Read El pozo de las tinieblas Online

Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

El pozo de las tinieblas (38 page)

BOOK: El pozo de las tinieblas
8.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La cara delgada de la amazona estaba extraordinariamente pálida debajo de la manta de lana. Tenía los ojos cerrados.

—Sufre de un modo horrible. La herida no es profunda, pero está extrañamente infectada..., como lo estaban aquellos jinetes.

—Los Jinetes sobre caballos negros. ¿Son la plaga que percibiste en Cantrev Myrrdale? —preguntó el príncipe.

—Sí. Dejan un rastro de corrupción por donde quiera que pasen. Yo lo veo con mucha facilidad. Parece que los otros lo encuentran más difícil —respondió con voz calma Robyn, como si tratase de disimular alguna emoción más profunda.

—¿Podrían ser estos Jinetes el mal contra el que te avisó la profecía?

—No lo creo. Más bien parecen engendros de un mal aún mayor. —Robyn lo miró a los ojos—. Yo acompañé a las amazonas cuando enterraron a Carina, y me dijeron cómo había muerto. ¿Por qué no estuviste allí?

El príncipe no pudo resistir su mirada.

—Había demasiadas cosas a las que atender... Estaba buscando a Canthus...

Se interrumpió, horrorizado por haber faltado a aquel deber.

—¡Ella murió para salvarte la vida!

—¡Lo sé! —dijo él con vehemencia.

—¿Y no sientes nada? ¿Viste cuántos de los nuestros murieron en aquel campo?

—¡Claro que lo siento! Pero luchamos... ¡y vencimos! Los muertos son el precio de aquella vic...

—¿El precio? ¡Ahora hablas de ellos como si fuesen monedas de oro!

La cólera hizo que enrojeciesen las mejillas de Robyn. Sus ojos verdes se fijaron implacables en él.

—Puedes ser capaz de luchar en una guerra, ¡pero ser príncipe es mucho más que eso! —Robyn se interrumpió de pronto. Se inclinó sobre Aileen y mojó la frente de la hermana amazona con un paño suave antes de volverse de nuevo al príncipe—. Tristán, creo que puedes dirigir a esa gente en una guerra. Pero debes ser digno de dirigirlos también en la paz. ¡Debes preocuparte por ellos!

El príncipe carraspeó, sintiéndose de pronto responsable de lo malo que había ocurrido en ese día. Pensó en la muerte heroica de Carina, en el granjero y su esposa que habían caído al tratar de cerrar la brecha en la zanja. Y en otros cientos de pares de ojos que nunca volverían a ver la luz del sol.

—Me importan, Robyn. Me cuesta expresarlo, pero deseo ardientemente ser un príncipe y un hombre del que puedas enorgullecerte.

No se le ocurrió nada más que añadir, y así cabalgó en silencio detrás del carro durante largo rato.

De pronto, un fuerte ruido atrajo su atención hacia el oeste. El príncipe alcanzó a ver a un jinete que galopaba junto a la carretera en su dirección. Con súbita ansiedad, se dio cuenta de que aquel hombre podía traer noticias de su pueblo.

—Llévame contigo —gritó Robyn, extendiendo los brazos.

Avalón trotó junto al carro y la joven saltó ágilmente sobre la grupa. Ella y Tristán cabalgaron juntos camino arriba.

El macilento jinete fustigaba casi sin fuerzas a un caballo sudoroso. Sobresaltado, Tristán reconoció a Owen, uno de los guardianes del castillo.

—¡Mi príncipe! —gritó el mensajero, refrenando su montura al acercarse Avalón.

—¿Qué sucede? —preguntó Tristán, temiendo la respuesta.

—¡Invasores del norte! Han desembarcado en Corwell. ¡Están atacando a la población!

Estas palabras brotaron en caótica confusión de los labios del mensajero.

—¿Cuándo desembarcaron? —preguntó Tristán, tratando de dominar su pánico.

—¡Ayer! Desembarcaron más allá de la población..., ¡al menos un centenar de naves! Yo salí a buscaros al acercarse ellos al puerto, pero los vi desembarcar antes de cabalgar tierra adentro.

