El origen perdido (10 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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—Mamá —la atajé con voz firme—. Llévate a Clifford.

—Tienes razón. Tienes razón. Vámonos, Clifford.

¿Cómo podía seguir teniendo ganas de hablar después de haber pasado el día entero conversando con unos y con otros?

—¿Pero no me vas a decir qué hago con lo de tu casa? —insistió, antes de salir.

—Sí —repuse—. Intenta mantenerte callada. Estás volviendo loco al ordenador.

Se quedó en suspenso unos segundos y, por fin, estalló en una alegre carcajada.

—¡Arnau, Arnau! ¡Mira que eres malo! —Y, diciendo esto, desapareció de nuestra vista mientras Clifford se despedía con un afectuoso cabeceo y cerraba la puerta.

—¡Por fin! —exclamó Ona, que había permanecido junto a Daniel desde que llegamos—. Perdóname, Arnau, pero tu madre es agotadora.

—¡A mí me lo vas a decir!

Mi cuñada se inclinó sobre mi hermano y le dio un suave beso en los labios. Me llamó la atención descubrir que no se había atrevido a hacerlo antes, delante de sus suegros. Daniel, sin embargo, giró la cabeza hacia la ventana con brusquedad, rehuyendo el contacto.

—¿Sabes qué? —le dije acercándome a ella, que se había quedado petrificada por el desdén—. Vamos a levantarle y a afeitarle.

Pero Ona no reaccionaba, así que la tomé del brazo y la zarandeé suavemente.

—Vamos, Ona. Ayúdame.

Cuando, después de incontables esfuerzos y peleas, conseguimos sentar a Daniel en el borde de la cama, sonaron unos golpecitos en la puerta. Mi cuñada y yo miramos en aquella dirección, esperando ver entrar a la primera enfermera de la noche, pero, en lugar de eso, sonaron de nuevo los golpes.

—No estamos esperando a nadie, ¿verdad? —murmuró ella.

—No —confirmé—. Y espero que no sea ni Miquel ni Diego.

—Adelante —invitó ella, alzando la voz.

Me quedé de una pieza cuando vi aparecer por la puerta las figuras de
Proxi
y
Jabba
. Se les notó inmediatamente en la cara la dolorosa impresión que les producía ver a Daniel hecho un pelele y embutido en aquel horrible pijama de hospital.

—Pasad —les dije, haciéndoles un gesto con la mano para que avanzaran.

—No queremos molestaros —farfulló
Jabba
, que llevaba una gruesa cartera de documentos debajo del brazo.

—No nos molestáis —les aseguró, sonriente, mi cuñada—. Venga. No os quedéis ahí.

—Es que parece que os hemos pillado en un mal momento... —comentó
Proxi
sin dar un paso.

—Bueno, íbamos a... —Me detuve en seco porque, de repente, me di cuenta de que Lola y Marc no hubieran acudido por sorpresa al hospital a aquellas horas sin un buen motivo—. ¿Ocurre algo?

—Sólo queríamos enseñarte unas cosas —manifestó
Jabba
, apurado, propinando unos golpecitos al voluminoso cartapacio—, pero podemos dejarlo para mañana.

Sus miradas, no obstante, indicaban todo lo contrario y que, lo que fuera que habían venido expresamente a enseñarme, era muy urgente.

—¿Se trata del boicot a la TraxSG?

—No, eso sigue yendo bien.

O sea, que se trataba del aymara que se hablaba en el sudeste del Imperio inca.

—¿Te importa que volvamos a acostar a Daniel? —le pregunté a mi cuñada—. No tardaré mucho.

—Tranquilo —me animó ella, tumbando de nuevo a mi hermano con cuidado; era más fácil acostarle que levantarle—. Vete con ellos. No te preocupes.

Pero sí estaba preocupado y no por Daniel precisamente.

—Estaremos en la cafetería de la planta baja —le dije—. Llámame al móvil si me necesitas.

