—¿Estás bien? —gritó contra el viento que azotaba la playa.
Roland le devolvió una mirada de pánico, como la de un animal herido e incapaz de escapar de su depredador. Max vio en él aquel rostro infantil que había sostenido la cámara frente al espejo y sintió un escalofrío.
—Tiene a Alicia —dijo Roland finalmente.
Max sabía que su amigo no comprendía lo que estaba sucediendo realmente e intuyó que intentar explicárselo sólo complicaría la situación.
—Pase lo que pase —dijo Max—, aléjate de él. ¿Me has oído? Aléjate de Caín.
Roland ignoró sus palabras y se adentró en el agua hasta que el oleaje le cubrió la cintura. Max fue tras él y le retuvo, pero Roland, más fuerte que su amigo, se zafó fácilmente de él y le empujó con fuerza antes de lanzarse a nadar.
—¡Espera! —gritó Max—. ¡No sabes lo que está pasando! ¡Te busca a ti!
—Ya lo sé —replicó Roland sin darle tiempo a pronunciar una palabra más.
Max vio zambullirse a su amigo en las olas y emerger unos metros más allá, nadando hacia el Orpheus. La mitad prudente de su alma le pedía a gritos correr de vuelta a la cabaña y esconderse bajo el catre hasta que todo hubiera pasado. Como siempre, Max escuchó a la otra mitad y se lanzó tras su amigo con la seguridad de que, esta vez, no volvería a tierra con vida.
Los largos dedos enfundados en un guante de Caín se cerraron sobre la muñeca de Alicia como una tenaza y la muchacha sintió que el mago tiraba de ella, arrastrándola sobre la cubierta resbaladiza del Orpheus. Alicia intentó librarse de la presa forcejeando con fuerza. Caín se volvió y, alzándola en el aire sin ningún esfuerzo, acercó su rostro a escasos centímetros del de Alicia, hasta que la muchacha pudo ver cómo las pupilas de aquellos ojos ardientes de rabia se dilataban y cambiaban de color, del azul al dorado.
—No te lo repetiré —amenazó el mago con voz metálica y carente de vida—. Estate quieta o te arrepentirás. ¿Me has entendido?
El mago incrementó dolorosamente la presión de sus dedos y Alicia temió que, de no detenerse, Caín le pulverizaría los huesos de la muñeca como si fueran de arcilla seca. Alicia comprendió que era inútil oponer resistencia y asintió nerviosamente. Caín aflojó la presa y sonrió. No había compasión ni cortesía en aquella sonrisa, sólo odio. El mago la soltó y Alicia cayó de nuevo sobre la cubierta, golpeándose la frente contra el metal. Se palpó la piel y sintió el escozor punzante de un corte abierto por la caída. Sin concederle un instante de tregua, Caín la asió de nuevo por su brazo magullado y la arrastró hacia las entrañas del buque.
—Levántate —ordenó el mago, empujándola a través de un corredor que se extendía tras el puente del Orpheus y conducía a los camarotes de cubierta.
Las paredes estaban ennegrecidas y cubiertas de óxido y una capa viscosa de algas oscuras. El interior del Orpheus estaba sumergido en un palmo de agua cenagosa que desprendía vapores nauseabundos. Decenas de despojos flotaban y se balanceaban con el fuerte vaivén del barco entre el oleaje. El Dr. Caín agarró a Alicia por el pelo y abrió una de las compuertas que daba a un camarote. Una nube de gases y agua corrompida aprisionados en el interior durante veinticinco años llenaron el aire. Alicia contuvo la respiración. El mago estiró con fuerza de su pelo y la arrastró hasta la puerta del camarote.
—La mejor suite del barco, querida. El camarote del capitán para mi invitada de honor. Disfruta de la compañía.
Caín la empujó brutalmente al interior y cerró la compuerta a su espalda. Alicia cayó de rodillas y palpó la pared a su espalda, en busca de un punto de apoyo. El camarote estaba prácticamente sumido en la oscuridad y la única claridad que conseguía abrirse paso provenía de un estrecho ojo de buey al que los años bajo las aguas habían cubierto de una gruesa costra semitransparente de algas y restos orgánicos. Las continuas sacudidas del barco en la tormenta la empujaban contra las paredes del camarote. Alicia se aferró a una tubería oxidada y escrutó la penumbra, luchando por apartar de su mente el hedor penetrante que reinaba en aquel lugar. Sus ojos tardaron un par de minutos en habituarse a las mínimas condiciones de luz y permitirle examinar la celda que Caín le había reservado. No había más salida a la vista que la compuerta que el mago había sellado al irse. Alicia buscó desesperadamente una barra de metal o un objeto contundente con que intentar forzar la compuerta del camarote, pero no pudo hallar nada. Mientras palpaba en la penumbra en pos de una herramienta que le permitiese liberarse, sus manos rozaron algo que había estado apoyado contra la pared. Alicia se apartó, sobresaltada. Los restos irreconocibles del capitán del Orpheus cayeron a sus pies y Alicia comprendió a quién se refería Caín al hablar de su compañía. El destino no había jugado a favor del viejo holandés errante. El estruendo del mar y el temporal ahogaron sus gritos.
