El monje (44 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

BOOK: El monje
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Provenía de una pequeña lámpara colocada sobre un montón de piedras, cuyos débiles y melancólicos rayos, más que disipar, subrayaban los horrores de una estrecha y tenebrosa mazmorra abierta a un lado de la caverna; revelaba también otras celdas parecidas, pero cuya profundidad se hundía en las tinieblas. La luz jugaba fría sobre los muros mojados, cuya superficie devolvía débiles reflejos. Una niebla pestilente nublaba las alturas de la abovedada mazmorra. A medida que avanzaba Lorenzo sentía que un frío afilado le penetraba las venas. Los frecuentes gemidos le impulsaban a seguir adelante. Se dirigió hacia ellos, y a la luz parpadeante de la lámpara, vio en un rincón de este recinto abominable a una criatura acurrucada sobre un lecho de paja, tan desdichada, tan delgada, tan pálida, que dudó que fuese una mujer. Estaba medio desnuda: su cabellera larga y desgreñada caía en desorden sobre su rostro ocultándolo casi por entero. Un brazo descarnado colgaba descuidadamente sobre una andrajosa manta, que cubría sus miembros crispados y temblorosos. El otro rodeaba un pequeño bulto, que mantenía sujeto contra su pecho. Junto a ella yacía un gran rosario. Enfrente había un crucifijo, en el que ella tenía los ojos clavados, y a su lado había una cesta y una pequeña jarra de barro.

Lorenzo se detuvo: se quedó petrificado de horror. Contempló a aquella desventurada con repugnancia y piedad. Se estremeció ante el espectáculo. Sintió una angustia insoportable. Le flaquearon las fuerzas, y sus piernas parecieron negarse a sostenerle. Se vio obligado a apoyarse contra el muro que tenía a su lado, incapaz de avanzar ni de hablarle a la desventurada. Ésta dirigió una mirada hacia la escalera. El muro ocultaba a Lorenzo, y ella no le vio.

—¡No viene nadie! —murmuró al fin.

Su voz era cavernosa e insegura. Suspiró amargamente.

—¡No viene nadie! —repitió—. ¡No! ¡Me han olvidado! ¡No volverán más!

Calló un momento; luego, continuó lastimera:

—¡Dos días! ¡Dos largos, interminables días, sin comer! ¡Y sin esperanza ni consuelo! ¡Estúpida! ¡Cómo puedo desear prolongar una vida tan desdichada! ¡Pero, qué muerte! ¡Oh, Dios! ¡Acabar con una muerte así! ¡Prolongar los días en esta tortura! ¡Hasta ahora, no sabía qué era el hambre! ¡Ay, no! ¡No viene nadie! ¡No volverán ya más!

Guardó silencio. Se estremeció, y se echó la manta sobre sus hombros desnudos.

—¡Tengo mucho frío! ¡Aún no estoy acostumbrada a las humedades de esta mazmorra! Es extraño. Pero no importa. Cuanto más helada esté, menos lo sentiré. ¡Me quedaré fría, fría como tú!

Miró el bulto, que tenía pegado a su pecho. Se inclinó sobre él, y lo besó. Luego lo apartó impulsivamente, y se estremeció con repugnancia.

—¡Qué dulce era antes! ¡Qué hermoso habría sido, qué parecido a él! ¡Y lo he perdido para siempre! ¡Cómo ha cambiado en pocos días! ¡No debería volverlo a ver más! ¡Sin embargo, cuánto lo quiero! ¡Dios! ¡Cuánto! Olvidaré lo que es. Recordaré sólo lo que era, y lo querré igual, ¡como cuando era tan dulce, tan parecido a él! Yo creía que se me habían secado ya todas las lágrimas, pero aún me queda una.

Se enjugó los ojos con un mechón de sus cabellos. Alargó la mano hacia la jarra, y la alcanzó con dificultad. Lanzó una mirada inquisitiva y desesperanzada a su interior. Suspiró, y volvió a dejarla en el suelo.

—¡Completamente vacía! ¡Ni una gota! ¡No hay una sola gota con que refrescar mi paladar reseco! ¡Daría lo que fuese por un sorbo de agua! ¡Y son siervas de Dios las que me hacen sufrir así! ¡Se consideran santas, y me torturan como demonios! Crueles e insensibles, y son ellas las que me piden que me arrepienta. ¡Y son ellas las que me amenazan con la condenación eterna! ¡Señor, Señor! ¡Tú no piensas eso!