Apenas salimos al pasillo y después de cerrar despacio la puerta detrás de mí, miré patibulariamente a aquellos dos.

—¿Qué demonios ocurre?

—¿No querías saberlo todo sobre el aymara? —me espetó
Proxi
, con el ceño fruncido; una vez fuera de la habitación, habían dejado de andarse por las ramas.

—Sí.

—¡Pues prepárate! —declaró
Jabba
, iniciando la marcha hacia la salida de la planta—. ¡No sabes dónde te has metido!

—¿De qué está hablando? —le pregunté a
Proxi
.

—Mejor será que esperes a que nos sentemos. Es un consejo de amiga.

No pronunciamos ni una palabra más hasta llegar a la cafetería e hicimos todo el trayecto caminando a buen paso detrás de
Jabba
, que parecía avanzar impulsado por un motor a reacción.

A pesar de no haber demasiada gente, todas las mesas estaban ocupadas por solitarios familiares de enfermos que cenaban con la vista puesta en las bandejas que tenían delante. La comida, dispuesta en grandes fuentes de aluminio encajadas en la barra, tenía un aspecto desagradable bajo los focos de calor, como si la hubieran preparado con restos de rancho carcelario. Sin embargo, la gente que cenaba —sobre todo, mujeres de cierta edad educadas en la creencia de que la enfermedad y la muerte no eran cosas de hombres— la ingería en silencio, aceptando con resignación las inconveniencias de una hospitalización familiar.

Al fondo del amplio comedor, una camarera vestida con un ridículo uniforme a rayas azules y blancas pasaba un paño húmedo sobre el tablero de formica que acababa de abandonar una de tantas ancianas. Cargando con la bandeja en la que se tambaleaban las bebidas que acabábamos de comprar, nos dirigimos hacia allí y tomamos posesión de la mesa bajo la antipática mirada de la camarera.

—Bueno, a ver. ¿Qué es eso tan grave que habéis descubierto?

—No, grave no —me aclaró
Proxi
—. Más bien extraño.

Jabba
abrió la cartera y sacó un fajo de folios que descargó en el centro de la mesa.

—Toma —dijo—. Échale una mirada a esto.

—¡Venga, hombre! —repuse, devolviéndole las hojas—. No estamos en una reunión de trabajo. Cuéntamelo.

Parecía no saber por dónde empezar a abordar el asunto y echaba largas miradas a
Proxi
mientras se mesaba el pelo rojo.

—Al principio no encontramos nada raro —empezó ella, más decidida—. Cuando
Jabba
me explicó lo que querías pensé que te habías vuelto loco, en serio, pero, como siempre que tienes una idea de las tuyas pienso lo mismo, no te insulté demasiado... De todos modos, te pitarían bastante los oídos.

Jabba
afirmó repetidamente con la cabeza. 

—En fin —continuó ella—, nos fuimos al «100» y pusimos manos a la obra. El asunto parecía enrevesado pero, descomponiéndolo por partes, como si fuera un problema de estrategia en programación, se simplificaba mucho. Teníamos varias palabras clave: aymara, incas, lenguaje, idioma... Había abundante información en la red sobre el tema. El aymara es una lengua que todavía se habla en buena parte del sur de Perú y en Bolivia, y sus hablantes, los aymaras o aymaraes, son un pacífico pueblo andino, de poco más de un millón y medio de personas, que formó parte del Imperio inca. Por lo visto, aunque el aymara ha convivido con el quechua durante siglos, no son lenguas hermanas, es decir, no proceden de la misma familia lingüística.

—En realidad, el aymara no... —empezó a decir Marc, pero
Proxi
le atajó.

—¡Espera un poco, que le vamos a marear!

—Bueno.

—Tú escúchame a mí,
Root
.

—Lo estoy haciendo,
Proxi
.

—El aymara... Bueno, ¿conoces el rollo ese del origen de las lenguas y todo eso?

—¿Estás hablando de la Torre de Babel?

Los dos me miraron de forma extraña.

