El monje (42 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

BOOK: El monje
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La indignación que despertó esta declaración fue tan violenta, que interrumpió el relato de Santa Úrsula. Cuando se aplacó el rumor, y reinó nuevamente el silencio en la asamblea, prosiguió su discurso, mientras, a cada palabra, el semblante de la superiora delataba terrores cada vez mayores.

—Se convocó a consejo a las doce monjas de más edad; yo estaba entre ellas. La priora describió con colores exagerados el pecado de Inés y no tuvo reparo alguno en proponer la puesta en vigor de esta regla casi olvidada. Para vergüenza de nuestro sexo hay que decir que, ya fuera porque era tan absoluta la voluntad de la superiora del convento, o porque los desengaños, la soledad y el sacrificio habían endurecido hasta ese punto sus corazones y les había agriado el carácter, el caso fue que la proposición se aprobó por nueve votos, de doce. Yo no estaba entre esas nueve. Tuve muchas ocasiones para convencerme de las virtudes de Inés, y la amaba y compadecía de la manera más sincera. Las madres Berta y Cornelia se unieron a mí. Opusimos la mayor resistencia posible, y la superiora se vio obligada a modificar su proyecto. A pesar de que la mayoría estaba a su favor, temió romper con nosotras abiertamente. Ella sabía que, apoyadas por la familia Medina, nuestras fuerzas serían demasiado poderosas para enfrentarse a ellas. Sabía también que, una vez encarcelada y dada por muerta Inés, si era descubierta, su ruina sería inevitable. Así que renunció a su plan, aunque de muy mala gana. Pidió unos días para meditar la clase de castigo que pudiera ser satisfactorio a toda la comunidad, y prometió que tan pronto como tomase una resolución volvería a convocar el mismo consejo. Transcurrieron dos días. La noche del tercer día se anunció que al siguiente se interrogaría a Inés, y que de acuerdo con su comportamiento en esa ocasión, se aumentaría o suavizaría su castigo.

»La noche anterior a este interrogatorio, fui en secreto a la celda de Inés a una hora en que suponía que las demás monjas estaban sumidas en profundo sueño. La consolé lo mejor que pude: le pedí que tuviese valor, le dije que confiara en la ayuda de sus amigas, y le enseñé determinadas señas, por las que yo pudiera decirle si debía contestar sí o no a las preguntas de la superiora. Consciente de que nuestra enemiga trataría de confundirla, atribularla e intimidarla, temí que cayese en alguna confesión que perjudicase sus intereses. Deseosa de mantener en secreto mi visita, abrevié mi entrevista con Inés. Le rogué que no dejase que su ánimo decayese. Mezclé mis lágrimas con las que le corrían a ella por sus mejillas, la abracé afectuosamente, y estaba a punto de retirarme, cuando oí un rumor de pasos que se acercaban a la celda. Retrocedí. Había un cortinaje que velaba un gran crucifijo, y me refugié tras él. Se abrió la puerta. Entró la priora seguida de otras cuatro monjas. Se acercaron al lecho de Inés. La priora le reprochó sus errores con los términos más agrios: le dijo que estaba decidida a librar al mundo y a ella misma de semejante monstruo, y le ordenó que se bebiese el contenido de una copa que le presentó una de las monjas. Consciente de las fatales propiedades del licor, y temblando de encontrarse al borde de la eternidad, la desventurada joven se esforzó en despertar los sentimientos de la superiora con las súplicas más conmovedoras. Imploró que le perdonase la vida con unos términos que podían haber ablandado el corazón de un demonio. Prometió someterse pacientemente a cualquier clase de castigo, a la vergüenza, el encarcelamiento y la tortura, ¡con tal que se le permitiese vivir! ¡Oh, que se la dejase vivir un mes más, o una semana, o un día! Su despiadada enemiga escuchó inconmovible sus lamentos: le dijo que al principio había tenido intención de perdonarle la vida, y que si ahora había cambiado de idea, tenía que agradecérselo a la oposición de sus amigos. Siguió insistiendo en que se bebiese el veneno, y le dijo que recurriese a la misericordia del Todopoderoso, no a la de ella, y le aseguró que dentro de una hora se encontraría entre los muertos. Viendo que era inútil suplicar a aquella mujer insensible, trató de saltar de su lecho y pedir auxilio: esperaba, al menos, si no podía escapar a la suerte que le anunciaban, tener testigos de la violencia que se cometía en ella. La priora adivinó sus intenciones, la cogió vigorosamente por el brazo y la echó nuevamente sobre la almohada. Al mismo tiempo sacó una daga y, colocándola sobre el pecho de la infortunada Inés, declaró que si daba un solo grito o vacilaba un solo instante en beber el veneno, le traspasaría el corazón en ese instante. Ya medio muerta de miedo, no fue capaz de ofrecer más resistencia. La monja se acercó con la copa fatal. La superiora la obligó a cogerla y beberse el contenido. Se tomó el licor, y quedó consumada la horrible acción. Entonces las monjas se sentaron alrededor de la cama: contestaron a sus gemidos con reproches; interrumpieron con sarcasmos sus plegarias, en las que encomendaban su alma a la misericordia; la amenazaban con la venganza del Cielo y la condenación eterna; le dijeron que desesperase de conseguir el perdón, y sembraron de espinas aún más agudas el doloroso lecho de su muerte. Tales fueron los sufrimientos de esta joven desventurada, hasta que el destino la libró de la malevolencia de sus atormentadoras. Expiró horrorizada del pasado y asustada del futuro; y sus agonías fueron tales que debieron de satisfacer ampliamente el odio y el deseo de venganza de sus enemigas. Tan pronto como su víctima expiró, se retiró la superiora, seguida de sus cómplices.

