El nombre del Único (57 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El nombre del Único
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—Será mejor que nos saques de aquí, Tas —pidió Odila, a la que le castañeteaban los dientes y hablaba con dificultad.

—No puede —intervino Espejo, y, cosa extraña, el dragón parecía apático—. Este lugar se construyó como una prisión para dragones. Ha helado la magia en mi sangre, y dudo que la magia del ingenio funcione.

—¡Estamos atrapados aquí! —exclamó Gerard, hosco—. ¡Para morir congelados!

Tasslehoff se irguió. Aquél era un momento glorioso, y aunque había que reconocer que no daba la impresión de serlo ni él no notaba (había perdido toda la sensibilidad en los pies), sabía lo que hacía.

—Bien, veamos —empezó muy serio a la par que miraba a Gerard—. Hemos pasado muchas cosas juntos tú y yo. De no ser por mí no te encontrarías hoy aquí. Y puesto que estás —se apresuró a añadir antes de que el caballero pudiera responder—, sígueme.

Giró sobre sus talones con aire de arrojada confianza, dispuesto a seguir adelante aunque sin tener la menor idea de hacia dónde se dirigía.

—Al otro lado de la cresta —le susurró claramente una voz al oído.

—Al otro lado de la cresta —repitió en voz alta y, tras señalar el primer risco de rocas grises que vio, se encaminó en aquella dirección.

—¿Le seguimos? —preguntó Odila.

—Más nos vale no perderlo de vista —contestó Gerard.

Tas trepó entre las grises peñas, soltando piedras pequeñas que se deslizaban bajo sus pies y rodaban pendiente abajo rebotando a su espalda y obstaculizando seriamente el avance de Odila y Gerard que intentaban trepar tras él. El kender miró hacia atrás y vio que Espejo no se había movido. El Dragón Plateado seguía plantado en el mismo punto donde aterrizó, agitando las alas y sacudiendo la cola, seguramente para mantener el riego sanguíneo funcionando.

—No ve y lo hemos dejado solo —dijo Tas, aguijoneado por la culpabilidad—. ¡No te preocupes, Espejo! —gritó—. Volveremos a buscarte.

Espejo respondió algo que Tas no logró escuchar con claridad con todo ese ruido que Odila y Gerard hacían para esquivar las piedras que rodaban, pero le pareció entender: «La gloria de este momento te pertenece, kender. Estaré esperando».

«Eso es lo fantástico de los dragones —se dijo para sus adentros, sintiendo que lo inundaba una cálida sensación—. Siempre comprenden.»

Al coronar la cresta de la vertiente, miró hacia abajo y se quedó sin aliento.

Hasta donde alcanzaba la vista se veían dragones. Tasslehoff nunca había visto tantos juntos en un mismo lugar. Jamás habría imaginado que hubiera tantos Dragones Dorados y Plateados en el mundo.

Los reptiles dormían con el profundo sopor inducido por el frío. Estaban pegados unos a otros para buscar calor, cabezas y cuellos enroscados unos con otros, los cuerpos tendidos costado contra costado, las alas plegadas, las colas enroscadas en torno a su cuerpo o al de sus congéneres. La extraña luz que hacía que una continua sucesión de arco iris se deslizara por el muro de hielo robaba los colores a los dragones, dejándolos tan grises como los picos rocosos que los rodeaban.

—¿Están muertos? —preguntó Tas, con el corazón en un puño.

—No —dijo la voz en su oído—, duermen profundamente. Ese sopor los protege de la muerte.

—¿Cómo los despertamos?

—Tienes que echar abajo el muro de hielo.

—¿Y cómo lo hago? El cuchillo de Gerard se rompió al golpearlo.

—No es un arma lo que se necesita.

Tas meditó sobre eso y después comentó, dudoso:

—¿Puedo hacerlo yo?

—No lo sé —contestó la voz—. ¿Puedes?

