Max tendió una taza de té caliente al viejo farero y esperó que el anciano entrase en calor.
Víctor Kray estaba tiritando y Max no sabía si atribuir aquel estado al viento frío que traía la tormenta o al miedo que el anciano parecía ya incapaz de ocultar.
—¿Qué estaba haciendo ahí afuera, señor Kray? —preguntó Max.
—He estado en el jardín de estatuas —contestó el anciano, recobrando la calma.
Víctor Kray sorbió un poco de té de la taza humeante y la dejó reposar en la mesa.
—¿Dónde está Roland, Max? —preguntó el anciano nerviosamente.
—¿Por qué quiere saberlo? —replicó Max en un tono que no enmascaraba la desconfianza que le inspiraba el anciano a la luz de sus últimas averiguaciones.
El farero pareció intuir su recelo y empezó a gesticular con las manos, como si quisiera explicarse y no hallara las palabras.
—Max, algo terrible va a suceder esta noche si no lo impedimos —dijo finalmente Víctor Kray, consciente de que su afirmación no sonaba muy convincente—. Necesito saber dónde está Roland. Su vida corre gran peligro.
Max guardó silencio y escrutó el rostro implorante del anciano. No creía una sola palabra de cuanto el farero acababa de decir.
—¿Qué vida, señor Kray, la de Roland o la de Jacob Fleischmann? —interpeló, esperando la reacción de Víctor Kray.
El anciano entornó los ojos y suspiró, abatido.
—Creo que no te entiendo, Max —murmuró.
—Yo creo que sí. Sé que me mintió, señor Kray —dijo Max clavando una mirada acusadora en el rostro del anciano—. Y sé quién es Roland en realidad. Nos ha estado usted engañando desde el principio. ¿Por qué?
Víctor Kray se incorporó y caminó hasta una de las ventanas, echando un vistazo al exterior, como si esperase la llegada de alguna visita. Un nuevo trueno estremeció la casa de la playa. La tormenta estaba cada vez más próxima a la costa y Max podía escuchar el sonido del oleaje rugiendo en el océano.
—Dime dónde está Roland, Max —insistió una vez más el anciano, sin dejar de vigilar el exterior—. No hay tiempo que perder.
—No sé si puedo confiar en usted. Si quiere que le ayude, primero tendrá que contarme la verdad —exigió Max, que no estaba dispuesto a permitir que el farero le dejase de nuevo a media luz.
El anciano se volvió a él y le miró con severidad. Max sostuvo su mirada con dureza, indicando que no le intimidaba en absoluto. Víctor Kray pareció comprender la situación y se derrumbó en una butaca, derrotado.
—Está bien, Max. Te contaré la verdad, si eso es lo que quieres —murmuró.
Max se sentó frente a él y asintió, dispuesto a escucharle de nuevo.
—Casi todo lo que os conté el otro día en el faro era cierto —empezó el anciano—. Mi antiguo amigo Fleischmann había prometido al Dr. Caín que le entregaría su primer hijo a cambio de conseguir a Eva Gray. Un año después de la boda, cuando yo ya había perdido el contacto con ambos, Fleischmann empezó a recibir las visitas del Dr. Caín, que le recordaba la naturaleza de su pacto. Fleischmann trató por todos los medios de evitar aquel hijo, hasta el extremo de destrozar su matrimonio. Después del naufragio del Orpheus, me creí en la obligación de escribirles y liberarles de la condena que durante años les había hecho desgraciados. Yo confiaba en que la amenaza del Dr. Caín había quedado sepultada para siempre bajo el mar. O al menos, fui tan insensato como para convencerme a mí mismo de ello. Fleischmann se sentía culpable y en deuda conmigo y pretendía que los tres, Eva, él y yo volviésemos a estar juntos, como en los años de la universidad. Aquello era absurdo, claro está. Habían sucedido demasiadas cosas. Aun así, tuvo el capricho de hacer construir la casa de la playa, bajo cuyo techo habría de nacer su hijo Jacob poco tiempo después. El pequeño fue la bendición del cielo