»Fue entonces cuando salí de mi escondite. No me atreví a asistir a mi desventurada amiga, consciente de que, de haber intentado alguna cosa, habría corrido la misma suerte. Estupefacta y aterrada más allá de toda expresión ante esta escena espantosa, apenas tuve fuerzas para llegar a mi celda. Al trasponer la puerta de la de Inés, me aventuré a mirar el lecho en el que yacía el cuerpo sin vida, ¡antes tan dulce y adorable! Murmuré una jaculatoria por su espíritu, y prometí vengar su suerte con la vergüenza y el castigo de sus asesinos. He mantenido mi promesa con peligro y dificultad. En el funeral de Inés, embargada por el dolor excesivo, se me escaparon unas palabras que alarmaron la culpable conciencia de la priora. Vigilaron cada una de mis acciones y espiaron cada uno de mis pasos. Constantemente me vi rodeada de espías. Transcurrió mucho tiempo antes de poder encontrar el medio de enviar a los parientes de la desdichada joven una advertencia de mi secreto. Se había dicho que Inés había expirado súbitamente. Esta explicación fue creída no sólo por sus amigos de Madrid, sino incluso por aquellas personas que la amaban dentro del convento. El veneno no había dejado ninguna huella en su cuerpo; nadie sospechó la verdadera causa de su muerte, que permaneció ignorada por todos, salvo por sus asesinos y por mí.

»No me queda nada más que decir. De cuanto he dicho, responderé con mi vida. Repito que la priora ha cometido asesinato; que ha eliminado de este mundo, y puede que del Cielo, a una desventurada cuyo delito era leve y venial; que ha abusado del poder confiado a sus manos, y que ha sido déspota, bárbara e hipócrita. También acuso a las cuatro monjas, Violante, Camila, Alix y Mariana, de ser cómplices e igualmente criminales.

