Nuestros invitados se quedaron a dormir aquella noche, pero yo no volví a verlos, y permanecí en la habitación hasta que se marcharon al día siguiente. Yo tenía la intención de contarle mi sueño a Ada, aunque no el episodio de sonambulismo, pero cualquier pensamiento al respecto quedó apartado de mi cabeza cuando llegó un telegrama de mi madre. Sólo eran dos palabras: «Regresa inmediatamente». Supe al instante que tendría que desobedecerla y le supliqué a Ada que me permitiera dejar todas mis cosas en la rectoría y volver aquella misma tarde, si había trenes de regreso.
—Pero, entonces, nos estaremos enfrentando abiertamente a ella —dijo Ada—, y puede escribir al obispo. Sus acusaciones no necesitan ser ciertas para que George pierda su puesto…
—Entonces… debo encontrar un modo de detenerla —dije—. Lo que más teme del mundo es perder a Arthur Carstairs. Y no importa lo que ocurra, jamás volveré a vivir con ella; si no puedo quedarme contigo, buscaré un trabajo. Preferiría ser camarera a volver a vivir con mamá…
—No sabes lo que estás diciendo —dijo Ada—. Pero… por supuesto, puedes volver aquí, con nosotros. Quizá no sea todo tan malo como temes…
En el camino hacia Londres intenté imaginar cada posible amenaza que mamá podría emplear, y pensé algunas respuestas adecuadas. Pero cuando el coche de punto subió por Highgate Hill, aún me sentía absolutamente incapaz de afrontar aquella terrible situación. También me di cuenta de que, aunque Highgate era un lugar precioso, ya no era mi hogar. Pensé en mi padre, tendido en su tumba unos cientos de yardas más allá… aunque, por supuesto, él no estaba allí: sólo sus restos mortales… pero si papá no había dejado de ser, simplemente… ¿dónde estaba su espíritu? Todo aquello me recordó mis visiones y el hecho de que la última noche había caminado en sueños: era la primera vez después de muchos meses. También me recordó la amenaza de mi madre, que prometió encerrarme… Hasta que finalmente me bajé frente a aquella puerta pintada de negro que me resultaba tan familiar. Temblaba tanto que a duras penas podía mantenerme en pie.
Una doncella que yo no había visto jamás me hizo pasar, y avanzamos hasta el salón que hay al final del pasillo, donde estaba sentada mi madre. No me habló, pero me señaló una silla que estaba delante de ella, como si yo fuera una niña mala que debe recibir un castigo. Mi madre llevaba un vestido de crepé, así que durante un instante me pregunté si algún familiar se habría muerto, y su pelo gris estaba estirado incluso más hacia atrás de lo que era habitual, consiguiendo que los huesos de su rostro sobresalieran aún más bajo su piel estirada. Cuando la doncella se fue y cerró la puerta tras ella, vi que mi madre sujetaba mi carta entre el índice y el pulgar de su mano izquierda.
—¿Debo entender que estás absolutamente decidida a ser nuestra ruina? —dijo, ondeando débilmente la carta con los dos dedos, como si el mero hecho de tocarla le resultara repugnante.
—No, mamá…
—Entonces, ¿es que te has vuelto loca de repente?
—No, mamá…
—Entonces, definitivamente
has decidido
arruinarnos la vida. Ese… ese Ravenscroft… ¿dónde lo has encontrado?
—En Orford, mamá. Estaba pintando…
—No me interesa nada la pintura. Sólo me interesa saber cómo es posible que el señor Woodward haya podido permitir que esta desgraciada relación se haya producido. Ha incumplido vergonzosamente con su deber, y escribiré al señor obispo para decirle que…
—Mamá, es lo más…
—¡No me interrumpas! Quiero saber dónde y cómo te has encontrado con ese libertino y quién le permitió seducirte.
—Edward no es un libertino, mamá, y no me ha seducido… Es un caballero respetable.
—Creía que me habías dicho que era un artista.