Por cada metro que Roland ganaba en su camino hasta el Orpheus, la furia del mar le arrastraba bajo el agua y le devolvía a la superficie en el rompiente de una ola, envolviéndole en un torbellino de espuma cuya fuerza no podía combatir. Frente a él, el barco se debatía con los muros de oleaje que el temporal lanzaba contra el casco.
A medida que se aproximaba al buque, la violencia del mar le hacía más dificultoso el controlar la dirección en que la corriente le zarandeaba y Roland temió que un golpe repentino de oleaje pudiera estrellarle contra el casco del Orpheus y hacerle perder el sentido. Si eso sucedía, el mar le engulliría vorazmente y jamás volvería a la superficie. Roland se zambulló para esquivar la cresta de una ola que se cernía sobre él y emergió de nuevo, comprobando que la ola se alejaba hacia la costa formando un valle de agua turbia y agitada.
El Orpheus se alzaba a menos de una docena de metros de donde se encontraba y al contemplar la pared de acero teñida de luz incandescente supo que le resultaría imposible trepar hasta la cubierta. El único camino viable era la brecha que las rocas habían abierto en el casco, provocando el hundimiento del barco veinticinco años atrás. La brecha se encontraba en la línea de flotación y aparecía y se sumergía bajo las aguas a cada envite del oleaje. Los jirones de metal del fuselaje que rodeaban el agujero negro semejaban las fauces de una gran bestia marina. La sola idea de introducirse en aquella trampa aterraba a Roland, pero era su única oportunidad de llegar hasta Alicia. Luchó por no ser arrastrado por la siguiente ola y, una vez la cresta hubo pasado sobre él, se lanzó hacia el agujero del casco y penetró en él como un torpedo humano hacia las tinieblas.
Víctor Kray atravesó sin aliento las hierbas salvajes que separaban la bahía del camino del faro. La lluvia y el viento caían con fuerza y frenaban su avance como manos invisibles empeñadas en alejarle de aquel lugar. Cuando consiguió llegar hasta la playa, el Orpheus se alzaba en el centro de la bahía, navegando en línea recta hacia el acantilado y envuelto en un aura de luz sobrenatural. La proa del barco rompía el oleaje que barría la cubierta y levantaba una nube de espuma blanca a cada nueva sacudida del océano. Una sombra de desesperación se abatió sobre él: sus peores temores se habían hecho realidad y había fracasado; los años habían debilitado su mente y el Príncipe de la Niebla le había engañado una vez más. Sólo pedía ya al cielo que no fuera demasiado tarde para salvar a Roland del destino que el mago tenía reservado para él. En aquel momento, Víctor Kray hubiera entregado gustoso su vida si con ello garantizase a Roland una mínima oportunidad de escapar. Sin embargo, una oscura premonición le hacía sospechar que había faltado a la promesa que hizo a la madre del niño.
Víctor Kray se encaminó hacia la cabaña de Roland, con la vana esperanza de encontrarle allí. No había rastro de Max ni de la muchacha y la visión de la puerta de la cabaña derribada en la playa le hizo albergar los peores augurios. Entonces, una chispa de esperanza se encendió ante él al comprobar que había luz en el interior de la cabaña. El farero se apresuró hacia la entrada, voceando el nombre de Roland. La figura de un lanzador de cuchillos de piedra pálida y viva salió a recibirle.
—Un poco tarde para lamentarse, abuelo —dijo, permitiendo al anciano reconocer la voz de Caín.
Víctor Kray dio un paso atrás, pero había alguien a su espalda y, antes de que pudiera reaccionar, sintió un golpe seco en la nuca. Después, cayo la oscuridad.
Max advirtió que Roland penetraba en el casco del Orpheus a través del agujero en el fuselaje y sintió que sus fuerzas flaqueaban a cada nueva sacudida de las olas. Él no era un nadador comparable a Roland y a duras penas conseguiría mantenerse a flote durante mucho más tiempo en medio de aquel temporal, a menos que encontrase el modo de subir a bordo del buque. Por otro lado, la certeza de que el peligro les esperaba en las entrañas del barco se le hacía más evidente a cada minuto que pasaba y comprendía que el mago les estaba llevando a su terreno como moscas a la miel.
Tras escuchar un estruendo ensordecedor, Max contempló cómo una inmensa pared de agua se alzaba por la popa del Orpheus y se aproximaba a gran velocidad al buque. En pocos segundos, el impacto de la ola arrastró al barco hasta el acantilado y la proa se incrustó en las rocas, provocando una violenta sacudida en todo el casco. El mástil que sostenía las señales luminosas del puente se desplomó al costado del barco y su extremo cayo a unos metros de Max, que se sumergió en las aguas.
Max nadó trabajosamente hasta allí, se aferró al mástil y descansó unos segundos para recuperar el aliento. Cuando alzó la mirada, vio que la trayectoria del mástil abatido le tendía un puente hasta la cubierta del barco. Antes de que una nueva ola le arrancase de allí y se lo llevara para siempre, Max empezó a trepar hacia el Orpheus sin advertir que, apoyada en la baranda de estribor del buque, una silueta le esperaba inmóvil.
