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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (56 page)

BOOK: El nombre del Único
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—No —dijo Alhana. Se ciñó a sí misma con los brazos, apretó los dientes y, aunque sólo gracias a un gran esfuerzo de voluntad, se obligó a dejar de temblar—. No, seguiremos hacia Sanction. ¿No te das cuenta? Si ayudamos a los humanos a reconquistar Sanction, se sentirán en la obligación de liberar nuestra nación, de expulsar a los invasores.

—¿Y por qué iban a hacerlo? —inquirió secamente Gilthas—. ¿Qué razón podrían tener los humanos para morir por nosotros?

—¡Porque les ayudaremos a luchar por Sanction! —repuso Alhana.

—¿Haríamos tal cosa si vuestro hijo no estuviera prisionero tras las murallas de esa ciudad? —demandó Gilthas.

El color de la piel, de las mejillas, de los labios de Alhana era ceniciento. Sus oscuros ojos era lo único que parecía seguir vivos, y aun así estaban apagados.

—Los silvanestis marcharemos hacia Sanction —manifestó sin mirarlo, con la vista prendida en el sur, como si pudiese divisar su país perdido a través de las montañas—. Vosotros, los qualinestis, podéis hacer lo que queráis. —Se volvió y le dijo a Samar—. Convoca a los nuestros. He de hablar con ellos.

Después se alejó, muy erguida, con aire firme.

—¿Estás de acuerdo con eso? —preguntó Gilthas a Samar, que echó a andar tras la reina.

El elfo mayor le lanzó una mirada que podría haber sido una bofetada, y Gilthas comprendió que había cometido un error al preguntar. Alhana era la reina de Samar y su comandante. El elfo moriría antes que cuestionar cualquier decisión que ella tomara. Gilthas no recordaba haberse sentido jamás tan frustrado, tan impotente. Lo colmaba una ira abrasadora que no tenía válvula de escape.

—No tenemos nación —dijo mientras se volvía hacia Planchet—. Ninguna. Somos exiliados, un pueblo sin país. ¿Por qué no lo ve? ¿Por qué no lo entiende?

—Creo que sí lo entiende —repuso Planchet—. Para ella, atacar Sanction es la respuesta.

—La respuesta equivocada —afirmó Gilthas.

Los sanadores elfos habían acudido para atender a la mensajera y tratarle las heridas con hierbas y pociones; apartaron a
La Leona,
que se aproximó a ellos dos.

—¿Qué vamos a hacer?

—Marchar contra Sanction —respondió su esposo, sombrío—. ¿La mensajera tenía alguna noticia sobre los nuestros?

—Dijo que corrían rumores de que habían conseguido escapar de Silvanesti, de vuelta a las Praderas de Arenas.

—Donde no serán bien recibidos en absoluto. —Gilthas suspiró hondo—. El pueblo de las llanuras nos lo advirtió.

Se quedó callado, sumido en un tumulto interior. Anhelaba con todas sus fuerzas volver con su pueblo, y entonces comprendió que la rabia que sentía era contra sí mismo. Debió haber seguido su instinto, permanecer con su gente, no partir en esa campaña malhadada.

—También yo que equivoqué. Me opuse a tu consejo. Lo siento, esposo —dijo, arrepentida,
La Leona—
. Pero no te castigues por ello. No habrías podido frenar la invasión.

—Al menos ahora estaría con los míos —respondió amargamente—. Compartiendo sus problemas.

Se preguntó qué debía hacer. Ansiaba regresar, pero el camino sería duro y peligroso, y las probabilidades de conseguirlo yendo solo eran nulas. Si se llevaba a los guerreros qualinestis, dejaría muy reducidas las tropas de Alhana. También cabía la posibilidad de que su decisión provocara deserciones en las filas, ya que algunos silvanestis querrían sin duda regresar a sus hogares. Atravesaban un momento en el que los elfos necesitaban mantenerse unidos más que nunca.

