Cierto es que le dolía la garganta al beber ahora un trago de cacao… ¡Pero ya se pasaría en cuanto se hubiera levantado! ¡Fuera como fuera no quería quedarse en la cama!
¡Además, tenía que averiguar si aquella noche había ocurrido algo emocionante!
Se vistió y se fue abajo. Sus padres estaban sentados a la mesa y levantaron la vista sorprendidos cuando él entró. Las dos mujeres, al parecer, ya habían desayunado, pues sus sitios estaban recogidos.
—¡Deberías quedarte en la cama! —dijo la madre de Anton en tono de reproche.
—¡Pero si no estoy enfermo!
—¿Te has puesto el termómetro? —preguntó su padre.
—Sí —mintió.
—¿Y qué?
—36,1.
Sus padres cambiaron una mirada.
—No me lo creo —declaró la madre— ¡Estás pálido y tus ojos brillan por la fiebre exactamente igual que ayer!
—¡No estoy enfermo! —dijo furioso
—Si tú lo dices…
La voz de su madre sonó ofendida.
—¿Quieres un panecillo?
—Yo…
«…No tengo apetito», estuvo a punto de decir Anton, pero eso, naturalmente, no podía él admitirlo.
—Sí, gracias.
Su padre untó un panecillo de mermelada y se lo tendió.
—Por cierto… ¿Encontró el señor Stobermann al ladrón de los huevos? —pre-guntó
Anton con precaución.
—No. Pero ha encontrado otra cosa… ¡Algo que a ti te va a interesar especialmente! —añadió ella incisiva.
Anton se puso aún más pálido.
—¿El qué?
Ella señaló un viejo y gastado libro que había en el banco de la ventana.
—Es tuyo, ¿no?
¡Era
Carcajadas desde la cripta
, que se lo había prestado al pequeño vampiro hacía un par de semanas!
—¿De dónde lo habéis sacado?
—Estaba en el gallinero. El señor Stöbermann lo descubrió detrás de unas cajas.
—Pero… —dijo Anton y luego se detuvo.
No tenía ningún sentido aclararles que había prestado el libro. ¡Entonces le preguntarían en seguida que a quién!
—¿Es verdad entonces? —dijo su padre.
—Sí. El libro es mío.
—Entonces también es verdad que estuviste en el gallinero.
¡Si ellos supieran! ¡Por nada del mundo volvería a pasar por el gallinero!
Pero aquello, naturalmente, no debía decirlo.
Por eso mintió:
—Sí.
—¡Aja! —dijo el padre visiblemente contento—. ¡Y entonces…, estuviste jugue-teando con los huevos!
—¿Cómo dices? —exclamó indignado Anton—. ¿Que yo estuve jugueteando con los huevos…? ¡Ni siquiera los toqué!
—¿Ah, sí? —repuso con frialdad su padre—. ¿Quién fue entonces?
Anton estaba tan indignado por la terquedad y la parcialidad de su padre que se olvidó de toda precaución.
Saltó de su silla gritando:
—Si queréis saberlo: ¡Fue el pequeño vampiro!
Dicho esto corrió hacia la puerta.
Al principio iba a haber corrido hacia arriba, a su habitación, pero luego pensó que sus padres seguro que irían detrás de él para hacerle hablar. ¡Y él no tenía ninguna gana de que le siguieran interrogando!
Se acordó de que en el pajar había un par de viejas bicicletas que los huéspedes también podían usar. Sí, eso es lo que haría: simplemente marcharse…, ¡y pegarles un buen susto a sus padres, que siempre querían saber adónde iba!
«¡Quizá reconozcan entonces la injusticia y la guarrada que es que sospechen de mí!», pensó mientras salía de allí en una bicicleta verde sin timbre y sin frenos en dirección a «Cebolla-City».
Pero no llegó muy lejos. Después de un breve recorrido tuvo que apearse porque se mareaba. Se quedó inseguro de pie junto a la bicicleta.
¿Debía seguir a pie?
Pero sintió que realmente ya no quería salir corriendo. De repente se sentía tan cansado…
Volvió a llevar la bicicleta al pajar y se fue a su habitación.
—¡Tiene 38,3 de fiebre! —oyó Anton decir a su madre.
—¡Entonces tendremos que llamar al médico!
Aquella era la voz de su padre.
Anton pestañeó. Vio a sus padres de pie junto a la cama. Le miraban a él con caras preocupadas.
—¿Estoy enfermo? —preguntó.
—Sí. Ahora vamos a llamar al médico.
—¡No, al médico no! —gritó Anton.
¡Sus padres no podían imaginarse quién era el médico de allí!
—¿Y por qué no?
—Porque… ¡Ya me encuentro mucho mejor!
—¿Así tan de repente? —dijo dudosa la madre—-. No, el médico tendrá que venir de todas maneras.
