El origen del mal (71 page)

Read El origen del mal Online

Authors: Brian Lumley

BOOK: El origen del mal
2.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

El Perchorsk Projekt había sido siempre un lugar tétrico: sus niveles del magma siempre habían sido algo fantasmagórico, lugares que hacían revivir el pánico del accidente ocurrido en sus orígenes y siempre persistía el miedo de nuevas incursiones dantescas que pudiesen producirse a través de la Puerta. Pero, por lo menos, el horror latente del magma se había convertido en algo familiar y los peligros de la Puerta eran conocidos y apreciados. Ahora, sin embargo, lo totalmente desconocido había entrado en escena y en el Projekt había algo o alguien que andaba suelto y que atacaba para desaparecer después sin dejar rastro… y que además hasta ahora parecía invulnerable. No se trataba simplemente de pararle los pies, sino que lo primero que había que hacer era encontrarlo: desde la noche del triple asesinato las cosas habían ido de mal en peor.

Ahora, para cualquier persona forastera que entrase en Perchorsk por primera vez, el lugar era el reino de la locura absoluta. La salida principal estaba custodiada día y noche por media docena de hombres provistos de una amplia variedad de armas; la gente ya no iba sola de un sitio a otro, sino que se movía por parejas o de tres en tres; todos los rostros reflejaban una gran ansiedad, los ojos aparecían hundidos e inyectados en sangre y las expresiones eran taciturnas; todo el mundo era sensible al más pequeño ruido, que provocaba violentos e injustificados sobresaltos. En Perchorsk se había instalado el terror y no parecía haber manera de librarse de él.

Se había iniciado con las muertes de los hombres de la KGB Rublev y Roborov y el detector psíquico Leo Grenzel. ¡Sólo Dios sabía dónde terminaría todo aquello! Khuv volvió a pensar en toda la cadena de asesinatos ocurridos desde aquellos tres primeros.

El siguiente había sido un técnico de laboratorio, durante una avería eléctrica ocurrida a altas horas de la noche mientras estaba ordenando el laboratorio. Algo había penetrado en él en la oscuridad, le aplastó la tráquea dejándosela convertida en pulpa y le machacó la cara y la frente de un violento golpe. Era como si sobre él se hubiera abalanzado un gigantesco bulldog. Agursky era de la opinión de que debía de tratarse de algún loco armado con un instrumento contundente, posiblemente una prensa eléctrica procedente de los talleres.

A continuación le tocó el turno a un par de soldados que estaban libres de servicio y que, al abandonar el núcleo de la instalación y pasar a través de los niveles del magma, se habían encontrado con algo contra lo cual habían tenido que disparar. Los disparos habían sido perfectamente audibles, por supuesto, pero acto seguido se descubrieron los cadáveres de los dos soldados. Estaban degollados y sus cuerpos habían sido introducidos en uno de los agujeros del magma. Un examen previo reveló que debajo de la gran cantidad de escombros se habían roto muchos huesos y dislocado columnas vertebrales.

Después, en la penúltima noche, uno de los cuatro hombres que le quedaban a Khuv de la KGB desapareció y todavía no había sido localizado y ahora hacía justamente tres horas…

Éste había sido uno de los peores. El cuerpo de Klara Orlova, una física teórica que trabajaba en estrecha colaboración con el equipo de científicos de Luchov, había sido encontrado en uno de los pozos de ventilación que colgaban boca abajo de los cables de las poleas. También había sido degollada. Y al igual que en muchos de los demás casos, había muy poca sangre alrededor.

Khuv acababa de llegar al escenario de los hechos cuando fue solicitada su presencia inmediata en la habitación de Paul Savinkov, encargado de ejercer sus dotes telepáticas. La puerta, una hoja de madera ligera revestida de una fina plancha metálica, presentaba un agujero del tamaño de un puño y colgaba medio desprendida de sus goznes. Dentro de la habitación se encontraba Savinkov, hecho un ovillo en un rincón, igual que una muñeca rota. Pese a que la fractura de sus huesos debía de haber resonado igual que una serie de tiros, al parecer nadie había oído nada.

