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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

El pozo de las tinieblas (34 page)

BOOK: El pozo de las tinieblas
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—Los druidas no me asustan —gruñó el rey—. Al menos son enemigos humanos, ¡y se los puede matar!

Los que llevaban las hachas continuaron con su trabajo. El Rey Rojo pensaba en el precio que su ejército había tenido que pagar por el valle de Myrloch. Ahora, con éste a su espalda, los hombres mostraban un evidente afán de seguir adelante. Sin embargo, lo hacían más por miedo a lo que había detrás de ellos que por voluntad de continuar su ataque.

—¡Majestad! —Otro mensajero llegó corriendo con sus pesadas botas de cuero—. Hemos llegado al final del bosque. Hay una fuerza de ffolk, creo que campesinos, que nos cierra el paso.

El mensajero parecía más sorprendido que alarmado.

La noticia se difundió deprisa en el ejército de los hombres del norte y la moral aumentó visiblemente. El rey volvió a oír chanzas y maldiciones. Los invasores avanzaron para echar un vistazo a través del bosque enmarañado. Por último, los de las hachas abrieron varios pasos hacia el claro para la tropa.

Grunnarch se adelantó a caballo, mirando el sol. Estaba bajo en el cielo del oeste, pero todavía quedaba suficiente luz para combatir. Entonces contempló el campo. A lo lejos pudo ver la delgada cinta del camino de Corwell. Entre ésta y él, había una fila de chusma campesina.

Había llegado la hora de poner el plan en acción.

Como un creciente tumor, el Pozo de las Tinieblas corroía a la diosa. Cada agravio parecía enardecerlo mas, añadiendo peso y fuerza a su veneno. El robo cruel de la Manada afecto profundamente a aquélla después de la pérdida del Leviatan.

Kamerynn, el unicornio, ahora el único hijo que quedaba a la diosa, oyó su llamada mientras recorría inquieto los parajes salvajes del valle de Myrloch. Sintió que la misión era desesperada y comprendió la profundidad del dolor de la Madre. No obstante, obedeció.

Galopando una vez más con un claro objetivo en su mente, el unicornio volvió hacia los pantanos de los firbolg. El rescoldo de la montaña de carbón seguía señalando el emplazamiento de la fortaleza de los firbolg, tiznando para siempre el paisaje del valle de Myrloch.

La diosa pensó de nuevo en la Manada, pero sin poder hablarle. El poder de la Bestia mantenía a los lobos sujetos con firmeza.

Ella sabía que la verdadera fuerza de la Manada no había sido nunca realmente revelada. Esta, entre todos sus hijos, demostraría ser tal vez la mas poderosa. Al servicio del Equilibrio, la Manada podía proporciona la fuerza necesaria para sostener la causa.

Pero, si ella permitía que la Manada sirviera a un fin maligno, la causa del Equilibrio estaba perdida.

15
La Loma del Hombre Libre

El ejército del mal salió del bosque, y se reagrupó más allá del refugio de los árboles. Los invasores superaban a la pequeña fuerza que se enfrentaba a ellos a razón de al menos tres a uno. El ancho campo que los separaba, sembrado de flores, se extendía abierto para el ataque.

Tristán advirtió los vibrantes colores de los pétalos de las flores silvestres y olió el aire cargado de polen, agitado por la suave brisa. Aquel olor era de paz, no de guerra.

Entonces se extinguió el viento, y Tristán oyó zumbar las moscas en el aire súbitamente pesado. Miró através del campo y observó cómo más y más hombres del norte salían del bosque, acompañados del zumbido de los gordos insectos. Podía ver, a varios cientos de pasos, a los hombres del norte que se agrupaban en silencio para la carga.

De pronto, la hueste de hombres del norte lanzó un fuerte grito, en un coro estruendoso que resonó en las paredes del valle. Eran voces tonantes, miles de voces que lanzaban contra los ffolk su primitivo desafío.

Pero, desde la línea de los ffolk, otras notas estridentes respondieron a aquel reto. Los guerreros campesinos vitoreaban con frenesí, sabiendo de cierto que un gran bardo estaba con ellos y que los enanos y las Hermanas de Synnoria se habían unido para un raro objetivo común. Las notas resonaron con fuerza inverosímil en los oídos de todos los presentes.

Los hombres del norte cargaron, en una enorme y vociferante masa. Sus caras barbudas se contrajeron en muecas, acometidas de una rabia enloquecida.

El príncipe hizo una señal a los arqueros. Éstos se irguieron en la cima de la colina aparentemente vacía y lanzaron una lluvia de flechas contra el centro de la línea atacante. Docenas de proyectiles hicieron blanco en la carne, pero las bajas parecieron no afectar a aquella horda. Abandonando a sus hombres caídos, los aullantes norteños siguieron avanzando.

Avalón llevó al príncipe a lo largo de las dos filas de ffolk alineados en la zanja central. Canthus corría a su lado, y Tristán llevaba todavía la lanza con la banderola del Lobo Solitario ondeando en su punta. Sus tropas reclutadas con tanta prisa parecían resueltas y sus jefes se esforzaban en tranquilizarlas mientras se acercaban los hombres del norte.

