—¿Por qué? ¿Qué pasa con él?
—¿Ya no te acuerdas de cómo apestaba su capa?
Anton tuvo que reírse irónicamente.
—Es porque la capa tiene ya cien años —dijo orgulloso—. Quizá, incluso, más aún.
Petulante, añadió:
—En el caso de los vampiros pasa eso.
El ya sabía que sus padres no creían en vampiros. Todo lo que él contaba sobre su amigo, el pequeño vampiro, siempre lo tomaban como si fuera pura invención. Por eso para Anton lo menos peligroso era decir siempre la verdad en todo lo que a vampiros se refería, pues eso era lo que menos le creían sus padres.
Y esta vez también lo mismo.
—¡Vampiros, sí, sí! —dijo de mal humor la madre—. Gracias a Dios ahora estamos en el campo y descansaremos por fin de tus eternos vampiros…, vampiros en la televisión, en el cine y en tus terribles libros.
—¡Ah! ¿Sí?
Anton se mordió los labios. Si supieran que el pequeño vampiro vivía allí, en la granja, desde la pasada noche…
—Yo llevaré el equipaje —dijo complacido.
Cogió su bolso de viaje y dos bolsas y lo llevó todo hacia la puerta de la casa de labor.
—Qué solícito se ha vuelto Anton de repente —oyó decir a su padre.
—Todo es sólo por sus vampiros —oyó contestar a su madre—. No puede soportar que nadie le dé una opinión al respecto.
Anton tenía una buena opinión de los vampiros. Por lo menos de Rüdiger von Schlotterstein y de su hermana pequeña Anna, que vivían con su familia de vampiros en la Cripta Schlotterstein.
«¿Pero viven realmente los vampiros?», meditó Anton. «Durante todo el día duermen en sus ataúdes como muertos. Sólo cuando el sol se pone se despiertan y abandonan sus ataúdes para ir de caza protegidos por la oscuridad… ¡A la caza de sangre humana!»
Anton se estremeció. Incluso allí, en la pequeña habitación para invitados, se sentía muy extraño al pensar en el plato favorito de los vampiros… y en los sanguinarios parientes del pequeño vampiro: Ludwig el Terrible, Hildegard la Sedienta, Sabine la Horrible… ¡y Tía Dorothee, la peor de todos!
En aquel momento llamaron a la puerta.
Sorprendido, Anton se sobresaltó.
—¿Sss, sí? —dijo vacilante.
La puerta se abrió y entró el padre de Anton.
—Ah, eres tú… —dijo Anton, aliviado.
Por un momento había creído realmente que había un vampiro delante de su puerta. Sin embargo, eso no era posible de ningún modo, pues no eran más que casi las once de la mañana.
—La señora Hering nos va a enseñar la granja —aclaró el padre.
—Todavía tengo que deshacer la maleta —rechazó Anton.
—¿Te gusta tu habitación? —preguntó el padre mirando a su alrededor.
Sin esperar la contestación de Anton afirmó:
—¡Pues es bonita!
—Bueno, sí… —dijo Anton.
El armario decorado con pinturas rústicas, la cama pasada de moda y las cortinas de florecitas en la ventana no respondían exactamente a sus gustos.
—¿Sabes que la señora Hering ha pintado todo ella misma?
—Humm —masculló Anton indiferente.
—Esto tenía que haberlo tenido yo a tu edad… ¡Vacaciones en una granja y además una habitación propia! ¿Sabes cómo pasaba yo las vacaciones?
—Nnn…
—Donde vivíamos, en el lago dragado.
Ibamos en bicicleta y lo único que nos daban eran diez céntimos para un helado.
Anton gimió en voz baja. Cuando su padre empezaba con sus viejas historias lo mejor era no decir nada, de esta manera pronto volvía a callarse.
—Irse fuera… Eso no existía en absoluto. Hoy, por el contrario, tiene que ser por lo menos un balneario, preferiblemente con piscina y discoteca.
«¡Exactamente!», asintió Anton con el pensamiento.
—Pero nosotros también podemos tener unas vacaciones sencillas. ¿No es cierto, Anton?
Anton gruñó algo incomprensible.
—A mí también me gusta —dijo después.
Cerró la tapa de su maleta y colocó en el armario la cartera del colegio, en la que había escondido la segunda capa del pequeño vampiro.
—Estoy listo.
La señora Hering estaba en el patio charlando con la madre de Anton. Llevaba botas y pantalones de montar, tenía el pelo rubio y corto y, según le pareció a Anton, no tenía en absoluto aspecto de granjera.
—¿Estás contento con tu habitación? —preguntó ella.
¡Que los adultos tuvieran que preguntar siempre lo mismo…!