—Sí, mamá, es muy bueno…
—Muy bueno, ¡naturalmente! ¡Por supuesto que es un libertino! ¡Un libertino que se ha aprovechado de los caprichos de una niña egoísta y testaruda! Esto es una enajenación mental, como dijo el doctor Stevenson. Debería haberte encerrado antes de que nos deshonraras. Ahora, escúchame: por supuesto, no habrá boda. Te prohíbo mantener en el futuro cualquier comunicación con ese Ravenscroft, y desde luego, no puedes volver a casa del señor Woodward. El doctor Stevenson te examinará mañana, y entonces veremos… qué podemos hacer contigo. ¿Me he expresado con claridad?
Hasta ese momento permanecí sentada, incapaz de moverme, crucificada por su furiosa mirada. Parecía que tenía la lengua pegada en el paladar, y las palabras que me esforzaba en pronunciar salían de mi boca como sonidos inarticulados.
—Sophie no está en casa —dijo mi madre, respondiendo a algo que ella pensaba que yo estaba diciendo—. No quiere verte hasta que te hayas arrepentido de esta maldad. Cuando leyó tu carta, me dijo: «No pensaba que mi hermana pudiera ser tan cruel…».
—¡Eso no es justo! —grité—. Me importa mucho la felicidad de Sophie. Mamá: ¿es que temes que los Carstairs rompan el compromiso si saben que estoy comprometida con Edward?
—¿Temer? ¡Ah, temer! ¿Es que estás completamente loca, Eleanor? Si tienen el más mínimo indicio de que mi hija mayor tiene la intención de arrojarse en brazos de un libertino muerto de hambre, por supuesto, nos dejarán plantadas.
—¿Y cuando Sophie esté casada, mamá?
—La boda está planeada para noviembre.
—Muy bien —dije, haciendo acopio de todo mi valor—, entonces Edward y yo no anunciaremos… no haremos público nuestro compromiso hasta que Sophie se haya casado.
Recordé, mientras hablaba, que ya se lo había dicho al señor Montague y al doctor Wraxford.
—¿Te atreves a discutir conmigo? ¿Es que no me has oído? ¡No te casarás con ese Ravenscroft de ningún modo!
—Mamá… olvidas que ya soy mayor de edad, y que puedo casarme con quien yo elija.
Mi madre pareció aumentar de tamaño en aquella pálida luz.
—Si no me obedeces —susurró entre dientes—, te retiraré tu asignación. Y dudo que el señor Woodward quiera recibirte de nuevo… si quiere conservar su puesto.
—Si haces eso, mamá —dije sin aliento—, Edward y yo nos casaremos inmediatamente… y entonces, ¿qué será del compromiso de Sophie?
Se puso de pie, con los ojos desorbitados. Pensé que se iba a abalanzar sobre mí como una bestia salvaje, que saltaría sobre mí, y que rodaríamos con la silla por el suelo. Si mi madre hubiera tenido una daga en la mano en aquel momento, estoy segura de que me habría dejado muerta sobre la alfombra. Sin embargo, allí permanecimos, de pie, cara a cara, y entonces me di cuenta, por primera vez, de que yo era más alta que mi madre.
—Entendámonos —dije, con una voz que a duras penas reconocí como mía—: Edward y yo no anunciaremos nuestro compromiso hasta que Sophie se haya casado y, a cambio, tú seguirás entregándome mi asignación hasta que yo me haya casado. Y me tienes que prometer que no escribirás al obispo. ¿Estamos de acuerdo?
Clavó su mirada en mí, sin pronunciar ni una sola palabra, mientras yo me preparaba para otra arremetida. Pero en vez de ponerse furiosa, me habló con gélido desdén, deteniéndose cada pocas palabras, para hacer hincapié en ellas, y con cada pausa rasgaba mi carta en trocitos más pequeños, y finalmente los arrojó esparciéndolos a mis pies.
