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Authors: Matilde Asensi

El origen perdido (4 page)

BOOK: El origen perdido
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—Se ha vuelto loco... —murmuré con amargura, examinando la punta de mis deportivas.

—Pues eso no es todo. Al médico le dio la misma explicación, con algún nuevo detalle como que no tenía tacto, ni olfato, ni gusto porque su cuerpo era un cadáver. El doctor sacó entonces una aguja del maletín y, muy suavemente para no hacerle mucho daño, le pinchó en la yema de un dedo. —Ona se detuvo un instante y, luego, me sujetó por el brazo para atraer toda mi atención—. No te lo vas a creer: terminó clavándole la aguja entera en varias partes del cuerpo y... ¡Daniel ni siquiera se inmutó!

Debí de poner cara de imbécil porque si había algo que mi hermano no soportaba desde pequeño eran las inyecciones. Se caía redondo ante la visión apocalíptica de una jeringuilla.

—Entonces el doctor decidió pedir una ambulancia y traerlo a La Custodia. Dijo que debía examinarle un neurólogo. Arreglé a Dani y nos vinimos. A él se lo llevaron para adentro y nosotros nos quedamos en la sala de espera hasta que una enfermera me dijo que subiera a esta planta porque lo habían ingresado en Neurología y que el médico hablaría conmigo cuando hubiera terminado de reconocer a Daniel. Estuve intentando localizarte por todas partes. Por cierto... —comentó pensativa, acurrucando al niño contra su pecho a pesar de las airadas protestas de éste—, deberíamos llamar a tu madre y a Clifford.

El problema no era llamarlos; el problema era cómo demonios recuperar mi móvil sin que mi sobrino montara una bronca descomunal, así que inicié un cauteloso acercamiento agitando en el aire las llaves del coche hasta que me di cuenta de que tanto el niño como mi cuñada me ignoraban y dirigían la mirada hacia un punto situado a mi espalda. Dos tipos con cara de funeral se dirigían hacia nosotros. Uno de ellos, el de mayor edad, vestía de calle con una bata blanca encima; el otro, de tamaño diminuto y con gafas, lucía el uniforme completo, zuecos incluidos.

—¿Son ustedes familia de Daniel Cornwall? —preguntó este último pronunciando el nombre completo de mi hermano con un correcto acento británico.

—Ella es su mujer —dije, poniéndome en pie; el mayor se me quedó a la altura del hombro y al otro le perdí por completo de vista—, y yo soy su hermano.

—Bien, bien... —exclamó el mayor, escondiendo las manos en los bolsillos de la bata. Aquel gesto, que guardaba cierto parecido con el de Pilatos, no me gustó—. Soy el doctor Llor, el neurólogo que ha examinado a Daniel, y éste es el psiquiatra de guardia, el doctor Hernández. —Sacó la mano derecha del bolsillo pero no fue para estrechar las nuestras sino para indicarnos el camino hacia el interior de la planta. Quizá mi aspecto, con el pendiente, la perilla y la coleta, le desagradaba; o quizá el mechón de pelo color naranja de Ona le resultaba deplorable—. Si fueran tan amables de pasar un momento a mi despacho, podríamos hablar tranquilamente sobre Daniel.

El doctor Llor se colocó sin prisa a mi lado, dejando que el joven doctor Hernández acompañara a Ona y a Dani unos pasos más atrás. Toda la situación tenía un no sé qué de ilusorio, de falso, de realidad virtual.

—Su hermano, señor Cornwall... —empezó a decir el doctor Llor.

—Mi apellido es Queralt, no Cornwall.

El médico me miró de una manera extraña.

—Pero usted dijo que era su hermano —masculló con irritación, como alguien que ha sido vilmente engañado y está perdiendo su valiosísimo tiempo con un advenedizo.

