciaba una pelea, podría aparecer la guardia, y ésos ya eran asesinos entrenados y puede que incluso trajeran con ellos a algún mago.

—Está bien, Hodur —dijo con tono apaciguador. La mirada firme contuvo al enano, que retrocedió hacia el interior de la habitación.

—Bueno, ¿eres Rinda o no? —preguntó Worvo.

—Sí. ¿Qué quiere de mí la Iglesia?

—Como dije antes, eres copista, ¿no es cierto? —dijo Var—. La Iglesia necesita de tus servicios. Es todo lo que tienes que saber.

Rinda frunció el entrecejo.

—Pero no pertenezco al gremio. No pueden contratarme si no estoy...

—No dije que te fueran a pagar por esto —indicó Var. Se volvió hacia su corpulento compañero—. ¿Dije yo algo acerca de un trabajo pagado?

—No, Var.

—Ya ves, creo que fui perfectamente claro. —Alargó el brazo y cogió a Rinda por la muñeca—. La iglesia quiere a una escriba con ciertas habilidades, y tú las reúnes. De modo que, en marcha.

Rinda descolgó la delgada capa que había colgada a un lado de la puerta.

—Quédate aquí hasta que yo vuelva, Hodur. No te preocupes, estaré bien.

Flanqueada por los dos clérigos, salió a buen paso y atravesó callejones en los que habitaban las largas sombras proyectadas por el crepúsculo.

—¿Adónde me lleváis? —preguntó.

—No muy lejos —respondió Var. Sus ojos como cuentas iban de un lado a otro, tomando nota de todas las figuras refugiadas en un portal oscuro, de todos los borrachos que encontraban a su paso.

No es ningún tonto, pensó Rinda. Esta parte de Zhentil Keep podía ser una trampa mortal para los que se entretuvieran allí por la noche, ya que estaba llena de bandas y asesinos y de todo tipo de merodeadores hambrientos de carne humana. Y lo peor de todo eran los naug-adar, los hechiceros Zhentarim que deambulaban por los callejones en busca de sujetos para sus sádicos experimentos. Nadie estaba a salvo de esos «perros del demonio», ni siquiera los hombres que portaban el sagrado símbolo de Cyric.

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