—¡Por todo lo sagrado! —exclamó Gerard, que había llegado a lo alto del risco y estaba junto a Tas—. ¡Fijaos en eso!

Odila no dijo nada. Permaneció largos instantes mirando a los dragones y luego, de repente, se volvió y bajó a todo correr el risco.

—Voy a contárselo a Espejo —dijo mientras descendía.

—Creo que lo sabe —comentó el kender, que a continuación añadió en tono cortés—. Disculpa, tengo algo que hacer.

—Oh, no. ¡Tú no vas a ninguna parte! —gritó Gerard que alargó rápidamente la mano para sujetar a Tas por el cuello de la camisa.

Falló.

Tasslehoff se lanzó ladera abajo, completamente inclinado. La ascensión le había calentado los pies y ahora sentía los dedos —esenciales para correr—, y corrió como no había corrido en su vida. Sus pies apenas rozaban el suelo. Pisó una piedra suelta, lo que podría haberle hecho rodar cuesta abajo, pero no la tocó el tiempo suficiente para que pasara tal cosa. Realmente bajaba volando la cara del risco.

Se entregó por completo a la carrera, con el viento azotándole el rostro y haciéndole lagrimear los ojos, la boca abierta de par en par. Tragaba bocanadas del frío aire que chispeaba en su sangre. Oía gritos, pero las palabras no tenían significado alguno en el vuelo de su carrera. Corrió sin pensar en parar, sin medios para parar. Corrió directamente hacia el muro de hielo.

En plena excitación, Tas echó la cabeza atrás, abrió la boca y emitió un sonoro «¡¡iiaaaaaa!!» que no tenía más propósito que hacerlo sentirse bien. Con los brazos extendidos por completo, la boca abierta al máximo, chocó de lleno contra el muro de titilante hielo.

Gotitas de agua se precipitaron a su alrededor y, brillando con una radiante luz blanca, cayeron sobre su rostro levantado. Traspasó a todo correr la cortina de agua que había sido un muro de hielo y siguió corriendo, descontrolado, corriendo y corriendo alocadamente, y entonces vio lo que había ante él, casi a sus pies. La piedra gris acababa de golpe y no había nada abajo, salvo negrura.

Tas agitó los brazos en un intento de frenarse. Trató de controlar sus pies, pero éstos parecían tener voluntad propia, y el kender supo con certeza que iba a precipitarse por el borde.

«Mi último momento, pero glorioso», pensó.

Caía, y unas alas plateadas volaban sobre él. Sintió una garra asiendo el cuello de su camisa (no era una sensación nueva, porque parecía que siempre había alguien sujetándolo por el cuello de la camisa), sólo que esta vez era distinto. Casi una sensación bienvenida.

El kender colgó suspendido sobre la eternidad.

Jadeó buscando el aire que parecía haber desaparecido. Se sentía mareado y aturdido. Echó la cabeza hacia atrás y vio que colgaba de la garra de un Dragón Plateado, un dragón que tenía los ojos ciegos dirigidos hacia donde se encontraba él.

—Gracias a los dioses que no dejaste de gritar —dijo Espejo—, y gracias a los dioses que Gerard vio el peligro que corrías a tiempo de avisarme.

—¿Están libres? —preguntó, anhelante, Tasslehoff—. Los otros dragones, quiero decir.

—Lo están —contestó Espejo mientras viraba lentamente hacia lo que Tas divisaba ahora como una isla gris en medio de la oscuridad.

—¿Qué vais a hacer los otros dragones y tú? —quiso saber el kender, que empezaba a sentirse mejor ahora que veía suelo sólido bajo sus pies.

—Hablar.

—¡Hablar! —gimió Tasslehoff.

—No te preocupes —dijo Espejo—. Somos muy conscientes de que el tiempo apremia, pero hay preguntas que plantear y que responder antes de tomar una decisión. —Su voz se suavizó—. Han sido demasiados los que han sacrificado demasiado para que lo echemos a rodar por actuar con precipitación.