—Mi nombre es Arnau Queralt Sané y mi hermano se llama Daniel Cornwall Sané. ¿Alguna duda más...? —proferí con ironía. Si yo había dicho que Daniel era mi hermano, ¿a qué venía ese ridículo recelo? ¡Como si en el mundo sólo existiera un único e inquebrantable modelo de familia!

—¿Es usted Arnau Queralt? —se sorprendió el neurólogo, tartamudeando de repente.

—Hasta hace un momento lo era —repuse, sujetándome detrás de la oreja un poco de pelo que se me había soltado de la coleta.

—¿El dueño de Ker-Central...?

—Yo diría que sí, salvo que haya ocurrido algo imprevisto.

Habíamos llegado hasta una puerta pintada de verde que exhibía un pequeño letrero con su nombre, pero Llor se resistía a franquear el paso.

—Un sobrino de mi mujer, que es ingeniero de telecomunicaciones, trabaja en su empresa. —Por su tono intuí que acababan de cambiar los papeles: el tipo de la pinta rara ya no era un impresentable cualquiera.

—¿Ah, sí? —repuse con desinterés—. Bueno, y de mi hermano, ¿qué?

Se apoyó en la manija de la puerta y la abrió con actitud obsequiosa.

—Pase, por favor.

El despacho estaba dividido en dos zonas distintas por una mampara de aluminio. La primera, muy pequeña, sólo tenía un pupitre viejo lleno de carpetas y papeles sobre el que descansaba un enorme ordenador apagado; la segunda, mucho más grande, exhibía un formidable escritorio de caoba bajo la ventana y, en el extremo opuesto, una mesa redonda contorneada por mullidos sillones de piel negra. En las paredes no cabían más fotografías del doctor Llor con personajes célebres, ni más recortes de prensa enmarcados en cuyos titulares destacaba su nombre. El neurólogo, haciéndole una carantoña a Dani, apartó de la mesa uno de los asientos para que Ona se acomodara.

—Por favor... —murmuró.

El diminuto doctor Hernández se colocó entre Ona y yo, dejando caer sobre la mesa, con un golpe seco, una abultada carpeta que hasta entonces había llevado bajo el brazo. No parecía muy feliz, pero, en realidad, allí nadie lo era, así que, ¿qué más daba?

—El paciente Daniel Cornwall —empezó a decir Llor con voz neutra, calándose unas gafas que extrajo del bolsillo superior de su bata— muestra una sintomatología infrecuente. El doctor Hernández y yo estamos de acuerdo en que podría tratarse de algo parecido a una depresión aguda.

—¿Mi hermano está deprimido? —pregunté, asombrado.

—No, no exactamente, señor Queralt... —me aclaró, mirando al psiquiatra de reojo—. Verá, su hermano presenta un cuadro bastante confuso de dos patologías que no suelen darse a la vez en un mismo paciente.

—Por un lado —intervino por primera vez el doctor Hernández, que disimulaba mal su emoción por tener entre manos un caso tan raro—, parece sufrir lo que la literatura médica llama ilusión de Cotard. Este síndrome se diagnosticó por primera vez en 1788, en Francia. Las personas que lo padecen creen de manera irrefutable que están muertas y exigen, a veces incluso de manera violenta, que se les amortaje y se les entierre. No sienten su cuerpo, no responden a estímulos externos, su mirada se vuelve opaca y vacía, el cuerpo se les queda completamente laxo... En fin, que están vivos porque nosotros sabemos que viven pero reaccionan como si de verdad estuvieran muertos.

Ona empezó a llorar en silencio sin poder contenerse y Dani, asustado, se giró hacia mí en busca de apoyo pero, como me vio tan serio, terminó por echarse a llorar también. Si
Jabba
y
Proxi
no venían pronto a recogerlo, la cosa iba a terminar mal.

Como el llanto del niño impedía la conversación, Ona, intentando calmarse, se incorporó y empezó a pasear de un lado a otro consolando a Dani. En la mesa, ninguno de los que quedábamos abrimos la boca. Por fin, después de unos minutos interminables, mi sobrino dejó de llorar y pareció adormecerse.

