El monje (26 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

BOOK: El monje
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Apenas había tenido tiempo Lorenzo de leer estas líneas, cuando regresó Elvira. El haber dado libre curso a sus lágrimas la había aliviado, y su ánimo había recobrado su serenidad habitual.

—No tengo nada más que decir, señor —dijo—. Habéis oído mis temores, y mis motivos para rogaros que no repitáis vuestras visitas. He depositado toda mi confianza en vuestro honor. Estoy segura de que no me haréis ver que mi opinión ha sido en exceso favorable.

—Una pregunta más, señora, y os dejaré. Si el duque de Medina aprueba mi amor, ¿seguirían siendo mis requerimientos inaceptables para vos y para Antonia?

—Quiero ser sincera con vos, don Lorenzo: a pesar dé que hay muy pocas probabilidades de que esa unión tenga lugar, me temo que mi hija la desea demasiado ardientemente. Habéis causado tal impresión en su joven corazón, que me produce la más seria alarma. Para evitar que esta impresión se haga más fuerte, me veo obligada a declinar vuestro trato. En cuanto a mí, podéis estar seguro de que me alegraría poder situar a mi hija tan ventajosamente. Consciente de que mi constitución, desgastada por las penas y las enfermedades, me impide abrigar la esperanza de vivir mucho tiempo, tiemblo ante la idea de dejarla bajo la protección de un extraño. El marqués de las Cisternas es un completo desconocido para mí. Se casará. Su esposa puede mirar a Antonia con desagrado, y privarla de su único amigo. Si el duque, vuestro tío, diese su consentimiento, no dudéis que obtendríais también el mío y el de mi hija; pero sin el suyo, no esperéis el nuestro. En todo caso, cualesquiera que sean los pasos que deis, cualquiera que sea la decisión del duque, hasta que no la sepáis, permitid que os ruegue que no fortalezcáis con vuestra presencia la predisposición de Antonia. Si la sangre de vuestros parientes autoriza que la pidáis por esposa, mis puertas se os abrirán de par en par. Si la sanción os es adversa, conformaos con poseer mi estima y mi gratitud, pero recordad que no debemos vernos más.

Lorenzo prometió de mala gana conformarse con esta decisión. Pero añadió que esperaba no tardar en obtener el consentimiento que le daría el derecho de renovar sus visitas. Luego le explicó por qué el marqués no había ido en persona, y no tuvo temor alguno en confiarle la historia de su hermana. Concluyó diciendo que esperaba poner en libertad a Inés al día siguiente; y que tan pronto como los temores de don Raimundo a este respecto se apaciguasen, no perdería tiempo en ir a darle a doña Elvira seguridades sobre su amistad y protección.

La dama negó con la cabeza.

—Tiemblo por vuestra hermana —dijo—. He oído contar muchos detalles del carácter de la superiora de Santa Clara a una amiga que fue educada en el mismo convento que ella. Según me dijo, es orgullosa, inflexible, supersticiosa y vengativa. Después he oído que está obcecada con la idea de convertir su convento en el más regular de Madrid y no perdonar jamás aquellas imprudencias que puedan significar la más ligera mancha para su prestigio. Aunque naturalmente violenta y severa, cuando sus intereses lo requieren, sabe muy bien adoptar un aire bondadoso. No deja de probar todos los medios de persuadir a las jóvenes de alcurnia para que se hagan miembros de su comunidad. Es implacable cuando se irrita, y tiene demasiada osadía para retroceder ante las medidas más rigurosas para castigar a quien la ofende. Indudablemente, el hecho de que vuestra hermana abandone el convento lo considerará una deshonra para él. Echará mano de todos los recursos, con tal de evitar obedecer el mandato de Su Santidad, y me estremezco al pensar que doña Inés está en manos de una mujer tan peligrosa.