—Algo así. Los lingüistas opinan que las cinco mil lenguas que existen hoy sobre el planeta probablemente tuvieron un origen común, una especie de protolenguaje original del que derivaron todos los demás, incluso los que se perdieron para siempre. Ese protolenguaje sería el tronco de un árbol del que salen muchas ramas y, de cada rama, otras más, y así hasta las cinco mil lenguas de hoy, que se agrupan en grandes familias lingüísticas... ¿lo entiendes?

—Perfectamente. Ahora, háblame del aymara, si no te importa.

—¡No seas borrico y escúchala! —me exigió
Jabba
.

—A este protolenguaje original...

—¿La lengua de Adán y Eva? —bromeé, pero
Proxi
me ignoró.

—...se le conoce como lenguaje nostrático y se calcula que existió hace unos trece mil años. Grandes cerebros de las mejores universidades del mundo se queman las neuronas desde hace medio siglo intentando reconstruirlo.

—Muy interesante —dejé escapar, aburrido.

—Pues ahora vas a saber cuánto, ignorante —me espetó
Jabba
—. Hay toda una línea dentro de la lingüística que trabaja sobre la teoría de que el aymara podría ser aquella primera lengua madre. El tronco... ¿Lo pillas?

Me quedé helado y mi cara debió de reflejarlo, porque el mal humor de mi amigo desapareció.

—De hecho —dijo
Proxi
, retomando la palabra; los ojos le brillaban de una forma extraña—, el aymara está muy lejos de ser una lengua cualquiera. Estamos hablando de
la
lengua perfecta, una lengua cuya estructura lógica es tan extraordinaria que parece más el resultado de un diseño preconcebido que el de una evolución natural. Los aymaras llamaban a su lengua
Jaqui Aru
, que significa «Lenguaje humano» y la palabra
aymara
quiere decir «Pueblo de tiempos remotos».

—Escucha esto... —dijo
Jabba
rebuscando desesperadamente en los documentos que tenía sobre la mesa; por fin, tras mucho escarbar encontró lo que quería y me miró triunfante—. El tipo ese que escribió
El nombre de la Rosa
, Umberto Eco, por lo visto es un semiólogo de primera categoría en el mundo entero y, entre otros, tiene un libro titulado
La búsqueda de la lengua perfecta
en el que dice: «El jesuita Ludovico Bertonio publicó en 1603 un
Arte de la lengua aymara
y en 1612 un
Vocabulario de la lengua aymara
, y se dio cuenta de que era una lengua de una extraordinaria flexibilidad, dotada de una increíble vitalidad para crear neologismos, especialmente adecuada para expresar abstracciones, hasta el punto de infundir la sospecha de que se tratase del efecto de un artificio. Dos siglos después de Bertonio, Emeterio Villamil de Rada
7
hablaba de ella definiéndola como una lengua adánica, expresión de "una idea anterior a la formación de la lengua", basada en "ideas necesarias e inmutables" y, por lo tanto, lengua filosófica, si es que alguna vez las hubo.» —
Jabba
me miró triunfante—. ¿Qué dices a esto, eh?

—Pero no acaba ahí la cosa —apuntó raudamente
Proxi
.

—¡No, no, ni mucho menos! Eco sigue explicando a continuación las características por las cuales el aymara podría calificarse como un lenguaje perfecto, aunque sin comprometerse del todo con la idea de que sea un lenguaje artificial.

—Pero, ¡cómo un lenguaje artificial! —exploté—. ¡Eso son tonterías!

—Para que lo entiendas —dijo pacientemente
Proxi
—: hay un montón de estudiosos por el mundo que coinciden en afirmar que el aymara es una lengua que parece diseñada conforme a las mismas reglas que se siguen hoy día para escribir lenguajes de programación informática. Es una lengua con dos elementos básicos, raíces y sufijos, que, por sí mismos, no tienen ningún significado pero que, uniéndose unos a otros en cadenas largas, los crean todos... ¡Igual que un lenguaje matemático! Además —añadió a toda velocidad al ver que yo abría la boca para volver a oponerme—, el profesor boliviano Iván Guzmán de Rojas, un ingeniero informático que lleva muchos años trabajando en este asunto, afirma que las combinaciones de los sufijos aymaras obedecen a una regularidad con propiedades de estructura algebraica, una especie de anillo de polinomios con tal cantidad de abstracción matemática que es imposible creer que sea producto de una evolución natural.