—Es muy tarde para él —musitó mi cuñada volviendo a tomar asiento con cuidado—. Hace rato que debería estar durmiendo y ni siquiera ha cenado.

Crucé las manos sobre la mesa y me incliné hacia los médicos.

—Bueno, doctor Hernández —dije—, ¿y qué solución hay para esa ilusión de Cotard o como quiera que se llame?

—¡Hombre, solución, solución...! Se recomienda el ingreso y la administración de psicofármacos y el pronóstico, bajo medicación, suele ser bueno, aunque, para no engañarles, en casi todos los casos se dan recaídas.

—Los últimos estudios sobre la ilusión de Cotard —observó el doctor Llor, que parecía querer aportar su particular granito neurológico de arena— revelan que este síndrome suele estar asociado a un cierto tipo de lesión cerebral localizada en el lóbulo temporal izquierdo.

—¿Quiere decir que se ha dado algún golpe en la cabeza? —preguntó Ona, alarmada.

—No, en absoluto —rechazó el neurólogo—. Lo que quiero decir es que, precisamente sin mediar traumatismo, hay una o varias zonas del cerebro que no reaccionan como deberían o, al menos, como se espera que lo hagan. El cerebro humano está formado por muchas partes distintas que tienen funciones diferentes: unas controlan el movimiento, otras realizan cálculos, otras procesan los sentimientos, etc. Para ello, estos segmentos utilizan pequeñas descargas eléctricas y agentes químicos muy especializados. Basta que uno solo de esos agentes se altere levemente para que cambie por completo la forma de trabajar de una zona cerebral y, con ella, la forma de pensar, sentir o comportarse. En el caso de la ilusión de Cotard, las tomografías demuestran que existe una alteración de la actividad en el lóbulo temporal izquierdo... aquí. —Y acompañó la palabra con el gesto, apoyando su mano en la parte posterior de la oreja izquierda, ni muy arriba ni muy abajo, ni tampoco muy atrás.

—Como un ordenador al que se le estropea un circuito, ¿no es así?

Los dos médicos fruncieron las cejas al mismo tiempo, desagradablemente sorprendidos por el ejemplo.

—Sí, bueno... —admitió el doctor Hernández—. Últimamente está muy de moda comparar el cerebro humano con el ordenador porque ambos funcionan, digamos, de manera parecida. Pero no son iguales: un ordenador no tiene conciencia de sí mismo ni tampoco emociones. Ése es el grave error al que nos conduce la neurología. —Llor ni pestañeó—. En psiquiatría el planteamiento es totalmente diferente. No cabe duda de que existe un componente orgánico en la ilusión de Cotard, pero también es cierto que sus síntomas coinciden casi por completo con los de una depresión aguda. Además, en el caso de su hermano, no se ha podido verificar esa alteración en el lóbulo temporal izquierdo.

—Sin embargo, como el paciente está a mi cargo —ahora fue Hernández quien no movió ni un músculo de la cara—, he pautado un tratamiento de choque con neurolépticos, Clorpromacina y Tioridacina, y espero poder darle de alta antes de quince días.

—Hay, además, otro problema añadido —recordó el psiquiatra—, y es que Daniel presenta, junto a la ilusión de Cotard, que es lo más llamativo, signos evidentes de una patología llamada agnosia.

Sentí que algo dentro de mí se rebelaba. Hasta ese momento había conseguido convencerme de que todo aquello era algo pasajero, que Daniel sufría una «ilusión» que tenía cura y que, una vez eliminada, mi hermano volvería a ser como antes. Sin embargo, el hecho de que añadieran más enfermedades me producía una dolorosa impresión. Miré a Ona y, por la contracción de su cara, adiviné que estaba tan angustiada como yo. El pequeño Dani, arropado por la manta azul y por su madre, había caído, por fin, en un profundo sueño. Y fue una suerte que estuviera tan dormido porque, en ese momento, mi móvil, que seguía en sus manos, firmemente sujeto, comenzó a emitir las notas musicales que identificaban las llamadas de
Jabba
. Por fortuna, ni se inmutó; sólo emitió un largo suspiro cuando Ona, tras algunas dificultades, consiguió extirpárselo.

