Read El misterioso Sr Brown Online
Authors: Agatha Christie
—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Es imposible! ¡Cinco años! ¡Piénselo! Niños que corretean y juegan, excursionistas, cientos de personas habrán pasado por aquí. ¡Existe una oportunidad contra cien de que aún siga aquí! ¡Desafía a la razón!
Además, le parecía imposible, quizá porque no podía creer en su propio éxito donde tantos otros habían fracasado. Era demasiado sencillo y, por lo tanto, no era posible. El agujero estaría vacío.
Julius lo miraba con una amplia sonrisa.
—Me parece que ahora está bien aturdido —exclamó con cierto regocijo—. ¡Bien, allá va! —Introdujo su mano en la cavidad, haciendo una mueca—. Es muy estrecha. La mano de Jane debe ser mucho más pequeña que la mía. No encuentro nada. No. Oiga, ¿qué es esto? ¡Aquí está! —Y sacó un pequeño envoltorio descolorido—. Tiene que ser el documento. Está cosido dentro del envoltorio impermeable. Sosténgalo mientras saco mi cortaplumas.
Lo increíble había ocurrido. Tommy sostuvo el envoltorio entre sus manos con ternura. ¡Habían triunfado!
—Es curioso —murmuró—, yo imaginé que las puntadas estarían rotas y parecen nuevas.
Las cortaron con sumo cuidado y quitaron la envoltura impermeable. En su interior encontraron una hoja de papel que desdoblaron con manos temblorosas. ¡Era una página en blanco! Se miraron extrañados.
—¿Será un engaño? —preguntó Julius—. ¿Acaso Danvers no fue más que un señuelo?
Tommy meneó la cabeza. Aquella solución no le satisfacía y de pronto su rostro se iluminó.
—¡Ya lo tengo! ¡Tinta simpática!
—¿Usted cree?
—De todas formas, vale la pena probarlo. Generalmente el calor la vuelve visible. Traiga algunas ramas. Haremos un fuego.
A los pocos minutos una pequeña hoguera de ramas y hojas ardía alegremente. Tommy mantuvo la hoja de papel cerca de la llama; el papel se curvó ligeramente por el calor, pero nada más.
De pronto Julius le asió del brazo, señalándole unos caracteres que iban apareciendo poco a poco.
—¡Bravo! ¡Hemos dado con él! Oiga, ha tenido usted una gran idea. A mí no se me hubiera ocurrido.
Tommy conservó el papel en la misma posición durante algunos minutos más, hasta que consideró que el calor habría realizado su trabajo. Momentos después lanzaba una exclamación.
En el centro de la hoja de papel y en letras de imprenta de color castaño se leía claramente:
SALUDOS DEL SEÑOR BROWN.
Durante unos instantes los dos se contemplaron con aire estúpido, aturdidos por la sorpresa. De manera inexplicable el señor Brown se había adelantado.
Tommy aceptó la derrota con calma, no así Julius.
—¿Cómo diablos ha podido llegar antes que nosotros? ¡Eso es lo que me pone fuera de mí!
—Eso explica que las puntadas fuesen tan nuevas —repuso Tommy—. Debimos haberlo adivinado.
—No importan esas malditas puntadas. ¿Cómo pudo llegar antes que nosotros? Es imposible que se nos adelantara. De todas formas, ¿cómo lo supo? ¿Usted cree que había un micrófono en la habitación de Jane? Yo imagino que debía haberlo.
Prevaleció el sentido común de Tommy, que formuló algunas conjeturas.
—No es fácil que supiera de antemano que iba a ir a esa clínica y mucho menos a qué habitación.
—Es cierto —admitió Julius—. Entonces una de las enfermeras debió espiar detrás de la puerta. ¿Qué le parece?
—De todas formas, no creo que importe —dijo Tommy contrariado—. Quizá lo encontrara hace meses y cambiara los papeles entonces. No, eso es imposible. Lo hubieran publicado enseguida.
