El origen perdido (5 page)

Read El origen perdido Online

Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
8.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Mire, por regla general, a los médicos no nos gusta pillarnos los dedos, ¿sabe? Preferimos no dar demasiadas esperanzas al principio por si la cosa no sale bien. ¿Que el enfermo se cura...? ¡Estupendo, somos grandes! ¿Que no se cura...? Pues ya advertimos al principio de lo que podía pasar. —Me miró con lástima y, apoyando las manos sobre la mesa, echó ruidosamente el sillón hacia atrás antes de ponerse de pie—. Le voy a decir la verdad, señor Queralt: no tenemos ni idea de lo que le pasa realmente a su hermano.

En ocasiones, cuando más ajeno estás a todo, cuando menos esperas que ocurra algo que altere tu vida, el destino decide jugarte una mala pasada y te golpea en la cara con guante de hierro. Entonces miras a tu alrededor, desconcertado, y te preguntas por dónde vino el golpe y qué ha pasado exactamente para que el suelo se esté hundiendo bajo tus pies. Darías lo que fuera por borrar lo que ha sucedido, añoras tu normalidad, tus viejas costumbres, quisieras que todo volviera a ser como antes... Pero ese
antes
es otra vida, una vida a la que, incomprensiblemente, ya no puedes regresar.

Aquella noche, Mariona y yo nos quedamos con Daniel. La habitación era muy pequeña y sólo disponía de un sillón abatible para el acompañante, sillón que, por cierto, estaba tan destrozado que dejaba al aire la gomaespuma del relleno por varios sitios. Sin embargo, era la mejor habitación de la planta y era individual, de modo que todavía teníamos que dar las gracias.

Mi madre llamó al poco de salir de la reunión con Llor y Hernández. Por primera vez en su vida fue capaz de mantenerse callada durante un buen rato y de prestar atención sin interrumpir continuamente para apoderarse del turno de palabra. En realidad, estaba paralizada. No resultó fácil explicarle lo que nos habían dicho los médicos. Para ella, todo lo que no fuera una enfermedad del cuerpo carecía de valor, de modo que tuvo que hacer un gran esfuerzo, despejar su entendimiento y aceptar la idea de que su hijo menor, a pesar de ser un hombretón con una salud de hierro, se había convertido en un enfermo mental. Al final, con voz temblorosa, y después de pedirme infinidad de veces que de ninguna manera le comentara nada a la abuela si me llamaba, me anunció que Clifford ya estaba reservando billetes para el vuelo que salía de Heathrow a las seis y veinticinco de la mañana.

No pudimos descansar en toda la noche. Daniel abría los ojos continuamente y hablaba sin parar con frases largas y bien construidas aunque erráticas, delirantes: a veces, se explayaba disertando sobre temas que debían de ser materia de su asignatura, como la existencia de un desconocido lenguaje primigenio cuyos sonidos eran consustanciales a la naturaleza de los seres y las cosas y, en otras ocasiones, explicaba minuciosamente cómo se preparaba el desayuno por las mañanas, cortando el pan con el cuchillo de mango azul, recogiendo las migas con la mano izquierda, programando el tostador dos minutos y el microondas cuarenta y cinco segundos para calentar la taza de café. No cabía duda de que ambos habíamos salido tan metódicos y organizados como la abuela Eulalia, de quien (a falta de una madre como Dios manda) lo habíamos aprendido casi todo. Pero el argumento favorito de mi hermano era la muerte, la suya propia, y se preguntaba, angustiado, cómo iba a poder descansar si no sentía el peso de su cuerpo. Si le dábamos agua, bebía, pero decía que no sentía la sed porque los muertos no la sienten y, en una ocasión en que rozó el vaso con los dedos, se sorprendió mucho y nos preguntó por qué le colocábamos aquella cosa fría en la boca. Era como un títere desarticulado que sólo quería reposar un par de metros bajo tierra. No sabía quiénes éramos ni por qué nos empeñábamos en acercarnos a él. A veces se nos quedaba mirando y sus ojos parecían tan muertos como los ojos de cristal de un muñeco de juguete.