Con un repiqueteo de cascos de caballos, Daryth y Pawldo galoparon hasta ellos. La cara del haifling palideció al escuchar la noticia.

—¿Y Lowhill? —preguntó.

—Ha sido evacuado y los halfling se han refugiado en el castillo o en la aldea —explicó Owen.

—¡Debemos ir allá! —apremió Robyn, mientras Tristán permanecía sentado inmóvil en su caballo.

El príncipe se imaginó vivamente el fatídico encuentro de dos ejércitos de hombres del norte en Corwell.

—¡Vamos! —gritó la mujer, pinchándolo en las costillas.

—Sí, desde luego —respondió el príncipe.

Le daba vueltas la cabeza y le costaba pensar.

—Avisa a las hermanas —dijo al calishita—. Di a Brigit que Robyn y yo cabalgamos hacia Corwell. Ella debería seguirnos con su compañía, si la retaguardia de la columna continúa estando a salvo.

Después se volvió a Pawldo y le dijo:

—Busca a Finellen y dile que lleve a los enanos a Corwell lo más deprisa que pueda. Gavin y los ffolk tendrán que defender la columna desde la retaguardia, en caso necesario.

Los dos amigos asintieron con la cabeza y se volvieron para galopar hacia el este. Robyn se agarró con más fuerza a la cintura del príncipe al espolear éste a Avalón en la dirección contraria. El semental blanco saltó un seto bajo y galopó por el campo.

Avalón parecía no darse cuenta del peso adicional y los llevaba con airosa facilidad hacia el hogar que de pronto se había convertido en precioso para ellos. El príncipe no sabía qué podría hacer cuando llegase; sólo sabía que tenía que llegar allí lo antes posible.

—¡Idiota! ¡Ceporro! —gritó Grunnarch, dando rienda suelta a su mal genio, ahora que había encontrado una víctima en la que descargar su cólera.

—¿Me insultas, cuando fue tu ejército el rechazado por una banda de chusma campesina? —replicó Raag Hammerstaad, pagando al Rey Rojo con la misma moneda.

Los dos reyes se pusieron en pie, amenazándose con los puños.

—Si hubieses mantenido la presión sobre aquel camino...

—Si tú hubieses atacado con un ejército en vez de esa banda de alimañas, ¡podrías haber tomado el camino! ¡Te desafío a que mires a esos hombres! —clamó Raag, señalando dramáticamente al campamento.

En un instante, la cólera abandonó a Grunnarch, al sofocar la depresión todas las otras emociones.

—Sí —gruñó, sentándose de nuevo.

Raag se sentó también, confuso y frunciendo el entrecejo.

—Te digo que este ejército ha perdido la moral, como pierde su zumo un limón al exprimirlo. —Grunnarch hizo una pausa y, después, señaló con brusquedad hacia el valle de Myrloch—. Aquél es un lugar que no desearía para nadie. Yo no volveré nunca a él, ¡aunque me cueste la vida!

—En cambio, yo tendré que volver al valle —dijo Trahern.

Hasta ahora, los otros habían hecho caso omiso del taciturno druida.

—Creía que ibas a acompañarnos hasta Corwell —repuso Grunnarch.

Pero el druida rechazó su sugerencia con un ademán.

—Tengo cosas que hacer aquí.

El druida se levantó y desapareció en la oscuridad.

—Bueno, ahora has vuelto a los reinos de los hombres —gruñó Raag, mirando con curiosidad a su viejo amigo.

Los dos reyes se habían embarcado juntos en muchas incursiones y nunca había visto Raag que Grunnarch pareciese tan cansado y nervioso.

—Sí —convino Grunnarch, esforzándose para erguir la cabeza—. Seguro que nos libraremos de esta enfermedad, ahora que hemos traspasado la frontera de aquel lugar de pesadilla —añadió, tratando de convencerse de que sería así.

En otra parte del campamento, unos ojos enrojecidos, chispeantes, contemplaron al dormido ejército. Unos ojos hambrientos.