Fijó nuevamente los ojos en el crucifijo, cogió el rosario, y mientras pasaba las cuentas, el rápido movimiento de sus labios reveló que rezaba con fervor. Mientras escuchaba sus tristes lamentos, la sensibilidad de Lorenzo se iba sintiendo más violentamente afectada. La primera visión de semejante miseria había causado un profundo estupor. Pero pasado éste, avanzó hacia la cautiva. Ella oyó sus pasos, y profiriendo un grito de alegría, dejó caer el rosario.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —exclamó—. ¡Alguien viene!

Trató de levantarse, pero el esfuerzo no fue suficiente. Cayó hacia atrás, y se hundió nuevamente en el lecho de paja. Lorenzo oyó un ruido de pesadas cadenas. Se acercó aún más, mientras proseguía la prisionera.

—¿Sois Camila? ¡Por fin habéis venido! ¡Oh, ya era hora! Creía que me habíais olvidado; que me habíais dejado morir de hambre. ¡Dadme de beber, Camila, por piedad! Me siento desfallecer con este largo ayuno, y estoy tan débil que no me puedo levantar del suelo. ¡Mi buena Camila, dadme de beber, antes de que expire delante de vos!

Temeroso de que la sorpresa, en su enfebrecido estado, pudiera ser fatal, Lorenzo no sabía cómo hablarle.

—No soy Camila —dijo al fin, hablando con voz lenta y suave.

—¿Quién sois entonces? —replicó la prisionera—. ¿Alix, quizá, o Violante? La vista se me ha vuelto tan borrosa y débil que no distingo vuestro rostro. Pero quienquiera que seáis, si vuestro pecho es sensible a la más leve compasión, si no sois más cruel que los lobos y los tigres, apiadaos de mis sufrimientos. Sabéis que estoy muriendo por falta de alimento. Éste es el tercer día que mis labios han dejado de recibir comida alguna. ¿Me traéis algo? ¿O venís a anunciarme mi muerte, y el tiempo que me queda de agonía?

—Os equivocáis —replicó Lorenzo—; no soy ningún emisario de vuestra cruel priora. Siento piedad de vuestros sufrimientos, y vengo a libraros de ellos.

—¿A librarme de ellos? —repitió la cautiva—. ¿Habéis dicho a librarme de ellos?

Levantándose al mismo tiempo del suelo, y sosteniéndose con las manos, miró al desconocido con atención.

—¡Gran Dios! ¡No es una ilusión! ¡Un hombre! ¡Hablad! ¿Quién sois? ¿Qué os trae aquí? ¿Venís a salvarme, a devolverme la libertad, la vida y la luz? ¡Oh, hablad, hablad rápidamente, no vaya a alentar yo una esperanza cuyo desencanto me mataría!

—¡Tranquilizaos! —replicó Lorenzo con voz dulce y compasiva—. La superiora de cuya crueldad os quejáis ha pagado ya sus crímenes. Nada tenéis que temer de ella en adelante. Dentro de unos minutos estaréis en libertad, y en brazos de vuestros amigos, de quienes habéis sido arrancada. Confiad en mi protección. Dadme vuestra mano, y no temáis. Dejad que os guíe a donde recibiréis las atenciones que vuestro débil estado requiere.

—¡Oh! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —exclamó la prisionera con alborozo—. ¡Entonces hay un Dios, un Dios justo! ¡Aleluya, aleluya! ¡Respiraré una vez más aire fresco, y veré la luz gloriosa del sol! ¡Iré con vos! ¡Desconocido, iré con vos! ¡Oh, el Cielo os bendiga por apiadaros de esta desventurada! Pero esto debe venir conmigo también —añadió, señalando el pequeño envoltorio que aún apretaba contra el pecho—. No puedo separarme de él. Lo llevaré: convenceré al mundo de lo espantosas que son las moradas falsamente llamadas religiosas. Mi buen desconocido, dadme vuestra mano. Estoy desfallecida de hambre, sufrimiento y de enfermedad, y mis fuerzas me abandonan por completo. ¡Así, está bien!

Al inclinarse Lorenzo para levantarla, la luz de la lámpara dio de lleno en su rostro.

—¡Dios Todopoderoso! —exclamó ella—. ¿Es posible? ¡Esa cara! ¡Esos rasgos! ¡Oh! ¡Sí, es... es...!