Por fin, sobre las siete de la mañana, el sol comenzó a iluminar el cielo. Los padres de Ona llegaron minutos más tarde y mi cuñada se marchó con ellos a desayunar, dejándome solo con mi hermano. Hubiera querido acercarme a él y decirle: «¡Eh, Daniel, levántate y vámonos a casa!» y, me parecía tan posible, tan factible, que apoyé varias veces las manos sobre los reposabrazos del sillón para ponerme en pie. Por desgracia, en cada una de esas ocasiones, mi hermano abrió súbitamente los ojos y me espetó tal retahíla de tonterías que me quedé hecho polvo y con el alma en los pies. Poco antes de que Ona y sus padres volvieran, mirando fijamente hacia el techo, empezó a hablar con voz monótona sobre Giordano Bruno y la posible existencia de infinitos mundos en el infinito universo. Observándole con cariño, me dije que su locura, su extraña enfermedad, de alguna manera podía compararse con una de esas páginas de código perfecto que se escriben pocas veces en la vida: ambas contenían una cierta forma de belleza que sólo podía percibirse por debajo de una apariencia ingrata.

Como tenía que pasar por casa antes de ir al aeropuerto, a las ocho, sin haber pegado ojo, me marché del hospital. Estaba cansado y deprimido, y necesitaba desesperadamente una ducha y otra ropa. No me apetecía pasar por el despacho de modo que, en lugar de utilizar uno de los tres ascensores de la empresa, usé el mío particular. Este ascensor, controlado por un ordenador con reconocimiento de voz, sólo tenía tres paradas: el garaje, la planta baja (donde estaban la recepción y el vestíbulo de Ker-Central) y mi casa, situada en la azotea del edificio, rodeada por un jardín de quinientos metros cuadrados protegido por mamparas opacas de material aislante. Aquél era mi paraíso personal, la idea de más difícil realización de todas las que había tenido en mi vida. Para poder construirla hubo que trasladar todos los servicios de refrigeración, calefacción y electricidad a la última planta, la décima, y cubrir el suelo del tejado con capas de impermeabilizante, aislante térmico, hormigón poroso y tierra cultivable. Contraté un equipo de profesionales en paisajismo y jardinería de la Escuela Técnica superior de Arquitectura de Barcelona, y la empresa americana que construyó la vivienda —un chalet de doscientos metros cuadrados, de una sola planta—, estaba especializada en materiales ecológicos, domótica y seguridad inteligente. El proyecto me costó casi lo mismo que el resto del inmueble, pero sin duda valió la pena. Podía afirmar, sin mentir, que vivía en plena naturaleza en el centro de la ciudad.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, me encontré, por fin, en el salón de casa. La luz entraba a raudales por las cristaleras, a través de las cuales vi a Sergi, el jardinero, inclinado sobre los arbustos de adelfas. Magdalena, la asistenta, ya empujaba el aspirador por alguna habitación del fondo. Todo estaba limpio y ordenado, pero la sensación de extrañeza que llevaba dentro de mí se adhería a las paredes y a los objetos con sólo pasarles la mirada por encima. No sentí esa relajante conmoción que me invadía cada vez que llegaba. Ni siquiera el agua de la ducha se llevó por el desagüe la mugre de irrealidad; tampoco el desayuno, ni las conversaciones telefónicas con
Jabba
y con Núria, mi secretaria, ni el viaje hasta El Prat con las ventanillas del coche bajadas, ni ver a mi madre y a Clifford después de cinco meses, ni, desde luego, volver a contemplar, ahora bajo un sol radiante, la vieja mole de La Custodia, subir sus escalinatas, entrar en uno de los ascensores gigantescos y chirriantes y regresar a la habitación donde estaba mi hermano.