En medio día de viaje, Avalón llevó a la pareja por una tierra que los refugiados tardarían una semana en cruzar. Poco antes de ponerse el sol, cruzaron la última elevación al este de la población y empezaron el largo descenso hacia el mar. Caer Corwell descansaba orgulloso en la cima de la rocosa colina, destacándose con toda claridad contra el sol poniente. La bandera del Lobo Solitario ondeaba majestuosamente en la torre más alta.

Vieron con alivio que el pueblo permanecía tranquilo e indemne Junto a su resguardado puerto. Pero, al perder altura el camino y acercarse ellos a su lugar de destino, vieron otras señales más inquietantes.

Los cascos esqueléticos de varios barcos emergían de las aguas del puerto y otros restos flotaban entre ellos. Entonces, al pasar alrededor de una baja colina, vieron las naves de los hombres del norte varadas en una playa, no muy lejos de la población. Como una plaga reptante de insectos, el ejército invasor estaba cruzando el páramo en dirección a Corwell.

Los refugiados de las Comunidades Orientales evitaban el pueblo y el castillo, dirigiéndose hacia el norte y el oeste, hacia regiones más remotas del reino. Mientras Caer Corwell resistiese, los atacantes no podrían arriesgar fuerzas en la persecución.

Al parecer incansable, Avalón aumentó su velocidad al acercarse a la población. Ahora el príncipe pudo ver los campamentos alrededor de Caer Corwell. En ellos ondeaban las banderas de los señores de Dynnatt y de Koart. En todo caso, los combatientes ffolk eran grandemente superados en número por la horda de invasores.

Por fin el corcel cabalgó a la sombra misma de Caer Corwell y Tristán lo condujo por el largo y empinado camino que conducía a la casa de la guardia. El esfuerzo de la larga carrera se dejó ahora sentir y Avalón redujo su marcha a un trote corto. Pero siguió llevándolos cuesta arriba hasta que cruzaron el puesto de guardia. Varios guardianes, prorrumpiendo en gritos de bienvenida a su principe, corrieron a difundir la noticia de su llegada.

Un joven mozo de cuadra se adelantó para tomar las riendas del semental blanco.

—Bienvenidos a casa, mi príncipe, dama Robyn —exclamó.

Robyn saltó al suelo, seguida del príncipe, y el muchacho se llevó a Avalón. Por primera vez advirtió Tristán lo fatigado que estaba el caballo: tenía gacha la cabeza y sus flancos estaban cubiertos de sudor.

—Nos alegramos de verte, mi príncipe —dijo Randolph, uno de los oficiales de la guardia, mientras Tristán se sacudía el polvo y se volvía en dirección al gran salón.

Los modales del guardia eran vacilantes, pero parecía aliviado por su llegada.

—Es el rey —siguió diciendo el hombre—. Resultó herido durante la lucha en el muelle. Ahora está en su estudio. ¡Tienes que verlo, mi príncipe!

—Desde luego —respondió Tristán.

Sintió una punzada de miedo por el estado de su padre que lo sorprendió por su intensidad.

Balanceándose como un cadáver en la corriente, el cuerpo del unicornio desapareció en el líquido oleoso y después volvió a subir a la superficie. La piel blanca como la nieve de Kamerynn aparecía sucia. En muchos sitios, el lodo negro y pegajoso cubría el ancho cuerpo de grotescos dibujos.

En otros, el agua caustica del Pozo de las Tinieblas había quemado el pelo y parte de la piel. Grandes heridas de color rosado estaban expuestas a las aguas irritantes y venenosas del torrente desbordado.

El agua del Pozo de las Tinieblas rebosó con mucho las orillas del pequeño arroyo al saltar de la derruida presa. Susurrando cruelmente, destruía toda vegetación a su paso. El suelo que inundaba se ennegrecía, y permanecería yermo durante muchos años.

Sin embargo, al fluir el agua, menguó el poder del Pozo. A medida que la avenida se disipaba en el vasto terreno pantanoso, el veneno perdía su potencia, y el cuerpo del unicornio flotó hasta descansar contra un corpulento roble. Y, al retirarse las aguas, Kamerynn siguió yaciendo inmóvil sobre un lecho fangoso de hierbas muertas.