—Ya veo, Eleanor, que no tienes remedio. Muy bien: les diremos a los Carstairs que estás enferma y que te hemos enviado al campo para una larga convalecencia. Desde luego, estarás demasiado enferma para poder acudir a la boda de tu hermana Sophie. Tu asignación se interrumpirá ese día. Te enviaré todas tus cosas a casa del señor Woodward. De ahora en adelante… sólo tengo una hija. No, no… una cosa más: puedes irte de esta casa ahora. Y no vuelvas nunca más.
Arrojó al suelo los últimos pedacitos de papel y se volvió hacia la puerta, la abrió e hizo sonar la campanilla para llamar a la doncella.
—Esta visita ya se va —oí que le decía—. Puedes enseñarle el camino.
Sus pasos se fueron alejando por el pasillo y oí que subía las escaleras.
—¿Sería tan amable de pedir un coche? —le dije a la doncella cuando vino—. Me siento un poco débil, y creo que necesito un momento…
La doncella cogió la moneda que le ofrecí, mirando temerosamente al techo, y se fue. «Tengo que irme de aquí», me dije, y avancé tambaleante hacia la puerta y por el recibidor, hasta la entrada del salón. Allí me vi obligada a detenerme, aferrándome al marco de la puerta para sujetarme. La puerta estaba abierta, como había estado la aciaga tarde que nos visitaron los Carstairs. Allí estaba el sofá donde mamá y Sophie estaban sentadas, allí estaba el lugar donde mi madre me pidió que me sentara. Y vi, como si fuera hoy, al joven delgado con su oscuro traje de luto, y entonces me di cuenta con horror dónde había visto antes a Edward Ravenscroft.
No puedo recordar cómo abandoné la casa. Supongo que la doncella me debió de ayudar a subir a un coche de punto, pero en mi cabeza sólo existe un espacio en blanco entre ese momento y el instante en que sentí el traqueteo del coche dando tumbos por las nauseabundas calles de Shoreditch. El viaje en tren discurrió en medio de un adormecimiento nebuloso, durante el cual, gracias a Dios, fui incapaz de pensar, y sólo cuando vi a Ada esperándome junto a la puerta de la rectoría, las emociones del día se deshicieron en lágrimas. La conversación con mi madre fue más que suficiente para justificar mi angustia, y contárselo todo a Ada al menos sirvió para reducir el recuerdo de lo que había visto a un nudo pequeño y helado en la boca del estómago. Pero aquella noche, ya sola en mi habitación, con la cama moviéndose como el coche de punto, y el traqueteo y el rechinar del tren aún resonando con aquellos sonidos metálicos en mis oídos, me vi obligada a enfrentarme a la imagen del joven que había visto en el sofá…
Al menos en apariencia, ambos eran bastante distintos: Edward tenía el pelo largo y revuelto, mientras que el joven del sofá lo tenía corto y escrupulosamente peinado; su piel era lisa y pálida, mientras que Edward la tenía curtida por el viento y el sol; el joven del sofá permanecía sentado, muy derecho y quieto, con las manos aferradas a las rodillas, mientras que Edward siempre se tumbaba desgarbadamente. Pero sus rostros eran idénticos: tenían la misma altura y la misma complexión. Cualquiera podía pensar que uno se había dedicado a la abogacía y el otro a las artes, o sospechar que el joven podría ser el hermano gemelo, e idéntico, de Edward. ¿Cómo pudo habérseme pasado por alto aquel parecido? No puedo ni imaginarlo. Quizá algún instinto protector me empañó la memoria.