Sobre las doce de la mañana dejé a Ona, a Dani (
Proxi
lo había llevado a primera hora al hospital) y a los padres de Ona frente al portal de su casa, en la calle Xiprer, y yo regresé a la mía. Por el camino, mi móvil empezó a sonar como cualquier día normal a esas horas. Pero no respondí; me limité a bloquearlo para que sólo pudieran entrar las llamadas de mi familia y las de
Jabba
,
Proxi
y Núria. El mundo de los negocios tendría que pararse por un tiempo. Yo era como un procesador tostado por una sobrecarga. Sólo recuerdo que, tras salir del ascensor, solté el equipaje de Clifford y mi madre en el pasillo y que me dejé caer como un fardo sobre la cama.

El teléfono estaba sonando. Yo no me podía mover. Por fin, se interrumpió y volví a dormirme. Instantes después, de nuevo, comenzó a sonar. Una vez, dos, tres... Silencio. Todo estaba oscuro; debía de ser de noche. El maldito aparato insistía. Di un salto en la cama y me quedé sentado, con los ojos muy abiertos. De repente, recordé... ¡Daniel!

—¡Luz! —exclamé; la lamparilla de la cabecera de la cama se iluminó. El reloj de la mesita indicaba que eran las ocho y diez de la noche—. Y manos libres.

El sistema emitió un chasquido suave para indicarme que acababa de descolgar el teléfono en mi nombre y que ya podía hablar.

—Soy Ona, Arnau.

Estaba aturdido y desubicado. Me froté la cara con las manos y me agité el pelo, adherido como un casco a la cabeza. El resto de luces de la habitación se fueron encendiendo suavemente de manera automática.

—Me he dormido —farfullé a modo de saludo—. ¿Estás en La Custodia?

—Estoy en casa.

—Bueno, pues dame media hora y te recojo. Si quieres, cenamos allí, en la cafetería.

—No, no, Arnau —rehusó rápidamente mi cuñada—. No te llamo por eso. Es que... Bueno, verás, he encontrado unos papeles sobre la mesa de Daniel y... No sé cómo explicártelo. Es muy raro y estoy preocupada. ¿Podrías venir tú a verlos?

Tenía el cerebro abotagado.

—¿Papeles...? ¿Qué papeles?

—Unas notas suyas. Una cosa muy rara. A lo mejor estoy desvariando pero... Prefiero no contártelo por teléfono. Quiero que tú mismo lo veas y me des tu opinión.

—Vale. Ahora mismo voy.

Tenía un hambre de lobo, así que fui devorando por etapas, mientras me duchaba y me vestía, la cena que Magdalena me había dejado preparada. Estuve dudando mucho rato si ponerme vaqueros como siempre o quizá algún otro pantalón más cómodo para pasar la noche en el hospital. Al final, opté por lo segundo; los vaqueros son casi un estilo de vida, pero, a la hora de la verdad, resultan muy rígidos y, a las cinco de la madrugada, pueden convertirse en perversos instrumentos de tortura. De modo que me puse un jersey, los pantalones negros de uno de mis trajes de negocios y unos viejos zapatos de piel que encontré en el vestidor. Por suerte, todavía no necesitaba afeitarme, así que me recogí el pelo y listo. Saqué una chaqueta del armario, guardé el móvil en uno de los bolsillos, tomé el macuto, metí dentro el ordenador portátil por si esa noche podía trabajar un rato y me fui a casa de mi hermano.

La calle Xiprer era una de esas calles estrechas y arboladas en las que todavía podían encontrarse viejos chalets habitados y el ambiente vecinal de una ciudad pequeña. Había que dar muchas vueltas y subir y bajar muchas cuestas para llegar hasta allí pero, cuando creías que las dificultades habían terminado y que sólo restaba aparcar el coche, descubrías con horror que los vehículos se comprimían de tal manera a ambos lados de la calle que era casi imposible pasar de una acera a otra sin usar un abrelatas. Hubiese sido un milagro que aquella noche la situación fuera distinta, pero, claro, no fue así y terminé haciendo lo mismo de siempre, es decir, subiendo la mitad izquierda del coche a la acera de un chaflán.