Extendió los brazos para abrazarle. Pero su cuerpo debilitado fue incapaz de soportar las emociones que agitaban su pecho. Se desmayó, y una vez más se derrumbó en el lecho de paja.

Lorenzo se quedó sorprendido ante su última exclamación. Le pareció que había oído antes esas palabras, tal como las acababa de pronunciar aquella voz cavernosa, pero no pudo recordar dónde. Vio que en su peligrosa situación, era absolutamente necesario prestarle auxilios médicos, y se apresuró a sacarla de la mazmorra. Al principio se lo impidió una sólida cadena que ceñía el cuerpo de la prisionera y estaba fija en la pared vecina. Sin embargo, ayudada su fuerza natural por el ferviente deseo de liberar a la desventurada, no tardó en arrancar la argolla a la que estaba unida la cadena por el otro extremo. Luego cogió a la cautiva en brazos y se dirigió hacia la escalera. Los rayos de la lámpara de arriba, así como el murmullo de voces femeninas, guiaron sus pasos. Subió la escalera, y pocos minutos después alcanzaba la reja de hierro.

Las monjas, durante su ausencia, habían estado ansiosas de curiosidad y temor; y se sintieron igualmente sorprendidas y encantadas al verle surgir súbitamente de la caverna. Todas se conmovieron hondamente al ver a la miserable criatura que traía en brazos. Mientras las monjas, y Virginia en particular, se dedicaban a hacerla volver en sí, Lorenzo relató en pocas palabras cómo la había encontrado. Luego les explicó que el tumulto debía de haberse apaciguado, y que ahora podía llevarlas con sus amigos sin peligro. Todas estaban deseosas de abandonar el sepulcro. Sin embargo, para evitar cualquier posibilidad de que las asaltasen, pidieron a Lorenzo que saliese él solo primero, y viera si no había nadie. Accedió a esta petición. Elena se ofreció a guiarle a la escalera, y estaban a punto de separarse, cuando una fuerte luz surgió de varios pasadizos de los muros adyacentes. Al mismo tiempo oyeron pasos de gentes que se acercaban apresuradamente, y cuyo número parecía ser considerable. Las monjas se sintieron aterradas. Creyeron que había sido descubierto su refugio, y que los alborotadores habían entrado en su persecución. Dejando precipitadamente a la prisionera que permanecía insensible, rodearon a Lorenzo y suplicaron que las protegiera. Sólo Virginia olvidó su propio peligro, y se esforzaba en aliviar los sufrimientos de otra. Sostenía la cabeza de la cautiva sobre sus rodillas, mojaba sus sienes con agua de rosas, le calentaba las manos frías, y salpicaba su rostro con las lágrimas que la compasión le hacía derramar. Al aproximarse los desconocidos, Lorenzo disipó los temores de las suplicantes. Su nombre, pronunciado por numerosas voces, entre las que distinguió la del duque, resonó por las bóvedas, y ello le convenció de que le buscaban. Lo comunicó así a las monjas, que sintieron un inmenso alivio. Unos instantes después se confirmaban sus palabras. Aparecieron don Ramírez y el duque, seguidos de numerosos acompañantes con antorchas. Le habían estado buscando por la cripta para comunicarle que la chusma se había dispersado y que el tumulto había sido sofocado. Lorenzo contó una vez más, brevemente, su aventura en la caverna, y explicó la perentoria necesidad de asistencia médica que tenía la desconocida. Pidió al duque que se encargase de ella, así como de las monjas y pensionistas.

—En cuanto a mí —dijo—, otros cuidados reclaman mi atención. Mientras lleváis a estas damas con media docena, de arqueros a sus respectivas casas, quiero que me dejéis a mí otra media docena. Deseo examinar la caverna de abajo e inspeccionar los recintos más secretos del sepulcro. No descansaré hasta comprobar que esa desdichada víctima era la única que la superstición tenía encerrada en estos subterráneos.