Sin embargo, por lo menos esta vez se había podido comprobar que el asesino era taimado a la vez que extraordinariamente fuerte y brutal. El cable del teléfono de Savinkov había sido cortado en la zona del pasillo. El asesino había querido asegurarse de que estaría incapacitado de pedir ayuda, lo que parecía probar la teoría de Vasily Agursky que decía que los asesinatos tenían que ser obra de un loco fuerte y astuto o, en cualquier caso, de un ser humano.

Ahora, sin embargo, era hora de que Khuv se preparase para desempeñar sus deberes en el Centro de Control del Protector de Fallos. Había dejado a Gustav Litve encargado de los nuevos casos y se fue a cambiar la ropa para el largo turno que le esperaba, turno que estaba a punto de comenzar en aquel momento.

Cuando ya se acercaban al Centro de Control del Protector de Fallos, Khuv y sus hombres oyeron unas pisadas tras ellos y, al volverse para ver de quién se trataba, vieron a Gustav Litve que llegaba corriendo. Con el rostro totalmente lívido, agitaba en la mano una hoja de papel, que tendió a Khuv.

—Camarada comandante —jadeó, acercándose un poco más—. ¡Ahí tienes! La he encontrado escondida en el respaldo del asiento de Savinkov.

La hoja de papel estaba un poco arrugada, por lo que Khuv la alisó poniéndola plana en la pared y observó las líneas temblorosas que figuraban en ella escritas a lápiz y que decían:

«He estado estudiando a todos los miembros del personal uno por uno. Ya lo habría hecho antes, pero Andrei Roborov lo había visto con sus propios ojos y lo que vio no era un ser humano. Así es que pensé que debía de tratarse de algo que había llegado aquí a través de la Puerta, algo que había pasado sin ser advertido. Pero después pensé: ¿cómo es posible que con todos los "espers" que tenemos no podamos localizar al intruso? A lo mejor es porque se protege psíquicamente o porque se esconde detrás de sus propias pantallas mentales. Sin embargo, si era capaz de hacer una cosa así, quería decir que yo podía detectar las protecciones que él utilizaba. Grenzel habría estado orgulloso de mí, porque yo lo había encontrado. Él lo habría hecho mejor que yo, por supuesto, y ésta es la razón de que le hubieran parado los pies. ¿Que cómo lo conseguí? Encontré una zona donde no había lecturas telepáticas y donde existía una poderosa interferencia psíquica: el depósito de cadáveres. Quise asegurarme para no fallar y descubrí que me había equivocado. Pero después tuve el mismo tipo de lectura en la zona de alojamiento, en la parte de los científicos. Fui estrechando el cerco. ¡Es Agursky! Guarda los cadáveres en el depósito. Debía de encontrarse allí la primera vez que hice la comprobación en el depósito y estaba en su habitación hace unos pocos minutos, porque he ido a comprobarlo. He tratado de ponerme en contacto con su mente… y me parece que me ha reconocido. Podéis tener la seguridad absoluta de que es lo que vio Roborov. Tengo el teléfono estropeado. Me parece que hay alguien fuera, porque se escucha…»

La nota había quedado interrumpida en este punto. Khuv volvió a leerla con los ojos muy abiertos, esta vez saltándose algunas palabras. Captaba el sentido sólo en parte, pero sentía que se le erizaba el vello de la espalda, que la sangre que corría por sus venas se transformaba en hielo, pero se obligó a saltar en dirección a la pesada puerta de metal del protector de seguridad, que golpeó con fuerza al tiempo que gritaba:

—¡Viktor, abre la puerta, por el amor de Dios!

El director Luchov estaba de servicio. Con los ojos enrojecidos se acercó a la puerta y la abrió, pero retrocedió aturdido cuando Khuv irrumpió en ella.