Así terminó Santa Úrsula su relato, ante el horror y la sorpresa de todos los presentes; si bien cuando contó el inhumano asesinato de Inés, la indignación de la chusma se patentizó de forma tan audible que apenas fue posible oír su conclusión. Este tumulto aumentaba por momentos. Por último, una multitud de voces gritó que la superiora debía ser entregada a su furia. Don Ramírez se negó a ello enérgicamente. Incluso Lorenzo pidió al pueblo que recordase que no había sido sometida a ningún juicio, y aconsejó a todos que dejasen su castigo en manos de la Inquisición. Todas las protestas fueron inútiles: el tumulto se fue volviendo cada vez más violento, y el populacho más exasperado. En vano trató Ramírez de sacar a su prisionera de la muchedumbre. Allí hacia donde se volvía, una banda de alborotadores le cortaba el paso y reclamaba que se la entregasen con más insistencia. Ramírez ordenó a su escolta que abriese paso entre la multitud: oprimidos por el gentío, les era imposible sacar la espadas. Amenazó a la chusma con la venganza de la Inquisición; pero en ese momento de frenesí popular, incluso este nombre espantoso había perdido su efecto. Aunque el dolor por su hermana le hacía mirar con repugnancia a la abadesa, Lorenzo no podía evitar compadecer a una mujer en situación tan terrible; pero a pesar de todos sus esfuerzos, de los del duque, de don Ramírez y de los arqueros, la gente siguió presionando, se abrió paso a través de los guardianes que custodiaban a la víctima, la arrancaron de su protección, y procedieron a aplicarle la más sumaria y cruel venganza. Enloquecida de terror y apenas sin saber lo que decía, la desdichada pidió a gritos misericordia. Declaró que era inocente de la muerte de Inés, y que podía exculparse de la sospecha más allá de toda duda. Los alborotadores no querían otra cosa que saciar su bárbara venganza. Se negaron a escucharla, le lanzaron toda clase de insultos, la cubrieron de barro e inmundicia, y la llamaron con los más denigrantes calificativos. Se la arrebataban unos a otros, y cada nuevo atormentador era más salvaje que el otro. La ahogaban con sus aullidos y execraciones sin atender a sus gritos estremecidos de piedad; y la arrastraron por las calles, golpeándola y maltratándola, y haciéndola objeto de toda suerte de crueldades que el odio y la furia vengativa podía inventar. Por último, una piedra lanzada con mano certera le dio de lleno en la sien. Cayó al suelo cubierta de sangre, y unos minutos después terminaba su miserable existencia. Sin embargo, aunque ya no sentía los insultos de los alborotadores, éstos siguieron descargando su rabia impotente sobre su cuerpo sin vida. Lo golpearon, lo patearon y lo arrastraron, hasta que no fue ya más que una masa de carne informe, repugnante e imposible de identificar.

Incapaces de evitar la espantosa acción, Lorenzo y sus amigos la habían presenciado presos de un horror indecible. Pero abandonaron su forzada pasividad al oír que la chusma iba a atacar el convento de Santa Clara. El enardecido populacho, confundiendo a los inocentes con los culpables, había decidido sacrificar a todas las monjas de esa orden para saciar su furia, y no dejar piedra sobre piedra. Alarmados ante esta decisión, echaron a correr hacia el convento, dispuestos a defenderlo en lo posible, o al menos a rescatar a sus moradoras de la ira de los alborotadores. La mayoría de las monjas había huido, pero aún quedaban unas cuantas. Su situación era verdaderamente peligrosa. Sin embargo, como habían tomado la precaución de atrancar las puertas interiores, con ayuda de Lorenzo esperaban rechazar al populacho, hasta que don Ramírez regresase con refuerzos suficientes.

Desplazado unas calles más allá del convento por el primer tumulto, no llegó a sus puertas inmediatamente. Se abrió paso, pero la multitud le impedía acercarse a la entrada. Entretanto, el populacho asediaba el edificio con furia insistente: trataban de abrir brecha en las paredes, arrojaban antorchas encendidas a las ventanas, y juraban que cuando rompiese el día no quedaría viva una sola monja de Santa

Clara. Lorenzo había logrado avanzar a través de la multitud, cuando cedió una de las puertas. Los alborotadores entraron en riada en el edificio, y empezaron a descargar su venganza sobre cuanto encontraban a su paso. Destrozaban los muebles, desgarraban los cuadros, destruían las reliquias, y en su odio a la sierva olvidaban todo respeto a la santa. Algunos se dedicaron a buscar a las monjas, otros a derribar partes del convento, y otros a prender fuego a los cuadros y muebles valiosos que contenía. Estos últimos fueron los que provocaron la desolación más decisiva: en efecto, las consecuencias de su acción fueron más inmediatas que lo que ellos mismos hubieran esperado o deseado. Las llamas que se elevaban de los montones ardiendo prendieron en el edificio, que era viejo y seco, y el incendio se propagó con rapidez de aposento a aposento. Los muros se estremecieron bajo el efecto devorador de las llamas. Las columnas cedieron; los techos se derrumbaron sobre los alborotadores, aplastando a muchos de ellos bajo su peso. No se oían más que gritos y gemidos. Pronto quedó el convento envuelto en llamas, presentando todo un espectáculo de devastación y de horror.