Durante todo un día, el unicornio no se movió. Quemados e insensibles los ojos por el Pozo de las Tinieblas, Kamerynn no podía ver el menor destello de luz, ni siquiera de los rayos directos del sol. Las inútiles patas delanteras se estremecían de dolor y, poco a poco, Kamerynn se sumió en la inconsciencia.

17
Identidad

—¡Tened mucho cuidado! —advirtió fray Nolan—. ¡No debéis agitarlo!

Tristán se detuvo delante de la puerta del estudio de su padre y respiró profundamente.

—Bueno, vamos allá —dijo a Robyn.

La doncella asintió con la cabeza y abrió sin ruido la puerta de una habitación iluminada por el fuego de la chimenea.

Robyn, vacilando, se acercó al gran lecho donde yacía el rey casi enterrado debajo de un montón de mantas. Fuertes moraduras marcaban su rostro y tenía un ojo hinchado y cerrado. Sus labios estaban agrietados y sangraban.

Tristán, sin poder dar crédito a la vulnerabilidad de su padre, permaneció torpemente detrás de Robyn.

El ojo sano se abrió al acercarse la mujer, y el rey tendió a ésta una mano vendada.

—Ven aquí, hija mía —gruñó. Asió la mano de Robyn cuando ésta avanzó hasta su lado.

Ella correspondió al fuerte apretón y, por un momento, ambos guardaron silencio.

—Eres fuerte —dijo por último el rey—. Tu madre habría estado orgullosa de ti.

—¿Quién es mi madre, señor? Por favor, ¡tienes que decírmelo!

El afán de saber esto había aumentado en ella durante las últimas semanas, al hacerse más manifiestos sus poderes. Su tensión le provocó un ligero temblor en la voz.

—Sí, ya es hora de que lo sepas —dijo el rey, con voz débil y grave—. Fue sólo para tu protección que lo mantuve en secreto durante tanto tiempo.

Robyn esperó a que el rey recobrase su aliento.

Tristán los observaba a los dos. Advertía, dolorido, que su padre ni siquiera lo había saludado.

—Tu madre fue Brianna Moonsinger, Gran Druida de todas las islas de Moonshae. Tú fuiste su única hija.

Robyn se sentó en el borde de la cama, sintiéndose extrañamente tranquila. La noticia ya no tenía el poder de sorprenderla.

—¿Qué fue de ella? —preguntó.

—Tú tenías un año cuando te trajo aquí. Tu madre y yo habíamos combatido juntos contra los hombres del norte, y ella confiaba en mí. Me dijo que tenía que viajar al valle de Myrloch, a uno de los Pozos de la Luna.

Alguna clase de perversión anidaba allí, y ella iba a limpiar el lugar.

»Sabía que sería muy peligroso y quería que alguien cuidase de ti si no volvía. Yo... nunca volví a verla.

—¿Y mi padre?

—Lo siento, pero no sé quién fue tu padre. Brianna nunca me habló de él.

—¿Por qué yo necesitaba ser protegida? ¿Por qué mi identidad debía ser un secreto?

—Tu madre me advirtió de que un mal muy poderoso estaba adquiriendo fuerza en el país. Podía pasar una generación o más antes de que anduviese libre por el mundo; pero, si ella fracasaba en su misión, esta catástrofe sería inevitable. Los druidas son la fuerza más poderosa que tenemos para luchar contra aquel mal. Tu madre sintió el gran poder que llevabas en tu interior, incluso de muy pequeña, y temió por ti, si aquella presencia maléfica se daba cuenta de tu existencia.

BOOK: El pozo de las tinieblas
8.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Flying Backwards by Smith, Jennifer W
Dead Irish by John Lescroart
Master of the Moors by Kealan Patrick Burke
The Bones of Paradise by Jonis Agee
The Company We Keep by Robert Baer
La Révolution des Fourmis by Bernard Werber
Almost a Princess by Elizabeth Thornton
Common Ground by J. Anthony Lukas