Lorenzo se levantó ahora para marcharse. Elvira le dio la mano al despedirse, y él se la besó respetuosamente; y diciéndole que esperaba obtener pronto el permiso para besar la de Antonia, regresó a su palacio. La dama quedó perfectamente satisfecha con la conversación sostenida. Veía con alegría la perspectiva de que Lorenzo se convirtiese en su yerno. Pero la prudencia le aconsejaba ocultarle a su hija las halagüeñas esperanzas que ella se atrevía ahora a albergar.

Apenas se hizo de día, se encaminó Lorenzo al convento de Santa Clara provisto del requerido mandato. Las monjas estaban en maitines. Aguardó impaciente la conclusión del oficio, y al final la priora apareció en la reja del locutorio. Pidió a Inés. La anciana dama replicó con aire triste que el estado de la pobre criatura se hacía más grave de hora en hora; que los médicos la habían desahuciado. Pero que habían declarado que la única posibilidad de recobrarse estaba en guardar reposo y no permitir la proximidad de aquellos cuya presencia pudiera inquietarla. Lorenzo no creyó una sola palabra de todo esto, como tampoco las ex—; presiones de pesar y afecto por Inés con que empedró su discurso. Al final, puso la bula del Papa en manos de la superiora e insistió en que, sana o enferma, había que dejarla libre sin demora.

La priora acogió el documento con aire de humildad. Pero no bien hubo echado una ojeada a su contenido, su resentimiento barrió todos los esfuerzos de la hipocresía. Una roja coloración se extendió por su rostro, al tiempo que lanzaba a Lorenzo una mirada de rabia y de amenaza.

—Esta orden es categórica —dijo con una voz enojada que se esforzaba en vano por disfrazar—. Bien quisiera obedecerla; pero, por desgracia, está fuera de mi alcance.

Lorenzo la interrumpió con una exclamación de sorpresa.

—Os lo repito, señor; está totalmente fuera de mis posibilidades obedecer esta orden. Por respeto a los tiernos sentimientos de un hermano, os habría comunicado la triste noticia poco a poco, y os habría preparado para oírla con entereza. Pero mi proyecto se ha venido abajo. Esta orden me manda entregaros a la hermana Inés sin demora; por tanto, me veo obligada a informaros sin rodeos que expiró el viernes pasado.

Lorenzo retrocedió con horror y palideció. Un instante de reflexión le convenció de que esta afirmación debía de ser falsa, y se serenó.

—¡Me estáis engañando! —dijo impetuosamente—; hace cinco minutos, me asegurabais que, aunque enferma, aún vivía. ¡Mostrádmela al instante! Debo y quiero verla, y de nada valdrá que intentéis ocultármela.

—Os propasáis, señor; debéis un respeto tanto a mi edad como a mi profesión. Vuestra hermana ha fallecido. Si os oculté su muerte al principio, fue por temor a que un suceso tan inesperado produjese en vos un efecto demasiado violento. En verdad que se me agradece muy mal mi atención. ¿Qué interés podría tener yo en retenerla? El saber que ella desea abandonar nuestra comunidad es motivo suficiente para desear que se marche y considerarla una deshonra para las hermanas de Santa Clara. Pero ella ha perdido mi afecto de una manera aún más culpable. Sus crímenes fueron grandes, y cuando conozcáis la causa de su muerte, sin duda os alegraréis, don Lorenzo, de que haya expirado la desdichada. Cayó enferma el jueves pasado al regreso de nuestra confesión en la capilla de los capuchinos. Su dolencia estuvo acompañada de extrañas circunstancias. Pero insistió en ocultar su causa. ¡Gracias a la Virgen, nosotras estuvimos muy lejos de sospechar qué era! Juzgad, pues, cuál no fue nuestra consternación, nuestro horror, cuando al día siguiente dio a luz un niño muerto, al que siguió inmediatamente a la tumba. ¡Cómo, señor! ¿Es posible que vuestro semblante no exprese sorpresa ni indignación? En ese caso, no necesitáis de mi compasión. No puedo deciros nada más, salvo repetir mi imposibilidad de obedecer las órdenes de Su Santidad. Inés ha fallecido, y para convenceros de que es cierto lo que digo, os juro por nuestro Salvador que hace tres días fue enterrada.