«Si un joven exactamente igual hubiera muerto…». Por supuesto, Edward no iba a morir, me dije desesperadamente. Todo es una simple coincidencia. Estaba sobreexcitada tras la escena con mamá. Había exagerado el parecido. Pero el miedo no aflojó sus garras. ¿Me sería posible volver a mirar a Edward sin ver el rostro de la aparición en él? ¿O temía ver… lo que Edward podría ser… en vez de ver lo que era? No sabíamos nada de él, después de todo; aparentemente, había surgido de la tierra… No podía estar segura de que la dirección de Cumbria que me había dado fuera realmente la de su padre… y ni siquiera sabía a ciencia cierta si tenía padre. «¡Absurdo, absurdo!», me decía la voz de la razón: «Esto no es clarividencia», me dije, «sólo es… ¿qué fue lo que dijo el doctor Wraxford…? Sí, sólo es una lesión del cerebro, y se curará sola con el tiempo». Pero aquella frase fue saltando de un pensamiento terrible a otro —una lesión del cerebro, una lesión del cerebro—, hasta que se convirtió en el ruido de las ruedas del tren traqueteando a través de un sueño en el que me veía impelida a volver una y otra vez a Londres.
Si Ada me hubiera preguntado directamente si había algo más que me preocupara, creo que se lo habría dicho, pero ella, naturalmente, atribuyó mi ansiedad y mi abatimiento al enfrentamiento con mi madre. No dije nada sobre la aparición en la larga carta que le escribí a Edward, y sobrellevé varios días de malos presentimientos —me había advertido que escribía muy pocas cartas— antes de que una alegre nota desde Cumbria desvaneciera mis temores más disparatados. Todo iba bien, me dijo en su carta; estaba seguro de que su padre nos daría su bendición y de que mi madre «cambiaría de opinión con el tiempo». «He comenzado un nuevo óleo», escribía, «en el cual he depositado grandes esperanzas… Puede que transcurran aún otros quince días antes de que podamos vernos de nuevo, mi querida niña, pero escríbeme todos los días… y perdóname si yo no lo hago. Te lo compensaré cuando regrese junto a ti».
Para Ada, que siempre había mantenido maravillosas relaciones con su madre y sus hermanas, la idea de una ruptura definitiva entre mi familia y yo era casi inimaginable.
—Debes intentar reconciliarte con ella, Nell —me dijo un día, mientras regresábamos caminando a la aldea—. Sería terrible no volver a ver jamás a tu madre, no importa lo que haya ocurrido entre vosotras.
—Pero me ha forzado a elegir entre ella y Edward —le dije—. La sangre no siempre se aprecia más que el agua
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. Resulta extraño que me pidas que evite esa ruptura: Sophie y yo nunca hemos estado unidas desde que éramos niñas, y respecto a mamá, no he tenido con ella más que desencuentros. Lo que verdaderamente temo es que comience a crear problemas con el obispo una vez que Sophie se haya casado; nunca me perdonaría que George perdiera su puesto por mi culpa.
—No creo que tu madre lo haga… —dijo Ada—. Formar un escándalo después de la boda sería muy embarazoso para Sophie. Nell, debes entender que resulta muy razonable, desde el punto de vista social, que tu madre intente conseguiros buenos maridos… No frunzas el ceño, querida, sabes perfectamente a qué me refiero. Y sé cuán difícil puede resultar tu madre, pero de todos modos rezo para que os reconciliéis. Si algo nos ocurriera a George y a mí…
—Pero acabas de decir que no crees que mi madre dé problemas —repliqué con inquietud—. ¡Oh, antes viviría a pan y agua en un cobertizo que regresar con mamá, incluso aunque me admitiera de nuevo en casa!
—No hablarías tan a la ligera de cobertizos si tuvieras un niño —dijo Ada tranquilamente—. Lo que quiero decir es esto: imagina que te quedas sola en el mundo… Te arrepentirías amargamente de este distanciamiento.
Pensé en su propia pena, y cambié de asunto, pero no pude evitar preguntarme si Ada pensaba que yo había tratado a mi madre con excesiva severidad, cuando real mente yo no veía qué otra cosa podía haber hecho, por ella y por mí, y así, la cuestión quedó en suspenso entre nosotras, como un silencioso reproche. Quizá fue por esa razón por la que, a la tarde siguiente, rompí nuestra habitual costumbre de ir a dar un paseo juntas después del almuerzo, y salí sola de la casa por mi cuenta.