Malhumorado dijo:
—¡Ahora no son horas de consulta! Además, tengo que atender a mi visita. Vuelve mañana.
Anton hizo acopio de todo su valor.
—¿Y las pastillas?
El señor Stöbermann se había puesto visiblemente más intranquilo aún.
—Te traeré un par de pastillas de mi gabinete de trabajo —dijo—. ¡Espera!
Vio con inquietud cómo desaparecía en una de las habitaciones. Durante un rato no oyó nada… y luego oyó un grito.
-—¡La ventana! ¡Mira que no haber pensado en eso…!
Anton pegó un salto de alegría. Ahora podía estar seguro de que la huida del pequeño vampiro había tenido éxito. En aquel momento prefería no encontrarse con el señor Stöbermann…
Precipitadamente se dio la vuelta y salió de allí corriendo. Bajó el jardín corrien-do y cerró tras sí el portón. Sólo se detuvo cuando había alcanzado el matorral detrás del cual había escondido Anna el ataúd.
¡Pero el sitio estaba vacío! No había rastro de Anna ni del pequeño vampiro…, sólo la aplastada hierba indicaba dónde había estado el ataúd.
¿Debía ir solo a la estación y encontrarse quizá por el camino con Anna y Rüdiger? ¡No! ¡Ya se las apañarían sin él los dos vampiros! Se apretó la bufanda alrededor del cuello y corrió de regreso a la granja!
Anton se acercó a la casa de la granja con una sensación de angustia. Se esforzó en escuchar con atención…, pero en el jardín ya no sonaba la música; ya no se oía ninguna confusión de voces, ni ninguna risa. ¿Se habría acabado ya la fiesta?
Vio que la luz de su habitación estaba encendida. Pero podía ser también que él mismo se hubiera olvidado de apagarla. La puerta de la casa no estaba cerrada. Mientras subía la escalera sin hacer ruido oyó que estaba puesta la televisión.
«¡Haz que estén todos allí abajo viendo una película!», rogó.
Pero cuando abrió con cuidado la puerta de su habitación donde primero fue a dar su mirada fue en su madre, que estaba sentada en una silla al lado de su cama.
—Hola, mamá —-dijo tan cariñoso como le fue posible.
Rápidamente se puso el pijama y se metió en la cama.
—¿Dónde has estado? —preguntó ella aguda.
El tono irritado de su voz le hizo estremecerse.
—En el médico —dijo de acuerdo con la verdad.
—¿En el médico? —repitió incrédula—. ¿Tengo que creérmelo?
—Puedes llamarle por teléfono.
—¿Y qué es lo que querías hacer tu, por todos los diablos, en su casa?
—Quería recoger otras pastillas.
—Que querías…
Se quedó cortada. Al parecer no había contado con eso.
—¡Y yo que creía que estarías dando vueltas por ahí fuera buscando vampiros!
—¡Pero mamá! —dijo—. ¡No soy tan inconsciente!
Su madre le inspeccionó recelosa.
—¿Y has estado de verdad en casa del señor Stöbermann?
—¡Sí!
—¿Y por qué no nos has avisado? Nosotros te podríamos haber recogido las pas-tillas.
—No quería molestaros —contestó con astucia. (Su madre valoraba especialmente la cortesía.)—. Y el aire fresco es muy sano. Por lo menos eso decís vosotros siempre.
—¿Y te han dado las pastillas?
—¿Las pastillas? Nnn…, no. Es que el señor Stöbermann tenía otro…, ejem…, paciente. Pero ya no las necesito, porque vuelvo a estar ya casi bueno del todo.
—Una historia un poco complicada —opinó su madre—. Pero precisamente por eso creo que es cierta.
Anton puso una cara ofendida.
—¿Por qué no iba a ser cierta? ¿Crees que te estoy mintiendo?
Y realmente la historia no era ninguna mentira… ¡Anton sólo había dejado a un lado lo que su madre no debía saber!
—¿Cuándo vamos a irnos en realidad? —preguntó para desviar la atención de ella.
«¡Espero que antes de que el señor Stöbermann venga a hacer la visita!», pensó.
—Nada más desayunar —contestó la madre—. Papá tiene que volver a la oficina por la tarde.
¡Anton se hubiera puesto a dar saltos de alegría! Pero naturalmente no dejó que su madre lo notara.
—iQué lástima! —dijo con fingida decepción.
—¿Es que te ha gustado esto? —-preguntó sorprendida.
—¡Sí! —mintió.
—¿Y no has echado nada de menos a tus vampiros?
—¿Qué…, qué quieres decir con eso?
—A tus extraños amigos, que van por ahí siempre con capas de vampiros…
—¡En absoluto! —aseguró Anton.
«¡Cómo iba a tener que echarles de menos!», pensó Anton y tuvo que reírse irónicamente.