A Tas no le gustó cómo sonaba eso. Lo hacía sentirse muy, muy triste, e iba a preguntar a Espejo qué había querido decir, pero el dragón ya lo bajaba al suelo. Gerard cogió a Tas en sus brazos y, antes de soltarlo, lo abrazó muy fuerte. Tas tuvo que concentrarse en intentar respirar. Ahora que el hielo se había derretido, el aire era más cálido. Oía el batir de alas y voces de dragones, profundas y resonantes, llamándose entre sí en su lenguaje ancestral.

Se sentó en la roca gris y esperó a que la respiración recobrara el ritmo y que su corazón se diera cuenta de que había dejado de correr y que ya no tenía que latir tan deprisa. Odila se alejó con Espejo para servirle de guía, y al poco rato Tas escuchaba la voz del Plateado alzarse con júbilo al encontrar a sus compañeros. Gerard se quedó con él. No se puso a ir de un lado a otro, como siempre, escudriñando esto e investigando aquello. Permaneció de pie delante de Tas mirándolo intensamente, con una expresión muy peculiar en el semblante.

«A lo mejor tiene dolor de estómago», pensó Tasslehoff.

En cuanto a él, puesto que le faltaba resuello para hablar, pasó un rato pensando.

—Nunca lo había enfocado así —masculló.

—¿Qué has dicho? —preguntó Gerard, que se puso en cuclillas para ponerse a la altura del kender.

Tas tomó una decisión. Ahora ya podía hablar y sabía lo que tenía que decir.

—Voy a volver.

—Vamos a volver todos —comentó Gerard, que añadió tras echar una mirada exasperada a los dragones—. Con el tiempo.

—No, no me refiero a eso —dijo Tas, que tenía problemas con el nudo que se le había hecho en la garganta—. Me refiero a que voy a volver para morir. —Consiguió sonreír y se encogió de hombros—. Ya estoy muerto, ¿sabes?, así que no será un gran cambio.

—¿Estás seguro de eso, Tas? —preguntó Gerard mirando al kender con expresión seria.

Tas asintió con un enérgico cabeceo.

—«Hay demasiados que han sacrificado demasiado...» Es lo que dijo Espejo. Pensé en ello cuando caí por el borde del mundo. Si muero aquí, me dije, donde se supone que no tengo que morir, todo morirá conmigo. Y entonces ¿sabes qué pasó, Gerard? ¡Me asusté! Nunca me había asustado. —Sacudió la cabeza—. No de ese modo.

—Esa caída habría asustado a cualquiera —comentó el caballero.

—No fue la caída. Me asusté porque sabía que si todo moría, sería por mi culpa. Todos los sacrificios que había hecho todo el mundo a lo largo de la historia: Huma, Magius, Sturm Brightblade, Laurana, Raistlin... —Hizo una pausa y después añadió en voz queda—. Incluso lord Soth. E incontables personas más que nunca conoceré. Todo su sufrimiento sería en vano. Sus alegrías y triunfos se olvidarían.

»
¿Ves esa estrella roja? ¿Aquella de allí? —siguió Tasslehoff, señalando al cielo.

—Sí, la veo.

—Los kenders me contaron que la gente de la Quinta Era creía que Flint Fireforge vive en esa estrella. Que mantiene encendida su forja para que las personas recuerden la gloria de los viejos tiempos y que así tengan esperanza. ¿Crees que es verdad?

Gerard iba a decir que creía que la estrella sólo era una estrella y que era de todo punto imposible que un enano viviera en ella, pero entonces reparó en el semblante de Tas y cambió de idea.

—Sí, creo que es verdad.

Tas sonrió. Se puso de pie, se sacudió el polvo, se inspeccionó y se colocó bien ropas y saquillos. Después de todo, si Caos iba a pisarlo debía estar presentable.

—La estrella roja es la primera que pienso visitar. A Flint le alegrará verme. Supongo que se habrá sentido solo.