que les devolvió la alegría de vivir a ambos. O eso parecía, porque desde la misma noche de su nacimiento, yo supe que algo iba mal. Aquella misma madrugada volví a soñar con el Dr. Caín. Mientras el niño crecía, Fleischmann y Eva estaban tan cegados por la alegría que eran incapaces de reconocer la amenaza que se cernía sobre ellos. Ambos estaban volcados en procurar la felicidad del niño y en complacer todos sus caprichos. Nunca hubo un niño en la Tierra tan consentido y mimado como Jacob Fleischmann. Pero, poco a poco, los signos de la presencia de Caín se fueron haciendo más palpables. Un día, cuando Jacob tenía cinco años, el niño se perdió mientras jugaba en el patio de atrás. Fleischmann y Eva lo buscaron desesperados durante horas, pero no había señal de él. Al caer la noche, Fleischmann tomó una linterna y se adentró en el bosque, temiendo que el pequeño se hubiera extraviado en la espesura y sufrido un accidente. Cuando habían construido la casa, seis años atrás, Fleischmann recordaba que en el umbral del bosque existía un pequeño recinto cerrado y vacío que al parecer había pertenecido, mucho tiempo atrás, a una antigua perrera derribada a principios de siglo. Era el lugar donde se encerraba a los animales que iban a ser sacrificados. Aquella noche, una intuición llevó a Fleischmann a pensar que tal vez el niño había entrado allí y había quedado atrapado. Su corazonada era en parte acertada, pero no sólo encontró a su hijo allí. El recinto que años atrás había estado desierto, estaba ahora poblado por estatuas. Jacob estaba jugando entre las figuras cuando su padre le encontró y le sacó de allí. Un par de días después, Fleischmann me visitó en el faro y me explicó lo sucedido. Me hizo jurar que, si algo le sucedía a él, yo me haría cargo del pequeño. Aquello fue sólo el principio. Fleischmann ocultaba a su esposa los incidentes inexplicables que se sucedían en torno al niño, pero en el fondo él comprendía que no había escapatoria y que tarde o temprano Caín volvería a buscar lo que le pertenecía.
—¿Qué sucedió la noche en que Jacob se ahogó? —interrumpió Max, intuyendo la respuesta, pero deseando que las palabras del anciano probasen que sus temores eran erróneos.
Víctor Kray bajó la cabeza y se tomó unos segundos para responder.
—Tal día como hoy, el 23 de junio, el mismo día en que el Orpheus se hundió, una terrible tormenta se desató en el mar. Los pescadores corrieron a asegurar sus barcas y la gente del pueblo cerró puertas y ventanas, al igual que lo habían hecho la noche del naufragio. El pueblo se transformó en una aldea fantasma bajo la tormenta. Yo estaba en el faro y una terrible intuición me asaltó: el niño estaba en peligro. Crucé las calles desiertas y vine hacia aquí a toda prisa. Jacob había salido de la casa y caminaba por la playa, hacia la orilla, donde el oleaje rompía con furia. Caía un fuerte aguacero y la visibilidad era casi nula, pero pude entrever una silueta brillante que brotaba del agua y tendía dos largos brazos al niño, como tentáculos. Jacob parecía caminar hipnotizado hacia aquella criatura de agua, a la que casi no pude ver en la oscuridad. Era Caín, de eso estaba seguro, pero parecía como si, por una vez, todas sus identidades se hubiesen fundido en una silueta cambiante… Me cuesta mucho describir lo que vi…
—He visto esa forma —interrumpió Max, ahorrándole al anciano las descripciones de la criatura que él mismo había visto tan sólo unas horas antes—. Continúe.
—Me pregunté por qué Fleischmann y su mujer no estaban allí, tratando de sacar al niño y miré hacia la casa. Una banda de figuras circenses que parecían cuerpos de piedra móvil los retenían bajo el porche.
—Las estatuas del jardín —corroboró Max.
El anciano asintió.