El duque aprobó su decisión. Don Ramírez se ofreció a ayudarle en su inspección, y Lorenzo aceptó agradecido su proposición. Tras dar las gracias a Lorenzo, las monjas se pusieron bajo el cuidado de su tío, que las sacó del sepulcro. Virginia solicitó que dejasen a su cargo a la desventurada desconocida, y prometió avisar a Lorenzo cuando estuviese lo bastante recobrada para aceptar sus visitas. En verdad, hizo esta promesa más por propio interés que por el de Lorenzo o la cautiva. Había contemplado la cortesía de él, su nobleza e intrepidez, con sensible emoción. Deseaba sinceramente cultivar su amistad; y además de los sentimientos de piedad que la prisionera le inspiraba, esperaba que sus atenciones para con la infortunada la hiciesen merecedora de la estima de Lorenzo. No tuvo ocasión de preocuparse a este respecto. La bondad de que había dado muestras y el tierno interés que había manifestado por la cautiva le habían ganado un elevado lugar ante los ojos de él. Mientras se había ocupado de aliviar los sufrimientos de la prisionera, la naturaleza de sus atenciones la habían adornado con nuevos encantos, haciendo su belleza mil veces más interesante. Lorenzo la contempló con admiración y gozo: la veía como un ángel tutelar que había descendido en ayuda de la inocencia afligida; y su corazón no podría haber resistido sus atractivos, de no haber tenido presente el recuerdo de Antonia.

El duque llevó a las monjas sin percance a las moradas de sus respectivos amigos. La prisionera rescatada estaba aún sin conocimiento, y no daba otras señales de vida que algún ocasional gemido. Fue trasladada en una especie de camilla; Virginia, que estuvo constantemente a su lado, temía que el agotamiento por el prolongado ayuno, y el choque que suponía el repentino cambio del cautiverio y las tinieblas a la libertad y a la luz, fueran excesivos para su cuerpo. Lorenzo y don Ramírez se quedaron en el sepulcro. Tras deliberar sobre el plan a seguir, decidieron que, para evitar pérdidas de tiempo, debían dividir a los arqueros en dos grupos: con uno registraría don Ramírez la caverna, mientras que Lorenzo inspeccionaría con el otro los subterráneos más alejados. Acordado esto, y provistos de antorchas los seguidores, don Ramírez descendió a la caverna. Y había bajado ya algunos peldaños, cuando oyó que alguien se acercaba corriendo desde el interior del sepulcro. Sorprendido, salió de la caverna otra vez, precipitadamente.

—¿Oís pisadas? —dijo Lorenzo—. Vayamos hacia allá, de donde parecen venir.

En ese momento, un grito desgarrado y penetrante les hizo apresurar el paso.

—¡Auxilio! ¡Auxilio, por Dios! —gritó una voz, cuyo melodioso tono traspasó de terror el corazón de Lorenzo. Corrió hacia el grito como una centella, seguido de don Ramírez con igual celeridad.

Capítulo IV

Great Haven! How frail thy creature Man is made! How by himself insensibly betrayed! In our own strength unhappily secure, Too little cautious of the adverse power,

On pleasure's flowery brink we idly stray, Masters as yet of our returning way:

Till the strong gusts of raging passion rise, Till the dire Tempest mingles earth an skies And swift into the boundless Ocean borne, Our foolish confidence too late we mourn:

Round our devoted heads the billows beat

And from our troubled view the lessening lands retreat.

PRIOR

Durante todo este tiempo Ambrosio ignoró los espantosos sucesos que estaban ocurriendo tan cerca. La ejecución de sus planes respecto a Antonia tenía acaparados todos sus pensamientos. Hasta ahora se sentía satisfecho por el éxito que estaba teniendo. Antonia había tomado el narcótico, había sido enterrada en la cripta de Santa Clara, y la tenía enteramente a su merced. Matilde, muy familiarizada con la naturaleza y efectos de la adormecedora medicina, había calculado que su acción no cesaría hasta la madrugada siguiente. Ambrosio esperaba esa hora con impaciencia. La conmemoración de Santa Clara le ofrecía una ocasión propicia para consumar su crimen. Estaba seguro de que los frailes y las monjas tomarían parte en la procesión, no había temor de que le interrumpiesen, y esperaba que se le excusase de salir personalmente a la cabeza de los monjes. No dudaba que, al encontrarse lejos de toda ayuda, separada del mundo y totalmente en su poder, Antonia accedería a dar cumplimiento a sus deseos. El afecto que ella había manifestado siempre por él le confirmaba en esta convicción; pero decidió que, si se mostraba obstinada, no tendría en cuenta ninguna consideración que le impidiese gozar de ella. Seguro de no ser descubierto, no temía recurrir al empleo de la fuerza; y si sentía alguna repugnancia, no se debía a un impulso de vergüenza o compasión, sino a que experimentaba por Antonia el más sincero y ardiente afecto, y deseaba no deber sus favores más que a ella misma.

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