Aquí besó un pequeño crucifijo que colgaba de su cíngulo. Luego se levantó de la silla y abandonó el locutorio. Al retirarse, le dirigió a Lorenzo una sonrisa de desprecio.

—Adiós, señor —dijo—. No encuentro remedio a este accidente. Me temo que ni siquiera una segunda bula del Papa lograría la resurrección de vuestra hermana.

Lorenzo se retiró también, traspasado de dolor. Pero don Raimundo, al tener noticia de este suceso, pareció volverse loco. No quiso convencerse de que Inés estaba realmente muerta, y siguió insistiendo en que la tenían encerrada entre los muros de Santa Clara. Ningún argumento le hacía abandonar sus esperanzas de recobrarla. Día tras día, inventaba un nuevo plan para conseguir noticias de ella, todos con el mismo resultado.

Por su parte, Medina abandonó toda idea de volver a ver a su hermana. Sin embargo, creía que había muerto de manera poco clara. Convencido de esto, alentaba las averiguaciones de don Raimundo, dispuesto, si descubría él la menor sombra de sospecha, a tomar severa venganza de la insensible priora. La pérdida de su hermana le afectó sinceramente. Y no fue pequeño motivo de dolor el que el decoro le obligase a aplazar durante un tiempo hablar al duque de Antonia. Entretanto, sus emisarios sitiaban constantemente la puerta de Elvira. Tenía información de los movimientos de su amada. Como no dejaba de acudir todos los jueves al sermón de la catedral capuchina, estaba seguro de verla una vez a la semana, aunque, en cumplimiento de su promesa, se ocultaba para que ella no le viese. Así transcurrieron dos meses. Aún no habían logrado noticias de Inés. Todos menos el marqués creían que había muerto. Y fue entonces cuando decidió Lorenzo revelar sus sentimientos a su tío. Ya había hecho algunas alusiones a que quería casarse, las cuales habían tenido la favorable acogida que él podía esperar, y no abrigaba duda alguna sobre el éxito de su petición.

Capítulo III

While in each other's arms entranced They lay,

They blessed the night, and crust the coming day.

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Había pasado el momento de transporte: la concupiscencia de Ambrosio estaba satisfecha. Huyó el placer, y la vergüenza ocupó su puesto en su pecho. Confundido y aterrado por su debilidad, se apartó de los brazos de Matilde. Ante sí veía su propio perjurio. Pensó en la escena que acababa de desarrollarse, y tembló al imaginar las consecuencias si se descubriese. Miró el futuro con horror. Su corazón, colmado de saciedad y de hastío, se sentía desalentado. Evitó los ojos de su compañera de fragilidad. Reinó un melancólico silencio durante el cual los dos parecieron sumirse en desagradables sentimientos.

Matilde fue la primera en romperlo. Le cogió la mano dulcemente, y se la llevó a sus labios ardientes.

—¡Ambrosio! —murmuró con voz suave y temblorosa.

El abad se sobresaltó al oírla. Volvió los ojos hacia Matilde: los tenía llenos de lágrimas. Sus mejillas estaban cubiertas de rubor, y su mirada suplicante parecía solicitar su compasión.

—¡Mujer peligrosa! —dijo—. ¡En qué abismo de miseria me habéis hundido! ¡Si se llegase a descubrir vuestro sexo, mi honor, incluso mi vida, pagarían el placer de unos momentos! ¡Qué loco he sido al fiarme de vuestras seducciones! ¿Qué puede hacerse ahora? ¿Cómo podré expiar mi culpa? ¿Qué reparación puede obtener el perdón de mi crimen? ¡Desdichada Matilde, habéis destruido mi paz para siempre!

