Authors: Brian Lumley
Los pensamientos de Luchov se detuvieron en este punto y sintió que el vello de la nuca se le erizaba. ¿Era por algo que había visto?
Volvió a mirar la pantalla central y forzó los ojos al tiempo que se los restregaba con fuerza. Pero no, no había que achacar a los ojos la culpa de lo que veía.
En la pantalla central se veía una masa pálida y gelatinosa proyectada en la curva formada por la cúpula de la esfera, como una especie de imagen a cámara lenta de algo que ocurría en el interior. No estaba allí hacía diez o quince minutos o… si estaba realmente, la excitación le había impedido detectarlo. ¡Qué locura! ¡Ahora se daba cuenta exacta de lo que veía!
Forzó la vista y sí… al cabo de un minuto la cosa comenzó a agrandarse y a hacerse tan enorme que cubrió la gran pantalla curvada que era la Puerta. Era como… como el Encuentro Uno… pero más grande, ¡mucho más grande! Y se movía a una velocidad mucho mayor que todo cuanto se había movido en aquel sitio antes de ahora. Si se trataba de una criatura como la del Encuentro Uno y atravesaba libremente la Puerta…
—¡Dios mío! —exclamó Luchov haciendo rechinar los dientes y golpeándose la palma de la mano con el puño cerrado—. ¡Nada menos en un momento como éste!
Khuv y Litve estaban en algún lugar de abajo, con la intención de acorralar a Agursky entre ellos y los soldados. Y ahora, ¿quién era el que había quedado atrapado? Luchov podía intentar avisarles, por lo menos. Quizá bastaría con el método empleado por el propio Khuv.
Con mano temblorosa pulsó el botón número dos…
En las inmediaciones de los fantasmagóricos niveles del magma, Khuv y Litve avanzaban uno al lado del otro procurando moverse con extrema lentitud. Era un lugar donde reinaba la oscuridad, incluso en las zonas que se suponían iluminadas. A pesar incluso de las ensordecedoras y obsesionantes sirenas, cuya estridencia ahora parecía haberse atenuado un poco, se oía el corazón de la bestia de Perchorsk que latía con más fuerza, que parecía estar mucho más cerca.
Se movieron cautelosamente al bajar por la amplia escalera de madera, mientras los ojos de Khuv iban explorando el magma por la parte derecha y los de Litve por la izquierda. Las luces piloto de sus lanzallamas proyectaban extrañas sombras azuladas y aleteantes, convirtiendo las perturbadoras fusiones del magma en caras y figuras preñadas de amenazas.
Khuv se ajustó la correa del lanzallamas al hombro derecho y se oyó el sonido de las piezas metálicas al entrechocar. El magma amplificaba los ruidos, pese a las incesantes alarmas cuyos ecos parecían llegar desde todas direcciones. Pero de pronto se oyó otro ruido, que se originó en otra parte y que, pese a acompañar al primero, acabó por extinguirlo: una carcajada entrecortada pero estentórea.
—¿Viene de atrás? —dijo Khuv volviéndose para escudriñar los alrededores y con los ojos muy abiertos para no perderse nada.
—No —dijo la voz de Litve en un murmullo al tiempo que se agachaba—, de delante… creo.
—Sería difícil de asegurar… —dijo Khuv, respirando afanosamente— puede estar en cualquier parte.
—Pero él es uno y nosotros somos dos —dijo Litve, cuya voz también sonaba temblorosa—. ¡Por el amor de Dios, no te separes de mí, camarada comandante!
Se volvieron hacia la derecha y siguieron el pasadizo entarimado de madera —un camino artificial pero extremadamente familiar a través de aquel extraño paisaje— hasta el corazón de una caverna del magma, donde los ecos de sus pisadas todavía resonaban con más fuerza…, y fue precisamente entonces cuando aumentó el tono y la frecuencia de la alarma, pasando de un sonido estridente y repetitivo a un auténtico clamor de advertencia.