En la retaguardia resonó un grito, y lo siguió otro, y otro más, avanzando a lo largo de la columna. Alhana se interrumpió en mitad de su discurso y se volvió a mirar. Ahora los gritos llegaban de todas direcciones, rodando sobre ellos, atronadores como las rocas de una avalancha.

—¡Ogros!

—¿En qué dirección? —preguntó
La Leona
a uno de sus exploradores.

—¡En todas! —le respondió a la par que señalaba.

La ruta había conducido a los elfos hacia una cañada flanqueada por escarpados riscos. De repente, mientras miraban, los riscos cobraron vida. Miles de figuras corpulentas surgieron a lo largo de las crestas de las paredes, contemplando desde arriba a los elfos y esperando en silencio la orden de iniciar la matanza.

42

El juicio

Los dioses de Krynn se reunieron de nuevo en consejo, los de la luz al lado opuesto de los de la oscuridad, como el día se encuentra opuesto a la noche, y los de la neutralidad repartidos de forma equitativa entre ambos. Los dioses de la magia permanecían juntos, y en medio de ellos se hallaba Raistlin Majere.

Paladine hizo un gesto con la cabeza y el mago se adelantó.

—He tenido éxito —dijo simplemente tras hacer una reverencia.

Todos los dioses lo miraron de hito en hito, mudos de asombro, excepto los de la magia, que intercambiaron una sonrisa, sus pensamientos en total armonía.

—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó finalmente Paladine.

—No fue una tarea fácil —repuso Raistlin—. Las corrientes de caos se arremolinan por el universo. La magia es casi ingobernable, caprichosa. No bien la tocaba, se deslizaba entre mis dedos. Cuando el kender utilizó el ingenio, conseguí agarrarlo y llevarlo de vuelta al pasado, donde los vientos del caos soplaban con menos ferocidad. Pude retener a Tas el tiempo suficiente para que fuera consciente de donde se hallaba antes de que la magia lo apartara bruscamente de mí y lo perdiera. Sin embargo, sabía donde buscarlo y, en consecuencia, la siguiente vez que usó el ingenio yo estaba preparado. Lo conduje a un tiempo que ambos reconocimos, y empezó a identificarme. Por último lo conduje al presente. Pasado y presente están ahora vinculados. Sólo hay que seguir uno y te conduce al otro.

—¿Qué ves? —preguntó Paladine a Zivilyn.

—Veo el mundo —repuso quedamente Zivilyn, los ojos húmedos por las lágrimas—. Veo el pasado, el presente y el futuro.

—¿Qué futuro? —inquirió Mishakal.

—El del camino que el mundo recorre ahora.

—Entonces ¿no es posible cambiarlo? —insistió Mishakal.

—Por supuesto que sí —intervino mordazmente Raistlin—. Aún es posible que todos dejemos de existir.

—¿Quieres decir que el maldito kender no ha muerto aún? —bramó Sargonnas.

—No. El poder de la reina Takhisis ha crecido y es inmenso. Si queréis que haya una esperanza de derrotarla, a Tasslehoff aún le queda por realizar una tarea importante con el ingenio de viajar en el tiempo. Si logra llevarla a cabo...

—... habrá que enviarlo al pasado para que muera —terminó la frase Sargonnas.

—Se le dará a elegir —le corrigió Paladine—. No se le obligará a volver en contra de su voluntad. Tiene libre albedrío, como todos los seres vivos de Krynn. No podemos negarle eso sólo porque nos convenga.

—¡Porque nos convenga! —bramó Sargonnas—. ¡Podría destruirnos!

—Tal es el riesgo que corremos por nuestros principios y creencias —argüyó Paladine—, de modo que así sea. Tu reina, Sargonnas, desdeñó el libre albedrío. Le resultaba más fácil gobernar esclavos. Te oponías en eso a ella. ¿Tus minotauros reverenciarían a un dios que los convierte en esclavos? ¿Un dios que les niega el derecho a decidir su propio destino, el derecho a encontrar el honor y la gloria?