Sesgados rayos de sol iluminaban el campo, dando a las flores un último brillo de belleza antes de que fuesen aplastadas por los pies de los atacantes. Ahora resplandecieron las armas bajo las últimas luces de la tarde.

Los primeros invasores que llegaron a la zanja resbalaron y cayeron en ella, sorprendidos. Ignorando el obstáculo, los compañeros que marchaban detrás de ellos siguieron adelante, y todo el impulso de la carga se extinguió en la empinada pendiente y el fondo cenagoso de la trampa. Al recobrar el equilibrio los atacantes caídos y tratar de subir por el lado opuesto de la zanja, los ffolk los recibieron con tajos y golpes de sus armas.

Un alto agricultor blandió una horca contra el hacha de un hombre del norte que avanzaba dando traspiés. Pero éste levantó su arma para parar el golpe y el metálico estruendo resonó en todo el campo de batalla. De inmediato, aquel ruido se mezcló con miles de sonidos similares. Y así, con gran fragor, se enfrentaron los dos ejércitos en un combate a muerte.

Los ffolk luchaban como veteranos. Una joven granjera descargó un grueso garrote contra la cara de un hombre del norte que la miraba con impudicia. Éste cayó al suelo y ella se agachó para apoderarse de su espada. Daryth y Pawldo, que combatían lado a lado, apuñalaban a los invasores que trataban de salir de la zanja por donde estaban ellos, hasta que se amontonaron los cadáveres.

Los ffolk habían acumulado múltiples motivos para luchar durante las últimas semanas. Todos ellos odiaban ferozmente a los hombres del norte, después de sus atrocidades en las comunidades orientales. Lanzas, horcas y estacas, todo servía para arrojar de nuevo en la zanja a los invasores que resbalaban al subir. Muchos ffolk cayeron ante las fatales embestidas de los atacantes, pero la línea se restablecía con presteza bajo el mando de los jefes y de los veteranos.

Y entonces cayó la granjera, soltando su nueva espada, que se hundió en el fango de la zanja. El hombre que vino detrás de ella murió también, con el pecho atravesado por una lanza, y de pronto se rompió la primera línea. Una docena de invasores irrumpieron en la brecha y se volvieron para atacar de lado a los ffolk y ampliar aquélla. El príncipe espoleó con desesperación a Avalon hacia aquel sitio.

Pero Robyn estaba ya allí. Había permanecido detrás de la línea, manteniéndose alerta para semejante eventualidad. Ahora se adelantó, levantó ambas manos y gritó aquellas palabras misteriosas que el príncipe había oído sólo una vez antes de entonces. Los hombres del norte chillaron, soltaron sus armas que de improviso se habían calentado al rojo, y se retiraron al ver aparecer un brioso corcel blanco y un caballero que blandía una bandera con el Lobo Solitario.

—Bien hecho —felicitó el príncipe a Robyn.

—Gracias, mi príncipe —dijo sonriendo ella, extrañamente tranquila en medio de aquel caos.

—¡Mira! —gritó Tristán, al ver que la línea de ffolk cedía y se rompía en otro lugar.

Robyn saltó sobre la grupa de Avalón y ambos galoparon hacia el sitio del peligro. Sin embargo, cuando llegaron, un joven jefe había llenado la brecha con tropas de refuerzo y rechazado a los atacantes hacia la zanja.

Allí se encontraron con Keren, que paseaba detrás de la línea. Su arpa y sus canciones belicosas eran más valiosas que su espada.

—Aun así —dijo con tristeza el bardo—, más una vez he tenido que dejar el arpa para tomar el acero. La línea aguanta, pero a duras penas, mi príncipe.

—Tal vez «a duras penas» será bastante.

El bardo sonrió y empezó otra canción. Como siempre, la música y la letra sonaron con claridad y fuerza increíbles sobre aquel estruendo. El príncipe vio cómo Daryth y Pawldo, plantados junto a la zanja, empujaban a varios tambaleantes invasores de nuevo al fango y la sangre del fondo.

Los flancos de Avalón palpitaron de excitación, y el gran corcel sacudió con orgullo la cabeza, mientras Tristan examinaba el campo para ver el desarrollo de la batalla.

De pronto, la línea ffolk cedió en el centro, al descargar varios golpes fatales los hombres del norte. Pisoteando cadáveres de defensores, más de cien atacantes se lanzaron a la brecha. El alto agricultor que había dado el primer golpe en la batalla se abalanzó contra la masa de adversarios, blandiendo su horca a diestra y siniestra. Pronto sucumbió bajo la presión de los atacantes, pero su sacrificio había hecho ganar uno valioso tiempo.

Tristán y Robyn cabalgaron hacia la brecha, mientra ésta seguía ensanchándose. Los ffolk de los costados habían empezado a huir, aterrorizados por la súbita ruptura. El príncipe se volvió y vio que Gavin lo observaba con atención, esperando una señal.