—¡Si es así, podríamos volver a pasar pronto unas vacaciones aquí en la granja!
—Por mí… —dijo con indiferencia.
iLo que ocurriera en el futuro en aquel momento le daba igual!
—¡Lo único que no has podido es prescindir de tus libros de vampiros! —ob-servó incisiva.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡En la pequeña tienda nada te corría más prisa que comprarte un libro de vampiros!
—Sí, ¿y qué?
—¡Y te has traído de casa Carcajadas desde la cripta!
—¡Ya lo sabes!
—¡Y te he encontrado otro libro de vampiros!
Anton se puso pálido.
—¿Sí? ¿Cuál?
Con una sonrisa de triunfo sacó de detrás de la espalda el álbum de poesías de Anna.
—¡Poesías de vampiros! —dijo observando el libro llena de repugnancia.
—¿Es que lo has visto por dentro? —exclamó indignado Anton.
—Naturalmente.
Ella lo abrió.
—Anna Irmgard von Schlotterstein…, ¿es una niña de tu colegio? El nombre me resulta tan conocido…
—Ella…, está en segundo.
La madre de Anton siguió hojeando.
—-¡Vaya unos nombres que se han inventado! Wilhelm el Tétrico, Ludwig el Terrible… ¿Hay que reírse de esto?
Sacudiendo la cabeza leyó:
Ten siempre sangre en los labios, aunque truene o aunque nieve…
—En mis tiempos sólo escribíamos poesías bonitas.
—Es que los tiempos han cambiado —dijo Anton, que estaba contentísimo de que, por lo que se veía, ella no se tomaba en serio las poesías.
Ella cerró el libro y se lo entregó a Anton.
Anton se rió irónicamente en alto:
Si tienes todavía una madre da gracias a Dios sonriente, pues no a todos en este mundo les está dada esta gran suerte.
Su madre notó la oculta ironía con la que recitaba la poesía.
Ella se puso de pie.
—¡Realmente ya estás casi bueno del todo! —dijo indignada y salió de la habitación.
Anton echó otra ojeada al álbum de poesías. Pero estaba demasiado cansado para ponerse a pensar en una sentencia.
¡Eso podría hacerlo al día siguiente…, durante el viaje de regreso!
Anton se llevó al desayuno su maleta y la cartera del colegio en la que había escondido sus libros de vampiros y la capa.
El álbum de poesías de Anna lo llevaba a la vista debajo del brazo… ¡Ahora ya no tenía que esconderlo más!
Se encontró en el comedor a su madre. Estaba sentada a la mesa, tenía una taza de café delante de ella y charlaba con las dos mujeres.
—¡Esta noche hemos dormido por primera vez en condiciones! —dijo una de las mujeres.
La otra completó:
—¡Había una calma celestial! Lástima que tengan ustedes que marcharse precisamente ahora.
—¡Realmente es una pena! —observó Anton.
—Anton ha cambiado radicalmente su mala opinión respecto a las granjas —anunció orgullosa su madre—. ¿No es cierto, Anton, que a pesar de todo te has divertido?
—¡Y de qué manera! —dijo…, sin mucho peligro, pues por la ventana podía ver cómo cargaba su padre el coche.
—Por desgracia, sus vacaciones del colegio ya se han terminado —dijo su madre.
—¡Por desgracia! -—corroboró Anton con todo su corazón.
Entonces se le ocurrió algo:
—¿Debo ir de todas formas al colegio?
—¿Por qué no?
—Es que estoy enfermo.
—¿Sigues estando enfermo? Entonces tendremos que esperar al doctor Stöbermann.
—¡Ta… taaan enfermo tampoco estoy! —aseguró precipitadamente—. ¡En rea-lidad estoy completamente sano!
Aquello realmente no era cierto…, ¡pero no quería volver a encontrarse con el señor Stöbermann!
—Incluso puedo llevar yo solo mi maleta al coche. Y también la cartera.
Dicho esto agarró su equipaje y abandonó rápidamente la habitación…, antes de que ella pudiera recordarle que no había comido absolutamente nada aún.
Colocó su maleta junto al coche.
—¿Nos vamos pronto? —preguntó.
—¡Seguro que ya no puedes esperar más! —se rió irónicamente su padre.
—Al contrario.
Con la seguridad de que no iba a hacerse realidad añadió con desenfado:
—Por mí podemos quedarnos una semana más.
¡Su padre hasta pareció creérselo!
—Por desgracia yo tengo que ir esta tarde a la oficina —declaró—. Por eso tenemos que marcharnos en seguida…, en cuanto yo haya terminado.
«¡Pues venga!», pensó Anton.
-—¿Puedo ayudarte? —preguntó alegre.
—Puedes ir avisando a mamá.