—Tú antes no tenías miedo de los médicos —se asombró el padre de Anton.
—Antes… —dijo Anton—. ¡Es que tampoco eran tontos de pueblo como los de aquí!
—¡Anton! —exclamó su madre—. ¡Qué te has creído!
—Pero si es verdad… —dijo—. Seguro que aquí en el pueblo no saben distinguir una inyección de una horquilla de estercolero.
—Creo que estás fantaseando —dijo irritado el padre.
—¡Ojalá! —gruñó Anton.
¡Pero desgraciadamente el señor Stöbermann, que poco después estaba junto a su cama, no era ningún personaje fantástico! No, estaba bien vivo, con su ancha cara y sus penetrantes ojos azules.
—¿Estás enfermo? —preguntó de forma grosera y campechana.
—No lo sé —dijo solamente Anton.
—¿No lo sabes?
La voz del señor Stöbermann sonó divertida.
Anton había decidido contestar de la forma más descortés posible:
—No sé lo que le habrá contado mi madre.
—¡Por favor, Anton! —protestó su madre.
—Entonces abre la boca —dijo el señor Stöbermann abriendo su maletín de médico.
Anton obedeció de mala gana.
—La faringe está inflamada —anunció el señor Stobermann después de haber mirado la garganta de Anton—. Debes haberte enfriado ayer por la noche.
Anton se puso colorado.
—¿Encontraste por lo menos la hoja? —siguió preguntando el señor Stobermann. Pareció no estorbarle el hecho de que Anton no pudiera contestarle porque seguía aún con la boca abierta.
—Los chicos pequeños tampoco deberían ir por ahí solos en la oscuridad —opinó mientras vaporizaba un líquido picante en la garganta de Anton—. ¡Quién sabe lo que puede haber ahí fuera! Por cierto…, no vi por ninguna parte al hombre del que me hablaste.
—¿Qué hombre? —preguntó el padre de Anton aguzando el oído.
¡Anton hubiera preferido que se le tragara la tierra! ¡Había temido que le hi-ciera aquella pregunta!
—¿No lo sabe usted? —dijo sorprendido el señor Stobermann—. En el pajar hay escondido un hombre. Está muy pálido, tiene el pelo largo y despeinado y lleva una capa negra.
—¿Le ha contado eso Anton? —preguntó la madre.
—Sí.
—¡Eso sólo se lo ha inventado! —exclamó con vehemencia—. ¡Lo ha leído en sus absurdos libros!
—¿Es eso cierto? —preguntó el padre—. ¿Te lo has inventado?
—Sí —dijo Anton después de vacilar brevemente.
—¿Y por qué? —preguntó el señor Stöbermann.
—¡Porque quería darse importancia! —dijo el padre.
Anton se mordió los labios. Aquello era una vulgar imputación…, ¡y él ni siquiera podía defenderse, si no quería delatar al vampiro!
—Quería gastar una broma —dijo haciendo rechinar los dientes.
—¡Bonita broma! —observó furioso el señor Stöbermann—. ¡Con ella, probablemente, se nos ha escapado el verdadero ladrón de los huevos!
Anton tuvo que reírse irónicamente: ¡si el señor Stöbermann supiera cuánta razón tenía!
—Yo pensaba que usted ya sabía de sobra quién era el ladrón de los huevos —dijo con gesto de inocencia.
—¿Por qué?
—Bueno… ¡Es que mi padre conoce al ladrón!
—¿Cómo se te ocurre eso? —exclamó su padre.
—¿Acaso no es cierto que sospechas de alguien?
—¿Y de quién?
Su padre incluso se había puesto un poco colorado, según comprobó Anton con oculta malicia.
—Sí, ¿de quién? —preguntó también expectante el señor Stöbermann.
Anton sonrió.
—¡De mí! —dijo con sencillez.
—¡Qué tontería! —exclamó el padre dirigiéndose al señor Stöbermann—. Yo sólo quería saber cómo ha ido a parar su libro al gallinero.
—No discutáis —rogó la madre—. Después de todo, Anton está enfermo.
—¡Exacto! —dijo Anton—. ¡Y ahora necesito tranquilidad!
Dicho esto se echó sobre la almohada y cerró los ojos…, pero no tanto como para no poder ver cómo el señor Stöbermann cerraba su maletín de médico.
—Me volveré a pasar por aquí mañana temprano —declaró.
Cuando se marchó dijo la madre de Anton:
—Ahora no vas a poder estar esta noche con nosotros en la fiesta.
—De todas maneras no tenía ganas —gruñó Anton.
—¡A pesar de ello es una lástima! ¡Tienes que ir a ponerte malo precisamente en vacaciones!
—Yo no tengo la culpa —dijo Anton volviendo la cabeza hacia la pared.