Entonces la bandera del Lobo Solitario se inclinó señalando hacia la brecha y Gavin, lanzando un grito gutural, ordenó avanzar a la fuerza de reserva. Doscientos ffolk corrieron hacia la brecha. Un número todavía mayor de hombres del norte se lanzó hacia la abertura presintiendo la victoria.

Grunnarch había permanecido atrás cuando el grueso de su ejército cargó a través del campo, aunque esta posición en retaguardia le produjo un amargo sabor en la garganta. Pero todavía no podía confiar en que los firbolg o los Jinetes Sanguinarios eligieran el momento adecuado para lanzarse al ataque. Aun con su presencia, sabía que no podría retener durante mucho tiempo al margen de la lucha a aquellas dos bandas sedientas de sangre.

Sin embargo, sabía que si la infantería podía abrir un agujero en la débil línea defensiva, una carga oportuna de los Jinetes alrededor del flanco descubierto de los ffolk pondría a toda la fuerza en caótica desbandada.

Entonces podría empezar la verdadera matanza.

Pero antes de que se presentase esta oportunidad, Laric tomó el asunto en sus manos. Mientras Grunnarch trataba, por medio de Trahern, de contener a los ansiosos firbolg, los Jinetes Sanguinarios espolearon sus feroces corceles y se lanzaron al combate. Lanzando una furiosa maldición, el Rey Rojo gritó su frustración a la espalda de los Jinetes que atacaban. Antes de que se diese cuenta de su error, los firbolg corrieron también hacia adelante y Grunnarch se quedó sin fuerzas de reserva.

La batalla se desarrolló ahora fuera de su control, y el Rey Rojo cabalgó ceñudo para repartir algunos golpes por su cuenta antes de que terminase la carnicería. Al fin vio que los Jinetes se lanzaban hacia la colina descubierta; por lo visto, Laric había observado igual que él que ése era el sector más débil de las posiciones del enemigo. Y los firbolg se amontonaron detrás de los Jinetes y corrieron también hacia el monte.

Todavía contrariado, Grunnarch no dudó del resultado final de la batalla. Hubiese preferido combatir más de acuerdo con su plan, pero sabía que su ejército aplastaría pronto a los improvisados defensores. El enemigo contaba con unos cuantos guerreros capaces, pero pronto serían destruidos por los Jinetes Sanguinarios. Y los campesinos se desbandarían.

Entonces vio que la caballería enemiga, con sus armaduras de plata y a lomos de sus blancos corceles, subía a la cima de la colina para enfrentarse a los Jinetes Sanguinarios.

—Ah —dijo, riendo entre dientes—. Cabalgan hacia allí para acelerar su muerte.

Y se detuvo para observar la batalla.

Aileen, tumbada entre la hierba en la crestas de la Loma del Hombre Libre, vio que los Jinetes Sangínaríos irrumpían en el campo. Esperó sólo lo bastante para asegurarse de la dirección de la carga y entonces se deslizó hacia Osprey. La yegua pastaba tranquilamente a una docena de pasos de su dueña, cuesta abajo.

La amazona exploradora saltó sobre la silla y emprendió el galope. Trazó varios círculos en el aire con su espada, y sus compañeras, ya montadas, subieron cuesta arriba en su dirección, al ver la señal. Aileen despojó de la túnica parda y verde y agarró la lanza que había clavado en el suelo. Rápidamente ocupó su posición en el flanco izquierdo de la compañía.

Las Hermanas de Synnoria cargaron en brillante formación. Los grandes caballos blancos galopaban con agilidad, separandose dos pasos uno del otro. Las veinte amazonas levantaron sus lanzas de plata, que resplandecieron gloriosamente. En las puntas de todas ellas, las banderolas de alegres colores ondearon en el aire.

Las amazonas cabalgaban con las viseras bajadas, resplandecientes sus armaduras de metal. Cada una reproducía con tanta exactitud el movimiento de las otras que hubiérase dicho que eran una amazona y diecinueve sombras.

Laric, que dirigía la carga de los Jinetes Sangínarios, vio asomar las banderolas y después las lanzas de plata detrás de la cresta de la colina, y comprendió que ahora aparecerían los caballeros. Sus agrietados y ensangrentados labios se humedecieron al pensar en la que sería su presa. Los Jinetes siguieron galopando en silenció, sin proferir un solo grito. No alteraron su curso, sino que se lanzaron directamente contra las amazonas que les salían al encuentro.

La furiosa lucha a lo largo de la zanja se interrumpió un momento, al volverse los hombres del norte y los ffolk para observar el choque entre las fuerzas montadas.

Los petos de los caballos y las armaduras de las hermanas resplandecieron inmaculados bajo el sol, proyectando largas sombras sobre la ondulada loma. Vivos y fuertes reflejos de plata brillaron como faros sobre el resto del campo de batalla.

Los caballos blancos galoparon descendiendo la suave falda de la Loma del Hombre Libre. El impulso de los corceles aumentó con el peso del metal que transportaba cada cabalgadura. Los Jinetes Sanguinarios las superaban en número a razón de cinco a uno, pero las Hermanas de Synnoria tenían la ventaja de la velocidad cuesta abajo.

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