—Nos reiremos de esto cuando llegue el invierno —dijo Daryth, agarrando al príncipe de un hombro y mirándolo a los ojos.
—Ojalá tengas razón. —Tristán correpondió al gesto del otro y, después, saltó sobre la silla de su corcel—. Nos veremos al amanecer.
Mientras Avalón trotaba por la calle, Tristán observó que una muchedumbre estaba sentada o tumbada en el suelo, alrededor de la capilla de fray Nolan. El príncipe desmontó y entró en el edificio, y vio que todos los que allí había estaban heridos.
Encontró el suelo cubierto de infelices seres humanos, pues al menos un centenar de ffolk, todos ellos heridos de gravedad, yacían en el improvisado hospital. El príncipe vio a Nolan, pero no lo llamó. El vigoroso clérigo estaba empapado en sudor y la luz de las muchas ventanas se reflejaba en su brillante coronilla. Tenía los brazos enrojecidos hasta los codos por la sangre de los heridos.
Lentamente, Tristán salió de la capilla y montó de nuevo en Avalón. Todavía era noche cerrada. Trató de centrar su mente en la batalla, pero no podía olvidar el hospital y los heridos. La muerte del guerrero debería ser algo limpio y preciso, pensó irritado el príncipe. ¿Por que tenía que haber tantos sucios problemas?
Después fue a visitar al alcalde Dinsmore en la puerta del oeste. El alcalde mandaba esta sección de la defensa, que comprendía a muchos de sus milicianos, así como a los enanos de Finellen. El alcalde había accedido de buen grado cuando Tristán había sugerido que los enanos guardasen la puerta.
En la muralla norte, la situación parecía más alentadora, tal vez a causa de la presencia de Gavin. El corpulento herrero había desplegado su compañía de orientales a lo largo de la muralla y agrupado una fuerte reserva junto a la puerta.
—Deja que vengan —fue la respuesta que dio el herrero a la pregunta de Tristán.
Este, después de dar aquella vuelta, trasladó a las Hermanas de Synnoria desde su posición en la plaza central hasta más cerca de la puerta del sur. Aunque los grandes y pesados caballos tendrían dificultades en maniobrar en las estrechas calles de Corwell, eran el último recurso del príncipe para el caso de una ruptura de las defensas.
El día amaneció despacio aquella mañana azotada por el viento. Una débil luz, difusa por la gruesa capa de nubes, sustituyó gradualmente a la oscuridad. Sin embargo, incluso después de salir el sol, el cielo siguió siendo muy oscuro. Cada tanto, un chaparrón caía de las nubes, pero la mayor parte del tiempo el cielo sólo amenazaba lluvia.
Grunnarch observaba a Thelgaar Mano de Hierro paseando alrededor de la hoguera y girando de repente para caminar en la dirección contraria. El Rey de Hierro se comportaba de una manera muy extraña. Grunnarch había oído rumores, desde que aquél se había unido al ejército en Corwell, según los cuales Mano de Hierro se arrancaba flechas del cuerpo con toda impunidad. Testigos oculares juraban que era imposible que su barco hubiese podido sobrevivir en el infierno del puerto de Corwell y salido de él sin una tabla chamuscada.
Los reyes y los señores de los hombres del norte se reunieron despacio alrededor de la alta hoguera. El cielo estaba aún negro como la tinta, pero Grunnarch sintió que la aurora estaba cerca. Laric, haciendo caso omiso de su rey, pasó con aire orgulloso junto al grupo y se plantó al lado de Thelgaar Mano de Hierro.
El Rey de Hierro miró a su alrededor, contemplando fijamente a cada uno de sus lugartenientes. Grunnarch tuvo una sensación paralizadora de terror al cruzarse aquella mirada con la suya y, haciendo un esfuerzo, miró a otro lado.
—Atacaremos en cuanto amanezca —declaró Thelgaar—. Dirigiremos el ataque contra las puertas del sur y del este, fingiendo una maniobra contra la del norte.
»Quiero que los hombres de Norheim ataquen por el sur. Grunnarch, los hombres de Norland atacarán por el este.
Groth, el firbolg, gruñó algo en su lengua bestial. El gigante, con un sucio vendaje en el muslo y feas manchas sobre su persona y su tosca túnica, tenía un aspecto espantoso, incluso en comparación con los hombres del norte. Thelgaar le escupió algunas frases en su misma lengua y Groth se apartó enfurruñado de la hoguera.
—¡Todos tendréis ocasión de luchar! —dijo Thelgaar, mirando a Laric largamente—. Los ataques contra el sur y el este los obligarán a retirarse de la aldea. Cuando traten de alcanzar el castillo, los Jinetes Sanguinarios y mi propia legión los destruirán.
Un ronco alarido sediento de sangre brotó de toda la posición de los invasores, y los miles de hombres del norte se lanzaron contra la aldea de Corwell.
En la puerta sur, Daryth y Keren intercambiaron rápidas miradas de aprensión, pues el ruido más fuerte parecía venir precisamente de delante de ellos.