—No, pero mis minotauros tienen sentido común. No son kenders sin seso —rezongó Sargonnas, mascullando entre dientes—. Eso nos plantea la siguiente cuestión, sin embargo. Siempre y cuando el kender no acabe con todos nosotros —lanzó una mirada torva a Paladine—, ¿qué castigo imponemos a la diosa cuyo nombre jamás volveré a pronunciar, la diosa que nos traicionó?

—Sólo puede haber uno —intervino Gilean, que puso la mano sobre el libro.

—¿Estamos todos de acuerdo? —Paladine miró en derredor.

—Siempre y cuando la balanza conserve el equilibrio —dijo Hiddukel, el guardián de la balanza.

Paladine miró a los dioses, uno por uno. Cada cual, a su vez, asintió con la cabeza. Por último, miró a su compañera, su amada Mishakal. Ella no asintió, sino que mantuvo inclinada la cabeza.

—Ha de ser así —dijo suavemente Paladine.

Mishakal alzó los ojos hacia él y miró larga y amorosamente los del dios. Después, a través de las lágrimas, asintió.

Paladine puso la mano sobre el libro.

—Que así se cumpla —dijo.

43

Tasslehoff Burrfoot

La vida de Tasslehoff estaba compuesta de momentos gloriosos. Cierto, también los había habido malos, pero los gloriosos brillaban con tanta intensidad que su fulgor superaba los desdichados, haciendo que desaparecieran en los rincones más recónditos de la memoria. Nunca olvidaría los malos tiempos, pero ya no tenían el poder de hacerle daño. Sólo le causaban algo de tristeza.

El actual era uno de los momentos gloriosos, más que ningún otro anterior, y seguía mejorando, cada segundo que pasaba resplandecía más que el precedente.

Tas estaba cada vez más acostumbrado a viajar a través del espacio y del tiempo, y aunque seguía sintiéndose mareado y desorientado siempre que el ingenio lo dejaba caer en un destino, decidió que tal sensación, aunque no apropiada para experimentarla a diario, si representaba un excitante cambio. En esta ocasión, tras aterrizar y tambalearse un poco y preguntarse durante un angustioso segundo si iba a vomitar, el mareo pasó y el kender pudo mirar a su alrededor para observar el entorno.

Lo primero que vio fue un inmenso Dragón Plateado plantado justo a su lado. Los ojos del reptil presentaban una espantosa herida que los cruzaba de lado a lado, y Tas reconoció al hombre ciego que le había hablado en el Consejo de Caballeros. El dragón, como Tas, parecía haber cogido el pulso a viajar en el tiempo, ya que agitaba suavemente las alas y giraba la cabeza a uno y otro lado mientras husmeaba el aire y escuchaba. O viajar a través del tiempo no suponía una molestia para los dragones o estar ciego impedía que uno se mareara. Tas se preguntó cuál de las dos cosas sería y tomó nota mentalmente de preguntarlo en un paréntesis de los acontecimientos.

A sus otros dos compañeros no les iba tan bien, ni mucho menos. A Gerard no le había gustado el primer viaje, de modo que tenía excusa para que tampoco le hiciera gracia el segundo. Se tambaleaba y respiraba con dificultad.

Odila tenía los ojos desorbitados y boqueaba, y a Tas le recordó un pobre pez que una vez encontró en su bolsillo. Ignoraba cómo había ido a parar allí el pez, aunque tenía la vaga idea de que alguien lo había perdido. Logró echar el pez al agua, donde, tras un momento de aturdimiento, se había alejado nadando. El pez había tenido el mismo aspecto que el que Odila tenía en ese instante.

—¿Dónde estamos? —jadeó mientras se aferraba a Gerard tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.

El caballero miró al kender con expresión severa. En realidad, todos lo miraban de ese modo.