—¿A mí me hacéis esos reproches, Ambrosio? ¿A mí, que he sacrificado por vos los placeres del mundo, el lujo de la riqueza, la delicadeza del sexo, a mis amigos, mi fortuna y mi fama? ¿Qué habéis perdido vos, que yo haya conservado? ¿No he compartido
yo vuestra
culpa? ¿No habéis participado
vos
de
mi
placer? ¿Y digo culpa? ¿En qué consiste, si no es en la opinión de un mundo malintencionado? ¡Dejad que el mundo lo ignore, y nuestro goce se volverá divino e intachable! Lo antinatural son vuestros votos de celibato. El Hombre no ha sido creado para un estado así. ¡Si fuese el amor un crimen, Dios no lo habría hecho tan dulce, tan irresistible! ¡Así que disipad esas nubes de vuestra frente, Ambrosio mío! Gozad de estos placeres libremente, sin los cuales la vida es un don sin valor. ¡Dejad de reprocharme haberos enseñado lo que es la dicha, y sentid los mismos transportes que la mujer que os adora!

Mientras hablaba, los ojos de ella se llenaron de una deliciosa languidez. Su pecho se agitaba. Enlazó los brazos voluptuosamente alrededor de él, lo atrajo hacia sí y pegó sus labios a los de Ambrosio. Éste sintió otra vez el ardor del deseo. La suerte estaba echada. Ya había quebrantado sus votos; ya había cometido el crimen; ¿qué podía impedirle gozar de su recompensa? La apretó contra su pecho con redoblado ardor. Libre ya de la sensación de vergüenza, se entregó de lleno a la satisfacción de sus apetitos desenfrenados, mientras la hermosa cortesana ponía en práctica todas las invenciones de la lascivia, todos los refinamientos del arte del placer que podían elevar el goce de su posesión y hacer aún más exquisitos los transportes de su amante. Ambrosio paladeó delicias hasta entonces desconocidas para él. La noche huyó veloz, y la madrugada se ruborizó al sorprenderle aún en brazos de Matilde.

Embriagado de placer, el monje se levantó del lujurioso lecho de la sirena. Ya no sintió vergüenza de su incontinencia, ni temió la venganza de los cielos ofendidos. Su único temor fue que la muerte le robase los goces cuya apetencia no había hecho sino acrecentar su largo ayuno. Matilde estaba aún bajo la influencia del veneno, y el voluptuoso monje temió menos por la vida de su salvadora que por la de su concubina. Sin ella, no sería fácil encontrar otra amante con la que poder entregarse tan plenamente y sin peligro a sus pasiones. Así que la instó seriamente a que utilizase los medios de salvarse que ella había declarado poseer.

—¡Sí! —dijo Matilde—. Puesto que me habéis hecho sentir que la vida es valiosa, rescataré la mía a toda costa. Ningún peligro me arredrará. Quiero considerar las consecuencias de mi acción fríamente, y no me estremeceré ante los horrores que puedan presentar. Quiero pensar que mi sacrificio es un precio escaso para comprar vuestra posesión, y recordar que un momento pasado en vuestros brazos en
este
mundo compensa un siglo de castigos en el otro. Pero antes de dar este paso, Ambrosio, juradme solemnemente que jamás indagaréis por qué medios voy a salvar mi vida.

Ambrosio lo hizo de la manera más solemne.

—Gracias, mi bienamado. Esta precaución es necesaria, pues aunque no lo sabéis, estáis bajo el influjo de vulgares prejuicios. Los asuntos de los que me debo ocupar esta noche podrían asustaros por su singularidad y rebajarme ante vuestra opinión. Decidme: ¿tenéis la llave de la puerta de poniente del jardín?

—¿La puerta que da acceso al cementerio que tenemos en común con las hermanas de Santa Clara? No tengo la llave, pero puedo conseguirla fácilmente.

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