—Recuerda que hemos de hacer todo lo que podamos —dijo Daryth, torciendo el gesto, al surgir de la niebla una horda feroz de hombres del norte.
Keren hizo una mueca, pero no respondió. Disparando su arco con eficacia mecánica, lanzó flecha tras flecha contra la masa atacante. Varias docenas de otros arqueros infligieron también bajas a los invasores, pero aquella cortina de proyectiles no pareció frenar el ataque.
Al poco de empezar la carga, Daryth se encontró frente a un loco de barba amarilla que saltó del suelo a la cima de la muralla de más de una vara de altura y se lanzó contra los defensores. La cimitarra del calishita destripó al atacante, pero otro ocupó su sitio. Esta vez, el golpe de la hoja de Daryth lo hizo caer hacia atrás sobre sus propios compañeros.
A lo largo de toda la muralla, se entrechocaban los aceros y se luchaba cuerpo a cuerpo. Muchos hombres del norte cayeron durante el principio de la carga, pero una vez que alcanzaron la muralla, las bajas fueron grandes tanto para los atacantes como para los defensores.
Un hombre cayó junto a Daryth, y varios hombres del norte saltaron el muro. El se volvió para hacerles frente, centelleando su cimitarra de plata como un rayo sobre el grupo, cortando un brazo de un tajo y rebanando un cuello al retirar el arma.
—¡Cuidado! —gritó el bardo desde detrás de Daryth.
El calishita se volvió y vio a un hombre del norte en pie sobre la muralla, dispuesto a arrojar la lanza contra su espalda. Pero antes de que pudiera hacerlo, gritó y cayó hacia atrás sobre el muro, con una flecha de Keren clavada en el cuello.
Pero los atacantes eran demasiado numerosos. Cada vez caían más defensores, mortalmente heridos, o se volvían y echaban a correr para librarse de aquella carnicería. Cientos de invasores entraron a través de las brechas abiertas en las murallas.
—Creo que tendríamos que retirarnos —gruñó Daryth, conteniendo a tres hombres del norte con su fulgurante cimitarra.
Keren, blandiendo ahora su espada, chocó de espalda contra el calishita al luchar con otros dos hombres del norte. Ahora, la pareja estaba casi sola en un mar de combatientes enemigos.
—¡Ahora! —gritó Keren, matando a su adversario de una rápida estocada—. ¡Por aquí!
Daryth atacó una vez, desequilibrando a sus adversarios, y después se volvió para correr detrás del zanquilargo bardo. Pasaron entre una masa de enemigos, esquivando ataques o derribando a los que se interponían en su camino.
—No sabía que nos habíamos quedado tan atrás —jadeó Daryth, al aparecer de pronto una docena de hombres del norte que les cerraban el paso.
—¡Atrás! —gritó Keren, volviéndose para enfrentarse con un número igual de enemigos.
Alzadas las armas ensangrentadas, los hombres del norte se lanzaron sobre los dos defensores, aislados ahora de sus propias tropas. Ninguno de ellos oyó el repiqueteo de unos cascos que se acercaban. De pronto, una espada de plata brilló entre Daryth y el enemigo y, al levantar aquél la cabeza, vio al príncipe de Corwell que intervenía en la palestra. Los pesados cascos del blanco corcel Avalón y los terribles cortes producidos por la Espada de Cymrych Hugh mataron a tres hombres del norte en la primera embestida y amedrentaron a los otros.
—¡Por allí! ¡Corred!
Tristán señaló hacia un lado con su espada. Entonces vieron los dos que las Hermanas de Synnoria avanzaban detrás del príncipe y se metieron deprisa entre los nerviosos caballos blancos.
Vieron que su respiro sería corto, pues las once amazonas, por muy valientes que fuesen, no podrían detener por mucho tiempo a los invasores. En cuanto los dos estuvieron a salvo, las amazonas retrocedieron, manteniendo a los fanáticos atacantes a raya con las puntas de sus lanzas. La violencia del ataque las obligó a retroceder poco a poco y cruzar la plaza de la villa, donde los defensores quedaron acorralados.
Y el enemigo seguía avanzando.
Canthus observó impávido cómo corría el gran lobo hacia él. Hizo caso omiso de la devastada comunidad y de los mil lobos que lo miraban con sus ojos amarillos. Jamás había vacilado el podenco en enfrentarse al peligro, y tampoco vaciló ahora.
Los lobos de la Manada no sintieron esperanza ni temor por el desenlace de la lucha: siempre seguirían al más poderoso de entre ellos.
Al encontrarse el lobo y el perro, Erian saltó en el aire con el propósito de derribar a su adversario. Cualquier otro perro habría quedado aplastado por aquel salto, pero Canthus consiguió echarse a un lado una fracción de latido antes de la colisión. Ambos trataron de morderse con sus babeantes colmillos al cruzarse, pero ninguno de los dos lo consiguió.
Deteniéndose y girando con rapidez, volvieron a enfrentarse tratando cada uno de hundir los afilados dientes en el cuello del otro. Sus cabezas se movían como espadas y sus pechos chocaban entre sí. Las patas de atrás empujaban a las criaturas hacia adelante, de manera que las cabezas y las patas delanteras se elevaban poco a poco del suelo hasta que los dos animales se mantenían, como dos luchadores, sobre las patas de atrás.