—En nombre de…, ¿qué pasa?

—¡Lee esto! —dijo Khuv tendiéndole la nota de Savinkov—. Parece la declaración de uno que sabe que va a morir. Las cosas están empezando a reconstruirse y a adquirir un monstruoso sentido. Da la impresión de que Savinkov dice que existe una conexión entre Vasily Agursky y esa cosa que tenía metida en el recipiente. Todavía no sé de qué se trata, pero me he propuesto descubrirlo. Y, ahora, escucha, Viktor: da las órdenes por teléfono. ¡Nada de alarmas, porque lo pondrían inmediatamente en guardia! Quiero que todo el mundo se ponga a buscar a Agursky. ¡Dios mío!, si es que hace semanas que me había dado cuenta que le estaba sucediendo algo raro…, desde…, desde…

Luchov clavó en él los ojos y dijo:

—¿Desde que estuvo enfermo? ¿Cuando lo encontraron en la habitación donde se guardaba la cosa? ¡Pobre Vasily, y a mí que siempre me había parecido un hombre inofensivo!

—Pues bien, de inofensivo ahora no tiene nada —le espetó Khuv—. Lo que hay que hacer ahora es encontrarlo. Da la orden enseguida: si alguien lo localiza, lo primero que tiene que hacer es retenerlo de la manera que sea. Y en caso de que no puedan sujetarlo, habrá que matarlo… igualmente, de la manera que sea.

Hizo salir a sus hombres de la habitación y llamó por encima del hombro.

—¡Que se formen grupos de tres, Viktor! Sobre todo que no se enfrente con él ningún hombre solo.

El depósito de cadáveres estaba situado fuera del gran corredor que formaba el perímetro por encima de los niveles del magma. Durante un tiempo se habían instalado en él a las víctimas del incidente de Perchorsk y también había servido de almacén para guardar cosas a baja temperatura, pero ahora volvía a ser utilizado como depósito de cadáveres. Agursky era el único que disponía de llave. Camino del lugar, Khuv y Litve se separaron de los otros dos hombres de la KGB; Litve se apoderó de uno de los lanzallamas del Projekt, colgado de una abrazadera en la pared, en tanto que el comandante se equipaba con una metralleta roma, que había arrebatado a un soldado que se la cedía de mala gana. Se dirigieron al laboratorio de Agursky y lo encontraron cerrado con llave y con la luz encendida, lo que indicaba que no había nadie. Lo mismo ocurrió en la habitación de Agursky, que Khuv abrió con una llave maestra. Agursky podía encontrarse en cualquier sitio del complejo, pero también tenían que examinar el depósito. Todos los cadáveres de los asesinatos estaban allí abajo, en hielo, donde se suponía que Agursky los había examinado.

Al núcleo no había llegado la voz de que estaba buscándose al hombre y los niveles del magma estaban tan silenciosos como siempre. Khuv y Litve echaron una ojeada abajo, hasta donde llegaban las luces y donde las paredes, cubiertas de galerías que parecían hechas por gusanos, adquirían extrañas formas, antes de girar por el breve pasillo recto que penetraba la sólida roca y terminaba en la puerta del depósito de cadáveres. Estaba cerrada con llave, pero no era una puerta de seguridad; las llaves de Khuv la abrieron. Tras abrir la hoja de par en par, penetraron en el interior y Litve encendió las luces. Sin embargo, éstas no funcionaron. Del techo bajo habían desaparecido todas las bombillas de sus casquillos.

Desde el pasillo llegaba un poco de luz. Khuv y Litve se quedaron junto a la puerta abierta, se miraron mutuamente y a continuación echaron una ojeada a las mesas que estaban arrimadas a la pared y a las cajas largas y estrechas colocadas sobre las mismas. Desde la parte trasera de la maquinaria instalada en el depósito llegaba un sonido lento y regular, como de respiración, que proyectaba aire frío que circulaba por la sala. Aparte de esto no se oía ningún otro sonido, no se veía ningún movimiento. Aquella habitación era un frigorífico gigante.