—¿Qué demonios…? —exclamó Litve con voz ahogada.
—Es Luchov —dijo Khuv—, para avisarnos de que algo no funciona como es debido. ¡Mierda, si ya lo sabemos!
Volvió a oírse la carcajada y esta vez ya no había ninguna duda posible de su origen: procedía de detrás de ellos. Khuv, además, reconoció la voz de Agursky por encima de cualquier posible duda. Esta vez también Litve estuvo de acuerdo.
—Nos viene siguiendo —murmuró.
—Busquemos una posición dominante —dijo Khuv apresurándose y dirigiéndose a la escalera que conducía al núcleo.
Ahora era el único camino practicable, el que conducía al núcleo, si bien todavía faltaban unos treinta pasos para llegar al tramo final. Fue en ese punto donde Litve agarró a Khuv por el codo.
—¡Mira! —dijo con voz ronca.
Khuv miró hacia atrás. Desde la parte trasera de un nodulo del magma se proyectaba una sombra en el pasadizo. Era una sombra que se movía. Al acercarse más, aumentó el movimiento: los ojos atónitos de Khuv y de Litve se posaron en un cable que serpenteaba a lo largo de la loca trayectoria del muro del magma. Aquel cable se movía a sacudidas, como si algo tirase de los bucles que formaba, que se contraían a intervalos. Antes de tener tiempo de deducir de qué se trataba, se oyó un grito en el que se mezclaban el dolor y la contrariedad y que procedía de la parte de atrás del mismo nodulo del magma. La sombra del pasadizo aparecía iluminada, destacada por un resplandor azulado y una lluvia de chispas centelleantes. ¡La sombra era monstruosa!
Incapaces de moverse, los dos hombres se quedaron mirando. Aquella sombra, una sola sombra, comenzó a desdoblarse en dos. Se oyó un sonido como de ropa al rasgarse, como si las dos mitades de la sombra estuviesen porfiando para separarse… como si se esforzasen por conseguirlo y lo consiguiesen al fin. Ahora eran dos sombras: una que parecía humana y otra que tenía las dimensiones de un perro y más o menos la forma de este animal, aunque no se trataba de ningún perro. Después las dos se movieron un poco hacia atrás, confundiéndose con la sombra del nodulo, y se produjo un momento más de lucha con aquel cable. Hubo un nuevo chisporroteo eléctrico y una segunda lluvia de chispas…
¡Y entonces se apagaron las luces!
Los dos hombres retrocedieron hacia el pozo que bajaba hasta el núcleo. Tenían tan poca fuerza en las piernas que parecían de gelatina, pero se esforzaron en moverlas. Por detrás de ellos, como si procediera de su espalda, se proyectó una cascada de luz, una luz residual que provenía de la esfera-puerta y que resplandecía a través del pozo. Ahora, a lo largo del camino que acababan de recorrer, había caído la noche.
—Si él…, ellos… o lo que sea, tienen que venir hacia nosotros —tartamudeó Litve—, tiene que ser a través de este pasadizo.
Khuv tenía la garganta demasiado seca y agarrotada para poder contestar, pero pensó que su camarada tenía razón. Sin embargo, se equivocaban los dos. La cosa que antes estaba en el tanque de vidrio o, mejor dicho, el material vampírico metamórfico procedente del núcleo de la cosa que antes estaba en el tanque de vidrio y que no había muerto, sino que había penetrado en Agursky, se había liberado para nivelar el número. Ahora eran dos contra dos. Y no vendría por donde ellos suponían, sino que saldría por debajo del pasadizo de madera.