El impulso de la corriente empujó a Roland a través de la sentina inundada del Orpheus y el muchacho se protegió la cara con los brazos para evitar los golpes que su avance entre los restos del naufragio le propinaba. Roland se meció a merced del agua hasta que una sacudida en el casco le lanzó contra la pared, donde pudo asirse a una escalerilla metálica que ascendía hacia la parte superior del barco.
Roland trepó por la angosta escalerilla y cruzó una escotilla que desembocaba en la oscura sala de máquinas que albergaba los motores destruidos del Orpheus. Atravesó los restos de la maquinaria hasta el corredor de ascenso a la cubierta y, una vez allí, cruzó a toda prisa el pasillo de camarotes hasta llegar al puente del buque. Paradójicamente, Roland reconocía cada rincón de la sala y todos los objetos que tantas veces había observado buceando bajo el agua. Desde aquel puesto de observación, Roland obtenía una visión completa de la cubierta delantera del Orpheus, donde las olas barrían la superficie y venían a morir contra la plataforma del puente. Súbitamente, Roland sintió que el Orpheus era impulsado hacia adelante con una fuerza imparable y contempló atónito cómo de entre las sombras emergía el acantilado a proa del barco. Iban a chocar contra las rocas en cuestión de segundos.
Roland se apresuró a sujetarse a la rueda del timón y sus pies resbalaron sobre la película de algas que recubría el piso. Rodó varios metros hasta golpearse con el antiguo aparato de radio y su cuerpo experimentó la tremenda vibración del impacto del casco contra los acantilados. Pasado el peor momento, se incorporó y escuchó un sonido cercano, una voz humana en el fragor de la tormenta. El sonido se repitió y Roland lo reconoció: era Alicia pidiendo ayuda a gritos en algún lugar del buque.
Los diez metros que Max hubo de trepar por el mástil hasta la cubierta del Orpheus se le antojaron más de cien. La madera estaba prácticamente podrida y tan astillada que, al alcanzar finalmente la borda del buque, sus brazos y piernas estaban plagados de pequeñas heridas que le producían un fuerte escozor. Max juzgó más prudente no detenerse a examinar sus magulladuras y extendió una mano hasta la barandilla metálica.
Una vez estuvo sólidamente aferrado, saltó torpemente sobre la cubierta y cayó de bruces. Una forma oscura cruzó frente a él y Max alzó la mirada, con la esperanza de ver a Roland. La silueta de Caín desplegó su capa y le mostró un objeto dorado que se balanceaba del extremo de una cadena. Max reconoció su reloj.
—¿Buscas esto? —preguntó el mago, arrodillándose junto al muchacho y meciendo el reloj que Max había perdido en el mausoleo de Jacob Fleischmann ante sus ojos.
—¿Dónde está Jacob? —interrogó Max, ignorando la mueca burlona que parecía fijada al rostro de Caín como una mascarilla de cera.
—Ésa es la pregunta del día —respondió el mago—, y tú me ayudarás a responderla.
Caín cerró su mano sobre el reloj y Max escuchó el crujido del metal. Cuando el mago mostró de nuevo la palma abierta, apenas quedaba del regalo que su padre le había hecho un amasijo irreconocible de tornillos y tuercas aplastadas.
—El tiempo, querido Max, no existe; es una ilusión. Incluso tu amigo Copérnico hubiese adivinado eso si hubiese tenido precisamente tiempo. ¿Irónico, verdad?
Max calculó mentalmente las posibilidades que tenía de saltar por la borda y escapar del mago. El guante blanco de Caín se cerró sobre su garganta antes de que pudiera respirar.
—¿Qué es lo que va a hacer conmigo? —gimió Max.
—¿Qué harías contigo si estuvieses en mi lugar? —preguntó el mago.
Max sintió cómo la presa letal de Caín le cortaba la respiración y circulación a la cabeza.
—¿Es una buena pregunta, verdad?
El mago soltó a Max sobre la cubierta. El impacto del metal herrumbroso contra su cuerpo le nubló la visión por unos segundos y un espasmo de nausea se apoderó de él.
—¿Por qué persigue a Jacob? —balbuceó Max, tratando de ganar tiempo para Roland.
—Los negocios son los negocios, Max —respondió el mago—. Yo ya cumplí mi parte del trato.
—¿Pero qué importancia puede tener la vida de un chico para usted? —espetó Max—. Además, ya se vengó matando al Dr. Fleischmann, ¿no es cierto?
El rostro del Dr. Caín se iluminó, como si Max acabase de formularle la pregunta que ansiaba responder desde que habían iniciado su diálogo.
—Cuando no se salda la deuda de un préstamo, hay que pagar intereses. Pero eso no anula la deuda. Es mi ley —siseó la voz del mago—. Y es mi alimento. La vida de Jacob y la de muchos como él. ¿Sabes cuántos años hace que recorro el mundo, Max? ¿Sabes cuántos nombres he tenido?