—¡Segurísimo! No, alguien se nos ha adelantado hoy, pero lo que me intriga es cómo lo han sabido.
—Ojalá estuviera aquí Peel Edgerton.
—¿Por qué? —Julius lo miró extrañado—. El mal ya estaba hecho cuando llegamos.
—Sí... —Tommy vaciló sin saber cómo expresar sus sentimientos, con la absurda creencia de que el abogado, de haber estado allí, hubiese evitado la catástrofe. Sin embargo, se reafirmó en su punto de vista inicial—. De nada sirve discutir sobre cómo ha ocurrido. La partida ha terminado y hemos fracasado. Solo queda una cosa por hacer.
—¿Cuál es?
—Regresar a Londres lo antes posible para avisar al señor Carter. Ahora solo es cuestión de horas para que estalle el desastre. Pero de todas formas, debe saberlo.
Sabía que a Carter no le gustaban las intromisiones, pero Tommy no tenía otra opción que ponerle en antecedentes de su fracaso. Después su trabajo habría terminado. Tomó el tren correo del mediodía de regreso a Londres, en tanto que Julius prefirió pasar la noche en Holyhead.
Media hora después de su llegada, pálido y nervioso, Tommy se presentaba ante su jefe.
—He venido a informarlo, señor. He fracasado, fracasado rotundamente.
—¿Quiere decir que el documento...?
—Está en manos del señor Brown.
—¡Ah! —dijo Carter, sin inmutarse.
Su rostro no cambió de expresión aunque Tommy captó en sus ojos un relámpago de desesperación, lo cual evidenciaba de que ya no quedaba ninguna esperanza.
—Bien —dijo Carter tras un silencio—. Supongo que no vamos a ponernos de rodillas. Celebro saberlo definitivamente. Hemos hecho todo lo humanamente posible.
—¡Ya no hay esperanza y Brown lo sabe!
Esta frase fue pronunciada por Tommy con profundo sentimiento.
—No lo tome tan a pecho, muchacho —le dijo Carter en tono amable—. Ha hecho cuanto ha podido, pero su adversario es uno de los más formidables cerebros de este siglo. Y ha estado usted muy cerca del éxito. Recuérdelo.
—Gracias, señor. Es usted muy amable.
—La culpa es mía. Me lo he estado reprochando desde que escuché las otras noticias.
Su tono atrajo la atención de Tommy, que sintió nuevos temores.
—¿Hay algo más, señor?
—Me temo que sí —replicó Carter en tono grave mientras cogía una hoja de papel que había sobre su mesa.
—¿Tuppence?
—Lea usted mismo.
Las letras escritas a máquina bailaban ante sus ojos; describían un sombrerito verde, un abrigo con un pañuelo en uno de sus bolsillos marcado con las iniciales P.L.C.
Tommy miró interrogativamente a Carter.
—Aparecieron en la costa de Yorkshire, cerca de Ebury —le dijo—. Me temo que ha sido víctima de un atentado.
—¡Dios mío! —exclamó Tommy—. ¡Tuppence! Esos diablos... No descansaré hasta haber acabado con ellos. ¡Los perseguiré! Los...
La compasión que reflejaba el rostro de Carter lo detuvo.
—Sé lo que siente, mi pobre amigo. Pero no va a servirle de nada. Gastará su energía inútilmente. Tal vez le parezca algo duro, pero mi consejo es este: contenga su ímpetu. El tiempo todo lo cura y acabará por olvidar.
—¿Olvidar a Tuppence? ¡Nunca!
—Eso piensa usted ahora —Carter meneó la cabeza—. Bueno, yo tampoco puedo soportar la idea. ¡Esa muchacha tan valiente! Lo siento mucho... muchísimo.
Tommy se rehizo con esfuerzo.
—Lo estoy entreteniendo, señor. No tiene por qué reprocharse nada. Fuimos un par de tontos al acometer semejante empresa. Usted ya nos lo advirtió. Pero hubiera preferido ser yo la víctima. Adiós, señor.