Cuando ya estaban casi en la boca del pozo, donde el pasadizo giraba bruscamente hacia la izquierda y bajaba una vez más en forma de escaleras, apareció la cosa. De pronto algo se desenroscó sobre el pasamanos, y se arrolló en torno a la cintura de Litve, llevándoselo a rastras y gritando a través de la barandilla rota. Si antes estaba al lado de Khuv, ahora había desaparecido. Su lanzallamas escupió un solo lengüetazo de fuego y ahora, al mirar hacia abajo, Khuv pudo ver qué era lo que lo retenía. Era la cosa que antes estaba en el tanque de vidrio, efectivamente: una gran sanguijuela plana y llena de tentáculos, que cubría el rostro de Litve y la parte superior de su cuerpo como un amasijo leproso, en tanto que sus «miembros», dotados de múltiples articulaciones, lo envolvían y machacaban su cuerpo como si fueran innumerables pitones. Y entretanto los ojos de la inmundicia pulsátil miraban fijamente a Khuv mientras éste sentía que se ahogaba y agonizaba allí de pie en el pasadizo.
El lanzallamas de Litve cayó con un ruido ensordecedor. Khuv sabía que era el final, pero apuntó su arma y proyectó una llama cauterizadora hacia la espantosa obscenidad que se debatía en el suelo del magma. Lanzando gritos de rabia y de terror, lo quemó, lo quemó, lo quemó. Y no paró hasta que el corazón de su antorcha se volvió amarillo, comenzó a silbar y a crepitar y quedó sumido en silencio e incluso la luz piloto quedó extinguida.
Entonces volvió a oírse la carcajada de Agursky y, a través de los vapores y los humos, Khuv vio que se acercaba. Vio que iba aproximándose, cerrándose a su alrededor, con las manos extendidas, como si quisiera abarcarlo con sus brazos…
Khuv soltó el arma totalmente agotado, echó a correr y, tambaleándose, bajó alocadamente las escaleras que conducían al corazón del complejo y, una vez al pie de las mismas, pasó del rellano a los tableros que formaban el perímetro del anillo de Saturno. Agursky lo seguía a poca distancia, riendo como un loco, corriendo y persiguiéndolo inexorablemente. Khuv miró para atrás y lo vio: la imposible abertura de sus fauces, el espanto de sus dientes, amenazadores como dagas y cortantes como guadañas, alojadas en la caverna de su boca. Gritando como un loco, se encaminó directamente al Katushev que tenía más a su alcance.
—¡Mierda, mierda! —gritaba—. ¡Oh, Dios mío! ¡Madre de…!
De un salto se plantó en la plataforma del Katushev, se deslizó en la silla del artillero e hizo girar el cañón para apuntarlo directamente contra Agursky, que se había lanzado al galope tras él. Sin embargo, Khuv no tenía ni la más remota idea de qué había que hacer para disparar aquel artefacto.
Antes de que Agursky pudiera darle alcance, saltó de su asiento, atravesó el anillo y cruzó el puente que conducía directamente a la esfera. La electricidad estaba cortada y la puerta de la valla eléctrica abierta. Khuv la atravesó y llegó al lugar de los tablones carbonizados y ennegrecidos. El único camino que tenía ahora ante sí era la Puerta, siempre mejor que…
Se paró de pronto y levantó las manos ante él como para resguardarse de… algo que se le antojaba increíble, algo que parecía arrancado de la mente de un loco. Clavó los ojos en la esfera, unos ojos que parecían salírsele de las órbitas y que se habría dicho que iban a saltarle del rostro, más blanco que el de un muerto. Agursky vio lo que él y también se detuvo en su loca carrera. Y todavía había un tercer par de ojos que lo habían visto, unos ojos que lo estaban observando desde hacía ya algún tiempo.
Arriba, en el Centro de Control del Protector de Fallos, Viktor Luchov no quiso esperar más y conectó el interruptor. Había abierto las compuertas que conducían al infierno… no sólo porque sabía que tenía que hacerlo sino también por Khuv. Sí, por Khuv, que incluso ahora, con el rostro dirigido al monitor de TV de circuito cerrado, parecía implorarle que actuara de una vez.