—Exactamente donde se supone que tenemos que estar —respondió Tas con confianza—. Donde la Reina Oscura ha mantenido prisioneros a los Dragones Dorados y Plateados. —Cerró los dedos con fuerza en torno al ingenio y añadió en voz baja—. ¡Espero!

En contra de su intención, los demás oyeron esto último, lo que no hizo sino empeorar las cosas. Tas nunca había estado en un sitio como éste. A su alrededor todo era piedra gris hasta donde alcanzaba la vista. Rocas afiladas grises, rocas pulidas grises, enormes peñascos grises y pequeños guijarros grises. Montañas de roca gris y valles de la misma piedra gris. En lo alto, el cielo tenía el color más negro que jamás había visto, sin una sola estrella, y sin embargo lo bañaba una fría luz blanca. Más allá de las rocas grises, en el horizonte, brillaba una enorme muralla de hielo.

—Noto piedra bajo mis pies —dijo Espejo—, y no huelo vegetación, así que supongo que el lugar donde hemos aparecido es un terreno estéril y escabroso. No oigo sonidos de ninguna clase: ni olas rompiendo en la orilla, ni viento silbando entre los árboles, ni gritos de aves o animales terrestres. Percibo que es un lugar desolado, inhóspito.

—Eso lo resume bastante bien —dijo Gerard mientras se enjugaba el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Añade a esa descripción el hecho de que el cielo es negro como boca de lobo, que no hay sol y sin embargo hay luz, que el aire es más frío que el trasero de un troll y que este sitio parece estar rodeado por lo que semeja un muro de carámbanos, y tendrás el cuadro completo.

—Lo que Gerard no ha dicho —señaló Tas— es que la luz hace que el muro de hielo brille con toda clase de colores...

—¿Cómo las escamas de un dragón de muchos colores? —preguntó Espejo.

—¡Exacto! —exclamó el kender con entusiasmo—. Ahora que lo mencionas, es justo lo que parece. Resulta bonito en un modo frío y desagradable. En especial la forma en que cambian los colores cuando se los mira, desplazándose por la superficie helada...

—¡Oh, cierra el pico! —ordenó Gerard.

Tas suspiró para sus adentros. Aunque los humanos le gustaban, viajar con ellos restaba mucho del gozo que ello conllevaba.

El frío era intenso. Odila tiritó y se arrebujó en la túnica. Gerard caminó a pasos largos hacia la pared de hielo. No la tocó, sino que la escudriñó arriba y abajo. Luego desenvainó la daga y golpeó con la punta en la helada superficie.

La hoja se partió y Gerard dejó caer el arma rota al tiempo que mascullaba un juramento y se frotaba la mano entumecida, que después se puso en la axila para atenuar el dolor.

—¡Hace tanto frío que se ha roto la cuchilla! Sentí el helor a través del metal y penetrarme hasta los huesos. Todavía tengo la mano dormida.

—No sobreviviremos mucho aquí —dijo Odila—. Con este frío, los humanos moriremos y el kender también. No puedo hablar por ti, dragón.

Tas la miró agradecido de que lo hubiera incluido.

—En lo que a mí respecta —comentó Espejo—, mi especie es de sangre fría, así que se irá poniendo densa y produciéndome letargo. Pronto perderé la capacidad de volar e incluso de pensar con claridad.

—Y, aparte de ti —rezongó Gerard al tiempo que recorría con la mirada la yerma extensión en la que estaban—, no veo ningún dragón.

Tasslehoff tuvo que admitir que tenía frío y que esto le estaba provocando unas sensaciones muy raras en las puntas de los dedos de manos y pies. Pensó con nostalgia en el chaleco de pelo de oveja que poseyó antaño, y se preguntó qué habría sido de él. También se preguntó qué habría sido de los dragones, ya que estaba completamente seguro —bueno, relativamente seguro— de que ése era el lugar donde le habían dicho que los encontraría. Echó un vistazo debajo de algunas rocas grises sin resultado.

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