Anton inclinó la cabeza.
—Sí.
—En realidad es la habitación de Johanna —dijo—. Pero cuando tenemos veraneantes duerme en la habitación de Hermann… ¿No te resulta demasiado de niña?
—En eso Anton no es tan sensible —afirmó la madre de Anton—. Precisamente al educarle hemos hecho hincapié en que aprenda a respetar a las niñas.
—¿Cómo dices? —dijo desarmado Anton.
¿De dónde se sacaba ella eso? ¡En todo lo que se refería a las niñas él era in-cluso muy sensible!
—De todas formas, este fin de semana Hermann y Johanna están en casa de los abuelos —aclaró la señora Hering.
—¡Qué pena! —dijo el padre de Anton—. Anton no tendrá entonces nadie con quien jugar.
—Así también puedo entretenerme —dijo Anton enojado.
Bien podía prescindir de Hermann, del que sabía que sólo jugaba con caballeros. Y Johanna, a la que había visto brevemente cuando estuvo en la granja con sus padres para reservar las habitaciones, tampoco era de su agrado.
—¿También sus hijos tienen vacaciones en el colegio? —preguntó la madre de Anton.
—No, hasta dentro de dos semanas no.
Anton escuchó con atención sorprendido. ¡Entonces al menos por las mañanas podría estar tranquilo!
—¡Bueno, ahora les enseñaré la granja!
La señora Hering abrió una puerta de madera pintada de verde.
—Por aquí se va al establo de las vacas.
Los padres de Anton la siguieron…, alegres y nerviosos. “¡Como si no hubieran visto nunca una vaca!», pensó Anton despreciativo. Trotó lentamente detrás de ellos. ¡Tenían que darse cuenta de que él era ya demasiado mayor para pasar unas vacaciones en una granja!
La señora Hering estaba en el patio charlando con la madre de Anton. Llevaba botas y pantalones de montar, tenía el pelo rubio y corto y, según le pareció a Anton, no tenía en absoluto aspecto de granjera.
—¡Menudas vacas!
—Seguro que crees que se están todo el año en el establo —dijo la señora Hering.
—¿Por qué no? Hay que ordeñarlas, ¿no?
—¿Ordeñarlas?
La señora Hering empezó a reírse.
—Nosotros sólo tenemos toros. Y ahora están en el prado.
Anton notó cómo se ponía colorado. ¡Cómo iba él a saber eso! Y además…, el ganado vacuno no le interesaba.
—¿Y no tienen otros animales? —preguntó enérgicamente.
—Sí. La señora Hering se dirigió a un tabique de madera.
—Un corderito que criamos con biberón. Se llama Balduin.
Anton casi exclama “¡Qué dulce!», pero aún pudo evitarlo a tiempo. ¡Sólo los niños pequeños chillaban al ver crías de animales!
—¿No te gustaría acariciarlo? —preguntó la señora Hering.
—Nnn… —gruñó metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón.
—Anton se siente demasiado mayor para hacer eso —dijo su padre.
—¡De ninguna manera! —repuso Anton—. Pero eso es sólo para niñas.
—¿Cómo dices? —exclamó indignada la madre—. ¡Debes estar completamente chiflado!
De repente se levantó toda su rabia contra aquellas malditas vacaciones.
—¡Claro que es cosa de niñas! Acariciar animales, montar a caballo… ¡para niñas es estupendo! ¡Pero para mí no!
Se volvió apresuradamente porque le subían lágrimas a los ojos. ¡Si ahora sus padres estaban enfadados con él, le daba absolutamente igual!
Hubo un penoso silencio. Luego oyó a su padre que preguntaba:
—¿No tiene usted murciélagos? Es que a Anton le encantan los murciélagos y los vampiros.
—¿Murciélagos? Arriba en el granero hay alguno. ¿Quieren ustedes verlos?
—¡Oh, no, eso sí que no! —exclamó la madre de Anton—. ¡Me gustaría estar una semana entera sin tener nada que ver con vampiros ni murciélagos!
Anton respiró, pues estaba convencido de que el vampiro habría escondido su ataúd en el granero.
—A Hermann le vuelven loco los caballeros —dijo la señora Hering—. ¡Cada niño tendrá su manía!
—¡Eso no puede compararse! —exclamó Anton…, bastante poco precavido, como en seguida notó.
La señora Hering preguntó curiosa:
—¿Por qué no se puede comparar eso?
—Porque… —vaciló.
No podía, de ningún modo, decir algo equivocado.
—Anton cree en vampiros —dijo el padre en su lugar—. Incluso tiene un amigo del que afirma que es vampiro.
La señora Hering se rió.