—¡Hazlo! —le decía la cara del comandante, sin pronunciar palabra desde el centro de la pantalla—. ¡Por el amor de Dios, Viktor! Si sabes qué significa ser misericordioso, ¡hazlo de una vez!
Todo el Projekt quedó invadido por líquidos volátiles y de los rociadores comenzaron a salir fluidos pulverizados. A medida que el líquido fluía con más rapidez, las tuberías de plástico se cubrían de ampollas. El corazón de Perchorsk quedó inundado por millares de litros de materia que se convertía en vapor al entrar en contacto con el aire. Empujado por el peso del combustible en el enorme espacio y arrastrado hacia abajo por la fuerza de gravedad, saturó rápidamente el complejo y comenzó a salir a borbotones por una abertura en el propio núcleo.
El núcleo: el lugar donde ahora Agursky sabía que él estaba acabado y encerrado con Khuv, que iba a por él. Sin embargo, el comandante ya no se preocupaba de Agursky y sí únicamente de la cosa que se abría camino a través de la pantalla de la esfera, sólo de la monstruosidad nauseabunda y pulsátil, llena de ganchos, dientes y garras que tenía, como espantosa, enorme y terrible distorsión, ¡la cara de Karl Vyotsky!
Pero éste no era, no podía ser, el Vyotsky que había ido al otro mundo; era tan radicalmente diferente que su paso a través de la Puerta en dirección opuesta no había sido prohibido. Salió a medias, vio las figuras que estaban sobre el puente, se abalanzó sobre ellas y las devoró, pero al cabo de un momento también él era devorado. En algún punto, los mortíferos vapores se habían convertido en pura llama y ahora se producía un incendio que ya recorría todo el Projekt en una imparable reacción en cadena. En el lugar se iniciaron una serie de detonaciones y explosiones que eran como bombas.
Viktor Luchov, en medio de jadeos y casi desmayado por el esfuerzo, fue subido a través de la puerta de entrada y trasladado a la zona de maniobras del barranco, bajo la luz de las estrellas de una noche glacial. Con grandes prisas lo apartaron de las puertas gigantes, que al cabo de muy pocos momentos salieron despedidas por los aires igual que si fueran de chatarra. A través del pozo rugían las llamaradas que, igual que una cascada, se volcaban sobre las aguas de la presa, despidiendo nubes hirvientes de vapor.
Perchorsk había dejado de existir…
Desde los tiempos de su primera infancia, cuando no tenía más de ocho o nueve años, Harry Keogh conservaba el recuerdo de un mal sueño. Era un sueño repetitivo que lo había estado torturando a lo largo de muchas noches inacabables y que ni siquiera ahora —mejor dicho, especialmente ahora— había olvidado aún.
Dónde había podido originarse la idea era algo que no habría podido decir. Tal vez procediera de algún antiguo libro de medicina o de la mente de uno de sus amigos muertos hacía mucho tiempo…
Quizás había adquirido forma a través de un destello de precognición. Pero seguía recordándolo con todo detalle. Una sala alargada, unas paredes de ladrillo y unas pesadas mesas de madera colocadas de extremo a extremo; un hombre que agonizaba de hambre, tendido boca arriba y sujeto en la mesa del final, la cabeza sólidamente inmovilizada entre unos bloques de madera, una cincha de cuero atravesándole la frente para mantenérsela inclinada hacia atrás, las mandíbulas abiertas de par en par…
Allí estaba tumbado, consciente, esquelético, con el pecho moviéndose arriba y abajo y los brazos y piernas porfiando por soltarse de sus amarras, mientras unos hombres ataviados con largas batas blancas y una mujer provista de una hacha de hoja larga lo observaban y se intercambiaban signos de asentimiento con los labios apretados. Después los hombres (¿médicos, quizás?) haciéndose atrás y la mujer del hacha dejando el arma sobre la mesa más alejada del hombre en estado agónico. Su partida a través de una puerta arqueada y su regreso con una bandeja grande en la que había pescado putrefacto.