Ahora el mayor peso de Erian produjo su efecto y Canthus cayó de espaldas. De alguna manera, el podenco consiguió apartarse, saltando antes de que las mandíbulas de su enemigo pudiesen agarrarlo.
Los dos animales se miraron durante un instante. Ambos levantaron el negro labio superior para mostrar los dientes blancos y afilados. Después, chocaron de nuevo.
Esta vez, Erian saltó y cayó sobre el gran podenco, derribándolo. Canthus se retorció y consiguió desviar la mordedura del cuello hacia el hombro; aun así, no pudo contener un grito de angustia.
El dolor le produjo una momentánea secreción de adrenalina y, dando un salto, se liberó del pesado lobo. Sin embargo, al volverse para enfrentarse de nuevo a su adversario, la herida lo hizo tambalear.
La visión de la sangre hizo que el hombre lobo se pusiese frenético, y saltó hacia adelante tomando pocas precauciones. Canthus se deslizó con facilidad a un lado y volvió a esquivar los sucesivos ataques de Erian. Pronto el gran lobo se calmó y su agresión fue más precisa.
Advirtiendo que Canthus se veía obligado a tener cuidado con su herida, el lobo continuó lanzando ataques fingidos para obligar al perro a esquivarlo una y otra vez. Todo esto empezó a debilitar a Canthus, y cada vez que saltaba sentía un dolor terrible en la pata delantera.
Por último, el lobo atacó en serio. Cargó, se retorció y corrió, siguiendo cada una de las maniobras evasivas de Canthus y obligando a éste a repetir su salto desesperado.
Entonces el hombro herido no pudo aguantar más y Canthus cayó al suelo. El engendro de la Bestia cayó triunfalmente sobre el perro antes de que éste pudiese esquivarlo. La fuerza del golpe de aquel pesado cuerpo dejó sin aliento al perro.
Y antes de que pudiese inhalar, los sanguinarios colmillos del hombre lobo se cerraron sobre su cuello.
—¡Tenemos que tratar de salir de aquí! —declaró Tristán, después de haber llamado la atención a Brigit y de haberse reunido con ella para trazar un plan.
Con la brecha abierta en la muralla del sur, la aldea cayó rápidamente en manos del enemigo. Los ffolk de la milicia lucharon con bravura, defendiendo cada casa y cada tienda, pero era imposible detener a los hombres del norte. A menos que pudiesen refugiarse en el castillo, Tristán sabía que toda la fuerza sería aniquilada.
El rincón de la villa en poder de los ffolk estaba atestado. El príncipe pudo sentir que las emociones rayaban en pánico y comprendió que debían intentar algo de inmediato, por desesperado que fuese.
—Reuniré a las hermanas —dijo Brigit. Hizo una seña a una amazona que, con la visera bajada, se acercó a ella—. Transmite todas las órdenes interiores por medio de Aileen.
La amazona se levantó la visera y Tristán reprimió una exclamación al ver la cara pálida y demacrada de Aileen. Esta, empero, mantuvo alta la cabeza y respondió con serenidad a su mirada.
—Ve a la puerta del norte, donde está Gavin, y dile que intentaremos llegar al castillo. Las hermanas irán delante y su compañia debe seguirlas.
Aileen asintió con la cabeza y galopó calle arriba. El príncipe, que tenía que dar otra orden, cabalgó en busca del alcalde. Primero se encontró con fray Nolan, que conducía una caravana de camilleros por la calle. El clérigo se volvió a Tristán.
—¡Son unos asesinos! —gritó, y una mirada dura, de odio, se pintó en su semblante—. Irrumpieron en el hospital... ¡Ha sido una matanza!
El clérigo miró al príncipe con expresión grave.
—Esos hombres son impulsados por algo mucho más maligno que su, propia naturaleza.
—Lo sé —respondió el príncipe. Después añadió—: Trataremos de llegar al castillo. Lleva a tus heridos en una columna y procuraremos cubrirla.
Siguió adelante, observando cómo se formaba la columna detrás de la puerta del norte, y pronto encontró al alcalde Dinsmore. Para sorpresa de Tristán, el alcalde estaba cubierto de sudor y del polvo de la batalla. Su ridículo casco mostraba ahora una profunda raja, donde éste al parecer le había salvado la vida.
—Tenemos que salir de aquí —le dijo Tristán—. Las amazonas abrirán paso hacia el castillo. Quiero que tus milicias defiendan la retaguardia.
El alcalde abrió los ojos sorprendido, pero pensó un momento antes de responder y pareció comprender que aquélla era su única esperanza.
—Lo que tú digas —convino, mirando al príncipe con ojos llorosos—. Dime cuándo hemos de partir.
—Nosotros cargaremos saliendo por la puerta del norte dentro de unos momentos. Gavin nos seguirá, protegiendo a los ciudadanos más débiles. En cuanto todos hayamos salido, tú nos seguirás, conteniendo a los invasores en la retaguardia de la columna.