A las ocho y media, cuando llegaba hasta la habitación de Anton el aroma de las salchichas que estaban preparando a la parrilla en el jardín, llamaron suavemente a la puerta.
—¿Sí? —dijo.
Entró Johanna con un plato de cartón y un vaso en la mano.
—He pensado que a lo mejor tenías hambre —dijo ella poniendo las cosas en la mesilla de noche.
Al hacerlo su mirada fue a parar al álbum de poesías de Anna, que estaba allí.
—¿Es un libro de vampiros? —preguntó curiosa.
—No —dijo apresurado Anton metiendo el libro debajo de la almohada—. Es un álbum de poesías.
—¿Un álbum de poesías?
Johanna se rió entre dientes.
—Aquí sólo las niñas escriben en ellos.
—¡Donde yo vivo los chicos somos más avanzados!
—¿Puedo verlo?
—No.
—¡Por favor!
—Como mucho puedo leerte un par de sentencias —dijo Anton riéndose insidioso.
—¡Oh, sí!
Anton tomó el libro y lo mantuvo de tal forma que ella no pudiera ver lo que ponía:
¡Ay, qué hermosa que es la vida cuando a sangre nos convida!
Johanna le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Pone eso ahí?
—¿Quieres oír más aún? —preguntó con una suave risa.
Sin esperar su respuesta leyó:
¡Ten siempre sangre en los labios aunque truene o aunque nieve, o aunque el cielo con mil nubes la tierra de riñas llene!
—¡liiih, son poesías horribles! —dijo ella—. ¡No me gustaría tenerlas en mi álbum de poesías!
Anton se rió irónicamente.
—A otras les gustan estas cosas.
—Entonces, ¿de quién es el álbum?
—Es de…, de mi novia.
—¿De tu novia? —dijo sorprendida Johanna—. No sabía que tuvieras una.
—Tampoco tienes por qué saberlo todo —dijo.
—¿La conozco?
—Claro que no.
—¿Y cómo se llama?
—Anna.
—Sí, entonces… —dijo apocada yendo hacia la puerta—. ¡Que te mejores!
—¡Gracias por la comida! —le gritó Anton.
Apenas había cerrado Johanna la puerta llamaron a la ventana. Anton esperó a que se alejaran los pasos de ella. Luego se levantó y fue en silencio hacia la ventana. Echó las cortinas a un lado y miró hacia fuera acechante.
Al principio sólo vio el oscuro cielo nocturno y la luna en él. Luego vio algo más: ¡la cara de Anna! Estaba sentada en el poyete de la ventana envuelta apretadamente en su capa como si tuviera mucho frío.
Anton abrió la ventana.
—¿Puedo entrar? —preguntó ella.
—Si quieres… —dijo enfadándose porque su voz sonara tan temblona.
—Claro que quiero —sonrió saltando con ligereza al interior de la habitación.
Mientras miraba a su alrededor preguntó:
—¿Tenías visita?
—¿Cómo lo sabes?
—Os he estado oyendo.
Anton notó cómo su cara se ponía colorada.
—¿También has entendido de qué hemos hablado?
—Sí. ¡Tú le has contado que yo soy tu novia!
—Eso sólo lo he dicho porque ella quería saber de quién era el álbum de poesías —intentó disculparse.
¡Le resultaba tremendamente penoso que ella hubiera escuchado todo!
Pero Anna parecía no encontrar nada malo en ello.
—Pero si no importa que ella esté enterada de lo nuestro… —dijo con ligereza como si fuera la cosa más natural del mundo.
Luego se trasladó a la cama, donde estaba el álbum de poesías.
—¿Has escrito algo?
—No. No se me ha ocurrido nada.
—Pero si hay muchísimas sentencias. ¿Quieres que te diga una?
Rosas rojas, tulipanes, narcisos, tu madre todo lo puede saber; sólo una cosa no tiene por qué: ¡la primera vez que te besa un chico!
Se rió entre dientes, pero Anton sólo levantó las cejas.
—¡Yo no escribo cosas así! —declaró.
—¿Por qué no estás en realidad en el jardín? —preguntó ella directamente—. Si están celebrando una fiesta…
—No tengo ganas —gruñó Anton que no quería que se enterara de su inflamación de garganta y se compadeciera de él.
—¡Pero si es una fiesta estupenda! —dijo entusiasmada—. ¡Hay un gran fuego, y faroles colgados de los árboles…!
—…Para niños pequeños! —añadió Anton con tono de censura.
—No. ¡También hay personas mayores! A mí, sea como sea, me gustaría tomar parte en ella.
—¡Pues hazlo!
—¡No soy tan inconsciente! —repuso—. Además, no tengo tiempo. Tengo que ayudar a Rüdiger a volver a llevar su ataúd a la cripta.