—¡Entonces puedo estar contenta de que Hermann juegue sólo con figuras de juguete!
A Anton le hirvió la sangre. Pero esta vez se dominó. ¡Que se rieran de él…, con eso sólo demostraban que no tenían ni idea!
—En su folleto ponía que también tie nen ustedes cerdos —dijo la madre de Anton.
—Sí, cebones —confirmó la señora Hering—. Pero, de todas formas, ahora no puedo enseñárselos. Tendrán que esperar hasta que mi marido les ponga el pienso a las seis.
Anton estaba de pie bostezando. ¡Como si le interesaran a él los cerdos!
—Pero podemos ir a ver las gallinas —dijo la señora Hering.
Dirigiendo la mirada a Anton añadió:
—Quizá te guste nuestro pavo real.
—Quizá —dijo aburrido Anton.
Pero se impresionó cuando vio cómo ponía el pavo real las plumas de su cola en una gran rueda de vistosos colores. Al tiempo pegó un chillido que le penetró hasta los tuétanos. Por suerte el gallinero estaba rodeado por una alta alambrera.
—Suena terrible, ¿no es cierto? —opinó la señora Hering—. A veces incluso nos despierta
—¿También chilla por las noches?
Anton tuvo que pensar en el pequeño vampiro, que sólo conocía la vida de ciudad. ¡Cómo se asustaría si se oyera por la noche aquel horrible chillido! Quizá se caería del susto y se rompería una pierna. ¡Tenía que prevenir sin falta al vampiro cuando le viera aquella noche!
Además del pavo real también había gallinas: treinta o más.
La señora Hering les echó un puñado de grano y se arrojaron sobre él cacareando. Sus padres se rieron. Anton sólo contrajo con desdén las comisuras de los labios: no podía reírse con las gallinas.
—¿Es que no te gustan las gallinas? —preguntó la señora Hering.
—Sí —dijo Anton—. ¡Cuando están en la sopa sí!
—¡Anton! —exclamó su madre, pero la señora Hering sólo se rió.
Señaló una caseta que había en medio del gallinero.
—Si tanto te entusiasman las gallinas, tendrías que echar un vistazo a la gallina ponedora. Está en la caseta empollando.
Con estas palabras abrió la puerta del gallinero e hizo entrar a Anton. De repente se encontró rodeado por un tropel de gallinas. Por puro miedo de que le picotearan las piernas saltaba a la pata coja con un pie y con otro.
—No te van a hacer nada.
—Eso nunca se sabe —se defendió Anton.
Había visto una vez en una película cómo los pájaros se arrojaban sobre las personas. Recordaba aún con mucha claridad las imágenes de los picos dando picotazos.
—¡Los vampiros no le dan miedo, pero las gallinas sí! —se burló su padre desde el otro lado de la alambrada.
Anton le echó una mirada de rabia.
—¡Es que soy precavido!
Lentamente volvió hacia la puerta. Mientras tanto no quitaba ojo a las gallinas no fuera a ser que les entrara el pánico como en la película. Pero los animales miraban fijamente la arena y picoteaban el grano.
Cuando había alcanzado con éxito la puerta el pavo real soltó un chillido: tan alto y agudo que Anton se puso pálido como un cadáver. Temblando, cerró la puerta tras de sí.
—¡El héroe del gallinero! —bromeó su padre.
Anton puso una cara sombría. Con largos pasos fue hacia la barra fija que había en el césped junto al gallinero y se colocó encima de ella.
—¡Podéis reíros! —exclamó.
—Ya te acostumbrarás a todo —opinó la señora Hering—. También a las galli-nas. Ven, ahora te voy a enseñar los caballos.
—¿Caballos? —dijo malhumorado Anton.
—Morita, nuestra yegua de monta, y Tinka, su potrillo.
Anton titubeó.
Pero no quería admitir que también tenía miedo de los caballos.
—Está bien —dijo—. Pero los caballos será lo último que vea.
—Después iremos a almorzar —contestó la señora Hering.
Anton saltó de la barra fija y caminó tras la señora Hering y sus padres. Se pararon delante de una baja cerca de madera.
La señora Hering exclamó:
—¡Morita!
Para sorpresa de Anton vino hasta la cerca una yegua blanca. La seguía un potrillo marrón.
Mientras la señora Hering saludaba a los caballos Anton estaba allí cerca pensando lo tonto que era hablar con los caballos como si fueran seres humanos.
Después de un rato la señora Hering sacó una manzana de la bolsa y se la dio a Anton.
—Toma, puedes dársela a Morita para que se la coma.
—¿Yo?
—Sí. Entonces te conocerá y te será más fácil montar en ella.