—¿Vas a ir ahora? —preguntó Gerard.

—«No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy» —dijo alegremente Tas—. Ése es un chiste sobre viajes en el tiempo —añadió mirando a Gerard—. Todos los que viajamos en el tiempo hacemos ese tipo de chistes. Tendrías que reírte.

—Supongo que no tengo muchas ganas. —Gerard puso la mano en el hombro de Tas—. Espejo tenía razón. Eres sabio, quizá la persona más sabia que conozco, y desde luego la más valerosa. Te respeto y te honro, Tasslehoff Burrfoot.

Gerard desenvainó la espada y saludó al kender del modo que un verdadero caballero saludaba a otro.

Un momento glorioso.

—Adiós —dijo Tasslehoff—. Que tus saquillos nunca estén vacíos.

Rebuscó en el suyo, sacó el ingenio de viajar en el tiempo, lo miró con admiración y pasó los dedos por las gemas que relucían más rutilantes de lo que recordaba haberlas visto brillar jamás. Lo acarició amorosamente y después, alzando la vista hacia la estrella roja, dijo:

—Estoy dispuesto.

* * *

—Los dragones han tomado finalmente una decisión. Están dispuestos a regresar a Krynn —anunció Odila—. Y quieren que vayamos con ellos. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está el kender? ¿Se te ha perdido otra vez?

Gerard se limpió la nariz y los ojos y recordó, sonriendo, todas las veces que había pensado que ojalá hubiera perdido de vista a Tasslehoff Burrfoot.

—No se ha perdido —contestó mientras alargaba la mano para tomar la de Odila—. Ya no.

En ese momento una voz de timbre agudo habló desde la oscuridad.

—¡Eh, Gerard, casi se me olvida! Cuando vuelvas a Solace, asegúrate de arreglar la cerradura de la tumba. Está rota.

43

Tasslehoff Burrfoot

La vida de Tasslehoff estaba compuesta de momentos gloriosos. Cierto, también los había habido malos, pero los gloriosos brillaban con tanta intensidad que su fulgor superaba los desdichados, haciendo que desaparecieran en los rincones más recónditos de la memoria. Nunca olvidaría los malos tiempos, pero ya no tenían el poder de hacerle daño. Sólo le causaban algo de tristeza.

El actual era uno de los momentos gloriosos, más que ningún otro anterior, y seguía mejorando, cada segundo que pasaba resplandecía más que el precedente.

Tas estaba cada vez más acostumbrado a viajar a través del espacio y del tiempo, y aunque seguía sintiéndose mareado y desorientado siempre que el ingenio lo dejaba caer en un destino, decidió que tal sensación, aunque no apropiada para experimentarla a diario, si representaba un excitante cambio. En esta ocasión, tras aterrizar y tambalearse un poco y preguntarse durante un angustioso segundo si iba a vomitar, el mareo pasó y el kender pudo mirar a su alrededor para observar el entorno.

Lo primero que vio fue un inmenso Dragón Plateado plantado justo a su lado. Los ojos del reptil presentaban una espantosa herida que los cruzaba de lado a lado, y Tas reconoció al hombre ciego que le había hablado en el Consejo de Caballeros. El dragón, como Tas, parecía haber cogido el pulso a viajar en el tiempo, ya que agitaba suavemente las alas y giraba la cabeza a uno y otro lado mientras husmeaba el aire y escuchaba. O viajar a través del tiempo no suponía una molestia para los dragones o estar ciego impedía que uno se mareara. Tas se preguntó cuál de las dos cosas sería y tomó nota mentalmente de preguntarlo en un paréntesis de los acontecimientos.

A sus otros dos compañeros no les iba tan bien, ni mucho menos. A Gerard no le había gustado el primer viaje, de modo que tenía excusa para que tampoco le hiciera gracia el segundo. Se tambaleaba y respiraba con dificultad.

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