Litve cebó el lanzallamas y encendió la luz piloto, cuya luz azulada y vacilante proyectó las sombras hacia atrás.

—Comandante —dijo Litve con voz nerviosa que despertó ecos dormidos en la sala—, aquí no se esconde nadie. Ya podemos irnos.

Khuv apretó los codos contra el cuerpo, que se vio sacudido por un ligero temblor. Acto seguido se sopló la palma de la mano que tenía libre.

—Perfectamente —dijo—, pero no tengas tanta prisa.

Se dio lentamente la vuelta y se quedó un momento parado observando su aliento, que parecía formar un penacho de humo en el aire. A continuación pareció tranquilizarse un poquito.

—De acuerdo, iremos a… —y de nuevo calló y pareció que escuchaba con gran atención.

Al cabo de un instante preguntó:

—¿Has oído algo?

Litve se puso a escuchar y negó con la cabeza.

—Lo único que oigo es el bombeo de la maquinaria.

Khuv se dirigió a los ataúdes provisionales que estaban arrimados a la pared.

—Ya que estamos aquí —dijo— creo que sería una buena idea ver qué ha estado haciendo Vasily Agursky. Tú no lo conoces tan bien como yo.

Volvió a temblar, pero esta vez no de frío.

—Hace cosas extrañas con los muertos.

Con Litve a su lado, observó el interior del primer ataúd. En él yacía Klara Orlova, blanca como un cirio y totalmente desnuda. El corte que le abría la garganta de oreja a oreja parecía un pañuelo de terciopelo negro. Hasta resultaba erótico puesto en el cuello de una mujer… sólo que uno sabía que no era un pañuelo, sino una herida mortal.

Los dos hombres pasaron al ataúd siguiente. La cara retorcida de un soldado, que parecía proferir un silencioso grito, los contempló con fijeza. Khuv pensó que por lo menos habrían podido cerrarle los ojos.

El siguiente ataúd estaba vacío y, mientras Khuv seguía su inspección, Litve atravesó rápidamente la habitación y se dirigió a un ataúd colocado sobre una mesa aparte. Tenía la tapadera encima, pero mal ajustada, y Litve la colocó correctamente. Al lado de la sala donde se encontraba Khuv el ataúd siguiente contenía el segundo soldado, cuya cara estaba totalmente desfigurada, totalmente irreconocible. Todavía quedaban dos ataúdes más. Khuv prosiguió y…

Litve, desde el otro lado de la habitación, dijo con voz ahogada:

—¡Erich!

—¿Cómo? —dijo Khuv, que se acercó a grandes pasos hasta donde él estaba.

Litve parecía paralizado por el horror, pero razón no le faltaba, el hombre que estaba en el ataúd era Erich Bildarev, el desaparecido agente de la KGB. Estaba desnudo y, por supuesto, muerto. Tenía hundidas las costillas del costado del corazón, como si su cuerpo hubiera quedado atrapado en una trampa de osos. Khuv agarró a Litve por el brazo, más para buscar un apoyo que por otro motivo. Sentía que se le había acelerado la respiración, que formaba como un penacho de humo. Por fin consiguió decir con voz entrecortada:

—Ésta es la última prueba que necesitábamos. Savinkov tenía razón: Agursky es la persona que buscamos.

A continuación, desde el otro lado de la habitación, alguien… o algo, exclamó:

Other books

James and Dolley Madison by Bruce Chadwick
Plague Town by Dana Fredsti
Arthur Rex by Thomas Berger
Breathless by Anne Sward
Stands a Shadow by Buchanan, Col
Out of the Easy by Ruta Sepetys
The Madman Theory by Ellery Queen
Spin Control by Holly O'Dell