Su madre salió por la puerta de la casa.
—¡Mira lo que ha encontrado Johanna! —dijo ella enseñándole a Anton un sombrero que llevaba en la mano—. ¿No es exactamente igual que el tuyo? El mismo fieltro, la misma pluma verde…
Anton intentó que no le descubriera.
—Sí, sí, muy parecido…
Claro que era su propio sombrero… ¡El que había perdido el pequeño vampiro!
—¿Dónde lo ha encontrado? —preguntó.
—Creo que donde los caballos. Qué raro…, podría ser realmente tu sombrero.
Dicho esto lo colgó en el guardarropa.
—¿No sería mejor que nos lo lleváramos? —dijo Anton—. En caso de que al-guna vez se pierda el mío…
Ella le miró sorprendida.
—Yo creía que a ti no te gustaban los sombreros tiroleses.
—Sí que me gustan. Sobre todo en invierno…
No era una explicación muy convincente; él mismo se daba cuenta de ello.
—¡Un sombrero es suficiente! —decidió su madre—. Además, no es nuestro. Ya lo recogerá el dueño.
—¡Si tú lo dices! —dijo colérico Anton.
¡Entonces sería culpa de ella si en la próxima visita de su abuela no podía enseñarle el sombrero tirolés que ella le había regalado!
Para enfadarla dijo:
—Por cierto…, ¿por qué dejas que papá haga todo el trabajo él solo? ¡Tú siem-pre estás a favor de la división del trabajo!
Ella le miró cáustica.
—¡Y eso lo dices precisamente tú!
El se rió irónicamente.
—Es que tampoco soy yo el que está a favor de la división del trabajo, sino tú —declaró y se marchó hacia el coche con la cabeza levantada.
Allí ya estaban esperando la señora Hering y Johanna.
—Me alegro de que hayan estado a gusto entre nosotros —dijo la señora Hering sin haberle preguntado a él siquiera.
Ella miró a Johanna.
—Y nos alegraríamos de que volvieras pronto por aquí alguna vez…, ¿no es cierto?
Johanna asintió con la cabeza; luego se puso colorada.
—Y Hermann se alegrará también —dijo la señora Hering—. Hoy es que ha ido con mi marido de compras.
—Si sus hijos tienen ganas de visitarnos, están invitados —dijo la madre de Anton…, ¡asimismo sin haberle preguntado a él!
—¡Oh, sí! —se alegró Johanna.
—¡Oh, no! —se quejó Anton.
—No deben tomarse muy en serio lo que dice Anton —aclaró su madre—. Es algo tímido. Además, hoy todavía no ha comido nada, y entonces siempre está así de gruñón.
Dicho esto le entregó un pequeño paquete envuelto en papel aceitado.
—¡Toma! Lo acabo de untar. Para el camino.
—Gracias —gruñó él, sacó una rebanada de pan del papel y lo mordió.
Así, por lo menos, no intentaría responder algo y alargar con ello aún más la conversación.
—¿Podemos irnos ya de una vez? —preguntó con poca amabilidad.
—¿Lo ve usted? —se rió la madre—. Así de gruñón está cuando tiene el estómago vacío.
—Me has dejado en ridículo —se quejó Anton cuando estuvieron sentados en el coche.
—¿Tú crees? —dijo su madre solamente. El motor se puso en marcha.
Lentamente atravesaron el patio dejando atrás a la señora Hering y a Johanna, que decían adiós con la mano.
—¿Acaso no es verdad que estabas gruñón? —preguntó el padre.
—¡También tenía motivos para ello! —se defendió Anton—. Invitarles así como así, sin preguntarme… ¡Y luego encima dormirán en mi habitación!
—Mejor que tus amigos vampiros son de todas todas —repuso su madre—. Y yo creo que ya va siendo hora de que te busques nuevos amigos.
—¡Pero yo no! —dijo obstinado Anton.
Interiormente pensaba que ella hasta tenía razón. ¡El pequeño vampiro no se había portado realmente como, un amigo!
¡A Anton le bastaba con acordarse de cómo habían conseguido llevar juntos el ataúd hasta la granja y cómo el vampiro, al final, ni siquiera le había dado las gracias! ¡O de cómo le había salvado casi la vida en casa de aquella gente que estaba esperando a sus niños berlineses veraneantes y el vampiro por ello sólo le había insultado…, en lugar de estar contento y agradecido! ¡O de cómo ter-giversaba los hechos el vampiro con lo de Jorg el Colérico para poder echarle la culpa a Anton!
Cierto es que había que concederle que por ser vampiro llevaba una vida más dura y por ello tenía que pensar en su provecho más que un ser humano… ¡Pero ni por ésas! La amistad significaba que uno no sólo pensara en sí mismo, sino también alguna vez en los demás…