Preguntando por Daniel en urgencias,
Jabba
y
Proxi
habían conseguido llegar hasta el vestíbulo que daba entrada a la planta de Neurología. Tras acabar la breve charla, se lo dije a Ona y ésta, incorporándose lentamente, se dirigió hacia la puerta y salió.

—¿Esperamos a la mujer de Daniel o seguimos? —quiso saber Llor con cierta impaciencia. Su tono me llevó a recordar una cosa que leí una vez: en China, antiguamente, los médicos sólo cobraban sus honorarios si salvaban al paciente. En caso contrario, o no cobraban, o la familia les mataba.

—Acabemos de una vez —repliqué, pensando que los antiguos chinos eran realmente muy sabios—. Ya hablaré yo con mi cuñada.

El pequeño doctor tomó la palabra.

—Asociada al síndrome de Cotard, su hermano padece también una agnosia bastante acusada. —Se caló las gafas hasta las cejas y miró intranquilo al neurólogo—. Como le explicaba Miquel... el doctor Llor, la agnosia, una patología mucho más común, aparece, básicamente, en pacientes que han sufrido derrames cerebrales o traumatismos en los que han perdido parte del cerebro. Como ve, éste no es el caso de su hermano ni tampoco el de los pacientes con Cotard y, sin embargo, Daniel es incapaz de reconocer objetos o personas. Para que lo entienda mejor, su hermano, que afirma estar muerto, vive en este momento en un mundo poblado de cosas extrañas que se mueven de manera absurda y hacen ruidos raros. Si usted le mostrara, por ejemplo, un gato, él no sabría lo que le está enseñando, como tampoco sabría que se trata de un animal porque no sabe qué es un animal.

Me pasé las manos por la cabeza, desesperado. Notaba una presión terrible en las sienes.

—No podría reconocerle a usted —continuó explicándome el doctor Hernández—, ni a su mujer. Para Daniel todas las caras son óvalos planos con un par de manchas negras en el lugar donde deberían estar los ojos.

—Lo malo de la agnosia —añadió Llor frotándose repetidamente las palmas de las manos—, es que, como se produce por un derrame o una pérdida traumática de masa, no tiene ni tratamiento ni cura. Ahora bien...

Dejó la frase en el aire, goteando esperanza.

—Las tomografías que le hemos hecho a su hermano revelan que el cerebro de Daniel se encuentra en perfectas condiciones.

—Ya le dije que ni siquiera aparecía la disfunción del lóbulo temporal —apuntó Hernández, exhibiendo por primera vez una leve sonrisa—. Daniel sólo presenta los síntomas, no las patologías.

Lo miré como si fuera idiota.

—¿Y quiere decirme qué diferencia hay entre sumar dos y dos y aparentar que se suman dos y dos? Mi hermano estaba normal esta mañana, fue a su trabajo en la universidad y volvió a casa para comer con su mujer y su hijo, y ahora está ingresado en este hospital con unos síntomas que
simulan
un síndrome de Cotard y una agnosia. —Contuve el aliento porque estaba a punto de soltar una retahíla de insultos—. ¡Bueno, ya está bien! Entiendo que ustedes van a hacer todo lo posible por curar a mi hermano, así que no discutiremos sobre este punto. Sólo quiero saber si Daniel volverá a ser el mismo o no.

El viejo Llor, sorprendido por mi súbito arranque de furia, se sintió obligado a sincerarse conmigo como si fuéramos colegas o amigos de toda la vida:

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