Lorenzo estaba anonadado por haber sido la causa, aunque inocente, de tan espantoso desastre. Se esforzó en reparar su falta protegiendo a las desamparadas habitantes del convento. Entró con la multitud, y se dedicó a reprimir la furia, hasta que el súbito y alarmante progreso de las llamas le obligaron a protegerse. La gente ahora salía precipitadamente con la misma ansiedad con que antes había entrado. Pero agolpados en la entrada, se quedaron muchos sin poder pasar, pereciendo ante el rápido avance del fuego. La buena fortuna de Lorenzo le dirigió hacia una pequeña puerta del fondo de la capilla. El cerrojo estaba descorrido. Lo abrió, y se encontró en la entrada del sepulcro de Santa Clara.

Se detuvo a recobrar aliento. El duque y algunos de su escolta le habían seguido, por lo que, de momento, estaban a salvo. Se pusieron a deliberar qué dirección tomarían para escapar de este lugar caótico. Pero sus deliberaciones se vieron interrumpidas ante el espectáculo de las enormes llamas que se elevaron de los espesos arcos al derrumbarse y los alaridos de las monjas y los alborotadores, que se pisoteaban en la huida, y perecían en las llamas o aplastados bajo el peso de la mansión que se desmoronaba.

Lorenzo preguntó adónde conducía la verja. Le contestaron que al jardín de los capuchinos, y decidieron buscar una salida por allí. Así que alzó el duque la aldaba y pasó al cementerio contiguo. Los acompañantes le siguieron sin dilación. Lorenzo, que iba el último, y estaba a punto de abandonar el claustro, vio que la puerta del sepulcro se abría suavemente. Alguien se asomó, pero al ver a los desconocidos, profirió un grito, retrocedió, y huyó escalera abajo otra vez.

—¿Qué significa esto? —exclamó Lorenzo—. Aquí se oculta algún misterio. ¡Seguidme sin dilación!

Dicho esto, entró apresuradamente en el sepulcro, en persecución de la persona que huía. El duque no sabía por qué había dicho estas palabras, pero suponiendo que tenía sus razones para ello, le siguió sin vacilar; los demás hicieron lo mismo, y el grupo entero no tardó en llegar al pie de la escalera. Como la puerta de arriba había quedado abierta, las llamas vecinas arrojaban suficiente luz para permitirle a Lorenzo ver al fugitivo corriendo por los pasadizos de las bóvedas lejanas. Pero cuando dio la vuelta a un recodo, se quedó sin luz, sumiéndose en total oscuridad, y sólo pudo situar a quien huía por el eco de sus pasos. Los perseguidores se vieron ahora obligados a avanzar con precaución. Según podían juzgar, el fugitivo parecía haber aminorado también su paso, pues oían las pisadas más lentas. Finalmente, se desorientaron en un laberinto de pasadizos, y se dispersaron en varias direcciones. Movido por su deseo de aclarar este misterio, y penetrar en él por un impulso secreto e inexplicable, Lorenzo no hizo caso de esta circunstancia hasta que se encontró completamente solo. El ruido de pasos había cesado. Todo estaba en silencio a su alrededor, y no oía nada que le orientase en qué dirección había huido aquella persona. Se detuvo a reflexionar sobre qué medio valerse para proseguir su persecución. Estaba convencido de que ningún motivo normal había llevado al fugitivo a buscar un lugar tan tétrico a una hora tan poco usual. El grito que había proferido parecía de terror, y estaba convencido de que aquello entrañaba algún hecho misterioso. Tras unos minutos de vacilación, decidió proseguir, buscando el camino a tientas por las paredes del pasadizo. Llevaba ya algún tiempo andando de esta manera, cuando divisó a lo lejos un tenue resplandor. Guiado por él y con la espada desenvainada, dirigió sus pasos hacia el lugar de donde parecía provenir aquella luz.

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