—Lo único que pensé en aquel momento fue en salvar al niño. Aquella cosa lo había tomado en sus brazos y lo arrastraba mar adentro. Me lancé contra la criatura y la atravesé. La enorme silueta de agua se desvaneció en la oscuridad. El cuerpo de Jacob se había hundido. Me sumergí varias veces hasta que lo palpé en la oscuridad y pude rescatar su cuerpo para llevarlo de nuevo hasta la superficie. Arrastré al niño hasta la arena, lejos de las olas y traté de reanimarle. Las estatuas habían desaparecido con Caín. Fleischmann y Eva corrieron junto a mí para socorrer al niño, pero cuando llegaron ya no tenía pulso. Lo llevamos al interior de la casa y tratamos de reanimarle inútilmente: el niño estaba muerto. Fleischmann estaba fuera de sí y salió al exterior, gritándole a la tormenta y ofreciendo su vida a Caín a cambio de la del niño. Minutos después, inexplicablemente, Jacob abrió los ojos. Estaba en estado de «shock». No nos reconocía y no parecía recordar ni su propio nombre. Eva arropó al niño y lo llevó arriba, donde le dejó dormir. Cuando volvió a bajar, un rato más tarde, se acercó a mí y, muy serenamente, me dijo que, si el niño seguía con ellos, su vida correría peligro. Me pidió que me hiciese cargo de él y lo criase como haría con mi propio hijo, como al hijo que, si el destino hubiera tomado otro camino, hubiera podido ser el nuestro. Fleischmann no se atrevió a entrar en la casa. Acepté lo que me pedía Eva Gray y pude ver en sus ojos cómo renunciaba a lo único que había dado sentido a su vida. Al día siguiente me llevé al niño conmigo. No volví a ver los Fleischmann.
Víctor Kray hizo una larga pausa. Max tuvo la impresión de que el anciano trataba de contener las lágrimas, pero Víctor Kray ocultaba su rostro entre sus manos blancas y envejecidas.
—Supe un año después que él había muerto, víctima de una extraña infección que contrajo a través de la mordedura de un perro salvaje. Y aun ahora, no sé si Eva Gray vive todavía en algún lugar del país.
Max examinó el semblante abatido del anciano y supuso que le había juzgado erróneamente, aunque hubiera preferido confirmarle como un villano y no tener que enfrentarse a lo que sus palabras ponían en evidencia.
—Usted inventó la historia de los padres de Roland, incluso inventó su nombre… —concluyó Max.
Kray asintió, admitiendo ante un muchacho de trece años al que apenas había visto un par de veces el mayor secreto de su vida.
—Entonces, ¿Roland no sabe quién es en realidad? —preguntó Max.
El anciano negó repetidamente y Max advirtió que finalmente había lágrimas de rabia en sus ojos, castigados por demasiados años vigilando en lo alto del faro.
—¿Quién está enterrado entonces en la tumba de Jacob Fleischmann en el cementerio? —preguntó Max.
—Nadie —respondió el anciano—. Nunca se construyó esa tumba ni se ofició un funeral. La tumba que viste el otro día apareció en el cementerio local a la semana siguiente de la tormenta. Las gentes del pueblo creen que Fleischmann la mandó construir para su hijo.
—No lo entiendo —replicó Max—. Si no fue Fleischmann, ¿quién la construyó y para qué?
Víctor Kray sonrió amargamente al muchacho.
—Caín —respondió finalmente—. Caín la colocó allí y la ha estado reservando desde entonces para Jacob.
—Dios mío —murmuró Max, comprendiendo que tal vez había desperdiciado un tiempo precioso al obligar al anciano a confesar toda la verdad—. Hay que sacar a Roland de la cabaña ahora mismo…
El envite de las olas que rompían en la playa despertó a Alicia. Ya había caído la noche y, a juzgar por el intenso repiqueteo del agua sobre el tejado de la cabaña, una fuerte tormenta se había desencadenado sobre la bahía mientras dormían. Alicia se incorporó, aturdida todavía, y comprobó que Roland seguía tendido en el catre, murmurando palabras ininteligibles en su sueño. Max no estaba allí y Alicia supuso que su hermano estaría afuera, contemplando la lluvia sobre el mar; a Max le fascinaba la lluvia. Se dirigió hasta la puerta y la abrió, echando un vistazo a la playa.