—Sin olvidar, por supuesto —añadió
Jabba
—, que el aymara no ha evolucionado. Esa maldita lengua, increíblemente, se ha mantenido casi intacta desde hace siglos o milenios... Unos trece milenios si fuera el nostrático.

—¿No ha variado nada, no ha cambiado? —me sorprendí.

—Parece que no. Ha tomado algunas palabras del quechua y del castellano en los últimos siglos, pero muy pocas. Los aymaras creen que su lengua es sagrada, una especie de regalo de los dioses que pertenece a todos por igual y que no debe modificarse bajo ningún concepto. ¿Qué te parece?

—¿Viracocha les regaló su idioma? —quise saber sin bajar la guardia.

—¿Viracocha...? —se sorprendió
Proxi
—. No, no. Viracocha no aparece por ningún lado en las leyendas aymaras. Al menos en lo que hemos leído, ¿no,
Jabba
? La religión aymara se basa en la naturaleza: la fecundidad, el ganado, el viento, las tormentas... Vivir en armonía con la naturaleza significa estar en armonía con los dioses, de los que tienen uno para cada fenómeno natural, aunque por encima de todos está la Pachamama, la Madre Tierra, y, si no recuerdo mal, antiguamente tenían también a un tal Thunupa, dios de... ¿de qué,
Jabba
?

—¿De la lluvia o algo así? —sugirió éste, inseguro.

—Eso. De la lluvia y el relámpago. Puede que, por influencia de los incas, crean en Viracocha, no sé —continuó
Proxi
—. Lo que sí afirman es que son los descendientes directos de los constructores de Tiwanacu, una ciudad muy importante junto al lago Titicaca que ya estaba en ruinas cuando los españoles la descubrieron. Por lo visto, Tiwanacu era una especie de monasterio religioso, el centro sagrado más importante de los Andes, y sus gobernantes, los Capacas, eran sacerdotes-astrónomos.

—El problema es que nadie sabe nada —señaló
Jabba
—. Todo son elucubraciones, sospechas y teorías más o menos infundadas.

—Pues pasa lo mismo con los incas —dije yo, recordando mis lecturas de la tarde—. No puedo comprender que, estando como estamos en el siglo XXI, todavía seamos tan incapaces de explicar ciertas cosas.

—Es que esto no le interesa a nadie,
Root
—me aclaró
Proxi
con pena—. Sólo a cuatro pirados como tu hermano. Porque todo esto es por Daniel, ¿verdad?

Me removí en la silla, un tanto nervioso, y aproveché aquellos pocos segundos para decidir si les contaba mis tontas sospechas o no.

—Suéltalo —me ordenó mi grueso amigo.

No le di más vueltas. Fui relatándoles todo lo que sabía sin omitir detalle, ofreciéndoles datos y no opiniones para que su juicio, más imparcial que el mío, me ayudara a salir de la confusa maraña de disparates en la que me había metido. Sus miradas, mientras les explicaba la historia de los Documentos Miccinelli, los quipus y la maldición escrita en el papel encontrado sobre la mesa de Daniel, me hacían sentir incómodo. Ellos me conocían como alguien con una buena mente analítica capaz de idear el proyecto más complejo en un par de segundos y de encontrar una aguja lógica en un pajar de incoherencias, de modo que, a través de sus ojos, me estaba viendo como un auténtico botarate. Cuando, por fin, cerré la boca y, por hacer algo, cogí el vaso con la bebida y me lo acerqué, estaba seguro de haber caído para siempre en el más oscuro abismo de ridículo.

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