De nuevo en el Ritz, Tommy fue recogiendo mecánicamente sus pocas pertenencias, ya que sus pensamientos estaban muy lejos. No asimilaba la tragedia que se había introducido en su tranquila existencia. ¡Con lo que él y Tuppence se habían divertido juntos! Y ahora... ¡Oh, no podía creerlo! No podía ser cierto. ¡Tuppence muerta! La pequeña Tuppence, rebosante de vida. Era un sueño, una horrible pesadilla, pero nada más.
Le trajeron una nota: unas breves palabras de simpatía de Peel Edgerton, que había leído la noticia en los periódicos, en los que aparecía bajo un gran titular: SE TEME QUE HAYA MUERTO AHOGADA UNA EX AUXILIAR FEMENINA. La carta terminaba con el ofrecimiento de un empleo en un rancho de Argentina, donde sir James tenía intereses considerables.
—¡Qué amable! —musitó Tommy al dejarla sobre la mesa.
Se abrió la puerta y entró Julius con su habitual violencia y un periódico en la mano.
—Oiga, ¿qué significa esto? Parece que han publicado una noticia falsa sobre Tuppence.
—Es cierta —dijo Tommy sin alterarse.
—¿Quiere decir que la han asesinado?
Tommy asintió.
—Supongo que, al apoderarse del documento, ella ya no les servía de nada y la eliminaron por miedo a dejarla en libertad.
—Bueno, que me ahorquen —exclamó Julius—. La pequeña Tuppence... la muchacha más valiente del mundo...
Algo pareció romperse de pronto en el interior de Tommy, que se puso en pie.
—¡Oh, márchese! ¡A usted no le importaba de verdad! Le pidió que se casara con usted con su eterna sangre fría, pero yo la amaba. Hubiera dado mi vida por evitarle el menor, daño y hubiese dejado que se casara con usted sin pronunciar palabra, porque no podía ofrecerle lo que ella se merecía. Yo solo soy un pobre diablo sin un céntimo. ¡Pero no hubiera sido porque no me importase!
—Escúcheme... —empezó a decir Julius.
—¡Oh, váyase al diablo! No soporto que venga aquí a hablarme de «la pequeña Tuppence». Vaya y cuide de su prima. ¡Tuppence me pertenece! Siempre la he querido, desde que jugábamos siendo niños y cuando crecimos la quise igual.
Nunca olvidaré cuando yo estaba en el hospital y la vi aparecer con aquel delantal y la ridícula cofia. Era como un milagro vestida de enfermera... la muchacha que amaba.
Julius lo interrumpió.
—¡Vestida de enfermera! ¡Ya lo tengo! ¡Debo ir a Colney Hatch! Juraría que también he visto a Jane vestida de enfermera. ¡Y eso es imposible! No. ¡Ya lo tengo! Fue a ella a quien vi hablando con Whittington en la clínica de Bournemouth. ¡Y no era una paciente, sino una enfermera!
—Me atrevo a decir —dijo Tommy, enfadado— que probablemente ha estado con ellos desde el principio. No me extrañaría que hubiese sido ella quien robara a Danvers esos papeles para empezar.
—¡Que me ahorquen si lo hizo! —gritó Julius—. Es mi prima y tan patriota como la que más.
—¡No me importa en absoluto lo que sea, pero salga de aquí! —replicó Tommy, también a voz en grito.
Los dos jóvenes estaban a punto de llegar a las manos, cuando de pronto el furor de Julius se apaciguó como por arte de magia.
—De acuerdo —dijo con calma—. Ya me marcho. No le reprocho nada de lo que me ha dicho. Ha sido una suerte que lo dijera. He sido el ciego más estúpido imaginable. Cálmese —Tommy había hecho un gesto de impaciencia—. Ahora me marcho y, por si le interesa saberlo, a la estación North Western.