La casa de mi hermano estaba en el cuarto piso de un edificio no demasiado antiguo. Yo estaba convencido de que allí habitaba una rama clónica de
Jabba
procedente de algún misterioso experimento genético porque, siempre que iba, me encontraba en el ascensor con alguna réplica suya casi exacta. No fallaba nunca y el fenómeno llegó a preocuparme hasta el punto de preguntarle a Daniel si también él se había dado cuenta. Mi hermano, obviamente, se había echado a reír y me había explicado que se trataba de una familia muy extensa que ocupaba distintos apartamentos del inmueble y que, efectivamente, todos sus miembros guardaban un cierto parecido con Marc.

—¿Cierto parecido...? —exclamé, indignado.

—¡Hombre, todos son enormes y pelirrojos, pero ahí termina la cosa!

—Pues, yo diría que son idénticos.

—¡No te pases!

Pero ahora mi hermano no estaba en su casa y no podía contarle, como hacía siempre, que había vuelto a encontrarme en el ascensor con uno de aquellos clones. Me abrió la puerta mi cuñada, que, aunque ya arreglada para irnos, estaba demacrada y con ojeras.

—Tienes mala cara, Arnau —me comentó ella con una sonrisa cariñosa.

—Creo que no he dormido muy bien —repuse mientras entraba en la casa. Por el pasillo que se abría frente a mí y que terminaba en el salón, una figura diminuta avanzaba con paso vacilante, arrastrando, como el Linus de
Snoopy
, una vieja toquilla con la que también se cubría media cabeza.

—Está muerto de sueño —me comentó Ona, bajando la voz—. No lo espabiles.

No tuve ocasión de hacerlo. A medio camino, la figura entoquillada decidió que no valía la pena el esfuerzo y dio media vuelta, regresando con sus abuelos, que estaban viendo la televisión. Como el sofá resultaba visible desde la entrada, saludé a los padres de Ona levantando la mano en el aire mientras mi cuñada tironeaba de mi brazo izquierdo para llevarme hacia el despacho de Daniel.

—Tienes que ver esto, Arnau —dijo mientras encendía la luz. El estudio de mi hermano era incluso más pequeño que mi vestidor, pero él se las había ingeniado para colocar por todas partes una cantidad ingente de altísimas estanterías de madera que rebosaban libros, revistas, cuadernos y archivadores. Ocupando el espacio central de todo aquel maremágnum estaba su mesa de trabajo, cubierta por pilas inestables de carpetas y papeles que rodeaban como altos muros unas cuartillas con anotaciones sobre las que descansaba un bolígrafo, y, al lado, el ordenador portátil apagado.

Ona se dirigió hacia la mesa y, sin mover nada, se inclinó sobre las hojas y puso un dedo sobre ellas.

—Lee esto, anda —murmuró.

Yo todavía llevaba el macuto al hombro, pero la urgencia que se transmitía en la voz de Ona me arrastró hacia la mesa. Allí donde ella señalaba con el índice estaban escritas unas frases con la letra de mi hermano que, aunque al inicio se entendían bastante bien, al final resultaban casi ilegibles:

«¿
Mana huyarinqui lunthata
? ¿No escuchas, ladrón?

»
Jiwañta
[...] Estás muerto [...],
anatatäta chakxaña
, jugaste a quitar el palo de la puerta. 

»J
utayañäta allintarapiña
, llamarás al enterrador,
chhärma
, esta misma noche. 

Other books

Requiem for a Dream by Hubert Selby Jr.
Flipped by Wendelin van Draanen
Waiting for Spring by Cabot, Amanda
It Takes a Scandal by Caroline Linden
The Fighter by Arnold Zable
Some Were In Time by Robyn Peterman
And Then There Were Three by Renee Lindemann
Full House by Dee, Jess
Thirteen Pearls by Melaina Faranda