Una densa niebla azulada reptaba desde el mar hacia la cabaña como un espectro acechante y Alicia pudo percibir docenas de voces que parecían susurrar desde su interior. Cerró la puerta con fuerza y se apoyó contra ella, decidida a no dejarse llevar por el pánico. Roland, sobresaltado por el ruido del portazo, abrió los ojos y se incorporó trabajosamente, sin comprender muy bien cómo había llegado hasta allí.
—¿Qué está pasando? —consiguió murmurar Roland.
Alicia despegó los labios para contestar, pero algo la detuvo. Roland contempló estupefacto cómo una densa niebla se filtraba por todas las junturas de la cabaña y envolvía a Alicia. La muchacha gritó y la puerta sobre la que había estado apoyada salió despedida hacia el exterior, arrancada de los goznes por una fuerza invisible. Roland saltó del catre y corrió hacia Alicia, que se alejaba en dirección al mar envuelta en aquella garra formada por la niebla vaporosa. Una figura se interpuso en su camino y Roland reconoció al espectro de agua que le había arrastrado a las profundidades. El rostro lobuno del payaso se iluminó.
—Hola, Jacob —susurró la voz tras los labios gelatinosos—. Ahora sí que vamos a divertirnos.
Roland golpeó la forma acuosa y la silueta de Caín se desintegró en el aire, dejando caer en el vacío litros y litros de agua. Roland se precipitó al exterior y recibió el golpe de la tormenta. Una gran cúpula de espesas nubes purpúreas se había formado sobre la bahía. Desde su cima, un rayo cegador cayó sobre uno de los picos del acantilado y pulverizó toneladas de roca, esparciendo una lluvia de briznas incandescentes sobre la playa.
Alicia gritó, luchando por zafarse del abrazo letal que la aprisionaba y Roland corrió sobre las piedras hasta la orilla. Intentó alcanzar su mano hasta que una fuerte sacudida del mar le derribó. Cuando se puso en pie de nuevo, toda la bahía temblaba bajo sus pies y Roland escuchó un enorme rugido que pareció ascender desde las profundidades. El muchacho retrocedió unos pasos, luchando por mantener el equilibrio y pudo ver que una gigantesca forma luminosa ascendía desde el fondo del mar hacia la superficie, levantando olas de varios metros en todas direcciones. En el centro de la bahía, Roland reconoció la silueta de un mástil emergiendo de entre las aguas. Lentamente, ante sus ojos incrédulos, el casco del Orpheus salió a flote, envuelto en un halo espectral.
Sobre el puente, Caín, envuelto en su capa, alzó un bastón plateado al cielo y un nuevo rayo cayó sobre él, prendiendo de luz resplandeciente todo el casco del Orpheus. El eco de la cruel carcajada del mago inundó la bahía mientras la garra fantasmal soltaba a Alicia a sus pies.
—Es a ti a quien quiero, Jacob —susurró la voz de Caín en la mente de Roland—. Si no quieres que ella muera, ven a buscarla…
Max pedaleaba bajo la lluvia cuando el resplandor del rayo le sobresaltó y reveló la visión del Orpheus, resurgido de las profundidades e impregnado de una luminosidad hipnótica que emanaba del propio metal. El viejo buque de Caín navegaba de nuevo sobre las aguas enfurecidas de la bahía. Max pedaleó hasta perder el aliento, temiendo que, cuando llegara a la cabaña, ya fuera demasiado tarde. Había dejado atrás al viejo farero, que no podía ni mucho menos igualar su ritmo. Al llegar al borde de la playa, Max saltó de la bicicleta y corrió hacia la cabaña de Roland. Descubrió que la puerta había sido arrancada de cuajo y localizó la silueta paralizada de su amigo en la orilla, mirando hechizado el buque fantasma que surcaba el oleaje. Max dio gracias al cielo y corrió a abrazarle.