—No me importa en absoluto adonde vaya —gruñó Tommy.
En cuanto la puerta se cerró detrás de Julius, volvió a ocuparse de su equipaje.
—Listo —murmuró y llamó para que le vinieran a recoger las maletas—. Baje mi equipaje —le ordenó al botones.
—Sí, señor. ¿Se marcha el señor?
—Sí, al diablo —replicó sin preocuparle los sentimientos de los demás.
No obstante, el empleado le respondió con amabilidad:
—Bien, señor. ¿Quiere que avise un taxi?
Tommy asintió: ¿Adonde iba? No tenía la más ligera idea. Aparte de la determinación de acabar con el señor Brown, no tenía plan alguno. Releyó la carta de sir James. Vengaría a Tuppence. No obstante, Edgerton era muy amable.
Supongo que será mejor que le conteste. Se acercó a una mesa dispuesta a este efecto. Con la acostumbrada perversidad de todos los hoteles, había muchos sobres, pero ninguna hoja de papel. Llamó y nadie acudió. Tommy maldijo aquel retraso, pero entonces recordó que había papel de carta en la sala de Julius y, como el norteamericano le había anunciado su partida inmediata, no volverían a encontrarse. Además, no le hubiera importado. Empezaba a avergonzarse de las cosas que le había dicho.
¡Oh! Julius se lo había tomado muy bien y si lo encontraba se disculparía.
La habitación estaba desierta. Tommy se dirigió al escritorio y abrió el cajón central. Le llamó la atención una fotografía que había en su interior y, por un momento, quedó como clavado en el suelo. Luego la cogió, cerró el cajón, se dirigió a una butaca y se sentó con la fotografía en la mano para contemplarla.
¿Qué diablos hacía la fotografía de la francesita Annette en el escritorio de Julius Hersheimmer?
El primer ministro tamborileó con dedos nerviosos sobre su escritorio. Su rostro denotaba cansancio y desánimo al proseguir la conversación que sostenía con Carter en el punto en que fue interrumpida.
—No lo comprendo. ¿De verdad cree que las cosas, después de todo, no han llegado a un extremo desesperado?
—Eso piensa ese muchacho.
—Volvamos a leer su carta.
Carter se la entregó. Estaba escrita con una caligrafía infantil:
Querido señor Carter:
He descubierto algo que me ha sorprendido. Claro que tal vez no tenga importancia, pero no lo creo. Si mis conclusiones son acertadas, la chica de Manchester era una impostora. Todo fue planeado de antemano, así como lo del maldito paquete, con el objeto de hacernos creer que el juego había terminado; por lo tanto, creo que debíamos de estar muy cerca de la verdadera pista.
Creo saber quién es la verdadera Jane Finn y también tengo una idea de dónde puede estar el documento. Claro que esto último es solo una corazonada, pero tengo el presentimiento de que acertaré. De todas formas, lo incluyo en un sobre lacrado por si hiciera falta. Le ruego que no lo abra hasta el último momento, es decir, a las doce de la noche del día 28. Lo comprenderá enseguida. Verá, he deducido que lo de Tuppence es también falso y que está tan viva como yo. Mis razonamientos son estos: como última oportunidad, dejarán escapar a Jane Finn con la esperanza de que haya estado fingiendo haber perdido la memoria y, que una vez se vea libre, vaya directamente al lugar donde lo escondió. Claro que corren un gran riesgo, ya que ella conoce todos los secretos, pero están desesperados por apoderarse del documento. No obstante, si descubrían que el documento está en nuestro poder, esas dos jóvenes no tendrían ni una hora de vida. Debo intentar rescatar a Tuppence antes de que Jane escape.
Deseo una copia del telegrama que le fue enviado a Tuppence al Ritz. Sir James Peel Edgerton dijo que usted podría proporcionármelo. Es muy inteligente.
Una cosa más: por favor, haga que vigilen la casa del Soho día y noche.
Suyo afectísimo,
T. BERESFORD